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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (11 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Comprendí lo que Kralefsky quería decir. Cabía suponer que para un conde fuera un momento de tensión el de caerse a un canal.

Pero la saga del conde no había terminado aún. Una semana o así después de que se fuera, estábamos desayunando cuando Larry confesó que no se encontraba bien. Mamá se puso las gafas y le examinó con ojo crítico.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.

—Que no me encuentro viril y vigoroso como de costumbre.

—¿Te duele algo?

—No —reconoció mi hermano—, no es que me duela nada. Es una especie de lasitud, una sensación de enervamiento, un encontrarme debilitado, exangüe, como si hubiera pasado la noche con el conde Drácula; y, a pesar de todos sus defectos, yo diría que nuestro reciente invitado no era un vampiro.

—Pues de aspecto estás perfectamente —dijo Mamá—, pero sería conveniente que te viera un médico. El doctor Androuchelli está de vacaciones, así que le diré a Spiro que vaya a buscar a Teodoro.

—Bueno —dijo Larry apáticamente—, y de paso le puedes decir a Spiro que se acerque a dar el aviso en el cementerio británico.

—¡No digas esas cosas, Larry! —dijo Mamá, asustándose—. Venga, métete en la cama y hazme el favor de no moverte.

Si Spiro se podía catalogar como nuestro ángel custodio, para quien ninguna petición era imposible de satisfacer, el doctor Teodoro Stefanides era nuestro oráculo y mentor para todo. Llegó muy sentado en el Dodge de Spiro, vistiendo inmaculado traje de
tweed
, con el sombrero hongo ladeado con la inclinación exacta y la barba centelleante al sol.

—Sí, verdaderamente ha sido… hum…, muy curioso —comentó tras saludarnos a todos—, precisamente estaba yo pensando que sería muy agradable darse un paseo…, eh…, con un día tan espléndido…, hum…, no demasiado caluroso, en fin, ya me entienden…, eh…, y de repente se presenta Spiro en el laboratorio. ¡Qué cosa tan fortuita!

—Me alegro mucho de que mi agonía le sirva de provecho a alguien —dijo Larry.

—¡Aja! ¿Y qué…, eh…, vamos a ver…, qué es lo que anda mal? —preguntó Teodoro, contemplando a Larry con interés.

—Nada en concreto —reconoció mi hermano—. Simplemente una sensación general de muerte inminente. Como si me hubieran vaciado de todas mis energías. Lo más probable es que, como de costumbre, me haya extralimitado en mi dedicación a la familia.

—No creo que sea
ése
el origen de tus males —dijo Mamá tajantemente.

—Habrás comido demasiado —dijo Margo—. Lo que te hace falta es una buena dieta.

—Lo que le hace falta es un poco de aire puro y ejercicio —aportó Leslie—. Si usara un poco el bote…

—Bueno, bueno, Teodoro nos dirá qué es lo que le pasa —dijo Mamá.

Teodoro fue a reconocer a Larry y reapareció al cabo de media hora.

—Eh…, no le encuentro nada…, en fin…, ningún trastorno orgánico —dijo reflexivamente, subiendo y bajando sobre las puntas de los pies—, como no sea que tal vez le sobre un poco de peso.

—¡Lo veis! Os he dicho que debía ponerse a régimen —dijo Margo triunfante.

—Calla, hija —dijo Mamá—. ¿Y qué es lo que nos aconseja usted, Teodoro?

—Yo le tendría en cama un par de días —repuso él—. Tenerle a dieta suave, ya sabe usted, nada que lleve mucha grasa, y yo les enviaré una medicina…, eh…, es decir…, un
tónico
para que lo tome. Pasado mañana vendré a ver cómo sigue.

Spiro le llevó otra vez al pueblo y a su debido tiempo reapareció con la medicina.

—Yo no me tomo eso —dijo Larry mirando el frasco con desconfianza—. Parece esencia de ovarios de murciélaga.

—No digas tonterías, hijo —dijo Mamá, y le llenó una cuchara—, te hará bien.

—¡Qué va! Es lo mismo que tomó mi amigo el doctor Jekyll, y ya ves lo que le pasó.

—¿Qué le pasó? —preguntó Mamá sin pararse a pensar.

—Que le encontraron colgado de la lámpara, rascándose y diciendo que era el señor Hyde.

—Vamos, Larry, deja ya de hacer el tonto —dijo Mamá con firmeza.

Con muchos dengues, Larry se dejó convencer de que se tomara la medicina y se metiera en la cama.

A la mañana siguiente todos nos despertamos tempranísimo por los rugidos de ira que salían del cuarto de Larry.

—¡Mamá! ¡Mamá! —bramaba—. ¡Ven a contemplar tu obra!

Le encontramos dando saltos por la habitación, desnudo y con un espejo grande en la mano.

Volviose con aire beligerante hacia Mamá y ella reprimió una exclamación al verle: la cara se le había hinchado hasta aproximadamente el doble de sus dimensiones normales, y había tomado el color aproximado de un tomate.

—¿
Qué has hecho
, hijo mío? —preguntó Mamá desmayadamente.

—¿Yo? ¡Qué has hecho

! —respondió él a voces, articulando las palabras con dificultad—. Tú y tu maldito Teodoro y vuestra puñetera medicina…, me ha atacado a la pituitaria. ¡Contémplame! ¡Peor que el doctor Jekyll y el señor Hyde!

Mamá se puso las gafas y le contempló.

—Yo diría que tienes paperas —dijo perpleja.

—¡Qué tontería! ¡Eso es una enfermedad de niños! —dijo Larry irritado—. Ha sido esa maldita medicina de Teodoro. Te digo que me ha afectado a la pituitaria. Si no me conseguís un antídoto ahora mismo, me convertiré en un gigante.

—No digas bobadas. Seguro que son paperas —dijo Mamá—. Pero me extraña mucho, porque estaba segura de que tú habías pasado las paperas. Vamos a ver, Margo pasó el sarampión en Darjeeling en 1920…, Leslie tuvo el esprue en Rangún…, no, me estoy equivocando, lo de Rangún fue en 1900 y fuiste

el que tuvo el esprue, y luego Leslie pasó la varicela en Bombay en 1911… ¿o fue en el 12? No me acuerdo bien, pero luego te operamos
a ti
de las amígdalas en la Rajputana en 1922, o puede que fuera en 1923, no recuerdo exactamente, y después de eso fue cuando Margo tuvo…

—Lamento interrumpir ese Almanaque de las Dolencias Familiares —dijo Larry fríamente—, pero ¿queréis hacer el favor de pedir el antídoto antes de que ya no quepa por la puerta de la habitación?

Cuando vino Teodoro, confirmó el diagnóstico de Mamá.

—Sí…, eh…, hum…, es un caso claro de paperas.

—Oiga usted, sacamuelas, ¿qué quiere decir con eso de
claro
? —dijo Larry, taladrándole con ojos inflamados y acuosos—. ¿Por qué no lo vio claro ayer? Y además yo no puedo tener paperas, es una enfermedad de niños.

—No, no —dijo Teodoro—. Se suele pasar de niño, pero a menudo también la pasan los adultos.

—¿Y por qué no ha sabido usted reconocer una enfermedad tan corriente? —demandó Larry—. ¿Ni siquiera sabe reconocer unas paperas? Pues deberían echarle del colegio de médicos, o lo que hagan en los casos de negligencia culpable.

—El diagnóstico de las paperas es muy difícil en los…, eh…, en los primeros estadios de la enfermedad —dijo Teodoro—, hasta que aparece la hinchazón.

—Típico de la profesión médica —dijo Larry con amargura—. Ni se dan cuenta de que hay una enfermedad hasta que el paciente abulta el doble de lo normal. Es escandaloso.

—Siempre y cuando no le afecte a sus…, hum…, esto…, hum…, a sus…, eh…, partes inferiores —dijo Teodoro pensativo—, en pocos días estará usted curado.

—¿Partes inferiores? —repitió Larry absolutamente despistado—. ¿Qué partes inferiores?

—Pues, esto…, es que…, las paperas producen inflamación de las glándulas —explicó Teodoro—, de modo que si la reacción baja por el organismo y afecta a las glándulas de sus…, hum…, de sus partes inferiores, entonces pueden ser sumamente dolorosas.

—¿Quiere usted decir que me puedo hinchar y ponerme como un elefante semental? —preguntó Larry horrorizado.

—Hum, eh…, sí —repuso Teodoro, hallándose incapaz de mejorar tal descripción.

—¡Es un complot para dejarme estéril! —gritó Larry—. ¡Usted y su asquerosa tintura de sangre de murciélago! ¡Todo es envidia de mi virilidad!

Decir que Larry fue mal paciente es quedarse corto. Tenía junto a la cama una enorme campanilla que hacía sonar incesantemente reclamando atención, y Mamá tenía que examinar sus regiones inferiores veinte veces al día para asegurarle que no manifestaban ninguna alteración. Cuando se descubrió que quien le había contagiado las paperas era el niño de Leonora, amenazó con excomulgarle.

—Soy su padrino —decía—. ¿Por qué no voy a poder excomulgar a ese macaco desagradecido?

Al cuarto día ya empezábamos todos a acusar la tensión. Apareció entonces el capitán Creech para ver a Larry. El capitán, un marino retirado de costumbres licenciosas, era la
bête noire
de Mamá. Su decidida persecución de toda fémina, y de mi madre en particular, a pesar de ser ya septuagenario, era para ella una fuente de irritación constante, lo mismo que la conducta desvergonzada del capitán y su mente obsesa.

—¡Ah del barco! —vociferó al entrar en la alcoba con paso vacilante, sacudiendo su mandíbula torcida, con los ralos pelos del cráneo y de la barba puestos de punta y húmedos los pitañosos ojos—. ¡Ah del barco! ¡Saquen sus muertos!

Mamá, que examinaba a Larry por cuarta vez en el día, se enderezó y le atravesó con la mirada.

—Si no le importa, capitán —dijo con frialdad—. Está usted en la habitación de un enfermo, no en una taberna.

—¡Por fin la encuentro en la alcoba! —dijo él sonriendo de oreja a oreja y sin dejarse impresionar por la cara que le ponía mi madre—. Ahora, si el chico se corre un poco, nos podríamos dar un achuchoncito.

—Estoy muy ocupada para pensar en achuchones, gracias —dijo ella glacial.

—¡Vaya, vaya! —dijo el capitán, sentándose en la cama—. ¿Pero no te da vergüenza coger unas paperas, muchacho? ¡Eso es cosa de críos! Si te quieres poner enfermo, hazlo como es debido, como un hombre. Cuando yo tenía tu edad no me dejaba tumbar por menos de una gonorrea.

—Capitán, le agradecería que no nos contara usted su vida delante de Gerry —dijo Mamá con firmeza.

—No te habrá afectado a tus cosas, ¿verdad? —preguntó el capitán con gesto preocupado—. Es terrible cuando da en la entrepierna. Te pueden arruinar la vida sexual, las paperas en la entrepierna.

—Larry está perfectamente, muchas gracias —dijo Mamá con dignidad.

—A propósito de entrepiernas —dijo el capitán—. ¿Tú no te sabes eso de: «Una doncella hindú, sensible y tierna / que tenía amaestrada a una serpiente / se la ponía a dormir en la entrepierna; / y al ver que eso ahuyentaba a los chavales, / decía: "¡Qué antipática es la gente! / ¡Cuánto mejores son los animales!"»? ¡Ja, ja, ja!

—¡Por favor, capitán! —dijo Mamá hecha una furia—. ¡Tenga la bondad de no recitar versos delante de Gerry!

Haciéndose el sordo a las críticas de mi madre, el capitán prosiguió:

—Recogí tu correo al pasar por la estafeta —y sacándose del bolsillo unas cuantas cartas y tarjetas postales, las echó sobre la cama—. Tienen ahora empleada a una chica que no está nada mal. Tiene un par de melones como para ganar un concurso agrícola.

Pero Larry no le escuchaba: había seleccionado una postal de entre el correo que le llevaba el capitán, y después de leerla rompió a reír a carcajadas.

—¿Qué pasa, hijo? —preguntó Mamá.

—Es una postal del conde —dijo Larry, secándose los ojos.

—Ah, de ese hombre —dijo mi madre torciendo la nariz—. Pues no me interesa saber nada de él.

—No te vas a librar —dijo Larry—. Merece la pena estar enfermo sólo por recibir esto. Ya empiezo a sentirme mejor.

Cogió la postal y nos la leyó. Era evidente que para escribirla había recurrido el conde a alguien cuyo dominio del inglés era precario pero imaginativo.

«Tengo arribado a Roma», empezaba. «Soy en clínica golpeado enfermedad llamada pápelas. Soy golpeado todo. Encuentro no puedo ser cómodo, no hambre y ser sentado imposible. Ten cuidado tú de pápelas. Conde Rossignol».

—Pobre hombre —dijo Mamá sin convicción cuando todos dejamos de reírnos—. La verdad es que no nos deberíamos reír.

—No —dijo Larry—. Le voy a escribir para preguntarle si las pápelas griegas son inferiores en virulencia a las pápelas francesas.

Capítulo 4

Los elementos de la primavera

Morada de dragones y refugio de búhos

ISAÍAS 34, 13

La primavera, en su sazón, llegaba como una fiebre; era como si la isla, tras revolverse y agitarse inquieta en el lecho cálido y húmedo del invierno, un buen día se despertara de golpe, súbitamente, pletórica de vida bajo un cielo azul de jacinto en el que se elevaba el sol, envuelto en brumas frágiles y de un amarillo delicado, cual capullo de seda recién concluido. Para mí la primavera era uno de los mejores tiempos del año, porque toda la fauna de la isla estaba entonces en ebullición, y el aire lleno de esperanza.

Tal vez hoy atraparía el galápago más grande que nunca viera, o desvelaría el misterio de cómo una tortuga recién nacida, salida del huevo con más arrugas y abolladuras que una nuez, al cabo de una hora abultaba el doble y en consecuencia había alisado la mayor parte de sus frunces. La isla entera era un hervidero y un puro runrún. Yo me despertaba pronto, desayunaba apresuradamente a la sombra de los mandarinos ya olorosos con el calor del primer sol, cogía mis redes y cajas de recolección, llamaba con un silbido a Roger, Widdle y Puke y salía a explorar mi reino.

Allá en el monte, en las junglas en miniatura de brezo y retama, donde las peñas caldeadas por el sol aparecían tachonadas de extraños líquenes que semejaban sellos antiguos, salían las tortugas de su sueño invernal, apartando la tierra bajo la cual habían estado aletargadas y guiñando los ojos y tragando saliva mientras se arrastraban lentamente hacía el sol. Descansaban hasta que el sol las hubiera calentado, y luego iban con paso lento a buscar su primera colación de dientes de león o de tréboles, o quizá un grueso y blanco cuesco de lobo. Yo tenía los cerros de las tortugas bien organizados, lo mismo que otras partes de mi territorio. Cada tortuga poseía una serie de rasgos distintivos que me permitían seguirle la pista. Cada nido de tarabillas o de currucas capirotadas estaba cuidadosamente marcado para observar sus progresos, como lo estaban cada coriáceo montículo de huevos de mantis, cada tela de araña y cada piedra que sirviera de guarida a un animal querido.

Pero era la poderosa aparición de las tortugas lo que realmente me señalaba el comienzo de la primavera, pues hasta que no acababa de verdad el invierno no salían por el mundo en busca de pareja, torpes y bien acorazadas como caballero andante en busca de dama que socorrer. Una vez que habían saciado el hambre se mostraban más vivaces, si es que se puede aplicar tal calificativo a una tortuga. Los machos caminaban de puntillas, con el cuello estirado al máximo, y de tanto en tanto se detenían para soltar un gañido asombroso, sonoro e imperativo. Nunca oí que una hembra respondiera a aquel resonante grito, que más parecía propio de un perro pequinés, pero de alguna forma el macho la localizaba, y acto seguido, aún gañendo, le presentaba batalla, estrellando su concha contra la de ella, empeñado en someterla por las malas, mientras ella, tan fresca, intentaba seguir comiendo entre zurra y zurra.

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