—No te lo quiero decir ahora —contestó Kenji—. No aquí, en todo caso. Quiero esperar hasta que estemos en el sitio correcto.
Kenji y Keiko rieron y hablaron de trivialidades, mientras se dirigían hacia el Paseo del Filósofo, un hermoso sendero que serpenteaba durante varios kilómetros a lo largo del pie de las colinas del este. El sendero había adquirido fama por el filósofo del siglo XX, Nishida Kitaro, que, presuntamente, caminaba por allí todas las mañanas. El cáramo los llevó ante algunos de los sitios de belleza natural más famosos de Kioto, entre ellos el Ginkaku-ji (El Pabellón de Plata) y el favorito personal de Kenji, el antiguo templo budista llamado el Honen-In.
Por detrás, y al costado del Honen-In había un pequeño cementerio con unas ochenta sepulturas y lápidas. Meses antes, mientras se aventuraban por el cementerio, Kenji y Keiko habían descubierto que ese sitio albergaba los restos de algunos de los ciudadanos de Kioto que más se habían destacado en el siglo XX, entre ellos el celebrado novelista Junichiro Tanizaki, y el médico y poeta Iwao Matsuo. Después de este descubrimiento, Kenji y Keiko convirtieron al cementerio en su sitio habitual de encuentro. Cierta vez, después de que ambos leyeron “Las Hermanas Makioka”, la obra maestra de Tanizaki sobre la vida en Osaka en la década de 1930, Keiko y Kenji discutieron entre risas durante más de una hora, sentados al lado de la lápida del escritor, sobre cuál de las hermanas Makioka era la más parecida a Keiko.
El día que el señor Watanabe le informó a Kenji que la familia se mudaba a Norteamérica, había empezado a llover cuando Kenji y Keiko llegaron al Honen-In. Allí, Kenji dobló a la derecha en un pequeño sendero y se dirigió hacia un antiguo portón con techo de paja entretejida. Tal como esperaba Keiko, no entraron en el templo sino que subieron los escalones que conducían al cementerio. Pero Kenji no se detuvo en la tumba de Tanizaki. Subió más alto, hacia el emplazamiento de otra sepultura.
—Aquí es donde está enterrado el doctor Iwao Matsuo: —dijo Kenji, extrayendo su agenda electrónica— vamos a leer algunos de sus poemas.
Keiko se sentó muy cerca de su amigo, los dos acurrucados debajo del paraguas de Keiko, debajo de la leve lluvia, mientras Kenji leía tres poemas.
—Tengo un poema final —dijo Kenji después—, un
haiku
especial escrito por un amigo del doctor Matsuo:
“Un día de junio,
después de un refrescante helado,
nos dijimos adiós.”
Ambos permanecieron en silencio durante varios segundos, después de que Kenji recitó el
haiku
de memoria, por segunda vez. Keiko se alarmó, y hasta se asustó un poco, cuando la expresión grave de Kenji no desapareció.
—El poema habla de una separación —dijo Keiko suavemente—. ¿Me estás diciendo que…?
—No por elección, Keiko —la interrumpió Kenji. Vaciló durante varios segundos—. Asignaron a mi padre a Norteamérica —prosiguió por fin—. Nos mudaremos allá el mes que viene.
Kenji nunca había visto una mirada tan acongojada en el bello rostro de Keiko. Cuando la muchacha alzó la vista y lo miró con esos ojos terriblemente tristes, Kenji creyó que el corazón se le iba a partir. La apretó fuertemente bajo la lluvia de la tarde, los dos llorando, y juró que sólo la amaría eternamente a ella.
La camarera más joven, la que llevaba el quimono azul claro con el ancho cinturón de tela antiguo, deslizó la puerta corrediza e ingresó en la habitación. Llevaba una bandeja con cerveza y sake.
—
Osake onegai shimasú
—dijo con cortesía el padre de Kenji, sosteniendo en alto su pocillo de sake, mientras la mujer le servía.
Kenji bebió un trago de cerveza fría. La camarera mayor volvió silenciosamente con un pequeño plato de entremeses. En el centro había un molusco en una salsa liviana, pero Kenji no podría haber identificado ni al molusco ni a la salsa. Había comido muy pocas veces estas comidas
kaiseki
, en los diecisiete años transcurridos desde que abandonó Kioto.
—
Campai!
—dijo Kenji, haciendo chocar su vaso de cerveza contra el pocillo de vino de su padre—. Gracias, padre. Me siento honrado de estar cenando aquí contigo.
Kicho era el restaurante más famoso de la región de Kansai, quizá de todo Japón. También era aterradoramente caro, pues conservaba intactas las tradiciones del servicio personalizado de las salas privadas para comer y de los platos de estación constituidos sólo por los ingredientes de la más elevada calidad. Cada plato era una delicia para la vista, así como para el paladar. Cuando el señor Watanabe le comunicó a su hijo que iban a cenar solos, nada más que ellos dos, Kenji nunca imaginó que sería en Kicho.
Habían estado hablando sobre la expedición a Marte:
—¿Cuántos colonos son japoneses? —preguntó el señor Watanabe.
—Muchos —repuso Kenji—. Casi trescientos, si recuerdo correctamente. Hubo muchas postulaciones de máxima calidad provenientes de Japón. Solamente Norteamérica tiene un contingente más grande.
—¿Conoces a alguno de los otros que vienen de Japón?
—A dos o tres. Yasuko Horikawa estuvo brevemente en mi clase, en Kioto, durante el ciclo básico de la secundaria. Puede que la recuerdes: muy, pero muy, inteligente; dientes salientes; anteojos de cristal grueso. Es, o
era
, debo decir, química de la Dai-Nippon.
El señor Watanabe sonrió.
—Creo que la recuerdo —dijo—. ¿Vino a casa, la noche que Keiko tocó el piano?
—Sí, así lo creo —dijo Kenji con tranquilidad y rió—. Pero me resulta difícil recordar, de esa noche, a otra persona que no sea Keiko.
El señor Watanabe vació su pocillo de vino. La camarera más joven que, con total discreción estaba de rodillas sobre el piso de tatami, en un rincón de la habitación, vino hasta la mesa para volver a llenar el pocillo.
—Kenji, me preocupan los delincuentes —dijo el señor Watanabe, cuando la joven que los atendía se retiró.
—¿De qué está hablando, padre? —dijo Kenji.
—En una revista leí un largo artículo que decía que la AIE había reclutado a varios centenares de convictos para integrar la Colonia Lowell. El artículo hacía hincapié en que todos los delincuentes tenían excelentes antecedentes de conducta durante el tiempo de detención, así como habilidades sobresalientes. Pero, ¿por qué era necesario admitir convictos?
Kenji tomó un gran sorbo de cerveza.
—A decir verdad, padre —repuso—, hemos tenido algunas dificultades con el proceso de reclutamiento. Primero, adoptamos un punto de vista no realista, respecto de cuánta gente se habría de postular, y establecimos criterios de selección que eran exigentes en demasía. Segundo, el requisito de permanencia durante un lapso mínimo de cinco anos fue un error, para los jóvenes en particular, la decisión de hacer algo durante un período tan largo es un compromiso abrumador. Y, lo que es más importante, la prensa socavó gravemente todo el proceso de reclutamiento de personal. Cuando estábamos solicitando postulaciones, había enormes cantidades de artículos en revistas y de programas especiales por televisión que hablaban sobre la desaparición de las colonias de Marte hace cien años. La gente tuvo miedo de que la historia se pudiera repetir y de que también ellos quedaran abandonados para siempre en Marte.
Kenji detuvo su monólogo brevemente, pero el señor Watanabe no dijo nada.
—Por añadidura, como bien lo sabes, el proyecto padeció reiteradas crisis financieras. Fue durante una reducción en el presupuesto, el año pasado, que empezamos a considerar por primera vez la posibilidad de usar convictos modelo, especializados, como una manera de resolver algunas de nuestras dificultades de personal y financieras. Si bien se les iba a pagar nada más que modestos salarios, todavía había gran cantidad de incentivos para lograr que los convictos se postularan. La selección significaba la concesión de la remisión total de la pena y, en consecuencia, la libertad, cuando regresaran a la Tierra después de ese plazo de cinco años. Además, los ex convictos serían ciudadanos con plenos derechos en la Colonia Lowell, como todos los demás colonos, y ya no tendrían que tolerar la incomodidad de que vigilaran todas sus actividades…
Kenji se detuvo cuando colocaron sobre la mesa dos pequeños trozos de apetitoso pescado asado que reposaban sobre un colchón de hojas abigarradas. El señor Watanabe recogió uno de los dos pescados con sus palillos y mordió un trocito.
—
Oishii desu
—comentó, sin mirar a su hijo.
Kenji extendió el brazo para tomar su porción. La discusión sobre los convictos de la Colonia Lowell aparentemente había terminado. Kenji miró detrás de su padre y vio el encantador jardín que había hecho famoso al restaurante. Un diminuto arroyo descendía por escalones pulidos y corría junto a delicados árboles enanos. El asiento que daba al jardín siempre era el sitio de honor en una comida japonesa tradicional. El señor Watanabe había insistido en que Kenji tuviera la vista del jardín durante esta última cena.
—¿No pudieron atraer colonos chinos? —preguntó el padre de Kenji, después de que terminaron el pescado. Kenji negó con la cabeza.
—Nada más que unos pocos de Singapur y Malasia. Tanto el Estado chino, como el brasileño, prohibieron que sus ciudadanos se postularan. La decisión brasileña era de esperarse (su imperio sudamericano prácticamente está en guerra con el COG), pero teníamos la esperanza de que los chinos flexibilizaran su postura. Supongo que cien anos de aislamiento no desaparecen tan fácilmente.
—En realidad, no los puedes culpar —comentó el señor Watanabe—, su nación padeció terriblemente durante el Gran Caos. Todos los capitales extranjeros desaparecieron de la noche a la mañana y la economía se desplomó de inmediato.
—Logramos reclutar unos pocos africanos negros, quizás son un centenar en total, y un pequeño grupo de árabes. Pero la mayoría de los colonizadores proviene de los países que contribuyen de modo importante con la AIE. Probablemente, eso era de esperarse.
Kenji se sintió súbitamente avergonzado. Toda la conversación, desde que entraron en el restaurante, había girado en torno a él y sus actividades. Durante los platos siguientes, Kenji le hizo preguntas a su padre respecto de su trabajo en International Robotics. El señor Watanabe, que ahora era el principal funcionario operativo de la empresa, siempre irradiaba orgullo cuando hablaba de “su” compañía. Era la principal fabricante mundial de robots para la fábrica y la oficina. Las ventas anuales de ir, como se la denominaba siempre, la ubicaban entre los cincuenta fabricantes más importantes de mundo.
—Voy a cumplir sesenta y dos el año que viene —dijo el señor Watanabe, tantos pocillos de sake lo habían vuelto desusadamente locuaz—, y había pensado en que me podría jubilar. Pero Nakamura dice que sería un error. Dice que la compañía todavía me necesita…
Antes de que llegaran las frutas, Kenji y su padre estaban discurriendo otra vez sobre la venidera expedición a Marte. Kenji le explicó que Nai, y la mayoría de los demás colonos asiáticos que iban a viajar tanto en la
Pinta
como en la
Niña
, ya estaban en el emplazamiento japonés de adiestramiento, en Kyushu Sur. Kenji iba a reunirse con su es posa allí, no bien partiera de Kioto y, después de diez días más de adiestramiento, ellos y el resto de los pasajeros de la Pinta serían transportados a una estación espacial BOT (Baja Órbita Terrestre), donde pasarían una semana de adiestramiento para la ingravidez. El tramo final de su viaje periterrestre sería el traslado, a bordo de un remolcador espacial, desde la BOT hasta la estación espacial geosincrónica en GEO-4, donde actualmente estaban armando la
Pinta
, al tiempo que la sometían a las inspecciones finales y la estaban equipando para su largo viaje a Marte.
La camarera más joven les traje dos copas de coñac.
—Tu esposa es realmente un ser magnífico —dijo el señor Watanabe, tomando un pequeño sorbo de licor—. Siempre pensé que las mujeres tailandesas eran las más hermosas del mundo.
—También es hermosa por dentro —se apresuró a añadir Kenji, quien comenzaba a extrañar a su flamante esposa—. Y es muy inteligente también.
—Su inglés es excelente —señaló el señor Watanabe—… pero tu madre dice que su japonés es horrible. Kenji se encrespó.
—Nai trató de hablar japonés —que de hecho, jamás había estudiado—, porque mamá se rehusaba a hablar en inglés. Todo se hizo con deliberación, para hacer que Nai se sintiera incómoda…
Kenji se contuvo. Sus observaciones en defensa de Nai no eran apropiadas para la ocasión.
—
Gomen nasai
—le dijo a su padre.
El señor Watanabe tomó un largo sorbo de coñac.
—Bueno, Kenji —dijo—, ésta es la última vez que estaremos juntos, durante, por lo menos, cinco años. He disfrutado mucho la cena y la conversación. —Hizo silencio—. Sin embargo, hay un punto más sobre el que querría discurrir contigo.
Kenji cambió de posición (ya no estaba acostumbrado a sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, durante cuatro horas seguidas), y se sentó con la espalda enhiesta y trató de aclarar la mente. Por el tono de voz de su padre, se daba cuenta de que “el punto” era grave.
—Mi interés por los delincuentes de la Colonia Lowell no es vana curiosidad —comenzó el señor Watanabe. Se detuvo para ordenar sus pensamientos, antes de proseguir—. Nakamura-san vino a mi oficina a fines de la semana pasada, al finalizar el día de trabajo y me dijo que la segunda solicitud de su hijo para ir a la Colonia Lowell también había sido rechazada. Me pidió si yo podía hablar contigo respecto de considerar el asunto.
El comentario sacudió a Kenji como un rayo. Jamás le habían dicho, siquiera, que su rival de la adolescencia se había postulado para ir a la Colonia Lowell. Y, ahora, aquí estaba su padre… —No he tenido participación en el proceso de selección de los colonos convictos —contestó Kenji lentamente—. Esa es un área distinta del proyecto.
El señor Watanabe no dijo ninguna palabra durante varios segundos.
—Nuestras conexiones nos dicen —continuó al fin, después de terminar su coñac— que la única oposición verdadera a la postulación proviene de un psiquiatra, un tal doctor Ridgemore, de Nueva Zelanda, que tiene la opinión, a pesar de los excelentes antecedentes de Toshio durante su período de detención, de, que el hijo de Nakamura todavía no reconoce haber hecho algo malo… Creo que tú fuiste personalmente responsable de reclutar al doctor Ridgemore para el equipo de la Colonia Lowell.