El juego de los abalorios (39 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Designori hizo una pausa muy breve y lanzó una mirada a Knecht, inseguro de si no le cansaría. Su mirada encontró la del amigo y en él una expresión de profunda atención y amabilidad, que le hizo bien, lo tranquilizó. Vio que el otro estaba entregado totalmente a su franqueza, a su confidencia, que no escuchaba como se escucha una simple charla o aun una narración interesante, sino con la exclusividad y la entrega con la que uno se sume en la meditación y al mismo tiempo con una pura y cordial benevolencia, manifestada emotivamente en los ojos de Knecht, tan sincera y cariñosa y casi infantil le pareció. Y sintió una suerte de asombro al ver esa expresión en el rostro del mismo ser cuya múltiple actividad, cuya sabiduría oficial y verdadera autoridad había admirado durante todo el día. Aliviado, continuó:

—No sé si mi vida ha sido inútil, o fue solamente un malentendido, si tiene un sentido. Si lo tiene, sería tal vez que un solo hombre concretamente en nuestros días reconoció y sintió en carne propia una vez, muy clara, y dolorosamente, qué lejos está Castalia de su patria o, no lo discuto, a la inversa: cuánto y cómo nuestro país llegó a ser ajeno e infiel a su más noble provincia y a su espíritu, en qué amplitud se alejan en nuestra tierra alma y cuerpo, ideal y realidad, qué poco saben y quieren saber uno de otra. Si yo tenía en mi existencia un cometido y un ideal, eran el de hacer de mi persona una síntesis de ambos principios, el de llegar a ser entre ambos un mediador, un intérprete, un conciliador. Lo intenté y fracasé. Y como no puedo contarte ahora toda mi vida y tú no podrías tampoco entenderlo todo, te describiré solamente una de las situaciones que son características de mi fracaso. La dificultad de entonces, después de comenzar mis estudios en la universidad, no consistió tanto en vencer las burlas y los enconos que me alcanzaban por ser castalio, es decir, un joven… ejemplar. Los pocos nuevos camaradas, para quienes mi origen en las escuelas de selección representaba una distinción y una sensación, me dieron más que hacer y me hundieron en la mayor perplejidad. ¡Oh, lo difícil, tal vez lo imposible, era seguir viviendo en sentido castalio en ese mundo! Al principio lo noté apenas, guardaba las reglas que había aprendido entre vosotros y por bastante tiempo parecieron servirme allí también, fortalecerme y protegerme; parecieron mantener mi vivacidad y mi salud interior y robustecerme en un propósito, el de desarrollar independientemente mis estudios en lo posible a la manera castalia, aplacar mi sed de saber y no dejarme obligar a un curso de estudios que sólo pretende especializar lo más estrictamente posible al estudiante en brevísimo plazo para ganarse el pan, y matar en él toda idea de libertad y universalidad. Mas la protección de que me proveyó Castalia resultó peligrosa y dudosa, porque yo no quería conservar mi paz del alma y mi meditativa tranquilidad de espíritu, resignándome y convirtiéndome en ermitaño, yo quería conquistar el mundo, comprenderlo, obligarlo también a comprenderme, quería afirmarlo y posiblemente renovarlo y mejorarlo, quería, en fin, fundir y conciliar en mi persona a Castalia y al mundo. Cuando después de una desilusión, una disputa, una excitación, me refugiaba en la meditación, al comienzo esto fue para mí un bienestar, una distensión, un respirar hondo, un retorno a energías buenas y amigas. Pero con el tiempo observé que era justamente la concentración, el cuidado y ejercicio del alma lo que allí me aislaba, que me hacía aparecer a los demás tan desagradablemente extraño y me tornaba incapaz de comprenderlos realmente. Comprender realmente a los demás, a la gente del mundo —yo lo veía—, me hubiera sido posible solamente si yo me convertía en igual, si nada me separase de ellos, ni siquiera ese refugio de la meditación. Naturalmente, es muy posible que yo trate de paliar el proceso, representándolo así. Tal vez, o probablemente, sucedió que sin camaradas de la misma educación y del mismo estado de ánimo, sin la vigilancia de los maestros, sin la atmósfera protectora y curativa de Waldzell perdí poco a poco la disciplina, me convertí en inerte y desatento y caí en la rutina, y luego, en momentos en que me remordía la conciencia, me justifiqué aceptando que la rutina era después de todo uno de los atributos de ese mundo y diciéndome que al entregarme llegaba más cerca de la comprensión de mi ambiente. No tengo por qué suavizar las tintas delante de ti, pero tampoco quisiera negar u ocultar que me esforcé, aspiré y luché también allí donde estaba equivocado. Lo hacía en serio. Mas sea que mi intento de insertarme comprensiva e inteligentemente fuera idea mía o no, sucedió sin embargo, lo lógico, el mundo era más fuerte que yo y lentamente me dominó y me absorbió; fue exactamente como si la vida hubiera debido tomarme la palabra y asimilarme totalmente al mundo, cuya corrección, inocencia, energía y superioridad esencial, ontológica, tanto alabé y defendí contra tu lógica en nuestras discusiones en Waldzell.

«Y ahora debo hacerte recordar otra cosa que probablemente olvidaste hace mucho, porque carecía de importancia para ti. Para mí, en cambio, importaba mucho; para mí era capital, capital y terrible. Terminaron mis años de estudio, estaba adaptado, estaba vencido, por cierto no del todo, más aún, en mi fuero íntimo me consideraba todavía igual a vosotros y creía que aquellas adaptaciones y aquel desbastamiento se habían cumplido más por prudencia vital y voluntariamente que sucumbiendo vencido. Por eso conservé todavía muchas costumbres y necesidades de los años juveniles, entre ellas el juego de abalorios, lo que presumiblemente carecía de sentido, porque sin ejercicio constante y continuo trato con iguales y, especialmente, con compañeros de juego más expertos, no se puede aprender nada, el juego a solas puede reemplazar a lo sumo el monólogo, pero no una conversación verdadera. Sin saber bien, pues, qué quedaba de mí, de mi arte de jugador, de mi cultura, de mi aprendizaje de selección, me esforzaba en salvar estos bienes o parte de ellos por lo menos, y si proyectaba un esquema de juego o analizaba un movimiento con uno de mis amigos de entonces que trataban, sí, de hablar del juego de abalorios pero no tenían la menor idea de su espíritu, el amigo pudo creer muy bien por su total ignorancia en experiencias de magia. Durante mi tercero o cuarto año de Universidad, tomé parte en un curso de juego en Waldzell; volver a ver la región, la pequeña ciudad, nuestra vieja escuela, el
Vicus Lusorum
, fue para mí una nostálgica alegría, pero tú no estabas aquí, estudiabas en esos días en Monteport o en Keuperheim y te consideraban un aspirante egoísta. Mi curso era solamente uno de vacaciones para nosotros los pobres individuos del mundo exterior, aficionados simplemente; pero me dio trabajo y me sentía orgulloso cuando al final recibí el acostumbrado «Tres», ese «suficiente» en el certificado que basta precisamente para que el interesado pueda volver a los cursos de vacaciones.

«Y bien, algunos años más tarde, me volví a decidir, me inscribí en un curso bajo tu predecesor: hice lo mejor que pude, para ser considerado presentable en Waldzell. Repasé mis viejos cuadernos de ejercicios, traté de familiarizarme de nuevo con ejercicios de concentración, en fin, con mis modestos recursos me creía ejercitado, entonado y concentrado como un verdadero jugador de abalorios para el gran torneo anual. Y así llegué a Waldzell, donde me sentí otra vez un poco más extraño después de una pausa de pocos años, pero al mismo tiempo hechizado, como si volviera a una hermosa patria perdida, cuya lengua, sin embargo, me resultaba ya menos corriente. Y esta vez se cumplió también mi mayor deseo, el de volverte a ver. ¿Te acuerdas, Josef?

Knecht lo miró serio en los ojos, asintió con la cabeza y sonrió ligeramente, pero no dijo una palabra.

—Bien —continuó Designori—, lo recuerdas, pues. Mas ¿de qué te acuerdas? Un huidizo volverse a ver con un camarada, una pequeña reverencia, un pequeño desengaño. Se sigue por su camino y no se piensa más en ello, a menos que décadas después el otro nos lo recuerde sin cortesía alguna. ¿No es así? ¿Fue algo diverso, fue algo más para ti?

Aunque se esforzaba visiblemente para dominarse, estaba muy excitado; parecía querer descargarse, desahogarse, de algo acumulado, y no dominado en muchos años.

—Prejuzgas —dijo Knecht con mucha prudencia—. Ya hablaremos de lo que fue para mí, cuando llegue el momento y te lo explique. Ahora tienes tú la palabra, Plinio. Veo que ese encuentro no fue agradable para ti. No lo fue entonces para mí tampoco. Y ahora sigue contándome lo que pasó. ¡Habla sin reticencias!

—Trataré de hacerlo —dijo Plinio—. Y no creas que quiero hacerte algún reproche, Debo confesarte también que esa vez te portaste con perfecta corrección conmigo, y aun más. Cuando acepté tu invitación de ahora para venir a Waldzell, que no había visto más desde aquel segundo curso de vacaciones, y hasta cuando acepté el nombramiento de miembro de la Comisión para Castalia, era mi intención llegar contigo a una explicación de lo ocurrido entonces, sin importarme que pudiera resultarnos agradable o no. Y ahora prosigo. Había venido para el curso y me alojaba en la casa de huéspedes. Los participantes del curso eran casi todos de mi edad, algunos hasta mucho más viejos; a lo sumo éramos unos veinte, en gran parte castalios, pero ni principiantes ni jugadores de abalorios, malos, indiferentes o negligentes, a quienes se les ocurriera tan tarde aprender un poco más; fue para mí un alivio el que no conociera a ninguno de ellos. Aunque nuestro director de curso, uno de los ayudantes del archivo, se esforzara valientemente y fuera también muy amable con nosotros, las cosas habían tomado casi desde el principio el carácter de una escuela inútil de segundo grado, casi un curso de castigo, cuyos participantes, reunidos por casualidad, no confian al par que el maestro en un resultado real, aunque nadie lo admita. Se podía preguntarse asombrados por qué ese puñado de hombres se reunió allí para hacer algo voluntariamente para lo cual no les alcanzaban las fuerzas, ni su interés era lo bastante fuerte para la resistencia y el sacrificio, y por qué un sabio especialista se avenía a darles instrucción y a ocuparlos en ejercicios de los que él mismo podía apenas esperar algún resultado. No supe entonces (me lo dijeron mucho más tarde otros más expertos) que ese curso había tenido muy mala suerte, y que una composición distinta de participantes lo hubiera convertido en algo excitante e impulsor, y aun hubiera despertado entusiasmo. Bastan a menudo —se me dijo más tarde— dos participantes que se incitan mutuamente o que se conocen o son amigos para imprimir a un curso, a sus participantes y a su maestro un vuelo haría arriba. Tú eres jugador de abalorios, debes saberlo. Bien, tuve muy mala suerte; faltó en nuestra comunidad casual la pequeña célula animadora, no se llegó a un poco de calor o a una elevación, aquello se quedó en pálido curso para niños crecidos… Pasaban los días y el desengaño crecía con ellos. Pero además del juego de abalorios aquí estaba Waldzell, un lugar de sagrados y bien guardados recuerdos para mí, y si el curso fracasaba me quedaba a pesar de todo la fiesta de un retorno a la patria, el contacto con los camaradas de un tiempo, tal vez también el encuentro con aquel camarada del cual mantenía tanta y tan fuerte memoria y que importaba para mí más que cualquier otra figura de nuestra Castalia: contigo, Josef. Si volvía a ver un par de mis compañeros de juventud y de aula; si en mis paseos por la región tan amada me reunía otra vez con los buenos espíritus de mi juventud, si tú también podías acercarte a mí y había una explicación en un diálogo como un tiempo, menos entre tú y yo que entre mi problema castalio y yo mismo, esas vacaciones no estarían perdidas, aunque se perdiera el curso y todo lo demás.

«Los dos camaradas de mis tiempos que encontré primero en mi camino eran pobres de espíritu; me palmotearon contentos las espaldas y me formularon preguntas infantiles acerca de mi legendaria vida mundana. Otros dos más eran más inteligentes, pertenecían al
Vicus Lusorum
y a la selección más joven y no me hicieron preguntas ingenuas, sino que me saludaron, cuando me encontraron en algunos de los lugares de tu santuario y no pudieron evitarme; me saludaron con una cortesía muy afinada, casi exagerada, una suerte de afabilidad, pero no supieron recalcar bastante su ocupación en cosas importantes e inalcanzables, su falta de tiempo, de curiosidad, de simpatía, de deseo de reanudar la vieja relación. Mas yo no insistí con ellos, los dejé en paz, en su paz olímpica, alegre, irónica, castalia. Los observé y observé su jornada alegremente activa, como un preso a través de las rejas, o como el pobre, hambriento y oprimido, hacia el aristócrata y el rico, contento, bonito, culto, bien educado, bien descansado, de cara y manos cuidadas.

«Y entonces apareciste tú, Josef, y se despertó en mí la alegría, nació en mí una nueva esperanza, cuando te vi. Pasabas por el patio. Te reconocí por el andar y te llamé por tu nombre. «¡Por fin, un hombre!», pensé, un amigo finalmente, quizá también un adversario pero uno con quien se puede hablar, un verdadero supercastalio, pero tal que en él lo castalio no estaba endurecido como máscara y coraza, un hombre, un comprensivo… Debiste advertir qué alegre estaba yo y cuánto esperaba de ti, y en realidad acudiste a mi encuentro con la máxima gentileza. Me conocías aún, yo era todavía algo para ti, te complacía volver a ver mi cara. Y eso no se limitó al breve y gozoso encuentro en el patio, me invitaste y me dedicaste una velada, me la sacrificaste. Pero, querido Knecht, ¡qué velada fue aquélla! Cuánto nos torturamos los dos para parecer desembarazados, muy corteses y casi camaradas uno para el otro, y qué difícil nos resultó arrastrar el cansado diálogo de un asunto a otro! Si los demás habían sido indiferentes conmigo, contigo me fue peor; este desesperado esfuerzo inútil para revivir una vieja amistad era más doloroso aún. Esa noche puso fin absoluto a mis ilusiones; se me apareció amargamente claro que yo no era más un camarada, un competidor, un castalio, un hombre de clase, sino un palurdo molesto, aunque leal, un extranjero inculto, y lo peor de todo realmente me pareció el que eso ocurriera en forma tan bella, tan correcta y que el desengaño y la impaciencia permanecieran tan impecablemente disimulados. Si me hubieras insultado y reprochado, si me hubieras acusado gritando: «¿Qué ha sido de ti, amigo, cómo descendiste tanto?» me hubiera sentido feliz y el hielo se hubiese roto. Pero nada de esto sucedió. Comprendí que se había destruido mi comunión con Castalia, mi amor por vosotros, mis estudios del juego de abalorios, nuestra camaradería. El repetidor Knecht soportó mi molesta visita en Waldzell, se atormentó y se aburrió conmigo toda una velada y me puso delicadamente en la puerta, de una manera inobjetable en todo sentido…

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