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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

El jardín de Rama (4 page)

BOOK: El jardín de Rama
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28 de mayo de 2201

Una vez más esta noche hubo un largo silbido seguido por una exhibición espectacular de luces en el Tazón Austral de Rama. No fui a verla. Me quedé en el túnel con Simone. Michael y Richard no se encontraron con ninguno de los habitantes de Nueva York. Richard dijo que el espectáculo duró aproximadamente lo mismo que el primero pero que las exhibiciones individuales fueron considerablemente diferentes. La impresión de Michael fue que el único cambio importante del espectáculo radicó en los colores. En su opinión, el color predominante esta noche fue el azul, en tanto que, dos días atrás, había sido el amarillo.

Richard está seguro de que los ramanes están enamorados del número tres y de que, en consecuencia, cuando la noche vuelva a caer, habrá otro espectáculo con luces. Puesto que ahora, los días y las noches de Rama son aproximadamente iguales a veintitrés horas —lapso al que Richard denomina equinoccio ramano, correctamente predicho por mi brillante marido en el calendario que nos envió a Michael y a mí hace cuatro meses—, la tercera exhibición comenzará dentro de otros dos días de la Tierra. Todos esperamos que algo fuera de lo común tenga lugar inmediatamente después de esta tercera demostración. A menos que esté en peligro la seguridad de Simone, no cabe la menor duda de que iré a ver el espectáculo.

30 de mayo de 2201

Nuestro macizo hogar cilíndrico está ahora experimentando una rápida aceleración que comenzó hace más de cuatro horas. Richard está tan exaltado que apenas si se puede contener. Está convencido de que, por debajo del elevado Hemicilíndro Austral, existe un sistema de propulsión que opera sobre principios físicos que están más allá de la imaginación más alocada de los científicos e ingenieros humanos. Se queda con la mirada tija en los datos que aparecen en la pantalla negra, provenientes de los sensores externos con su adorada computadora portátil en la mano, y hace ocasionales entradas de datos de acuerdo con lo que ve en el monitor. De vez en cuando murmura para sí o a nosotros su opinión acerca de lo que la maniobra le está haciendo a nuestra trayectoria.

Cuando Rama cambió su rumbo para alcanzar la órbita de impacto con la Tierra, yo estaba inconsciente en el fondo del pozo, de modo que no sé cuánto se sacudió el sucio durante esa primera maniobra. Richard dice que esas vibraciones fueron insignificantes en comparación con lo que estamos experimentando ahora. El simple hecho de caminar resulta difícil en estos momentos: el piso se agita hacia arriba y hacia abajo permanentemente, como si un taladro neumático estuviera operando a escasos metros de distancia. Hemos estado llevando a Simone en brazos desde el momento mismo en que se inició la aceleración. No podemos bajarla al piso o ponerla en la cuna porque la vibración la asusta. Soy la única que se desplaza llevando a Simone y lo hago con sumo cuidado. Me preocupa perder el equilibrio y caer (Richard y Michael ya se cayeron dos veces). Simone podría resultar seriamente herida si yo cayera en la posición incorrecta.

Nuestro escaso mobiliario está rebotando por toda la habitación: hace media hora, uno de los sillones salió como saltando hacia el corredor y se dirigió a las escaleras. Al principio colocábamos los muebles en la posición correcta cada diez minutos aproximadamente pero ahora no les prestamos atención… a menos que salgan por la puerta de entrada hacia el corredor.

Todo constituyó un período increíble que comenzó con el tercer y último espectáculo en el sur. Richard salió primero esa noche inmediatamente después de que oscureciera. Pocos minutos después volvió corriendo, muy alterado, y se llevó a Michael. Cuando los dos regresaron, Michael parecía haber visto un fantasma.

—Octoarañas —gritó Richard—. Una gran cantidad de ellas se está juntando a lo largo de la costa, dos kilómetros hacia el este.

—En realidad no sabemos cuántas hay —dijo Michael—. Únicamente las vimos durante no más de diez segundos antes de que se apagaran las luces.

—Cuando estuve solo las observé durante más tiempo —prosiguió Richard—. Pude verlas con mucha claridad a través de los binoculares: al principio no había más que un puñado pero súbitamente empezaron a llegar en enormes cantidades. Cuando estaba empezando a contarlas, se organizaron adoptando una cierta disposición. Una gigantesca octoaraña que tenía bandas rojas y azules en la cabeza parecía ser la única al frente de esa formación.

—No vi al gigante rojo y azul ni “formación” alguna —agregó Michael mientras yo los miraba a los dos con incredulidad—. Pero ciertamente, vi a muchas de las criaturas con la cabeza negra y los tentáculos negros y dorados. Creo que estaban mirando hacia el sur, esperando que comenzara el espectáculo luminoso.

—También vimos a los avianos —me dijo Richard. Se volvió hacia Michael—. De esa manada, ¿cuántos dirías que venían volando?

—Veinticinco, quizá treinta —contestó Michael.

—Se elevaron muy alto en el cielo, sobre Nueva York, chillando mientras ascendían y después volaron hacia el norte, hacia el otro lado del Mar Cilíndrico. —Richard se detuvo durante unos instantes—. Creo que esos pájaros tontos ya pasaron antes por esto. Creo que saben lo que va a ocurrir.

Empecé a arropar a Simone en sus mantas.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richard. Le dije que no estaba dispuesta a perderme el último espectáculo de luces. También le recordé que él me habla jurado que las octoarañas solamente se aventuraban a salir de noche.

—Ésta es una ocasión especial —repuso confiadamente, justo en el momento en que comenzó el silbido.

La exhibición de esta noche me pareció más espectacular. Quizá se debía a la expectativa que yo tenía. No había dudas de que el rojo era el color de la noche. En un momento dado, un arco de color rojo ígneo describió un hexágono completo y continuo, que conectaba la punta de los seis cuernos menores. Pero a pesar de lo espectaculares que eran las luces ramanas, no fueron Ja atracción principal de la velada: después de alrededor de treinta minutos de comenzada la exhibición, Michael gritó súbitamente «¡Miren!» y señaló hacia la línea de la costa, en la dirección en que él y Richard habían visto anteriormente a las octoarañas.

En el cielo, por encima del congelado Mar Cilíndrico, varias bolas de luz se habían encendido en forma simultánea. Las llamaradas estaban a unos cincuenta metros del sucio e iluminaban una superficie de alrededor de un kilómetro cuadrado del hielo que estaba por debajo de ellas. Durante el minuto en el que pudimos ver con algo de detalle, una gran masa negra se desplazó sobre el hielo hacia el sur. Richard me alcanzó sus binoculares justo en el momento en que la luz de las llamaradas se extinguía. En la masa distinguí algunos seres individualmente: una cantidad sorprendentemente grande de las octoarañas exhibía patrones de color en la cabeza, pero la mayoría era de color negro carbón, como la que nos persiguió en el túnel. Tanto los tentáculos negros y dorados como la forma del cuerpo confirmaban que esos seres eran de la misma especie que el que habíamos visto trepando las púas el año anterior. Richard tenía razón: había una enorme cantidad de ellas.

Cuando comenzó la maniobra, regresamos rápidamente al túnel. Resultaba peligroso estar afuera, en Rama, durante las fuertes vibraciones. En ocasiones, pequeñas partes de los rascacielos circundantes se rompían y se estrellaban contra el suelo. Simone empezó a llorar en cuanto comenzaron las vibraciones.

Después de un descenso dificultoso hasta el túnel, Richard empezó a revisar los sensores externos buscando, principalmente, las posiciones de estrellas y planetas (Saturno es claramente identificable en algunas de las imágenes ramanas) y realizando cálculos basados en sus datos de observación. Michael y yo nos turnábamos para sostener a Simone en brazos (cada tanto, nos sentábamos en el rincón del cuarto, donde las dos paredes que se juntaban nos brindaban una cierta sensación de estabilidad) y conversábamos sobre el asombroso día.

Casi una hora más tarde, Richard anunció los resultados de su determinación preliminar de la órbita. Primero nos dio los elementos orbitales con respecto al Sol de nuestra trayectoria hiperbólica
antes
de que comenzara la maniobra. Después presentó, en forma espectacular, los elementos nuevos, osculadores (así los denominaba) de nuestra trayectoria instantánea. En alguna parte, en los escondrijos de mi mente debo de haber guardado la información que define el término “elemento osculador” pero, por suerte, no necesité sacarlo a la luz: por el contexto, pude comprender que Richard estaba empleando una manera de decimos, en forma taquigráfica, cuánto había variado nuestra hipérbole durante las tres primeras horas de la maniobra. No obstante ello, el pleno significado del cambio de la excentricidad hiperbólica se me escapaba.

Michael recordaba más de lo que había aprendido sobre mecánica celeste.

—¿Estás seguro? —preguntó casi de inmediato.

—Los resultados cuantitativos presentan amplias franjas de error —repuso Richard—, pero no puede haber duda alguna sobre la naturaleza cualitativa del cambio de trayectoria.

—Entonces, ¿nuestra velocidad de escape del Sistema Solar está
aumentando?
—preguntó Michael.

—Así es —respondió Richard asintiendo—. Virtualmente, toda nuestra aceleración está yendo en la dirección que aumenta nuestra velocidad con respecto al Sol. La maniobra ya le sumó muchos kilómetros por segundo a nuestra velocidad basada en el Sol.

—¡Sí! —contestó Michael—. Es vertiginosa.

Comprendí lo esencial de lo que estaba diciendo Richard. Si habíamos conservado alguna esperanza de que pudiéramos encontrarnos en un viaje sinuoso que, como por arte de magia, nos devolviera a la Tierra, esas esperanzas estaban ahora haciéndose pedazos. Rama iba a abandonar el sistema solar mucho más rápido que lo que había pensado cualquiera de nosotros. Mientras Richard se ponía lírico respecto de la clase de sistema de propulsión que podría impartir tal cambio de velocidad a este “Behemot” de nave espacial, yo le di el pecho a Simone y me encontré pensando, una vez más, en el futuro de mi hija:
así que nos estamos alejando definitivamente del Sistema Solar
, pensé, y
dirigiéndonos hacia algún otro lugar. ¿Llegaré, alguna vez, a ver otro mundo? ¿Llegará Simone? ¿Es posible, hija mía, que Rama sea el mundo que te servirá de hogar durante toda tu vida?

El piso continúa agitándose vigorosamente y eso me consuela. Richard dice que nuestra velocidad de escape todavía está aumentando con rapidez. Bien. En tanto estemos yendo a algún sitio nuevo, quiero viajar hacia allá lo más rápido posible.

4

5 de junio de 2201

Ayer desperté en mitad de la noche, después de oír un golpeteo insistente que provenía del corredor vertical de nuestro túnel. Aun cuando el nivel normal de ruido como consecuencia de las constantes sacudidas es de apreciable magnitud, tanto Richard como yo pudimos
oír
claramente el golpeteo, sin la menor dificultad. Nos aseguramos de que Simone estuviera durmiendo confortablemente en la nueva cuna que Richard había construido para atenuar las vibraciones y después caminamos con cautela hacia el corredor vertical.

A medida que ascendíamos la escalera hacia la red metálica que nos protegía de los visitantes no deseados, el golpeteo se hacía más intenso. En uno de los rellanos, Richard se inclinó y me susurró que “debía de ser Macduff que está golpeando en el portón” y que nuestra “mala acción” pronto se iba a descubrir. Yo estaba demasiado tensa como para reír. Cuando todavía nos encontrábamos a varios metros por debajo de la red, vimos una gran sombra que se movía, proyectada en el muro que estaba frente a nosotros. Tanto Richard como yo nos dimos cuenta, de inmediato, de que la tapa exterior del túnel estaba abierta (para ese entonces, era de día en la parte superior de Rama), y que el ser ramano o el biot responsable del golpeteo era el que producía la extraña sombra en el muro.

En forma instintiva me aferré a la mano de Richard:

—¿Qué diablos es eso? —pregunté en voz alta.

—Debe de ser algo nuevo —dijo Richard en voz muy baja Le dije que la sombra se asemejaba a una antigua bomba de petróleo que subía y bajaba en medio de un campo de extracción. Richard sonrió con nerviosidad y coincidió conmigo.

Después de aguardar alrededor de cinco minutos, sin ver ni oír cambio alguno en el rítmico golpeteo del visitante, Richard me dijo que iba a trepar hasta la red desde donde podría ver algo más definido que una sombra. Naturalmente, eso significaba que quienquiera que estuviese afuera golpeando sobre nuestra puerta también podría verlo a Richard, suponiendo que tuviera ojos o algo equivalente. Por algún motivo, en ese momento recordé al doctor Takagishi, y una ola de miedo me recorrió el cuerpo. Besé a Richard y le pedí que no se arriesgara.

Cuando llegó al rellano final, por encima de donde yo estaba esperando, el cuerpo de Richard quedó parcialmente expuesto a la luz y cubrió la sombra móvil. El golpeteo se detuvo en forma brusca.

—Es un biot, no hay duda al respecto —gritó Richard—. Se parece a una mantis religiosa, con una mano adicional en mitad del rostro. Los ojos se le abrieron súbitamente.

—Y ahora está
abriendo
la red —agregó, y de inmediato abandonó el rellano de un salto.

Un segundo después estaba a mi lado. Me tomó la mano y juntos bajamos corriendo varios tramos de escalera. No nos detuvimos hasta que nos hallamos de vuelta en el nivel donde vivíamos, varios rellanos más abajo.

Podíamos oír ruidos de movimiento encima de nosotros.

—Había otra mantis y, por lo menos, un biot topador detrás de la primera mantis —dijo Richard sin aliento—. No bien me vieron, empezaron a sacar la red… Aparentemente, golpeaban sólo para alertarnos sobre su presencia.

—Pero, ¿qué quieren? —pregunté retóricamente. Por encima de nosotros, la intensidad del ruido seguía aumentando—. Por el sonido, parece un ejército —señalé.

Al cabo de unos segundos, pudimos oírlos descendiendo por las escaleras.

—Tenemos que estar preparados para huir a toda velocidad —dijo Richard con desesperación—. Tú lleva a Simone y yo despertaré a Michael.

Con rapidez nos desplazamos por el corredor hacia donde vivíamos. El ruido ya había despertado a Michael y Simone también estaba inquieta. Nos reunimos todos en la sala principal, nos sentamos en el piso que se sacudía, frente a la pantalla negra, y aguardamos a los invasores de otro planeta. Richard había preparado en el teclado un pedido para los ramanes que, después de ingresar dos instrucciones adicionales, haría que la pantalla negra se levantara tal como lo hacía cuando nuestros invisibles benefactores estaban a punto de proveernos algún producto nuevo.

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