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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (25 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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—No digas tonterías. Jeejee —dijo Larry—. ¡Tú intocable! ¡Si tu padre era abogado!

—Bueno —dijo Jeejee, secándose los ojos—, pero habría sido intocable si mi padre hubiera sido de otra casta. Lawrence, es que tú no tienes sentido de lo dramático. Fíjate qué poema podía haber escrito: «El festín del intocable».

—¿Qué es un intocable? —preguntó Margo a Leslie en un susurro penetrante.

—Es una enfermedad, como la lepra —explicó él solemnemente.

—¡Dios mío! —exclamó ella con dramatismo—. ¿Estará seguro de no haberla cogido? ¿Y cómo sabe que su padre no está infectado?

—Margo, hija —la contuvo Mamá—, ¿quieres ir a dar una vuelta a las lentejas?

Tuvimos una bulliciosa comida al aire libre en el porche, en la que Jeejee nos obsequió con historias de su viaje a Persia, cantándole a Margo canciones persas de amor con tanto brío que los perros aullaban al unísono.

—¡Ay,
tienes
que cantar una esta noche! —dijo ella, embelesada—.
Tienes
que cantar, Jeejee. Todo el mundo va a hacer algo.

—¿Qué quieres decir, querida Margo? —preguntó Jeejee sin comprender.

—No lo hemos hecho nunca…, es como un cabaret. Cada uno va a hacer algo —explicó Margo—. Lena va a cantar ópera…, una cosa del «Caballero de Rosa»… Teodoro y Kralefsky van a hacer un truco de Houdini…, pues eso, que cada persona hará una cosa…, así que tú tienes que cantar en persa.

—¿Y por qué no hacer algo más propio de la Madre India? —se le ocurrió a Jeejee—. Podría levitar.

—¡De ningún modo! —le interrumpió Mamá tajantemente—. Esta fiesta tiene que ser un éxito. Nada de levitación.

—¿Por qué no te disfrazas de algo típico de la India? —sugirió Margo—. ¡Ya está, de encantador de serpientes!

—Eso —dijo Larry—, el humilde y típico intocable, el encantador de serpientes indio.

—¡Cielos! ¡Qué idea tan excelente! —exclamó Jeejee con un brillo en los ojos—. Lo haré.

Deseoso de ser útil, yo le dije que le podía prestar un cesto de luciones pequeños e inofensivos para su número, y a él le entusiasmó la idea de tener serpientes de verdad que encantar. Luego todos nos retiramos a dormir la siesta y prepararnos para la gran velada.

El cielo estaba listado de verde, rosado y gris humo, y los primeros búhos cantaban ya en los oscuros olivos, cuando los invitados empezaron a llegar. Uno de los primeros fue Lena, que venía agarrada a un libro enorme de música operística y vestida con un despampanante traje de noche de seda anaranjada, a pesar de habérsele dicho que la fiesta no era de etiqueta.

—¡Queridos! —dijo sensacionalmente, chispeantes sus negros ojos—, ¡hoy estoy muy bien de voz! Me parece que le voy a hacer justicia al maestro. No, no, no quiero
ouzo
, podría dañar mis cuerdas vocales. Tomaré una pizquita de champán con coñac. Pues sí, me siento vibrar la garganta, ¿comprendéis?… como un arpa.

—¡Qué estupendo! —dijo Mamá con absoluta falta de sinceridad—. Seguro que nos deja a todos admirados.

—Tiene una voz preciosa, Mamá —dijo Margo—. Es
mezza tinta
.


Mezzo soprano
—dijo Lena fríamente.

Teodoro y Kralefsky llegaron juntos, portando una maraña de cuerdas y cadenas y varios candados.

—Espero —dijo Teodoro, subiendo y bajando sobre las puntas de los pies—, espero que nuestra…, eh…, espero que nuestra…, esto…, que nuestro pequeño truco salga bien. No lo hemos hecho nunca, naturalmente.


Yo
sí lo he hecho —dijo Kralefsky con dignidad—. Me lo enseñó el propio Houdini. Y llegó incluso a felicitarme por mi pericia. «Richard», me dijo; nos tuteábamos, ¿saben ustedes?, «Richard, aparte de mí mismo no he conocido a nadie de dedos tan ágiles».

—¿Ah, sí? —dijo Mamá—. Seguro que va a ser todo un éxito.

El capitán Creech llegó con un sombrero de copa baqueteado, la cara del color de la fresa y sus pelos de papo de cardo como si la más ligera brisa se los fuera a despegar de la cabeza y barbilla. Se tambaleaba aún más de lo normal y su mandíbula rota parecía más torcida que otros días; se veía que se había estado acicalando bien antes de salir. Mamá se puso tiesa y compuso una sonrisa forzada cuando le vio entrar dando bandazos.

—¡Vaya! ¡Está usted suntuosa esta noche! —dijo el capitán, mirándola con ojos libidinosos y frotándose las manos con ligero balanceo—. Ha engordado un poco últimamente, ¿no?

—No creo —dijo Mamá remilgosa.

El capitán la miró críticamente de arriba abajo.

—Pues tiene usted más delantera de la que tenía —dijo.

—Le agradecería que se abstuviera de hacer alusiones personales, capitán —dijo ella fríamente.

El capitán no se dejó amilanar.


A mí
no me molesta —confesó—. Prefiero que las mujeres tengan donde agarrarse. Una mujer flaca no es para la cama: es como montar un caballo a pelo.

—No me interesan sus preferencias, ni en la cama ni fuera de ella —dijo Mamá con aspereza.

—Hombre, hay muchos otros sitios —concedió el capitán Creech—. Yo conocí a una chavala que lo hacía fetén subida a un camello. Berta la Beduina, la llamaban.

—Le agradecería que guardara para sí sus recuerdos, capitán —dijo Mamá, buscando desesperadamente a Larry con la mirada.

—Pensé que le interesaría. Hacerlo a lomos de un camello es cosa difícil, de especialistas verdaderamente.

—Pues no me interesa el grado de especialización de sus amistades femeninas. Ahora, si me disculpa, tengo que ir a atender a la comida.

Más y más carruajes subieron traqueteando hasta la entrada, coches y coches depositaron a nuestros invitados. La sala se fue llenando con la extraña selección de gente que la familia había convocado. En una esquina Kralefsky, cual serio gnomo jorobado, le contaba a Lena sus experiencias con Houdini.

—«Harry», le dije; porque nos tuteábamos, ¿sabe usted?, «Harry, enséñame todos los secretos que quieras, que yo soy de fiar. Mis labios están sellados».

Kralefsky bebió un sorbo de vino y frunció los labios para manifestar cómo estaban sellados.

—¿Sí? —dijo Lena con absoluta falta de interés—. En el mundo del canto es diferente, claro. Los cantantes nos pasamos nuestros secretos. Yo recuerdo que una vez me dijo Krasia Toupti: «Lena, tu voz es tan hermosa que oírla me hace llorar; ya te he enseñado todo lo que sé. Ve y lleva al mundo la antorcha de nuestro genio».

—No he querido decir que Harry Houdini fuera reservado —dijo Kralefsky fríamente—: era el más generoso de los hombres. ¡Si hasta me enseñó a aserrar a una mujer en dos!

—Oiga, qué curioso debe ser eso de sentirse aserrada en dos —meditó Lena—. Figúrese, la mitad de abajo podría estar teniendo un romance en una habitación mientras la de arriba recibía a un arzobispo. Qué chocante.

—Es sólo una ilusión —dijo Kralefsky, poniéndose colorado.

—Eso mismo es la vida —replicó Lena con mucho sentimiento—. Eso mismo es la vida, amigo mío.

El ruido de las bebidas era vigorizante. Saltaban los corchos del champán, y el líquido pálido, de color de crisantemo, caía silbando en las copas con gozoso susurro de burbujas: el robusto vino tinto se derramaba gorgoteando, espeso y carmesí como la sangre de un monstruo mítico, y en su superficie se hacía una arremolinada corona de burbujas rosadas; el glacial vino blanco entraba en la copa de puntillas, con voz aguda, brillando ora como diamantes, ora como topacios; el
ouzo
se mostraba diáfano e inocente como la orilla de un lago de montaña hasta que el agua se precipitaba sobre él y la copa entera se cuajaba como en un truco de ilusionista, enroscándose y emborronándose en una nube estival de blancura de piedra de luna.

Al rato pasamos al salón, donde nos estaba esperando la vasta exhibición de comestibles. El mayordomo del rey, frágil como una mantis, supervisaba el servicio de las chicas campesinas. Spiro, más ceñudo de lo normal por el esfuerzo de concentración que estaba haciendo, trinchaba meticulosamente asados y aves. Kralefsky estaba atrapado por la mole gris del coronel Ribbindane, que se erguía sobre él semejante a una morsa, colgante su bigote colosal como una cortina, fijos sus bulbosos ojos azules sobre mi preceptor con mirada paralizante.

—El hipopótamo, o caballo de río, es uno de los cuadrúpedos de mayor tamaño que se encuentran en el continente africano —recitaba con monótono acento, como si estuviera dando lección.

—Sí, sí…, un animal fantástico. Es verdaderamente una maravilla de la naturaleza —decía Kralefsky buscando desesperadamente la manera de escapar.

—Para abatir a un hipopótamo o caballo de río —siguió recitando el coronel Ribbindane, sordo a cualquier interrupción—, como yo he tenido la buena fortuna de hacer, hay que apuntar entre los ojos y las orejas, para que la bala penetre en el cerebro.

—Sí, sí —asintió Kralefsky, hipnotizado por los saltones ojos azules del coronel.

—¡Bang! —exclamó el coronel, tan súbita y fuertemente que a Kralefsky casi se le cae el plato—. Se le dispara entre los ojos… ¡Plas! ¡Crrac! …Derecho al cerebro, ¿me comprende?

—Sí, sí —dijo Kralefsky, tragando saliva y poniéndose lívido.

—¡Ploss! —dijo el coronel, para remachar la idea—. Saltan los sesos reventados como un surtidor.

Kralefsky cerró los ojos con espanto y dejó a un lado su plato de cochinillo a medio comer.

—Y entonces se hunde —prosiguió el coronel—, se hunde hasta el fondo del río…, glug, glug, glug. Y hay que esperar veinticuatro horas… ¿sabe por qué?

—No…, eh…, hum… —Kralefsky tragaba saliva con frenesí.

—Por los flatos —explicó el coronel con satisfacción—. Toda la comida que tenía en la tripa a medio digerir, ¿me comprende? Se pudre y produce gases. Se le infla la panza como un globo, y ¡plop!, sale a flote.

—Qué…, qué interesante —dijo Kralefsky débilmente—. Me parece, con su permiso…

—Es curioso, eso del contenido del estómago —meditó el coronel, haciendo caso omiso de los intentos de fuga de Kralefsky—. Se hincha la panza hasta alcanzar el doble de su tamaño natural; y cuando se le da un tajo, ¡uuush!, es como si se rebanara un zepelín lleno de materias fecales, ¿sabe usted?

Kralefsky se tapó la boca con el pañuelo y miró a su alrededor con ojos de angustia.

—No sucede lo mismo con el elefante, el
mayor
cuadrúpedo terrestre de África —siguió recitando el coronel, llena su boca de crujiente cochinillo—. Los pigmeos, sabe usted, lo abren en canal, se meten en la panza y se comen el hígado así, crudo y lleno de sangre…, a veces está palpitando todavía. Gentecilla curiosa, los pigmeos…, salvajes, por supuesto…

Kralefsky, que había tomado un delicado tinte verdi-amarillo, escapó al porche y una vez allí se puso a hacer inspiraciones profundas a la luz de la luna.

El cochinillo se había evaporado, en los cuartos de cordero y jabalí relucían mondos los huesos, y los costillares y quillas de los pollos y pavos y patos yacían como un naufragio de barcas del revés.

Jeejee, luego de probar un poquito de cada cosa por darle gusto a Mamá, y declararlo infinitamente superior a cuanto había comido hasta esa fecha, estaba compitiendo con Teodoro por ver quién era capaz de consumir más bocaditos del Taj Mahal.

—¡Deliciosos! —murmuró indistintamente Jeejee, con la boca llena—. Sencillamente deliciosos, mi querida señora Durrell. Es usted la apoteosis del genio culinario.

—Es cierto —dijo Teodoro, echándose a la boca otro bocadito y masticándolo—. Son realmente extraordinarios. En Macedonia hacen algo parecido…, eh…, hum…, pero con leche de cabra.

—Jeejee, ¿es verdad que te rompiste la pierna levigando, o como se diga? —preguntó Margo.

—No —dijo Jeejee con pena—. Si así fuera no lo habría sentido, habría sido por una buena causa. No, fue que en el estúpido hotel donde me alojaba tenían puertas de cristales en las alcobas, pero no les quedó dinero para poner balcón.

—Eso parece de hotel de Corfú —dijo Leslie.

—Conque una noche, sumido en el olvido, salí al balcón para hacer respiración profunda; y, claro, no había balcón.

—Pudo haberse matado —dijo Mamá—. Tome otro bocadito.

—¿Qué es la muerte? —preguntó Jeejee retóricamente—. Un mero cambio de piel, una metamorfosis. En Persia estuve sumido en trance profundo, y mi amigo obtuvo pruebas incontrovertibles de que en una existencia anterior fui Gengis Khan.

—¿Quién, el actor de cine? —preguntó Margo con los ojos muy abiertos.

—No, querida Margo, el gran guerrero —dijo Jeejee.

—¿Quieres decir que te acordabas de haber sido Gengis Khan? —preguntó Leslie con interés.

—No, desdichadamente. Estaba en trance —dijo Jeejee con tristeza—. No se te concede recordar tus vidas anteriores.

—Sería demasiado khan-sado —explicó Teodoro, encantado de poder hacer un juego de palabras.

—A ver si espabila todo el mundo y acabamos de comer —dijo Margo—, para que podamos pasar al espectáculo.

—Apresurar una cena así sería un crimen —dijo Jeejee—. Hay tiempo, tenemos toda la noche por delante. Además, Gerry y yo tenemos que ir a organizar mi acompañamiento de reptiles.

Se tardó algún tiempo en preparar el cabaret, porque todo el mundo estaba atiborrado de vino y buena comida y se negaba a darse prisa; pero por fin Margo tuvo reunida a toda la compañía. Había intentado convencer a Larry de que hiciera de presentador, pero él se negó, diciendo que si actuaba en el cabaret no iba a hacer además de presentador. Así que no le quedó otro remedio que acudir ella misma a la brecha. Levemente sonrojada, ocupó su puesto sobre la piel de tigre, junto al piano, y pidió silencio.

—Señoras y caballeros —empezó—: tenemos esta noche, para su distracción, un espectáculo de variedades con los mejores artistas de la isla, y estoy segura de que todos ustedes disfrutarán con el arte de estos artísticos artistas.

Hizo una pausa, muy colorada, mientras Kralefsky iniciaba el aplauso galantemente.

—En primer lugar, deseo presentarles a Constantino Megalotopolopopoulos —siguió diciendo—, que va a hacer de acompañante al piano.

Un griego gordo y diminuto, con pinta de atezado coleóptero, entró trotando en la sala, saludó con una reverencia y se sentó al piano. Aquél había sido uno de los triunfos de Spiro, pues el señor Megalotopolopopoulos, dependiente de una pañería, no sólo tocaba el piano sino que además sabía leer una partitura.

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