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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (6 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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En tales ocasiones la presencia de los perros tenía su lado bueno y su lado malo. Tan pronto nos distraían abalanzándose al patio de una casa del campo y atacando a todos los pollos, con lo que el subsiguiente altercado con su propietario nos hacía perder por lo menos media hora, como nos prestaban un servicio utilísimo acorralando entre todos a una culebra y ladrando estentóreamente hasta que acudíamos a ver qué era. A mí, de todos modos, me tranquilizaba tenerlos cerca: Roger, como un rechoncho cordero negro sin esquilar; Widdle, elegante con su sedoso pelaje rojo y negro, y Puke, que parecía un bull terrier en miniatura moteado de morado y blanco. Algunas veces se aburrían, si hacíamos una parada demasiado larga, pero por lo general se tumbaban pacientemente a la sombra, con las rosadas lenguas movidas y colgantes y en los rabos un meneo amistoso cada vez que su mirada se cruzaba con la nuestra.

Fue Roger quien por primera vez me puso en contacto con una de las arañas más hermosas del mundo, conocida por el elegante nombre de
Eresus niger
. Aquel día habíamos caminado bastante, y a mediodía, cuando más calentaba el sol, decidimos hacer un alto para almorzar a la sombra. Nos sentamos al borde de un olivar y atacamos los emparedados y las gaseosas. Lo normal era que mientras comíamos tuviéramos a los perros alrededor, jadeando y mirándonos con gesto implorante, porque, convencidos siempre de que nuestra comida era de alguna manera superior a la suya, tras consumir sus raciones intentaban sacarnos alguna propina, recurriendo para ello a todas las triquiñuelas de un mendigo asiático.

En aquella particular ocasión Widdle y Puke ponían los ojos en blanco, boqueaban, jadeaban y trataban por todos los medios de hacernos ver que se encontraban al borde de la muerte por inanición. Cosa rara, Roger no se les unió; sentado al sol frente a unas zarzas, contemplaba algo con gran concentración. Yo me acerqué a ver qué podría intrigarle hasta el punto de hacerle olvidar mis cortezas de emparedado. Al principio no descubrí lo que era, y de improviso vi una cosa de tan sorprendente belleza que casi no pude dar crédito a mis ojos. Era una arañita del tamaño de un guisante, y a primera vista parecía un rubí animado o una gota de sangre andante. Soltando un grito de alegría corrí a mi bolsa de recolección y agarré una caja de pastillas con tapa de vidrio donde encerrar al brillante animal. Pero no se dejó atrapar fácilmente, porque daba unos saltos prodigiosos para su tamaño, y antes de verlo bien encerrado en la caja hube de perseguirlo por todas las zarzas durante un rato largo. Triunfalmente le llevé a Teodoro aquella araña esplendorosa.

—¡Aja! —dijo él, y echó un trago de gaseosa antes de sacar la lupa para examinar mejor mi captura—. Sí, es una
Eresus niger
…, hum…, sí…, este es el macho, naturalmente, tan bonito; la hembra es…, eh…, ya sabe…, toda negra, pero el macho tiene un colorido muy vivo. Examinada atentamente a través de la lente de aumento, la araña resultó ser aún más hermosa de lo que yo había creído. Su parte delantera o cefalotórax era de color negro aterciopelado, con pintitas rojas en los bordes. Las patas, bastante robustas, estaban circundadas de bandas blancas, lo que le daba el ridículo aspecto de vestir pantalones de rayas. Pero lo verdaderamente fascinante era el abdomen, de un color bermellón encendido, marcado con tres manchas negras redondas orilladas de pelos blancos. Era la araña más espectacular que yo había visto, y me hice el firme propósito de buscarle compañera e intentar que criaran. Sometí las zarzas y el terreno circundante al más exhaustivo escrutinio, pero sin resultado. Teodoro me explicó que la hembra excava una madriguera de unos siete centímetros de largo, tapizada de seda resistente. «Se distingue de las madrigueras de otras arañas», dijo, «porque en un punto la seda forma como una visera que hace las veces de tejadillo sobre la boca del túnel. Además, el exterior aparece cubierto de restos y despojos de las comidas pasadas de la araña, o sea, patas de saltamontes, élitros y restos de escarabajos».

Armado de aquellos conocimientos volví al día siguiente y una vez más peiné toda la zona alrededor de las zarzas, pero pasó la tarde sin que mis esfuerzos se vieran recompensados. De mal humor emprendí el regreso a casa para merendar. Tomé un atajo que conducía por unos montículos cubiertos de un brezo gigante mediterráneo que parecía medrar extraordinariamente en aquel terreno arenoso y bastante deshidratado: era el tipo de terreno yermo y seco que prefieren las hormigas león, las fritilarias y otras mariposas amantes del sol, los lagartos y las culebras. Según iba caminando me topé con un cráneo viejo de oveja. En una de sus cuencas vacías, una mantis religiosa había depositado sus curiosas ootecas, que a mí siempre me parecían como una especie de bizcocho ovalado y nervado. Estaba examinándolas en cuclillas y pensando si llevármelas a casa para añadirlas a la colección, cuando de pronto vi una madriguera de araña hembra exactamente como me la había descrito Teodoro.

Saqué la navaja y con mucho cuidado separé una cuña grande de tierra, que una vez extraída contenía no sólo la araña, sino también su madriguera. Entusiasmado por el éxito la guardé en la bolsa de recolección y corrí a la villa. Ya tenía instalado al macho en un acuario pequeño, pero la hembra me parecía merecedora de algo mejor, conque desahucié sin miramientos a dos ranas y una cría de galápago de mi acuario de mayor tamaño y se lo preparé. Una vez que acabé de decorarlo con trocitos de brezo e interesantes ramas de musgo, deposité cuidadosamente en el fondo la cuña de tierra que encerraba araña y madriguera y la dejé tranquila para que se recobrase de tan súbita e inesperada mudanza.

Tres días después introduje al macho. Al principio fue muy soso, porque no hizo nada más romántico que correr de acá para allá como una brasa viviente, intentando atrapar a los diversos insectos que yo había metido en el acuario a guisa de provisiones. Pero al fin, cuando una mañana muy temprano me acerqué a mirar, vi que había descubierto la guarida de la hembra. Estaba merodeando por los alrededores con un paso descoyuntado muy curioso, rígidas las rayadas patas y el cuerpo temblando de algo que sólo se podía interpretar como pasión. Un minuto o dos estuvo dando zancadas con gran excitación, y seguidamente se dirigió a la madriguera y desapareció debajo del tejado. Allí, para mi fastidio, ya no podía yo observarle, pero presumí que estaría apareándose con la hembra. Permaneció en la madriguera durante cosa de una hora, y luego salió muy ligero y reanudó su despreocupada persecución de los moscones y saltamontes que yo le había dejado. Pero yo le trasladé a otro acuario como medida de precaución, porque sabía que en algunas especies la hembra tiene costumbres canibalescas y no le repugna merendarse a su marido.

El resto del drama no pude presenciarlo con detalle, pero sí vi algunos retazos. Pasado cierto tiempo la hembra puso un racimo de huevos que encapsuló cuidadosamente en una tela. Aquel globo de huevos lo guardaba en el túnel, pero todos los días lo volvía a sacar y lo colgaba debajo del tejado. Si lo hacía para que los huevos recibieran más calor del sol o para que les llegara más aire fresco es cosa que no pude dilucidar. La ooteca estaba camuflada por fuera con pedacitos de restos de escarabajos y saltamontes pegados.

Conforme iban pasando los días la araña procedió a ampliar el tejadillo que cubría el túnel, y al fin tuvo construido un cubículo de seda sobre tierra. Yo vigilé aquella hazaña arquitectónica durante bastante tiempo, y al fin, como no veía nada, me impacienté, y con ayuda de un escalpelo y una aguja larga de zurcir abrí cuidadosamente la sedeña cámara. Cuál no sería mi asombro al ver que estaba circundada de celdas, y aposentadas en éstas todas las arañitas, mientras que en la sala central yacía el cadáver de su madre. Era un espectáculo macabro, pero a la vez conmovedor: todos los bebés quietos en torno a los restos mortales de su madre, en una especie de velatorio arañil. Pero cuando salieron de las celdas tuve que darles la libertad, porque tener alimentadas a unas ochenta arañas diminutas era un problema de hostelería que ni con todo mi empeño fui capaz de resolver.

Entre los numerosos amigos con que Larry tuvo a bien mortificarnos hubo una extraña pareja de pintores, ella llamada Lumy Bean y él Harry Bunny. Eran norteamericanos y estaban muy amartelados, tanto que no habían transcurrido veinticuatro horas desde su llegada cuando ya entre nosotros se les conocía por Lumy Vidita y Harry Cielito. Eran jóvenes y muy guapos, con esa gracia de movimientos elástica y fluida que se espera de las gentes de color pero rara vez se encuentra en un europeo. Tal vez les sobraba alguna pulserita de oro y una pizquita de perfume y loción capilar, pero eran agradables y, cosa insólita en los pintores que pasaban por casa, muy trabajadores. Como tantos otros norteamericanos, demostraban una ingenuidad y una seriedad enternecedoras, y al menos para mi hermano Leslie esas cualidades les convertían en víctimas idóneas de la broma pesada. Yo solía participar en el juego y luego le relataba los resultados a Teodoro, que por lo general sacaba de ello tanta diversión inocente como Leslie y yo. Todos los jueves me tocaba informar de la marcha de la campaña, y a veces me daba la impresión de que Teodoro aguardaba las bromas con mayor interés que las noticias acerca de mi colección zoológica.

Leslie era un maestro de la broma pesada, y la infantil inocencia de nuestros dos invitados le espoleaba a superarse a sí mismo. Poco después de su llegada consiguió que felicitaran muy gentilmente a Spiro por haber conseguido por fin la nacionalidad turca. Spiro, que, como casi todos los griegos, consideraba a los turcos ligeramente más pérfidos que el propio Satanás y se había pasado varios años combatiendo contra ellos, explotó como un volcán. Afortunadamente Mamá estaba a mano y al instante se interpuso entre los lívidos, desconcertados y azarados Lumy y Harry y la masa musculosa y barrilesca de Spiro. Parecía un diminuto misionero decimonónico arrostrando la embestida de un rinoceronte.

—¡Apartes, señora Durrells! —rugió Spiro, violácea de ira su cara de gárgola, cerrados sus puños como jamones—. ¡Déjemes que les hinches un ojos!

—Cálmese, cálmese, Spiro —dijo Mamá—. Habrá sido un error. Seguro que todo tiene su explicación.

—¡Me han llamados turcos! —rugió Spiro—. ¡Yo soy griegos! ¡Yo no soy un cochinos turcos!

—Naturalmente que no —dijo Mamá intentando apaciguarle—. Estoy segura de que habrá sido un pequeño despiste.

—¡Despistes, despistes! —bramó Spiro, acumulando uno tras otro sus plurales de pura indignación—. ¡A mí no me llaman turcos esos señoritingos de la puñetas, y usted disculpes mis lenguajes, señora Durrells!

Hubo de pasar cierto tiempo hasta que Mamá consiguió serenar a Spiro y obtener un relato coherente de los hechos de labios de los aterrorizados Harry Cielito y Lumy Vidita. El incidente le produjo un fortísimo dolor de cabeza y se quedó muy enfadada con Leslie.

Poco después de aquello Mamá tuvo que desalojar a la pareja del dormitorio que se les había asignado porque había que pintar la habitación, y les dio asilo temporal en una de nuestras grandes y tenebrosas buhardillas. Aquello le brindó a Leslie la oportunidad de contarles la historia del campanillero sin cabeza de Kontokali, que había muerto en la buhardilla. Era un desalmado que había sido el verdugo y torturador oficial de Corfú allá por 1604 más o menos. Primero torturaba a sus víctimas, y luego hacía sonar una campanilla antes de decapitarlas. Como ya estaban un poco hartos de él, los aldeanos de Kontokali asaltaron la villa una noche y le cortaron la cabeza. Ahora, como preludio a la visión de su espectro, descabezado y con un muñón sangriento, se le oía tocar frenéticamente la campanilla.

Luego que tuvimos convencida a nuestra seria parejita de la autenticidad de aquel invento haciendo que Teodoro diera fe del mismo, Leslie tomó prestados cincuenta y dos despertadores de un relojero amigo del pueblo, apalancó dos tarimas del suelo de la buhardilla, y cuidadosamente introdujo los despertadores entre las vigas, puestos todos para sonar a las tres de la mañana.

El efecto de cincuenta y dos despertadores sonando a la vez fue de lo más conseguido. No sólo Lumy y Harry evacuaron la buhardilla a toda velocidad, exhalando gritos de terror, sino que con las prisas tropezaron el uno con el otro, y bajaron las escaleras rodando, pero muy abrazaditos. La conmoción resultante puso en pie a toda la casa, y costó cierto tiempo convencerles de que todo había sido una broma y tranquilizarles con coñac. Mamá tuvo una fuerte jaqueca al día siguiente, al igual que nuestros invitados, y casi le retiró la palabra a Leslie.

Lo de los flamencos invisibles surgió un día de la manera más casual, cuando estábamos tomando el té en el porche. Teodoro preguntó a nuestra pareja de americanos cómo iba su trabajo.

—Divinamente, querido Teo —dijo Harry Cielito—, divinamente. ¿Verdad que sí, vidita?

—Sí, ya lo creo —dijo Lumy Vidita—. Aquí hay una luz fantástica, verdaderamente fantástica. No sé, es como si el sol estuviera más cerca de la tierra o algo así.

—Esa misma impresión tengo yo —convino Harry Cielito—. Es exactamente como dice Lumy, como si el sol estuviera ahí al lado dirigiéndonos sus sonrisas.

—Eso te lo he dicho yo esta mañana, ¿te acuerdas, cielito? —dijo Lumy Vidita.

—Sí que me lo has dicho, Lumy. Estábamos allá arriba, cerca de aquel pajar pequeñito, recuerdas, y me dijiste…

—Tomad otra taza de té —interrumpió Mamá, pues sabía por experiencia que aquellas reconstrucciones encaminadas a demostrar lo unidos que estaban Harry y Lumy podían prolongarse indefinidamente.

La conversación derivó hacia las esferas del arte, y yo apenas presté oídos hasta que unas palabras de Lumy Vidita reclamaron mi atención:

—¡Flamencos! ¡Oooh, Harry, cielito, flamencos, mis aves favoritas! ¿Dónde, dónde, Les?

—Por toda esta zona —dijo Leslie, con un gesto vago que abarcaba Corfú, Albania y la mayor parte de Grecia—. Hay unas bandadas enormes.

Vi que Teodoro contenía la respiración lo mismo que yo, temiendo que Mamá, Margo o Larry dijeran algo que pusiera al descubierto tan descarado embuste.

—¿Flamencos? —dijo Mamá, interesada—. No sabía yo que hubiera flamencos por aquí.

—Los hay —dijo Leslie solemnemente—, a centenares.

—¿Usted sabía que hubiera flamencos, Teodoro? —preguntó Mamá.

—Pues…, yo…, eh…, yo los he visto en el lago Hakiopoulos —repuso Teodoro sin faltar a la verdad, pero guardándose de decir que aquello había sido hacía tres años y la única vez que pasaron flamencos por Corfú. Yo tenía un manojo de plumas rosadas como recuerdo del acontecimiento.

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