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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (19 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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—Estoy arruinado —dijo con voz sepulcral, poniéndome delante un caneco de gaseosa y un helado blanco y reluciente que por sus proporciones habría servido para hundir el
Titanic
—. Estoy arruinado,
kyria
Gerry. Soy una escoria. Ya no dirán: «Ah sí, Corfú, donde hacen el helado de Costi». No, sino que dirán: «¿Corfú? Ahí es donde hacen el helado del idiota de Costi». Tendré que marcharme de la isla, no me queda otro remedio. Me iré a Zante, o a Atenas quizá, o a lo mejor me meto en un monasterio. Mi mujer y mis hijos pasarán hambre, mis pobres y ancianos padres se morirán de vergüenza por tener que mendigar el pan…

Interrumpiendo tan tenebrosas profecías, le pregunté qué había sucedido para llevarle a aquel grado de desesperación.

—Yo soy un genio —dijo Costi con sencillez y sin jactancia, mientras se sentaba a mi mesa y distraídamente se servía otro
ouzo
—. No hay otro en Corfú que sepa hacer helados como los míos, tan suculentos, tan bonitos, tan…, tan
fríos
.

Dije que era verdad. Fui más lejos, porque era obvio que necesitaba que le dieran ánimos; y dije que sus helados tenían fama en toda Grecia, quizá incluso en toda Europa.

—Así es —gimió Costi—. Por eso era natural que cuando el rey viniera a Corfú el nomarca quisiera hacerle probar mis helados.

Yo, muy impresionado, asentí.

—Sí —siguió diciendo Costi—, doce kilos de helado tenía que servir al palacio de Mon Repos y un helado especial para el gran banquete que se dará por la noche a Su Majestad. ¡Aaah, ese helado especial ha sido mi perdición! Por eso mi mujer y mis niños se van a morir de hambre. ¡Ay, destino cruel y despiadado!

—¿Por qué? —pregunté a bocajarro, con la boca llena de helado. No estaba yo para florituras; quería llegar al meollo de la cuestión.

—Decidí que ese helado tenía que ser algo nuevo, algo único, algo distinto de todo lo conocido —dijo Costi, vaciando el vaso de
ouzo
—. Toda la noche la pasé en vela esperando la iluminación.

Cerró los ojos y dio vueltas a la cabeza sobre una almohada imaginaria, recalentada y dura.

—No dormí; estaba febril. Y cuando cantaron los primeros gallos, «qui-qui-ri-quí», me cegó un fogonazo de inspiración.

Y al decirlo se dio una palmada tan fuerte en la frente que casi se cae de la silla. Tembloroso, se sirvió otro
ouzo
.

—Ante mis ojos cargados y cansados se apareció la visión de una bandera, una bandera de Grecia, la bandera por la que todos hemos sufrido y dado la vida. ¡Pero la bandera estaba hecha de mi
mejor, especialísimo, puro helado de clase extra
! —dijo triunfal, y se arrellanó en el asiento para ver el efecto que sus palabras producían en mí.

Yo dije que la idea me parecía la más brillante que jamás había oído. Costi sonrió de oreja a oreja, y luego, recordando, volvió a adoptar una expresión de profundo abatimiento.

—Salté de la cama —prosiguió con voz doliente— y corrí a la cocina. Allí descubrí que no tenía los ingredientes que hacían falta para poner en práctica mi plan. Tenía chocolate para dar color marrón al helado, tenía colorantes para hacerlo rojo o verde o incluso amarillo, pero no tenía nada, nada de nada, para hacer las barras azules de la bandera.

Hizo una pausa, dio un trago largo y luego se enderezó con orgullo.

—Otro menos hombre… un turco o un albanés… habría abandonado el proyecto. Pero no Costi Avgadrama. ¿Sabes lo que hice?

Negué con la
cabeza
y bebí un trago de gaseosa.

—Pues me fui a ver a mi primo Michaeli. Ya sabes, el que trabaja en el almacén de productos químicos del muelle. Y Michaeli —caiga la maldición de San Spiridion sobre él y toda su descendencia— me dio una sustancia para teñir de azul las barras. ¡Mira!

Costi se dirigió a la cámara y desapareció en su interior; luego salió tambaleándose bajo el peso de una bandeja gigantesca y me la puso delante. Estaba llena de helado y barras azules y blancas y sí que se parecía muchísimo a la bandera griega, aunque el azul tiraba un poco a morado. Yo dije que me parecía magnífico.

—¡Es mortal! —siseó Costi—. ¡Mortal como una bomba!

Y, tomando asiento, contempló la enorme bandeja con mirada malévola. Yo no le veía nada de malo, salvo que el azul era más parecido al color del alcohol desnaturalizado que a un verdadero azul.

—¡Deshonrado! ¡Deshonrado por mi propio primo, por ese hijo de padre soltero! —dijo Costi—. ¡El me dio los polvos, él me dijo que era la solución; él me prometió, lengua de víbora, que saldría bien!

Pero si había salido bien, señalé; ¿dónde estaba el problema?

—Por la misericordia de Dios y de San Spiridion —dijo él piadosamente—, se me ocurrió hacer una bandera pequeña para mi familia, sólo por que celebraran el triunfo de su padre. No me atrevo ni a pensar lo que habría pasado si no llega a ser por eso.

Se puso en pie y abrió la puerta que desde el café conducía a sus habitaciones privadas.

—Te voy a enseñar lo que ha hecho ese monstruo de mi primo —dijo, y gritó por la escalera—: ¡Katarina! ¡Petra! ¡Spiro! ¡Venid acá!

La mujer y los dos hijos de Costi bajaron la escalera con paso lento y remolón, y se detuvieron delante de mí. Con gran sorpresa vi que los tres tenían la boca teñida de un vivo color púrpura, del rico púrpura real que brilla en los élitros de un escarabajo de verano.

—Sacad la lengua —ordenó Costi. Toda la familia abrió la boca y sacó lenguas del color de una túnica romana. Parecían macabras orquídeas, o una especie de mandrágora, quizá. Comprendí entonces el problema de Costi. Con esa predisposición de los corfiotas a echar una mano sin pararse a pensar, su primo le había dado un paquete de violeta de genciana. Yo una vez había tenido que pintarme una llaga de una pierna con aquella sustancia, y sabía que entre sus muchas propiedades estaba la de ser un colorante de los más persistentes. Costi tendría mujer e hijos purpurados para varias semanas.

—Figúrate —me dijo en un susurro sofocado, luego de enviar arriba a sus coloreados mujer y prole—, figúrate si lo llego a enviar al palacio. ¡Imagínate a todos los dignatarios de la Iglesia, con las barbas de color violeta! ¡El nomarca y el rey violetas! Me habrían fusilado.

Dije que a mí me parecía que habría sido bastante divertido. Costi se escandalizó mucho. Cuando yo creciera, dijo severamente, me daría cuenta de que hay cosas en la vida que no son cómicas, sino muy serias.

—Imagínate la reputación de la
isla
…, imagínate
mi
reputación si hubiera teñido al rey de violeta —dijo, al tiempo que me daba otro helado para demostrar que no se había enfadado conmigo—. Imagínate cómo se habrían reído los extranjeros si el rey de Grecia se hubiera puesto de color violeta. ¡Po, po, po, po! ¡San Spiridion nos proteja!

Y qué era del primo, pregunté: ¿cómo había encajado la noticia?

—Todavía no lo sabe —dijo Costi con pérfida sonrisa—, pero pronto lo sabrá. Le acabo de mandar un helado en forma de bandera griega.

Así que cuando amaneció el gran día en la isla reinaba un estado de excitación insoportable. Spiro había organizado su enorme y antiguo Dodge con la capota bajada como una especie de combinación de tribuna y ariete, resuelto a que, pasara lo que pasara, la familia tuviera una buena vista de los actos. Con ánimo de fiesta llegamos a la ciudad en el coche y nos tomamos unos refrescos en la Platia para informarnos de los preparativos de última hora. Lena, resplandeciente de verde y morado, nos dijo que Marko había renunciado por fin, aunque a regañadientes, a su idea de los burros azules y blancos, pero ahora tenía otro plan casi igual de estrafalario.

—¿Saben ustedes que su padre tiene una imprenta, no? —nos dijo—. Pues ha dicho que iba a imprimir miles y miles de banderas griegas, sacarlas al mar en el yate y extenderlas sobre el agua de manera que el barco del rey navegue sobre una alfombra de banderas de Grecia.

El yate de Marko era el blanco de todos los chistes de Corfú. En sus tiempos había sido una motonave bastante pimpante, pero Marko le había añadido tal cantidad de cosas que, como decía Leslie con razón, parecía una especie de Palacio de Cristal flotante fuertemente escorado a estribor. Cada vez que su dueño se hacía a la mar en él había apuestas sobre si volvería y cuándo.

—Conque —prosiguió Lena—, primero manda imprimir las banderas, y luego se encuentra con que no flotan: se hunden. Así que ha hecho crucecitas de madera y ha pegado encima las banderas para que floten.

—No parece mala idea —dijo Mamá.

—Habrá que verlo —dijo Larry—. Ya conoces las dotes de organización de Marko. Acuérdate del cumpleaños de Constantino.

En verano Marko había organizado una suntuosa comida campestre para festejar el cumpleaños de su sobrino Constantino. Iba a ser un convite memorable, donde habría de todo, desde lechón asado hasta sandías llenas de champán. Se invitó a la flor y nata de Corfú. El único fallo fue que Marko se hizo un lío de playas, y mientras él, sentado en solitario esplendor, veía a su alrededor comida bastante para alimentar a un regimiento en una playa muy al sur, la flor y nata de Corfú, acalorada y hambrienta, esperaba en una playa del extremo norte de la isla.

—Bueno —dijo Lena, encogiéndose de hombros elocuentemente—, no se lo podemos impedir. Tiene todas las banderas cargadas en el barco. Ha enviado a un hombre a Coloura con un cohete.

—¿Un hombre con un cohete? —dijo Leslie—. ¿Para qué?

Lena puso los ojos en blanco.

—Cuando aviste el barco del rey, dispara el cohete —explicó—. Marko ve el cohete, y así le da tiempo de salir deprisa y alfombrar el mar de banderas.

—Pues yo espero que sea un éxito —dijo Margo—. Me cae bien Marko.

—Como a todos, querida —dijo Lena—. En el pueblo donde yo tengo la villa tenemos un tonto del pueblo. Es encantador,
très sympathique
, pero a nadie se le ha ocurrido hacerle alcalde.

Y con aquella punzante descarga final nos dejó. El siguiente en llegar fue el coronel Velvit, que venía muy agitado.

—¿No habrán visto ustedes por casualidad a tres
boy scouts
pequeñitos y gordos? —preguntó—. No, ya suponía que no. ¡Son como animalitos! ¡Se han ido al campo
de uniforme
, los muy salvajes, y han vuelto hechos unos cerdos! Les he mandado al tinte para que les limpiaran el uniforme y han desaparecido.

—Si los veo se los enviaré —le tranquilizó Mamá—. No se preocupe.

—Gracias, mi querida señora Durrell. No estoy preocupado por ellos, sino porque esos diablillos tienen un papel importante en los actos —dijo el coronel Velvit, disponiéndose a partir en busca de los
scouts
perdidos—. Sabe usted, es que no sólo forman parte de la barra de la bandera sino que además tienen que demoler el puente. Y con tan misteriosa observación se alejó a paso de galgo.

—¿Qué puente? ¿De qué puente habla? —preguntó Mamá perpleja.

—Es una parte del espectáculo —dijo Leslie—. Entre otras cosas, hacen un pontón sobre un río imaginario, lo cruzan y después lo vuelan para que no pueda pasar el enemigo.

—Yo siempre he creído que los
boy scouts
eran pacíficos —dijo Mamá.

—No serán los corfiotas —dijo Leslie—. Probablemente sean los habitantes más belicosos de Corfú.

En aquel momento llegaban Teodoro y Kralefsky, que iban a compartir el coche con nosotros.

—Ha habido…, eh…, esto…, un pequeño fallo a propósito del saludo informó Teodoro a Leslie.

—¡Ya lo sabía yo! —exclamó Leslie airadamente—. ¡El imbécil del comandante! Demasiado tonto se puso cuando fui a hablar con él. Yo ya le dije que esos cañones venecianos reventarían.

—No, no…, eh…, los cañones no han reventado. Eh…, hum…, por lo menos,
hasta ahora
—dijo Teodoro—. No, es un problema de coordinación. Él comandante ha insistido mucho en que se disparen las salvas en el momento en que el rey ponga pie en suelo griego. La… eh…, hum…, dificultad parece estar en dar una señal desde el muelle que la vean los… artilleros del…, eh…, en fin…, del fortín.

—¿Y qué van a hacer? —preguntó Leslie.

—Pues han mandado a un cabo al muelle con un revólver del cuarenta y cinco —dijo Teodoro—. Tiene que dispararlo un momento
antes
de que el rey ponga pie en tierra.

—¿Y lo sabe disparar? —preguntó Leslie escépticamente.

—Pues…, bueno… —dijo Teodoro—, yo he estado bastante rato tratando de hacerle ver que es peligroso metérselo…, hum…, en fin…, cargado y montado en la pistolera.

—Qué cretino, se atravesará un pie por ese sistema —dijo Leslie.

—No te preocupes, que no acabará el día sin que haya derramamiento de sangre —dijo Larry—. Se habrá traído usted el botiquín, Teodoro.

—No digas esas cosas, Larry —suplicó Mamá—. Me pones muy nerviosa.

—Si estás usted dispuestas, señora Durrells, ya debemós irnos —dijo Spiro, que había aparecido, renegrido y ceñudo, con todo el aspecto de una gárgola de Notre Dame en vacaciones—. Las calles están ya muy apestadas.

—Atestadas, Spiro,
atestadas
—dijo Margo.

—Pues eso digos, señorita Margo. Pero no se preocupes, déjenmelos a mí. Yo les aparcaré de en medios con la bocinas.

—La verdad es que Spiro debería escribir un diccionario —dijo Larry mientras subíamos al Dodge y nos apretujábamos en los espaciosos asientos de cuero.

Desde primera hora de la mañana estaban las polvorientas carreteras atascadas de carros y burros que llevaban campesinos a la capital para el gran acontecimiento, y el campo aparecía cubierto de un gran manto de polvo que blanqueaba las plantas y los árboles que bordeaban la calzada y se quedaba suspendido en el aire como microscópica nieve. La ciudad estaba ya tan atestada o más que en el día de San Spiridion, y por la Piada discurrían oleadas de gente endomingada como nubes de capullos barridos por el viento. Cada callejuela era un río mixto de humanidad y burros que se movía a paso de glaciar, y el aire estaba saturado de emocionados parloteos y risas, penetrante olor a ajo y una universal emanación de naftalina, indicio de ropa especial cuidadosamente extraída de su lugar de conservación. Por doquier se oía a las bandas afinando sus instrumentos, rebuznos de burros, los pregones de los vendedores ambulantes y los gritos excitados de los niños. La dudad se estremecía y latía como una gran colmena olorosa y multicolor.

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