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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (7 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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—¡Qué maravilla! —dijo Lumy Vidita—. ¿Y no podríamos verlos aunque fuera de lejos, Les? ¿Tú crees que podríamos acercarnos a donde están?

—Por supuesto —dijo Leslie alegremente—, no hay cosa más sencilla. Migran siguiendo la misma ruta todos los días.

A la mañana siguiente Leslie entró en mi cuarto cargado con un objeto que parecía una extraña trompeta hecha de cuerno de vaca. Le pregunté qué era aquello y él sonrió de oreja a oreja.

—Es un reclamo de flamencos —dijo con gran satisfacción.

La cosa me interesó muchísimo, y le dije que no había oído nunca que hubiera reclamos de flamencos.

—Yo tampoco —confesó—. La verdad es que es un cuerno de pólvora viejo, para armas de carga por la boca. Pero como tiene rota la punta, se puede soplar por él. A modo de ilustración, se llevó a los labios la punta del cuerno y sopló. Del artefacto salió un sonido largo y profundo que quedaba a medio camino entre una sirena de niebla y un abucheo, con armónicos muy vibrantes.

Yo escuché con oído crítico y dije que no se parecía en nada a lo que hacían los flamencos.

—Ya, pero apuesto a que Lumy Vidita y Harry Cielito no lo saben —dijo Leslie—. Ahora lo único que necesito es que me prestes tus plumas de flamenco.

Yo me mostré remiso a separarme de tan raros especímenes de mi colección hasta que Leslie me explicó para qué las quería y me prometió que no les pasaría nada.

A las diez aparecieron Lumy y Harry, equipados por Leslie para ir en busca de flamencos. Llevaban cada uno un gran sombrero de paja y botas altas de goma, pues, según explicó Leslie, podía ocurrir que tuviéramos que seguir a los flamencos por las ciénagas. Lumy y Harry estaban ansiosos y emocionados ante la perspectiva de aquella aventura, y cuando Leslie les hizo una demostración del reclamo su entusiasmo no tuvo límites. Tan resonantes trompetazos dieron con él, que los perros se pusieron a aullar y a ladrar fuera de sí y Larry se asomó furibundo a la ventana de su habitación y dijo que si pensábamos jugar a la cacería del zorro él se mudaría de casa.

—¡Y tú ya eres mayorcita! —fue el broche de oro con que cerró de golpe la ventana, dirigido a Mamá, que acababa de unírsenos para ver qué significaba aquel estruendo.

Por fin sacamos al campo a nuestros arrojados cazadores y les hicimos recorrer unos tres kilómetros, tras de lo cual su entusiasmo por la búsqueda del flamenco empezó a declinar, Luego les hicimos trepar hasta la cima de un altozano casi inaccesible, les estacionamos dentro de un zarzal y les dijimos que tocaran el reclamo sin parar para atraer a los flamencos. Durante media hora soplaron por turno con gran dedicación, pero después empezó a faltarles el resuello. Al final el sonido que sacaban empezó a parecerse más al grito desesperado de un elefante herido de muerte que a nada relacionado con el mundo de las aves.

Entonces entré yo en acción. Jadeante y excitado, corrí a lo alto del cerro y comuniqué a nuestros exploradores que sus esfuerzos no habían sido baldíos. En efecto, los flamencos habían respondido, pero desgraciadamente se habían aposentado en una cañada al pie de un alto que había como a ochocientos metros más al este. Si se daban prisa, encontrarían a Leslie allí esperando. Su tenacidad americana me llenó de admiración. Dando zapatazos con aquellas botas que no eran de su tamaño, salieron al galope hacia el otro altozano, deteniéndose de tanto en tanto para soplar sin fuerzas por el reclamo según mis instrucciones. Cuando, sudando a chorros, encontraron a Leslie en lo alto del montículo, él les dijo que se quedaran allí y siguieran llamando con el reclamo mientras él rodeaba la cañada y espantaba a los flamencos hacia ellos. Les dejó su escopeta y su morral, según él para ir más cómodo, y desapareció.

Llegado ese momento era cuando entraba en escena nuestro policía predilecto, Filimona Kontakosa.

Filimona era sin duda el más obeso y sonambulístico miembro de la policía corfiota; llevaba treinta y tantos años en el cuerpo y debía su falta de ascensos al hecho de no haber efectuado ni un solo arresto en su vida. Nos había explicado con todo detalle que era materialmente incapaz de hacerlo; la sola idea de tratar con dureza a un delincuente llenaba de lágrimas sus ojos oscuros como flor de pensamiento, y en los días de festejo bastaba el más ligero indicio de altercado entre los lugareños achispados para verle anadeando resueltamente en la dirección contraria. Prefería llevar una vida apacible, y cada quince días o así nos hacía una visita para admirar la colección de armas de Leslie (para las cuales no teníamos licencia) y obsequiar a Larry con tabaco de contrabando, a Mamá y Margo con flores y a mí con almendras garrapiñadas. En su juventud había sido marinero de cubierta a bordo de un carguero y había adquirido un precario dominio de la lengua inglesa, y eso, unido a la circunstancia de que a todos los corfiotas les encantaran las bromas, hacía de él un colaborador idóneo para lo que pretendíamos. Filimona supo estar a la altura de la ocasión.

Subió con andares de pato a la cima del montículo, refulgente con su uniforme, personificación de la ley y el orden y orgullo del Cuerpo de Policía. Encontró a nuestros exploradores soplando desganadamente por el reclamo. Filimona, con muy buenos modales, les preguntó qué estaban haciendo.

Lumy Vidita y Harry Cielito, que respondían al trato amable como un par de cachorrillos, se apresuraron a felicitar a Filimona por su vacilante inglés y a explicarle el asunto. Cuál no sería su consternación cuando de repente le vieron transformarse de policía gordo, bondadoso y risueño en la personificación fría y brutal de la autoridad.

—¿Ustedes no saben no pueden cazar flamongos? —les espetó—. ¡Es prohibido cazar flamongos!

—Pero buen hombre, si no los estamos cazando —dijo Lumy Vidita con voz entrecortada—. Sólo queremos
verlos
.

—Sí. Verá usted, es que no nos ha entendido bien —dijo Harry Cielito tratando de hacerse simpático—. No queremos cazarlos a los pobrecitos; sólo pretendemos verlos. No cazarlos ¿comprende?

—Si no cazar, ¿por qué tienen escopeta? —preguntó Filimona.

—Ah, la escopeta —dijo Lumy Vidita poniéndose colorada—. Es de un amigo nuestro…, eh…, amigo…, ¿sabe?

—Sí, es de un amigo nuestro, Les Durrell —dijo Harry Cielito—. Quizá le conozca usted, es muy conocido por aquí.

Filimona les dirigió una mirada fría e implacable.

—Yo ese amigo no conozco. Por favor abran la bolsa —dijo por fin.

—Bueno, bueno, tranquilo, oiga —protestó Lumy Vidita—. Esa bolsa no es nuestra, oficial.

—No, no —dijo Harry Cielito—. Es de ese amigo que le decimos, Durrell.

—Tienen escopeta. Tienen bolsa —señaló Filimona—. Por favor abran la bolsa.

—Escuche, oficial, déjeme que le diga que me parece que se está usted excediendo un poco en el cumplimiento de su deber —dijo Lumy Vidita, mientras Harry Cielito manifestaba el mismo parecer con abundante gesticulación—. Pero si así se queda usted tranquilo, muy bien, no hay nada de malo en que le eche usted una ojeada.

Harry forcejeó brevemente con las correas del morral, lo abrió y se lo pasó a Filimona. El policía miró a su interior, exhaló un gruñido de triunfo y extrajo el cuerpo desplumado y descabezado de un pollo que llevaba adheridas numerosas plumas de color rosa encendido. Los dos aguerridos buscadores de flamencos palidecieron de la impresión.

—Oiga, escuche usted…, eh…, espere un momento… —empezó a decir Lumy Vidita, pero su voz se apagó bajo la mirada acusadora de Filimona.

—Es prohibido cazar flamongos. Se lo he dicho —dijo Filimona—. Ustedes son detenidos.

Alarmados y protestando fueron conducidos a la comisaría del pueblo. Allí estuvieron retenidos varias horas, durante las cuales les faltó poco para volverse locos a fuerza de escribir declaraciones, en tal estado de irritación y nerviosismo que continuamente se contradecían en el relato de los hechos. Para acabar de alarmarles, Leslie y yo habíamos reunido afuera a una multitud de nuestros amigos del pueblo, que gritaban y bramaban a la manera terrorífica de los griegos, vociferando periódicamente «¡Flamongo!» y arrojando alguna que otra piedra contra la comisaría.

Al fin Filimona autorizó a sus cautivos a enviar una nota a Larry, que irrumpió en el pueblo hecho una furia, le dijo a Filimona que mejor estaría atrapando a malhechores que gastando bromas pesadas, y devolvió a nuestros dos buscadores de flamencos al seno de la familia.

—¡Esto no puede seguir así! —exclamó iracundo—. ¡No pienso permitir que mis invitados sean víctimas de bromas de mal gusto por obra de un par de hermanos imbéciles!

Debo decir que Lumy Vidita y Harry Cielito se portaron estupendamente.

—No te enfades, Larry —dijo Lumy Vidita—. Son cosas que pasan cuando se está de buen humor. Tanta culpa hemos tenido nosotros como Les.

—Es verdad lo que dice Lumy —dijo Harry Cielito—. La culpa es nuestra por ser un par de tontos que se creen cualquier cosa.

Para demostrar que no abrigaban el menor resentimiento, incluso se fueron al pueblo y volvieron con una caja de botellas de champán para celebrarlo, y ellos mismos fueron a buscar a Filimona para que nos acompañase. Se sentaron en el porche, uno a cada lado del policía, festejándole delicadamente con brindis de champán mientras Filimona, con sorprendente voz de tenor, cantaba canciones de amor que humedecían sus grandes ojos oscuros.

—¿Sabes lo que te digo? —confió Lumy Vidita a Larry en el momento más animado de la fiesta—. Que si se pusiera a régimen sería verdaderamente atractivo. Pero no le digas a Harry que te lo he dicho, ¿eh?

Capítulo 3

El jardín de los dioses

Mirad, los cielos se abren, los dioses miran desde lo alto y ríen ante esta escena contranatura
.

SHAKESPEARE,
Coriolano

La isla se torcía como un arco mal hecho: sus dos puntas tocaban casi los litorales griego y albanés, y las aguas del Mar Jónico quedaban apresadas dentro de la curva como un lago azul. Teníamos en la villa un porche espacioso enlosado y cubierto por una parra antigua de la cual pendían como lámparas los grandes racimos de uvas verdes; desde allí la vista, pasando sobre el jardín rehundido lleno de mandarinos y los olivares de verde y plata, abarcaba hasta el mar, azul y terso como el pétalo de una flor.

En el buen tiempo comíamos siempre en el porche, sobre la desvencijada mesa de mármol, y era allí donde la familia tomaba todas sus decisiones importantes. La hora del desayuno era la más propicia a la controversia y la disensión, pues era entonces cuando se leía el correo y se hacían, rehacían y desechaban planes para el día; en aquellas sesiones mañaneras se organizaban las fortunas familiares, aunque un tanto imprevisiblemente, de modo que la simple petición de una tortilla podía desembocar en una expedición de tres meses de acampada en una playa remota, como ya había sucedido en una ocasión. Al reunimos, pues, a la luz quebradiza de las primeras horas no estábamos nunca muy seguros de cómo iba a empezar el día.

Al principio había que andarse con ojo, porque los ánimos estaban susceptibles; pero poco a poco, bajo la influencia del té, el café, las tostadas, la mermelada hecha en casa, los huevos y la fruta surtida, la tensión mañanera iba cediendo y una atmósfera más benigna tomaba posesión del porche.

La mañana que anunció la llegada del conde entre nosotros no fue distinta de las demás. Todos habíamos llegado a la última taza de café, y cada uno estaba enfrascado en lo suyo: mi hermana Margo, con la rubia melena recogida con un pañuelo, estudiaba dos cuadernos de figurines, tarareando para sí con voz alegre pero desafinada; Leslie, acabado el café, se había sacado del bolsillo una pistolita automática, la había desarmado y estaba limpiándola distraídamente con el pañuelo; mi madre hojeaba un libro de cocina en busca de una receta para el almuerzo, moviendo los labios en silencio e interrumpiendo a veces la lectura para dejar la mirada perdida en el espacio mientras trataba de recordar si disponía de los ingredientes necesarios, y Larry, envuelto en un batín multicolor, comía cerezas con una mano y con la otra sostenía el correo.

Yo estaba muy ocupado en la tarea de alimentar a mi última adquisición, una grajilla que comía tan despacio que la había bautizado con el nombre de Gladstone, porque me habían contado que aquel estadista lo masticaba todo varios cientos de veces. Mientras esperaba que deglutiera cada bocado, dirigía mi mirada monte abajo, hacia el mar seductor, y meditaba el plan del día. ¿Sacaba a mi burra Sally y hacía una expedición a los altos olivares del centro de la isla para perseguir a los esteliones que tomaban el sol en los deslumbrantes yesales, y que excitaban mi codicia meneando sus cabezas amarillas y abultando los anaranjados cuellos? ¿O me bajaba a la laguna que había en el valle a espaldas de la villa, donde ya se estarían metamorfoseando las larvas de hormiga león? ¿O acaso fuera mejor —y esa era la idea más feliz de todas— sacar aquel bote que era mi más reciente adquisición, y embarcarme en una travesía de altura?

En primavera la sábana de agua casi cerrada que separaba Corfú del continente tenía un color azul pálido y delicado; luego, a medida que iba entrando el verano caluroso y crepitante, parecía teñir el quieto mar de un tono más oscuro y más irreal, que bajo ciertas luces era como el azul violeta del arco iris, un azul que en las aguas someras se deslucía hasta quedar en un rico verde jade. Por la tarde, al ponerse el sol, era como si pasara una brocha sobre el mar, listándolo y emborronándolo de púrpuras manchados de oro, plata, mandarina y rosa pálido.

Cualquiera que en verano contemplase aquel plácido mar interior lo habría creído apacible, un prado azul que respiraba a lo largo de la orilla con aliento suave y regular; costaba trabajo creer que pudiera ser fiero; pero incluso en un día de calma estival, allá por los erosionados montes del continente nacía de improviso un ventarrón caliente y saltaba gritando sobre la isla, oscureciendo el mar hasta casi ennegrecerlo, peinando en cada una de las olas una cresta de espuma blanca y espoleándolas y azuzándolas como manada de azules caballos enloquecidos hasta estrellarlas exhaustas contra la orilla y hacerlas morir en un sibilante sudario de espuma. Y en invierno, bajo el cielo gris ferrugiento, el mar alzaba adustos músculos de olas casi incoloras, gélidas y hostiles, entreveradas aquí y allá de lodos y detritos que las lluvias invernales arrancaban de los valles y vertían en la bahía.

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