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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (13 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Me volví a mirar hacia la carretera, y allá abajo vi al Hombre de las Cetonias. Era un extraño buhonero con quien me tropezaba a menudo en mis correrías por los olivares. Espigado, de astuto semblante y mudo, lucía el atuendo más estrafalario: un enorme sombrero fofo que llevaba prendidos muchos hilos con centelleantes cetonias verdi-doradas atadas en los extremos, y la ropa remendada con parches de tela de muchos colorines, de modo que parecía ir envuelto en un centón. Una gran corbata de color azul intenso completaba el conjunto. A la espalda llevaba bolsas y cajas y jaulas llenas de palomas, y de los bolsillos era capaz de sacarse cualquier cosa, desde flautas de madera, figuritas talladas de animales o peines hasta pedacitos del sagrado manto de San Spiridion.

Uno de sus mayores encantos desde mi punto de vista era que, por ser mudo, tenía que echar mano de un notable talento para la mímica. Usaba la flauta en vez de la lengua. Cuando vio que yo le prestaba atención, se apartó la flauta de la boca y me llamó por señas. Yo bajé la ladera corriendo, pues sabía que a veces el Hombre de las Cetonias tenía cosas de gran interés. Era a él, por ejemplo, a quien debía la concha de almeja mas grande de mi colección, y además con los dos diminutos pinnotéridos parásitos todavía dentro.

Me detuve junto a él y le di los buenos días. Sonrió dejando ver sus dientes descoloridos, y alzando el foto sombrero saludó con una reverencia exagerada que puso a todas las cetonias a zumbar soñolientas en las puntas de sus hilos, como un rebaño de esmeraldas cautivas. Tras interesarse por mi salud una mirada grave e interrogante con los ojos muy abiertos, inclinándose y fijándose en mi rostro me indicó que él estaba bien tocando en la flauta una melodía rápida, alegre y retozona, y luego aspirando y espirando a pleno pulmón el cálido aire primaveral, con los ojos cerrados como en éxtasis. Cumplidas así las formalidades, pasamos a los negocios.

¿Qué quería de mí?, pregunté. El se llevó la flauta a los labios, emitió un lamentoso y estremecido ululato, prolongado y lastimero, y luego apartando el instrumento abrió mucho los ojos y silbó entre los dientes, chascándolos de tanto en tanto y balanceándose. Como imitación de un búho enfurecido, su actuación era tan perfecta que casi esperaba yo que de un momento a otro el Hombre de las Cetonias echara a volar. El corazón me latió con fuerza, porque hacía mucho tiempo que quería encontrarle compañera a mi autillo Ulises, que se pasaba los días posado como un tótem de madera de olivo sobre la ventana de mi cuarto y las noches diezmando la población ratonil de los alrededores de la villa. Pero cuando interrogué al Hombre de las Cetonias él acogió con risa desdeñosa la idea de algo tan vulgar como un autillo. De los muchos fardos con que iba cargado separó un talego, lo abrió y cuidadosamente vació su contenido a mis pies.

Decir que me quedé sin habla es decir poco, pues lo que cayó rodando sobre el polvo blanco del camino fueron tres enormes crías de búho, que quedaron allí silbando y balanceándose y chascando el pico como si estuvieran haciendo una parodia del Hombre de las Cetonias, enormes sus ojos de color mandarina y oro, que expresaban una mezcla de rabia y temor. Eran búhos reales, de extremada rareza, y como tales un botín que ni el más codicioso habría soñado. Al instante supe que tenían que ser míos.

Daba igual que la adquisición de los tres gruesos y voraces búhos disparase la cuenta del carnicero del mismo modo que la entrada de los avetoros en mi colección habría disparado la cuenta del pescadero. Los avetoros eran algo futuro, que podía o no materializarse, pero aquellos búhos, grandes bolas de nieve blanco-grisáceas que chascaban el pico y bailaban la rumba en el polvo, eran una realidad palpable.

Me senté en cuclillas a su lado y los acaricié hasta transportarlos a un estado de semisomnolencia mientras regateaba con el Hombre de las Cetonias. Era buen regateador, lo cual hacía el asunto mucho más interesante, pero además regatear con él era muy apacible, porque se hacía en completo silencio. Nos sentamos uno frente al otro como dos grandes entendidos en arte discutiendo en Agnew
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por, pongamos, un trío de Rembrandts. Una elevación de la barbilla, la más mínima inclinación o ligera sacudida de la cabeza eran suficientes, y había largas pausas durante las cuales el Hombre de las Cetonias intentaban debilitar mi firmeza con ayuda de la música y de un mazapán incomestible que llevaba en el bolsillo. Pero en aquel mercado mandaba el comprador, y él lo sabía: ¿quién más habría tan loco, a todo lo largo y ancho de la isla, como para comprar no una, sino tres crías de búho real? Al fin llegamos a un acuerdo.

Como yo me encontraba temporalmente escaso de fondos, le expliqué al Hombre de las Cetonias que tendría que esperar para cobrar hasta primeros del mes siguiente, cuando yo recibiera mi asignación.

A menudo se había visto él en las mismas, por lo cual supo hacerse cargo. Yo le dejaría el dinero a nuestro común amigo Yani en el café del cruce, donde el Hombre de las Cetonias podría recogerlo en cualquiera de sus peregrinajes por la comarca. Despachado ya el lado mercantil y sórdido de la transacción, compartimos un caneco de gaseosa que él extrajo de su espaciosa mochila. Luego yo metí cuidadosamente mis preciosos búhos en el talego y reemprendí la vuelta a casa, y el Hombre de las Cetonias se quedó tocando la flauta en la cuneta, entre sus mercancías y las flores de primavera.

Camino de la villa, los ávidos gritos de los búhos me hicieron caer en las implicaciones culinarias de mi reciente adquisición. Era evidente que el Hombre de las Cetonias no les había dado de comer. Yo no sabía cuánto tiempo los había tenido, pero a juzgar por el ruido que hacían debían estar muertos de hambre. Era una pena, pensé, que mis relaciones con Leslie fueran todavía un poco tensas, pues en otra situación le habría podido convencer de que matara unos gorriones o quizá un par de ratas para mis nuevos bebés. Estando las cosas como estaban, habría que fiarlo todo al infalible buen corazón de mi madre.

La encontré enclaustrada en la cocina, revolviendo frenéticamente un enorme caldero muy aromático y burbujeante; con el ceño fruncido y los cristales de las gafas empañados, leía la receta del libro de cocina que sostenía en la otra mano, moviendo los labios en silencio. Yo saqué los búhos con aire de quien concede una merced de valor inestimable. Mi madre se ajustó las gafas y miró de soslayo a aquellos tres ovillos de plumón que silbaban y se mecían.

—Muy bonitos, hijo, muy bonitos —dijo con voz distraída—. Ponlos en algún sitio donde estén bien guardados, ¿eh?

Dije que los encerraría en mi cuarto y que nadie sabría que los tenía.

—Muy bien —dijo Mamá, mirándolos con cierto nerviosismo—. Ya sabes lo que opina Larry de que traigas más animales.

Claro que lo sabía, y pretendía ocultarle la llegada de aquéllos a toda costa. Sólo había un pequeño problema, expliqué, y era que los búhos estaban hambrientos: o mejor dicho, que estaban muertos de hambre.

—Pobres criaturitas —dijo Mamá, suscitada inmediatamente su compasión—. Dales un poco de pan con leche.

Expliqué que los búhos comían carne y que a mí ya no me quedaba. ¿No tendría ella algún recorte que me pudiera prestar para que no se me murieran?

—El caso es que no andamos muy sobrados de carne —repuso—. Hay chuletas para la comida. Mira a ver qué encuentras en la nevera.

Fui a la enorme nevera de la despensa que guardaba nuestras provisiones perecederas y me asomé a su interior brumoso y gélido. Todo cuanto pude exhumar fueron las diez chuletas de nuestro almuerzo, y ni siquiera con eso habría bastado para tres voraces búhos reales. Con esa noticia volví a la cocina.

—Vaya por Dios —dijo Mamá—. ¿Y tú estás seguro de que no comen pan con leche?

Yo me mostré inflexible. Los búhos sólo comían carne.

En ese momento uno de los pollos se balanceó tan violentamente que se cayó de costado, y yo me apresuré a señalar a mi madre que eso era indicio de lo debilitados que estaban.

—Bueno, pues habrá que darles las chuletas —dijo ella muy apurada—. Nosotros tendremos que comer curry de verduras.

Triunfante, me llevé búhos y chuletas a mi cuarto y atiborré de carne a los hambrientos bebés.

A consecuencia de la llegada de los búhos nos sentamos a la mesa un poco tarde.

—Siento no haber tenido la comida antes —dijo Mamá, destapando una sopera de donde salió una nube de vapor con olor a curry—, pero no sé por qué no se cocían las patatas.

—Yo creí que había chuletas —se quejó Larry con voz de reproche—. He estado toda la mañana con las papilas gustativas preparadas para las chuletas. ¿Qué ha pasado con ellas?

—Ha sido por los búhos, querido —dijo Mamá excusándose—. ¡Tienen tanto apetito!

Larry se quedó petrificado con una cucharada de curry a medio camino hacia la boca.

—¿Búhos? —dijo, mirando a Mamá fijamente—. ¿Búhos? ¿Qué dices de búhos? ¿Qué búhos?

—¡Ah! —dijo Mamá muy colorada, dándose cuenta de que había cometido un error táctico—. Pues unos búhos…, esa clase de aves…, no tiene importancia.

—¿Es que estamos sufriendo una plaga de búhos? —preguntó Larry—. ¿Asaltan la despensa y salen volando con manojos de chuletas entre las garras?

—No, hijo, no, no son más que unas crías. Cómo iban a hacer eso. Tienen unos ojos preciosos, pero es que estaban muertas de hambre las pobres criaturitas.

—Seguro que son un nuevo invento de Gerry —dijo Leslie agriamente—. He oído que estaba acunando no sé qué antes de comer.

—Pues que los suelte —ladró Larry.

Dije que no podía hacerlo porque eran unas crías.

—Son crías, hijo —dijo Mamá apaciguadora—. No tienen la culpa.

—¿Cómo que no tienen la culpa? —dijo Larry—. Unos asquerosos bichos, forrados hasta las orejas de mis chuletas…

—Nuestras chuletas —le interrumpió Margo—. No sé por qué tienes que ser tan egoísta.

—Esto se tiene que acabar —prosiguió Larry, sin prestar oídos a Margo—. Le tenéis a este niño demasiado consentido.

—Las chuletas eran tan nuestras como tuyas —dijo Margo.

—No exageres, hijo —dijo Mamá—. Al fin y al cabo son sólo unas crías de búho.

—¡Sólo! —repitió Larry sarcásticamente—. Ya tiene un búho, y bastante tenemos que padecer con él.

—Ulises es un animalito muy simpático y no da ninguna guerra —adujo Mamá, ya a la defensiva.

—Simpático lo será para ti —dijo Larry—, porque no te ha regado la cama de vomitados de todos los trozos de comida que ya no le interesaban.

—Eso fue hace mucho tiempo, hijo, y no lo ha vuelto a hacer.

—Y además, ¿eso qué tiene que ver con
nuestras
chuletas? —preguntó Margo.

—Es que no son sólo los búhos —dijo Larry—, aunque, como esto siga así, vive Dios que vamos a acabar como Atenea. Parece que no ejerces ningún control sobre él. Acuérdate de toda la historia de la tortuga de la semana pasada.

—Aquello fue un error, querido. El niño no lo hizo con mala intención.

—¡Un error! —exclamó Larry mordaz—. ¡Destripar un bicho sanguinolento por todo el porche! Mi habitación olía como el interior de la bota del capitán Ahab. Me ha costado una semana y el gasto de unos dos mil litros de agua de colonia dejarla lo bastante saneada para poder entrar sin desmayarme.

—¡Nosotros tuvimos que olerlo lo mismo que tú! —dijo Margo indignada—. Cualquiera diría que fuiste tú el único que lo olió.

—¡Exactamente! —exclamó Leslie—. Peor olía mi cuarto. Yo he tenido que salir a dormir a la terraza de atrás. No sé por qué te crees el único que tiene que sufrir las cosas.

—No es eso —dijo Larry cáusticamente—. Es que no me interesan los sufrimientos de los seres inferiores.

—Lo que pasa es que eres un egoísta —dijo Margo, aferrada a su primer diagnóstico.

—¡Está bien! —ladró Larry—. Pues no me hagáis caso. Ya lo lamentaréis en seguida, cuando tengáis las camas con una cuarta de vomitado de búho por encima. Yo me iré a un hotel.

—Me parece que ya hemos hablado bastante de los búhos —dijo Mamá con firmeza—. ¿Quién va a estar aquí a la hora del té?

Resultó que todos íbamos a estar a la hora del té.

—Voy a hacer unas mantecadas —dijo Mamá, y por toda la mesa corrieron suspiros de satisfacción, porque las mantecadas de mi madre, vestidas con mantos de mermelada de fresa hecha en casa, mantequilla y crema, eran una golosina que nos encantaba a todos—. Viene la señora Vadrudakis, así que espero que sepáis comportaros como es debido.

Larry gimió.

—¿Quién demonios es la señora Vadrudakis? —preguntó—. Alguna vieja pesada, supongo.

—No empieces —dijo Mamá severamente—. Parece una señora muy agradable. Me ha escrito una carta de lo más atento. Quiere pedirme consejo.

—¿Sobre qué? —quiso saber Larry.

—Al parecer está muy disgustada por cómo tienen a sus animales los campesinos. Ya sabéis cómo están los perros y los gatos, y esos pobres burros que se ven llenos de llagas. Pues esta señora quiere organizar aquí en Corfú una asociación para la prevención de malos tratos a los animales, en fin, una especie de Sociedad Protectora. Y quiere que la ayudemos.

—No seré
yo
—dijo Larry tajantemente—. No pienso ayudar a ninguna sociedad para la prevención de malos tratos a los animales. Yo ayudaría a fomentar los malos tratos.

—Larry, haz el favor de no hablar así —dijo Mamá con severidad—. Sabes que no lo dices en serio.

—Claro que lo digo en serio —dijo Larry—, y si esa tal Vadrudakis pasara una semana en esta casa, acabaría siendo de la misma opinión. Iría por ahí estrangulando búhos con sus propias manos, sólo para sobrevivir.

—Bueno, pues yo quiero que todos la tratéis amablemente —dijo Mamá con firmeza, y añadió—, y tú no menciones a los búhos, Larry. Podría pensar que somos un poco raros.

—¡Es que lo somos! —concluyó Larry con sentimiento.

Después de comer descubrí que Larry, como tan a menudo le sucedía, se había puesto en contra a las dos personas que podrían haber sido sus aliados en la campaña antibúho. Margo y Leslie. Margo se entusiasmó cuando vio a los pollos. Acababa de estrenarse en el arte de hacer punto de media, y en un exceso de generosidad se ofreció a tejer lo que yo quisiera para las aves. Yo acaricié la idea de vestirlos a los tres con jerseys iguales de rayas, pero lo descarté por poco práctico y contra mi voluntad hube de rechazar la amable sugerencia.

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