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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (4 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Me senté a la mesa a tiempo de oír cómo Mamá les contaba a Leslie y Larry lo de los perritos.

—Es inconcebible —dijo Leslie—. Yo no creo que lo hagan por crueldad, es que sencillamente no piensan. Mira cómo amontonan los pájaros heridos en los morrales cuando van de caza. ¿Y qué pasó? ¿Gerry los ha ahogado?

—¡
Por supuesto
que no! —dijo Mamá indignada—. Se los ha traído aquí; qué iba a hacer.

—¡Dios de los cielos! —dijo Larry—. ¡No más perros! Ya tenemos cuatro.

—Son sólo cachorritos, pobrecillos —dijo Mamá.

—¿Cuántos son? —preguntó Leslie.

—Once —dijo Mamá de mala gana.

Larry dejó en la mesa el tenedor y el cuchillo y la miró fijamente.

—¿Once? —repitió—. ¿Once? ¡Once cachorros! Tú estás loca.

—Ya os digo que no son más que cachorros, muy chiquitines —dijo Mamá sonrojada—. Y Lulu los atiende muy bien.

—¿Quién diablos es Lulu? —preguntó Larry.

—Su madre…, un encanto de perra —dijo Mamá.

—Que hace un total de doce puñeteros chuchos.

—Pues sí, así debe ser —dijo Mamá—. La verdad es que no había echado la cuenta.

—¡Eso es lo malo de esta casa, que nadie echa cuentas! —ladró Larry—. Y a las primeras de cambio está esto de animales hasta el techo. Es como la creación por segunda vez, sólo que peor, puñetas.

Un solo búho se convierte en un batallón de la noche a la mañana; en todas las habitaciones de la casa hay palomas salidas; pájaros por todos lados como para llenar una pollería, y eso sin contar las culebras y sapos y sabandijas en cantidad suficiente para tener abastecidas a las brujas de Macbeth durante varios años. Y para acabarlo de arreglar, doce perros más. Esto es una perfecta demostración de la vena de demencia que hay en esta familia.

—Vamos, Larry, no exageres —dijo Mamá—. No hay que ponerse así por unos cuantos cachorritos.

—¿Once cachorros son para ti
unos cuantos
? Esto va a ser la rama griega de la Exposición Canina Cruft
[1]
, y lo más probable será que todos sean perras y se pongan en celo a la vez. Dentro de nada la vida en esta casa será una continua orgía sexual canina.

—Ah, por cierto —cambió Mamá de tema—, haz el favor de no ir diciendo que Margo está obsesionada por el sexo. ¿Qué va a pensar la gente?

—Es que lo está —dijo Larry—. No veo razón para ocultar la realidad.

—Entiendes perfectamente lo que quiero decir —dijo Mamá con firmeza—. No estoy dispuesta a tolerar que digas esa clase de cosas. Lo único que le pasa a Margo es que está en una fase romántica. Hay una gran diferencia.

—Bueno, yo lo único que te digo —dijo Larry— es que cuando todas las perras que habéis metido en casa se pongan en celo a la vez, Margo va a tener mucha competencia.

—Bueno, Larry, ya está bien —dijo Mamá—. De todos modos no me parece un tema apropiado para tratarlo en la mesa.

Pocos días después de aquello regresó Margo de sus viajes, sana y bronceada y con el corazón aparentemente recompuesto. No hacía más que hablar de su viaje y darnos descripciones gráficas y concisas de la gente que había conocido, descripciones que en todos los casos acababan en «así que les dije que vinieran a vernos si pasaban por Corfú».

—Supongo que no habrás invitado a todas las personas que has conocido, Margo —dijo Mamá un poco alarmada.

—Qué cosas tienes, Mamá —dijo con cierta irritación mi hermana, que acababa de mencionar a un apuesto marinero griego a quien, junto con sus ocho hermanos, había extendido la generosa invitación—. Sólo a la gente
interesante
. Pensé que te gustaría ver gente
interesante
por aquí.

—Te lo agradezco, pero ya tengo bastante gente interesante con la que invita Larry —dijo Mamá mordazmente—; no hacía falta que empezaras tú también.

—Este viaje me ha abierto los ojos —concluyó Margo con aire melodramático—. Me he dado cuenta de que aquí os estáis anquilosando. Os estáis volviendo intolerantes y…, y… insulares.

—Yo no creo que resistirse a recibir huéspedes inesperados sea ser intolerante, hija mía —dijo Mamá—. Acuérdate de que soy yo quien tiene que guisar.

—Pero no son inesperados —explicó Margo altanera—, los he invitado yo.

—Bueno, sí —concedió Mamá, evidentemente consciente de que no iba a sacar gran cosa de la discusión—. Si escriben avisando de su llegada, supongo que ya nos las apañaremos.

—Claro que avisarán —dijo Margo con frialdad—. Son amigos míos; no iban a ser tan mal educados como para no avisar.

El tiempo demostraría que se equivocaba.

Volvía yo a la villa después de pasar una tarde muy agradable bordeando la costa en mi bote en busca de focas, y al irrumpir soleado y hambriento en el cuarto de estar, pensando en el té y en la colosal tarta de chocolate que sabía que había hecho Mamá, me encontré con un espectáculo tan curioso que me hizo detenerme en el umbral, boquiabierto, a la vez que los perros, arracimados alrededor de mis piernas, empezaban a erizarse y a rugir atónitos. Mamá estaba sentada en el suelo, incómodamente instalada en un cojín, y con mano desconfiada sostenía una cuerda a cuyo extremo estaba atado un carnero de pequeño tamaño, negro y excesivamente fogoso. En torno a mi madre, sentados con las piernas cruzadas sobre sendos cojines, estaban un hombre viejo de feroz aspecto, tocado con un fez, y tres mujeres cargadas de velos. También por el suelo había limonada, té y platos de bizcochos, emparedados y la tarta de chocolate. En el momento en que yo entraba en la habitación el viejo se había inclinado hacia delante, se había sacado de la faja una inmensa daga muy ornamentada y había cortado un trozo enorme de tarta, que se metió en la boca con toda posible muestra de satisfacción. Aquello parecía una escena de las
Mil y una noches
. Mamá me dirigió una mirada angustiada.

—Gracias a Dios que has venido, hijo mío —dijo debatiéndose con el carnero, que se le había subido al regazo por equivocación—. Esta gente no sabe inglés.

Pregunté quiénes eran.

—¡Yo qué sé! —respondió desesperada—. Se presentaron cuando estaba haciendo el té; llevan horas aquí. Yo no entiendo ni una palabra de lo que dicen. Se han empeñado en sentarse en el suelo. Me parece que son amigos de Margo; claro que también pueden ser amigos de Larry, pero parecen poco intelectuales para eso.

Yo, por probar, me dirigí al viejo en griego, y él se puso en pie de un salto, contentísimo de que alguien le entendiera. Tenía una imponente nariz aguileña, un bigote blanco inmenso que era como una mazorca escarchada y ojos negros que parecían chisporrotear y crepitar según el humor de su dueño.

Vestía una túnica blanca con faja roja donde llevaba metida la daga, enormes zaragüelles, calcetines altos de algodón blanco y
charukias
rojas con la punta vuelta hacia arriba y pompones inmensos sobre los dedos. Conque yo era hermano de la adorable señorita, rugió animadamente, con el bigote lleno de temblorosas migas de tarta de chocolate. Qué gran honor conocerme. Me apretó contra sí y me besó con tal vehemencia que todos los perros, temiendo por mi vida, se pusieron a ladrar. El carnero, enfrentado a cuatro perros vociferantes, fue presa del pánico, y echó a correr alrededor de Mamá, dándole vueltas y vueltas con la cuerda. Al fin, en respuesta a un ladrido particularmente fiero de Roger, soltó un balido frenético y se abalanzó hacia las puertas de cristales buscando su salvación, con lo cual tiró a mi madre de espaldas en medio de un mar de limonada y tarta de chocolate. Las cosas se complicaron.

Roger, bajo la impresión de que el viejo turco nos atacaba simultáneamente a Mamá y a mí, arremetió contra las
charukias
y agarró con fuerza uno de los pompones. El individuo quiso darle una patada con el otro pie y prestamente se cayó. Las tres mujeres permanecían sentadas en sus cojines y absolutamente inmóviles, pero dando alaridos al otro lado de sus
yashmaks
. Dodo, la perra de Mamá, que de tiempo atrás tenía decidido que el más leve desorden era extremadamente enojoso para un dandie dinmont de su linaje, se acurrucaba afligida en un rincón y aullaba. El viejo turco, que demostraba una agilidad sorprendente para sus años, había sacado la daga y lanzaba cuchilladas temibles pero infructuosas hacia Roger, que entre salvajes rugidos acometía por turno a cada uno de los pompones, esquivando la hoja con soltura. Widdle y Puke trataban de acorralar al carnero, y Mamá, desenredándose con desesperación, me gritaba instrucciones incoherentes.

—¡Sujeta al cordero! ¡Gerry, sujeta al cordero! ¡Lo van a matar! —chillaba, cubierta de limonada y trocitos de tarta.

—¡Hijo negro del demonio! ¡Hijo bastardo de bruja! ¡Mis zapatos! ¡Suéltame los zapatos! ¡Te voy a matar… te voy a hacer picadillo! —jadeaba el viejo turco, tirando cuchilladas a Roger.

—¡Ayii! ¡Ayii! ¡Sus zapatos! ¡Sus zapatos! —gritaban las mujeres al unísono, inmóviles sobre sus cojines.

A duras penas esquivando yo mismo un navajazo, conseguí arrancar al enloquecido Roger de los pompones del turco y sacarle, junto con Widdle y Puke, al porche. Luego abrí las puertas de corredera y encerré al cordero en el comedor como medida provisional mientras apaciguaba las iras del humillado turco. Mamá, sonriendo nerviosa y asintiendo vigorosamente a cuanto yo decía a pesar de no entenderlo, intentaba limpiarse, con escaso resultado porque aquella tarta de chocolate había sido una de sus creaciones más glutinosas y de mayor tamaño, toda rellena de crema, y al caerse hacia atrás le había metido el codo en el centro exacto. Por fin logré calmar al viejo, y mientras Mamá iba a cambiarse de vestido les serví una ronda de coñac a él y a sus tres mujeres. Mis raciones eran generosas, por lo que cuando volvió Mamá se oían débiles hipidos tras por lo menos uno de los velos y la nariz del turco había tomado un tinte bermejo.

—Su hermana es…, ¿cómo le diría yo?…, mágica…, un don de Dios. Nunca he conocido otra mujer como ella —dijo, acercándome la copa ávidamente—. Yo, que, como usted ve, tengo tres esposas, no he conocido otra mujer como su hermana.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Mamá, mirando la daga con inquietud. Le repetí lo que había dicho el turco.

—Qué asqueroso —dijo ella—. La verdad es que Margo debería tener más cuidado.

El turco vació la copa y me la volvió a acercar, sonriéndonos jovialmente.

—Su criada es un poco torpe, ¿eh? —dijo, apuntando a Mamá con el pulgar—. No sabe griego.

—¿Qué dice? —preguntó Mamá.

Yo, obediente, traduje.

—¡Impertinente! —dijo Mamá indignada—. Si estuviera aquí Margo se llevaba un bofetón. Gerry, dile quién soy.

Se lo dije al turco, y el efecto que en él produjo esa información fue superior a lo que Mamá hubiera deseado. Dando un rugido se puso en pie, se abalanzó sobre ella, le cogió las manos y se las llenó de besos. Después, aún atenazándole las manos entre las suyas, la miró fijamente a la cara, con un temblor en el bigote.

—¡La madre —entonó—, la madre de mi Flor de Almendro!

—¿Qué dice? —preguntó Mamá trémula. Pero antes de que yo pudiera traducírselo el turco había escupido una orden a sus mujeres, que por primera vez dieron entonces señales de animación: saltaron de sus cojines, se arrojaron sobre Mamá, se levantaron los
yashmaks
y le besaron las manos con las mayores muestras de veneración.

—Prefiero que no me besen tanto —jadeó Mamá—. Gerry, diles que no hace ninguna falta.

Pero el turco, una vez que tuvo reinstaladas a sus mujeres en los cojines, se volvió nuevamente a Mamá. Rodeó sus hombros con un brazo poderoso que arrancó de ella un gemido, y abrió el otro brazo con retórico ademán.

—Nunca imaginé —tronó, mirándola a la cara—, nunca imaginé que tendría el honor de conocer a la madre de mi Flor de Almendro.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Mamá agitadamente, aprisionada por el abrazo osuno del turco.

Traduje una vez más.

—¿Flor de Almendro? ¿Pero de qué habla? ¡Este hombre está loco!

Le expliqué que al parecer el turco estaba muy enamorado de Margo y la llamaba así. Lo cual sirvió para confirmar los peores temores de Mamá acerca de sus intenciones.

—¡Conque Flor de Almendro, eh! —exclamó indignada—. Verás tú cuando vuelva… ¡le voy a dar yo flores de almendro!

Justo en aquel momento aparecía Margo, fresca y luminosa después del baño, vistiendo un bañador muy poco discreto.

—¡Ooooh! ¡Mustafá! —chilló embelesada—. ¡Y Lena, y María, y Telina! ¡Qué alegría!

El turco corrió hacia ella y le besó las manos reverentemente, mientras sus mujeres la rodeaban emitiendo sonidos amortiguados de complacencia.

—Mamá, te presento a Mustafá —dijo mi hermana sonriente.

—Ya nos conocemos —repuso mi madre con adustez—, y me ha echado a perder el vestido nuevo, o mejor dicho me lo ha echado a perder su cordero. Ve a ponerte algo por encima.

—¿Su cordero? ¿Qué cordero? —preguntó Margo extrañada.

—El cordero que ha traído para su Flor de Almendro, que es como te llama —dijo Mamá acusadora.

—Ah, eso es un apodo cariñoso —dijo Margo poniéndose colorada—; lo dice sin mala intención.

—Yo sé lo que son estos viejos cochinos —dijo Mamá en tono agorero—. Parece mentira, Margo.

El viejo turco escuchaba aquel parlamento con rápidas miradas de sus vivaces ojos y una sonrisa beatífica en el semblante, pero yo calculé que mis capacidades de traductor se verían forzadas hasta el límite si Mamá y Margo se ponían a discutir, así que abrí las puertas de corredera y dejé pasar al cordero, que entró brincando con arrogancia, negro y rizoso cual nube de tormenta.

—¡Cómo te atreves! —dijo Margo—. ¡Cómo te atreves a insultar a mis amigos! De cochino nada; es uno de los viejos más limpios que conozco.

—Me trae sin cuidado que sea limpio o no —dijo Mamá, ya colmada su paciencia—. No se puede quedar aquí con todas sus…, con todas sus… mujeres. No estoy dispuesta a cocinar para un harén.

—Es maravilloso oír hablar a la madre y la hija —me confió el turco—. Es como un rumor de esquilas.

—¡Eres horrible! —dijo Margo—. ¡Eres horrible! ¡No quieres que tenga amistades! ¡Eres intolerante y provinciana!

—¡Pensar que un hombre no debe tener tres esposas no es ser provinciano! —dijo Mamá indignada.

—Me recuerda —dijo el turco con los ojos húmedos— el canto de los ruiseñores en mi valle.

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