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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

El jardín de Rama (32 page)

BOOK: El jardín de Rama
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—Mira de nuevo —me dijo.

Cuando miré hacia lo alto de la montaña por segunda vez, el rostro de la mujer había cambiado: ya no era Keiko… era usted quien ahora me saludaba con la mano desde la cima del Doi Suthep.

Kenji permaneció en silencio durante varios segundos.

—Nunca tuve un sueño tan extraño ni tan vivido. Pensé que quizá…

A Nai se le había erizado la piel del brazo, mientras Kenji narraba el cuento. Había adivinado el final antes de que él hubiera terminado: ella, Nai Buatong, sería la mujer que saludaba desde la cima de la montaña. Nai se inclinó hacia adelante en su silla.

—Señor Watanabe —dijo lentamente—, espero que lo que le voy a decir no lo ofenda en modo alguno…

Nai quedó en silencio durante varios segundos.

—Tenemos un famoso proverbio tailandés —dijo por fin, su mirada evitando la de él— que dice que cuando una serpiente le habla a alguien en un sueño es que ese alguien encontró al hombre, o a la mujer, con la que se va a casar.

Seis meses después, recibí la noticia
, recordó Nai.
Todavía estaba en el atrio, al lado del templo de la reina Chamatevi, en Lamphun. El paquete con el material de la AIE llegó tres días después… junto con las flores de Kenji
.

Kenji mismo había aparecido en Lamphun el fin de semana siguiente.

—Lamento no haber siquiera llamado —se había disculpado—, pero sencillamente no tenía sentido continuar la relación, a menos que también tú fueras a Marte.

Se le declaró el domingo por la tarde y Nai lo aceptó con rapidez. Se casaron en Kioto tres meses después. Los Watanabe habían sido muy amables en pagar para que las dos hermanas de Nai y tres de sus amigos tailandeses viajaran a Japón para la boda. La madre de Nai no pudo ir, desgraciadamente, porque no había nadie que cuidara al padre de Nai.

Después de haber repasado cuidadosamente los recientes cambios que se habían producido en su vida, Nai estuvo lista para comenzar su meditación. Treinta minutos después estaba totalmente serena, feliz y expectante por la vida desconocida que tenía delante de sí. El Sol ya había salido y había otras personas en los predios del templo. Nai caminó con lentitud por el perímetro, tratando de saborear sus últimos momentos en su pueblito natal.

Dentro del
viharn
principal, después de una ofrenda y de la quema de incienso en el altar, Nai estudió cuidadosamente cada panel de las pinturas de los muros, que había visto tantas veces antes: las imágenes narraban la vida de la reina Chamatevi, la única e insuperable heroína de Nai desde su niñez. En el siglo VII, las muchas tribus de la zona de Lamphun habían tenido diferentes culturas y, a menudo, habían estado en guerra entre sí. Todo lo que tenían en común en esa época era una leyenda, un mito. Éste decía que una joven reina llegaría desde el sur, “transportada por enormes elefantes”, y uniría a todas las diversas tribus para formar el reino Haripunchai.

Chamatevi sólo tenía veintitrés años cuando un viejo augur la identificó, ante algunos emisarios provenientes del norte, como la futura Reina de los Haripunchai. Era una joven y bella princesa de los Mon, la gente Khmer que más tarde habría de construir Angkor Wat. Chamatevi también era sumamente inteligente, una mujer fuera de lo común para esa época y muy favorecida por todos en la corte real.

En consecuencia, los Mon quedaron pasmados cuando les anunció que abandonaba su vida de holganza y de abundancia para dirigirse al norte, en una inquietante travesía de seis meses a través de setecientos kilómetros de montañas, junglas y pantanos. Cuando Chamatevi y su séquito, “transportados por enormes elefantes”, llegaron al verde valle en el que estaba asentada Lamphun, sus futuros súbditos de inmediato hicieron a un lado sus luchas sectarias y pusieron a la hermosa Reina joven en el trono. Chamatevi gobernó durante cincuenta años, con sabiduría y justicia, elevando su reino desde la oscuridad hacia una era de progreso social y logros artísticos.

Cuando tuvo setenta años, Chamatevi abdicó del trono y dividió el reino por la mitad, cada una regida por uno de sus hijos mellizos. Después, la reina anunció que iba a dedicar lo que le restara de vida a Dios: ingresó en un monasterio budista y entregó todas sus posesiones. En el monasterio llevó una vida sencilla y piadosa y murió a los noventa y nueve años. Para ese momento, la Edad de Oro de los Haripunchai habla culminado.

En el último panel mural, dentro del templo, una mujer ascética y marchita era transportada al nirvana en una espléndida carroza. Una reina Chamatevi más joven, radiantemente hermosa al lado de su Buda, está sentada por encima de la carroza, en el esplendor de los cielos. Nai Buatong Watanabe, designada colonizadora de Marte, se puso de rodillas en el templo de Lamphun, Tailandia, y ofreció una silenciosa plegaria al espíritu de la heroína del distante pasado.

—Querida Chamatevi —dijo—, has velado por mí durante estos veintiséis años. Ahora estoy a punto de partir hacia un sitio desconocido, casi como lo hiciste tú cuando viniste al norte para encontrar a los haripunchai. Guíame con tu sabiduría y tu perspicacia ahora que voy a este nuevo y maravilloso mundo.

3

Yukiko llevaba una camisa negra de seda, pantalones blancos y una boina negra y blanca. Cruzó la sala de estar y se dirigió a su hermano.

—Ojalá pudieras venir, Kenji —dijo—. Va a ser la manifestación por la paz más grande que el mundo haya visto jamás. Kenji le sonrió a su hermana menor.

—Me gustaría, Yuki —contestó—, pero sólo tengo dos días más antes de que deba partir y quiero pasar ese tiempo con mamá y papá.

La madre de los jóvenes ingresó en la habitación desde el otro lado. Parecía estar molesta, como siempre, y llevaba una valija grande.

—Todo está empacado adecuadamente ahora —dijo—. Pero todavía deseo que cambies de opinión. Hiroshima va a ser un manicomio. El
Asahi Shimbun
dice que esperan un
millón
de visitantes, casi la mitad de ellos provenientes del exterior.

—Gracias, madre —dijo Yukiko, extendiendo el brazo hacia la valija—. Como sabes, Satoko y yo estaremos en el Hiroshima Prince Hotel. No te preocupes. Llamaremos todas las mañanas, antes de que comiencen las actividades. Y estaré de vuelta en casa el lunes por la tarde.

La joven abrió la valija y hurgó dentro de un compartimiento especial. Extrajo un brazalete de diamantes y un anillo de zafiro. Se puso las dos joyas.

—¿No crees que deberías dejar esas cosas en casa? —preguntó, afligida, su madre—. Recuerda que estarán todos esos extranjeros. Tus joyas pueden ser una tentación demasiado grande para ellos.

Yukiko rió en la forma desinhibida que Kenji adoraba.

—Madre —dijo— eres tan alarmista. En lo único que piensas siempre es en qué cosas
malas
pueden ocurrir… Vamos a Hiroshima para las ceremonias que conmemoran el tricentésimo aniversario del lanzamiento de la bomba atómica. Nuestro Primer Ministro estará allá, así como tres de los miembros del Consejo Central del COG. Muchos de los más famosos músicos del mundo van a actuar durante las noches. Esto habrá de ser lo que papá denomina una experiencia
enriquecedora
… y lo único que a ti se te ocurre pensar es que alguien podría robar mis joyas.

—Cuando yo era joven, era impensable que dos niñas que todavía no terminaron la universidad viajaran por Japón sin una dama de compañía…

—Mamá, ya hemos hablado sobre esto antes —la interrumpió Yukiko—. Tengo casi veintidós años. El año que viene, después de que me gradúe, voy a vivir afuera de casa, manteniéndome por mí misma. Incluso en otro país, a lo mejor. Ya no soy una niña, y Satoko y yo somos perfectamente capaces de cuidamos mutuamente.

Yukiko miró la hora en su reloj.

—Debo irme ahora —dijo—. Es probable que Satoko ya me esté esperando en la estación de subterráneo.

Garbosamente, cruzó la habitación con largos pasos y fue hacia su madre, a la que dio un beso superficial. En cambio, compartió un abrazo más prolongado con su hermano.

—Espero que estés bien,
ani-san
—le susurró al oído—. Cuídense tú y tu encantadora esposa, en Marte. Todos estamos muy orgullosos de ustedes.

En verdad, Kenji nunca había conocido muy bien a Yukiko. Después de todo, él era doce años mayor que ella. Yukiko no tenía más que cuatro años cuando al señor Watanabe se le asignó el puesto de presidente de la división norteamericana de
International Robotics
. La familia se había mudado, cruzando el Pacífico, a un barrio de San Francisco. En aquellos días, Kenji no le había prestado mucho atención a su hermana menor. En California había estado mucho más interesado en su nueva vida, en especial después de que empezó a estudiar en la ucla.

Los Watanabe padres y Yukiko habían vuelto a Japón en 2232, y Kenji permaneció en la universidad, como estudiante de segundo año de Historia. Había tenido muy poco contacto con Yuki desde ese entonces. Durante sus visitas anuales a su casa en Kioto, Kenji siempre había intentado pasar algunas horas en privado con Yukiko pero eso nunca ocurría ya fuera porque ella estaba sumamente dedicada a su propia vida, o porque sus padres habían organizado demasiadas actividades sociales, o bien porque Kenji no se había dejado suficiente tiempo libre.

Kenji se sintió vagamente triste cuando, parado en la puerta, vio a Yukiko desaparecer a lo lejos.
Me estoy yendo de este planeta
, pensó,
y, aun así, nunca me reservé tiempo para conocer a mi propia hermana
.

La señora Watanabe estaba hablando detrás de él con tono monocorde, expresando su sensación de que su vida había sido un fracaso porque ninguno de sus hijos tenía el menor respeto por ella y todos se habían alejado. Ahora, su único hijo varón, que se había casado con una mujer de Tailandia nada más que para avergonzarlos, se iba a vivir a Marte y no lo iba a ver durante más de cinco años. En cuanto a su hija del medio, por lo menos ella y su marido banquero le habían dado dos nietas que eran tan obtusas y aburridas como sus padres…

—¿Cómo está Fumiko? —interrumpió Kenji a su madre—. ¿Tendré la oportunidad de verlas a ella y a mis sobrinas antes de partir?

—Vienen de Kobe para cenar mañana por la noche —contestó la madre—, aunque no tengo idea de qué les vamos a dar de comer… ¿Sabías que Tatsuo y Fumiko ni siquiera les están enseñando a esas niñas cómo usar los palillos? ¿Te lo puedes imaginar? ¿Una niña japonesa que ni siquiera sabe cómo usar palillos? ¿Es que nada es sagrado? Hemos sacrificado nuestra identidad para volvernos ricos. Le estaba diciendo a tu padre…

Kenji se retiró para evitar escuchar el quejumbroso monólogo de su madre, y buscó refugio en el estudio de su padre. Fotografías enmarcadas cubrían las paredes de la habitación: los archivos de la exitosa vida personal y profesional de un hombre. Dos de las fotografías también significaban recuerdos especiales para Kenji. En una de ellas, él y su padre sostenían juntos una gran copa que el club campestre había otorgado a los ganadores del torneo anual de golf para equipos formados por padre e hijo. En la otra, el radiante señor Watanabe le estaba otorgando una gran medalla a su hijo, después de que Kenji hubiera obtenido el primer premio en la competencia académica entre escuelas secundarias de todo Kioto.

Lo que Kenji había olvidado, hasta que vio otra vez las fotos, era que Toshio Nakamura, el hijo del amigo más último de su padre y también su socio en las actividades comerciales, había salido segundo en ambos concursos. En las dos fotografías, el joven Nakamura, casi una cabeza más alto que Kenji, exhibía un gesto de disgusto intenso e iracundo.

Eso fue antes de todos sus problemas
, pensó Kenji. Recordó el titular, «Directivo de Osaka Arrestado», que, cuatro años atrás, había pregonado la acusación formal que le había hecho el tribunal. El artículo que venía a continuación del titular explicaba que el señor Nakamura que, a la sazón, ya era vicepresidente del grupo hotelero Tomozawa, había sido acusado de delitos muy graves, que iban desde soborno hasta extorsión, pasando por trata de esclavos. A los cuatro meses, Nakamura había sido condenado y sentenciado a varios años de reclusión. Kenji había quedado atónito.
¿Qué demonios le había pasado a Nakamura?
, se había preguntado muchas veces en los cuatro años siguientes.

Cuando Kenji recordó a su rival de la adolescencia, se sintió muy triste por Keiko Murosawa, la esposa de Nakamura, por la que Kenji mismo había sentido un afecto especial cuando tenía dieciséis años, en Kioto. De hecho, Kenji y Nakamura habían rivalizado por el amor de Keiko durante casi un año. Cuando, finalmente, Keiko indicó con claridad que prefería a Kenji antes que a Toshio, el joven Nakamura se había puesto furioso. Hasta había enfrentado a Kenji una mañana, cerca del templo Rijoanji y lo había amenazado físicamente.

Yo mismo pude haber desposado a Keiko
, pensaba Kenji,
si me hubiera quedado en Japón
. A través de la ventana contempló el jardín de musgo. Afuera estaba lloviendo. De repente, le sobrevino el recuerdo particularmente conmovedor de un día lluvioso, durante su adolescencia.

En cuanto el padre le dio la noticia, Kenji se había ido caminando a la casa de ella. Un concierto de Chopin le dio la bienvenida, en d momento mismo en que dobló por el sendero que conducía hacia la casa de ella. La señora Murosawa había atendido la puerta y se había dirigido a él con tono severo.

—Keiko está practicando ahora —le dijo a Kenji—. No terminará hasta dentro de más de una hora.

—Por favor, señora Murosawa —le había dicho el muchacho de dieciséis años—, es muy importante.

La madre de Keiko estaba a punto de cerrar la puerta, cuando Keiko misma alcanzó a ver a Kenji por la ventana. Dejó de tocar y salió corriendo, su radiante sonrisa inundando de regocijo al joven.

—Hola, Kenji —dijo—. ¿Qué hay de nuevo?

—Algo
muy
importante —repuso él en forma misteriosa—. ¿Puedes venir a dar un paseo conmigo?

La señora Murosawa había refunfuñado algo sobre el próximo recital, pero Keiko la convenció de que podía abandonar la práctica durante un día. La muchacha tomó un paraguas y se reunió con Kenji en la parte anterior de la casa. En cuanto perdieron de vista la casa, ella pasó su brazo por el de él, como hacía siempre que caminaban juntos.

—Bien, amigo mío —dijo Keiko, mientras seguían su ruta normal hacia las colinas, por detrás de la zona de Kioto en la que vivían—. ¿Qué es eso
muy
importante?

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