Las otras cuatro personas que había en la sala, todas rubias y con ojos azules y miembros de la misma familia de Malmö, Suecia, salieron por la puerta en fila y dejaron a Kenji y Nai Watanabe solos. Nai seguía contemplando a la Tierra, allá abajo, a treinta y cinco mil kilómetros. Kenji se unió a su esposa, delante de la enorme ventanilla de observación.
—Nunca me di cuenta del todo —le dijo Nai a su marido— del significado preciso de estar en órbita geosincrónica. La Tierra no se mueve desde aquí. Parece suspendida en el espacio.
Kenji rió.
—En realidad, los dos nos estamos moviendo… y muy rápido. Pero, como nuestro período orbital y el período de rotación de la Tierra son los mismos, la Tierra siempre presenta la misma imagen.
—Era diferente en aquella otra estación espacial —dijo Nai, arrastrando los pies enfundados en zapatillas, cuando se alejó de la ventanilla—. Allí la Tierra era majestuosa, dinámica, mucho más impresionante.
—Pero estábamos a nada más que trescientos kilómetros de la superficie. Claro que era…
—¡Mierda! —oyeron una voz gritar desde el otro lado de la sala de observación. Un robusto joven que llevaba camisa con cuadriculado escocés y pantalones de jean, agitaba brazos y piernas en el aire, a poco más de un metro del piso, y su desesperado movimiento lo hacía girar de costado. Kenji cruzó la habitación y ayudó al recién llegado a pararse sobre los pies.
—Gracias —dijo el hombre—. Olvidé conservar un pie sobre el piso, en todo momento. Esta ingravidez es una rareza de mierda para un granjero.
Tenía intenso acento del sur de Norteamérica.
—¡Huy! lamento lo que se me escapó, señora. He vivido entre vacas y cerdos durante demasiado tiempo. —Extendió la mano hacia Kenji—. Soy Max Puckett, de DeQueen, Arkansas.
Kenji se presentó a sí mismo y a su esposa Max Puckett tenía gesto franco y sonrisa fácil.
—Saben —dijo—, cuando firmé contrato para ir a Marte, nunca me di cuenta de que iba a estar sin fuerza de gravedad durante todo el maldito viaje… ¿Qué les va a pasar a las pobres gallinas? Probablemente nunca pongan otro huevo.
Max caminó hacia la ventanilla.
—Es casi mediodía en mi casa, allá abajo, en ese raro planeta. Mi hermano Clyde probablemente acaba de abrir una botella de cerveza y su esposa Winona le está haciendo un sándwich. —Calló durante varios segundos y, después, se volvió hacia los Watanabe y dijo:
—¿Qué van a hacer ustedes dos en Marte?
—Soy el historiador de la colonia —contestó Kenji—… o, por lo menos, uno de ellos. Mi esposa Nai es profesora de inglés y francés.
—Carajo —dijo Max Puckett—. Esperaba que ustedes fueran una de las parejas de granjeros de Vietnam o Laos. Quiero aprender algo sobre arroz.
—¿Oí que usted dijo algo sobre gallinas? —preguntó Nai, después de un breve silencio—. ¿Vamos a llevar pollos en la Pinta?
—Señora —contestó Max Puckett—, hay quince mil de las mejores de Puckett, embaladas en jaulas que están en un remolcador de carga, estacionado del otro lado de esta estación. La AIE pagó por esos pollos lo suficiente como para que Clyde y Winona puedan descansar durante todo el maldito año, si se les antoja… Si esos animales no van con nosotros, me gustaría saber qué demonios van a hacer con ellos.
—Los pasajeros ocupan el veinte por ciento del espacio de la
Pinta
y de la
Santa María
—le recordó Kenji a Nai—. Los suministros y otros elementos de carga ocupan el resto del espacio. Solamente tendremos un total de trescientos pasajeros en la
Pinta
, la mayoría de ellos funcionarios de la AIE y otro personal clave, necesarios para inaugurar la colonia…
—
¿I-nau-gu-rar
la colonia? —interrumpió Max—. Mierda, hombre, habla usted como uno de esos robots. —Le sonrió a Nai—. Después de dos años con uno de esos cultivadores parlantes, lo tiré al hijo de puta al diablo y lo cambié por una de esas versiones anteriores, mudas.
—Kenji rió con ganas.
—Imagino que uso mucha jerga de la AIE. Fui uno de los primeros civiles seleccionados para la Nueva Lowell y estuve a cargo del reclutamiento en Oriente.
Max se había puesto un cigarrillo en la boca. Dio un vistazo por la sala de observación.
—No veo cartel de permitido fumar por ninguna parte —dijo—, así que supongo que si enciendo voy a hacer sonar las alarmas. —Se puso el cigarrillo detrás de la oreja—. Winona odia que yo y Clyde fumemos. Dice que solamente siguen fumando los granjeros y las rameras.
Max lanzó una risita. Kenji y Nai rieron también. Era un hombre gracioso.
—Y hablando de rameras —dijo Max guiñando un ojo—. ¿Dónde están todas esas mujeres convictas que vi en la televisión? ¡Guau!, algunas estaban muy buenas. Era
mucho
más interesante mirarlas a ellas que a mis gallinas y cerdos.
—Todos los colonos que estaban detenidos en la Tierra viajan en la
Santa María
—dijo Kenji—. Llegaremos casi dos meses antes que ellos.
—Usted sabe un montón sobre esta misión —dijo Max—. Y no habla inglés trabado como los otros “nipones” que conocí en Little Rock o Taxarkana. ¿Usted es alguien importante?
—No —repuso Kenji, incapaz de contener otra carcajada—. Como le dije, no soy más que el principal historiador de la colonia.
Kenji estaba a punto de decirle a Max que había vivido en Estados Unidos durante seis años, lo que explicaría por qué su inglés era tan bueno, cuando la puerta que daba a la sala se abrió e ingresó un caballero mayor, augusto, de traje gris y corbata oscura.
—Disculpe —le dijo a Max que otra vez había puesto el cigarrillo sin encender en la boca—, ¿he terminado, por error, en el salón para fumar?
—No, “viejo” —contestó Max—. Ésta es la sala de observación. Es demasiado agradable como para ser la sección para fumar. Es probable que para fumar haya sólo una habitación pequeña, sin ventanillas, cerca de los baños. Mi entrevistador de la AIE me…
El señor de edad contemplaba a Max como si el hombre hubiera sido un biólogo y Max, una rara y desagradable especie.
—Mi nombre, joven —interrumpió— no es “viejo”, sino Pyotr, Pyotr Mishkin, para ser exacto.
—Encantado de conocerlo, Peter —dijo Max, extendiendo la mano—. Soy Max. Esta pareja, aquí, son los Watanabe. Son de Japón.
—Kenji Watanabe —corrió Kenji—. Ésta es mi esposa Nai que es ciudadana de Tailandia.
—Señor Max —dijo Pyotr Mishkin con tono formal—, mi nombre es Pyotr, no Peter. Ya es bastante terrible tener que hablar en inglés durante cinco años. Con seguridad puedo solicitar que, por lo menos, mi nombre conserve su sonido original en ruso.
—Muy bien, Py-o-tr —dijo Max, sonriendo otra vez—. ¿A qué se dedica? No, déjeme adivinar… Usted es el enterrador de la colonia.
Durante una fracción de segundo, Kenji temió que el señor Mishkin fuera a explotar de ira. Sin embargo, en vez de eso, una pequeña sonrisa se le empezó a formar en el rostro.
—Es evidente, señor Max —dijo lentamente—, que usted tiene un cierto don para lo cómico. Puede que sea una ventaja, en un viaje espacial largo y tedioso. —Se detuvo un instante—. Para su información, no soy el enterrador. Estudié Derecho. Hasta hace dos años, cuando me retiré por mi propia voluntad para ir en busca de una “nueva aventura”, fui miembro de la Suprema Corte Soviética.
—¡A la mierda! —exclamó Max Puckett—. Ahora recuerdo. Leí sobre usted en la revista
Time
… Oiga, juez Mishkin, lo siento. No lo reconocí…
—No hay problema —interrumpió el juez Mishkin, sonriendo divertido—. Me pareció fascinante ser desconocido durante un instante y que me confundiera con un enterrador. Es probable que la apariencia del juez en ejercicio se aproxime mucho a la expresión austera del empleado de funeraria. A propósito, señor…
—Puckett, señor.
—A propósito, señor Puckett —prosiguió el juez Mishkin—, ¿le gustaría acompañarme al bar para tomar una bebida alcohólica? Un vodka sabría especialmente bien en este preciso instante.
—Lo mismo que una tequila —contestó Max, caminando hacia la puerta con el juez Mishkin—. A propósito, supongo que no sabe qué pasa cuando se les da tequila a los cerdos, ¿no?… Me imaginé que no… Bueno, yo y mi hermano Clyde…
Desaparecieron por la puerta y dejaron a Kenji y Nai Watanabe solos otra vez. Se miraron el uno al otro y se echaron a reír.
—No creerás —dijo Kenji— que esos dos se van a hacer amigos, ¿no?
—Para nada —contestó Nai con un sonrisa—. ¡Qué par de personajes!
—A Mishkin se lo considera uno de los mejores juristas de nuestro siglo. Sus opiniones son lectura obligatoria en todas las facultades soviéticas de Derecho. Puckett fue presidente de la Cooperativa de Granjeros del Suroeste de Arkansas. Tiene un increíble conocimiento de técnicas de agricultura y ganadería también.
—¿Conoces los antecedentes de toda la gente de la Nueva Lowell?
—No —contestó Kenji—, pero estudié los legajos de todos los que van en la
Pinta
.
Nai abrazó a su marido.
—Háblame sobre Nai Buatong Watanabe —dijo.
—Profesora tailandesa, con dominio de inglés y francés, el CI es igual a 2,48, un ES de 91…
Nai interrumpió a Kenji con un beso.
—Te olvidaste de la característica más importante —dijo.
—¿Cuál es?
Lo volvió a besar.
—Es la enamorada flamante esposa de Kenji Watanabe, historiador de la colonia.
La mayor parte del mundo observaba por televisión el momento en que la
Pinta
fue consagrada formalmente, varias horas antes de lo programado para que partiera a Marte con sus pasajeros y carga. El segundo vicepresidente del COG, un directivo suizo de bienes raíces llamado Heinrich Jenzer, estuvo presente en GEO-4 para las ceremonias de consagración. Pronunció un breve discurso para conmemorar, tanto la terminación de las tres grandes naves espaciales, como la inauguración de una “nueva era de colonización marciana”. Cuando hubo terminado, el señor Jenzer presentó al señor Ian Macmillan, el comandante escocés de la
Pinta
. Macmillan, un orador aburrido que parecía ser la quintaesencia del burócrata de la AIE, leyó una alocución de seis minutos, en la que le recordaba al mundo los objetivos fundamentales del proyecto:
—Estos tres vehículos —dijo al comienzo de su discurso— llevarán a casi dos mil personas, en un viaje de cien millones de kilómetros a otro planeta, Marte. Allí,
esta vez
, se establecerá una presencia humana permanente. A la mayor parte de nuestros futuros colonos marcianos se los transportará en la segunda nave, la
Niña
, que partirá de aquí, GEO-4, dentro de tres semanas, contadas a partir de hoy. Nuestra nave, la
Pinta
y la última nave espacial, la
Santa María
, llevarán, cada una, alrededor de trescientos pasajeros, así como los miles de kilogramos de suministros y equipo que serán necesarios para mantener la colonia.
Mientras evitaba cuidadosamente hacer la menor mención a la extinción del primer conjunto de puestos de avanzada en Marte durante el siglo pasado, el comandante Macmillan trató, acto seguido, de ser poético, comparando la futura expedición con la de Cristóbal Colón, setecientos cincuenta años atrás. El lenguaje del discurso que le habían escrito era excelente, pero la opaca y monótona recitación de Macmillan transformó palabras que habrían sido inspiradoras en boca de un orador destacado, en una sosa y prosaica clase de historia.
Terminó su discurso caracterizando a los colonos como grupo, citando estadísticas relativas a sus edades, ocupaciones y países de origen.
—Estos hombres y mujeres —resumió Macmillan— son una muestra representativa de la especie humana en casi todos los aspectos.
—Digo
casi
, porque hay por lo menos dos atributos comunes a este grupo, que no se encontrarían en un conjunto de este tamaño constituido por seres humanos escogidos al azar. En primer lugar, los futuros residentes de Colonia Lowell son sumamente inteligentes: su CI está levemente por encima de 1,86. Segundo, y esto es obvio, son valientes. De no ser así, no se habrían postulado para una misión larga y difícil en un ambiente nuevo y desconocido, que luego aceptarían.
Cuando terminó al comandante Macmillan se le alcanzó una diminuta botellas de champán, que estrelló contra el modelo, en escala 1/100, de la
Pinta
, exhibido en el estrado detrás de él y de otros dignatarios. Instantes después, mientras los colonos salían en fila del auditorio y se preparaban para abordar la
Pinta
, Macmillan y Jenzer iniciaron la programada conferencia de prensa.
—Es un imbécil.
—Es un burócrata marginalmente competente.
—Es un imbécil de mierda.
Max Puckett y el juez Mishkin estaban discurriendo sobre el comandante Macmillan, mientras almorzaban.
—No tiene el más mínimo sentido del humor.
—Es simplemente incapaz de apreciar cosas que escapen a lo común y corriente.
Max estaba furioso. Esa mañana, temprano, había sido censurado por el personal de mando de la Pinta, durante una audiencia informal. Su amigo, el juez Mishkin, lo había representado en la audiencia y había evitado que las actuaciones pasaran a mayores.
—Esos cretinos no tienen derecho a juzgar mi comportamiento.
—Tiene usted la más absoluta razón, amigo mío —contestó el juez Mishkin—, en un sentido general. Pero en esta nave espacial tenemos un conjunto de singularísimas condiciones:
ellos
son la autoridad aquí, por lo menos hasta que lleguemos a la Colonia Lowell y establezcamos nuestro propio gobierno… Sea como fuere, no ocurrió algo realmente dañino. Usted no ha sufrido el menor inconveniente por el hecho de que hayan dicho que sus actitudes son “insostenibles”. Pudo haber sido mucho peor.
Dos noches antes había tenido lugar una fiesta, en celebración del cruce del punto medio en el viaje de la
Pinta
de la Tierra a Marte. Max había flirteado vivamente, durante más de una hora, con la encantadora Angela Rendino, una de las asistentes de Macmillan. Entonces, el insulso escocés había llevado a Max a un costado y le había sugerido, enérgicamente, que dejara tranquila a Angela.
—Deje que ella me lo diga —había dicho Max, con sensatez.
—Ella es una joven inexperta —le había respondido Macmillan—, y es demasiado amable como para decirle cuan repulsivo es su grosero humor.