El juego de los abalorios (38 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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En la época en que los pensamientos de Josef Knecht habían comenzado ya a dedicarse a la búsqueda de una vía que lo llevara a la libertad, volvió a ver inesperadamente una figura un día familiar y casi olvidada de su juventud, Plinio Designori. Este estudiante foráneo de un tiempo, hijo de una acreditada y antigua familia de la provincia, hombre influyente como diputado y escritor político, apareció de pronto un día en misión oficial ante la suprema autoridad de la provincia. Como cada dos años ocurría, se realizó una nueva elección de la Comisión gubernativa encargada de la fiscalización de la administración castalia, y Designori fue uno de los miembros de la nueva Comisión. Cuando se presentó por primera vez en tal calidad, se verificaba una sesión en el edificio de la Dirección de la Orden en Hirsland, a la cual asistía también el
Magister Ludi
; el encuentro hizo profunda impresión en Knecht y no quedó sin consecuencias, lo sabemos por Tegularius y luego por el mismo Designori, quien volvió a ser su amigo y aun su confidente, en este período de su vida para nosotros no muy claro. En ese primer encuentro después de décadas de olvido, el locutor presentó como de costumbre a los maestros los señores de la nueva Comisión estatal. Cuando nuestro
Magister
oyó el nombre de Designori, se sintió sorprendido y aun avergonzado, porque a la primera mirada no había reconocido al cantarada de su juventud, perdido de vista durante tantos años. Cuando entonces le tendió amablemente la mano, renunciando a la inclinación oficial y a la fórmula usual de saludo, le miró atentamente a la cara y trató de averiguar por qué cambios había podido escapar al reconocimiento de un viejo amigo. Y también durante la reunión, su mirada se posó a menudo en el rostro tan familiar un día. Designori, sin embargo, lo trató de «vos» y le dio el titulo de
Magister
, y Knecht tuvo que pedirle dos veces que empleara el antiguo trato y lo tuteara de nuevo, antes que aquél pudiera decidirse a hacerlo.

Knecht había conocido a Plinio como un jovencito ruidoso y alegre, comunicativo y brillante, como buen alumno y al mismo tiempo hombre de mundo, que se sentía superior a los jóvenes castalios tan poco mundanos y se divertía a veces en desafiarlos. No carecía tal vez de vanidad, pero era un ser franco, sin mezquindad, interesante, atrayente y digno de afecto para la mayoría de sus coetáneos, muchos aun fascinados por su hermoso porte, su trato seguro y el aroma de foráneo que le rodeaba como huésped e hijo del mundo. Años después, al final de su época estudiantil, Knecht volvió a verlo y le pareció más achatado, más rudo, casi despojado de su antiguo hechizo, y se sintió desilusionado. Se separaron confusos y fríos. Ahora parecía de nuevo otro. Ante todo había descuidado o perdido completamente su juventud y su vivacidad, su alegría comunicativa, su gusto por discutir e intercambiar opiniones, su modo de ser activo y conquistador. Como al encuentro del viejo amigo no reclamó la atención para sí, ni saludó el primero, como tampoco después de oír su nombre y su cargo de
Magister
se atrevió a usar el tú y sólo lo hizo por la insistencia cordial del amigo, también en su conducta, en su mirada, en su forma de hablar, los rasgos de su cara y sus ademanes, en lugar de la antigua combatividad, de la vieja franqueza, aparecía cierta reserva o opresión, un retenerse, un reservarse, una suerte de cohibición o de freno o tal vez solamente de cansancio. Estaba ahogado de esta manera el hechizo juvenil; casi apagado; pero tampoco existían más los rasgos de la superficialidad y de una ácida, inmatura mundanalidad. El hombre entero, pero sobre todo el rostro, parecía ahora desvanecido, en parte destruido, en parte ennoblecido por la expresión del sufrimiento. Y mientras el
Magister Ludi
seguía las discusiones, una parte de su atención permaneció dedicada constantemente a este fenómeno y lo obligó a meditar acerca de qué clase de padecimiento podía tratarse, que hubiese dominado y desdibujado en tal forma a este ser vivaz, hermoso y alegre de vivir. Le pareció un dolor extraño, para él desconocido, y cuanto más se entregaba Knecht a esta reflexión investigadora, tanto más se sentía atraído por simpatía y compasión hacia este ser sufriente, y a este afecto, a esta compasión se agregó un sentimiento más, como si él hubiera quedado debiendo algo a este amigo de su juventud de tan triste aspecto, como si tuviera algo de que indemnizarle. Después de haber concebido varias suposiciones acerca de la causa de la tristeza de Plinio y haberlas descartado, concibió una idea: el dolor en ese rostro no era de origen vulgar, era un dolor noble, tal vez trágico, y su expresión era de una característica desconocida en Castalia; recordó haber visto a veces semejante expresión en rostros no castalios, de hombres del mundo, eso sí, nunca tan marcada y atrayente. Conocía algo parecido en rostros de hombres del pasado, en retratos de algunos sabios o artistas, en los que podía deducirse una emotiva soledad, un duelo, un desamparo, entre conmovedor y enfermizo. Para el
Magister
que poseía tan delicado sentido de artista para los secretos de la expresión y de educador vigilante de caracteres, existían ya desde hacía mucho tiempo determinados signos fisonómicos en los que confiaba instintivamente aun sin hacer de ello un sistema; así había para él, por ejemplo, una forma especial castalia y una mundana de reír, sonreír y alegrarse, y por lo mismo una manera especialmente mundana de dolor o tristeza. Y creía reconocer esta tristeza mundana en el rostro de Designori y precisamente tan fuerte y claramente expresada como si ese rostro tuviera el propósito o la misión de ser el representante de mucha gente y mostrar el oculto sufrimiento, la secreta enfermedad de todos ellos. Ese rostro le inquietaba y le lastimaba. Le perecía no solamente muy significativo que el mundo hubiese enviado allí ahora a su casi perdido amigo y que Plinio y
Josef
, como un día en sus luchas oratorias escolares, representaran real y efectivamente el uno al mundo, el otro a la Orden; más importante y simbólico aún debió parecerle el que en esa cara asolada y sombreada por el dolor del mundo hubiese enviado a Castalia no por cierto su risa, su alegría de vivir, su goce del poder, su reciedumbre, sino su miseria, su dolor. Esto también le daba qué pensar y no le disgustó en absoluto el que Designori pareciera más bien evitarlo que buscarlo y sólo lentamente y con gran resistencia se rindiera. Por lo demás —y esto naturalmente ayudaba a Knecht—, su antiguo camarada de estudios, educado en Castalia, no era en esa Comisión, tan importante para Castalia, un miembro contrariado, susceptible y menos aún mal dispuesto, como hubo otros antes, sino que pertenecía al grupo de admiradores de la Orden, de protectores de la provincia, a la cual podía prestar más de un servicio. Eso sí, había renunciado al juego de abalorios desde mucho tiempo atrás.

No estamos en condiciones de informar muy exactamente de qué manera el
Magister
fue ganando poco a poco la confianza del amigo; cada uno de los que conocimos la tranquila alegría y la amable gentileza del maestro, puede imaginarlo a su gusto. Knecht no cejó en su empeño para conquistar a Plinio y, ¿quién se hubiera resistido a la larga, si él lo tomaba?

Finalmente, algunos meses después de aquel primer reencuentro, Designori aceptó su repetida invitación para una visita en Waldzell y ambos emprendieron viaje, un día de otoño con el cielo cubierto de nubes y desapacible por los vientos, a través de la región constantemente cambiante entre luz y sombra, hacia los lugares de su juventud escolar y de su amistad, Knecht calmo y contento, su acompañante y huésped silencioso, pero inquieto, temblando como los campos ya cosechados entre sol y sombra, entre el placer de volverse a ver y el dolor de haberse convertido en extraños. Cerca de la colonia bajaron del coche y recorrieron a pie los viejos caminos que caminaran juntos como estudiantes, recordaron a muchos camaradas y maestros y muchas conversaciones de aquellos lejanos días. Designori se quedó por un día como huésped de Knecht, que le prometiera dejarle asistir durante toda esa jornada como espectador a todos sus actos y trabajos oficiales. Al final de ese día —el huésped quería partir a la mañana siguiente muy temprano—, se sentaron juntos ellos solos en la habitación de Knecht, recobrada casi por entero la vieja familiaridad. La jornada en la que pudo observar de hora en hora al
Magister
, había causado al foráneo una gran impresión. Esa noche se originó entre ambos un diálogo, que Designori anotó en seguida que regresó a su casa. Aunque contiene en parte cosas sin importancia y puede interrumpir en forma molesta nuestra sobria descripción tal vez para más de un lector, queremos reproducirlo sin embargo, tal como aquél lo dejó consignado.

—Debía mostrarte tantas cosas y me lo proponía —comenzó el
Magister
—, pero no logré hacerlo. Por ejemplo, mi bonito jardín. ¿Recuerdas todavía el «jardín del
Magister»
y las plantaciones del maestro Tomás?… Sí, y del mismo modo tantas otras cosas… Espero que llegará también para eso el día y la hora. De todos modos, desde ayer has podido revivir muchos recuerdos y tienes ahora una idea de la clase de mis obligaciones oficiales y de mi jornada común.

—Te lo agradezco mucho —contestó Plinio—. Lo que es realmente vuestra provincia y qué notables y grandes secretos posee, comencé apenas hoy a sospecharlo de nuevo, aunque también durante los años de mi alejamiento pensé más en vosotros de lo que tú podrías suponer. Hoy me has concedido, Josef, que echara una mirada en tus funciones y en tu vida; espero que no será la última y que volveremos a hablar a menudo acerca de lo que he visto aquí y de aquello de que aún no puedo hablar ahora. En cambio entiendo perfectamente que tu confianza me obliga y compromete, y sé que mi reserva hasta este momento debe haberte extrañado… Pues, tú también me visitarás alguna vez y verás mi casa. Por hoy podré contarte muy poco, sólo lo suficiente para que sepas algo acerca de mí, y la confidencia, aunque sea para mí vergonzante y casi un castigo, me traerá por lo menos un poco de alivio… Tú lo sabes, desciendo de una vieja familia que mereció bien del país y alienta amistad para la provincia, una familia conservadora de terratenientes y altos funcionarios. Pero verás: ¡ya esta simple información me coloca al borde del abismo que te separa de mí! Digo «familia» y creo expresar con eso algo simple, lógico, natural y unívoco, pero ¿lo es? Vosotros en la provincia tenéis vuestra Orden y vuestra jerarquía, pero no tenéis familia, no sabéis lo que es familia, sangre, descendencia, no sospecháis el hechizo oculto y las poderosas fuerzas de aquello que llamamos familia. Y así ocurre en el fondo con la mayoría de las palabras y los conceptos con que se expresa nuestra existencia: los más que importan tanto para nosotros no son importantes para vosotros, muchísimos os son simplemente incomprensibles y otros significan cosas completamente diversas de las nuestras. ¡Y tendríamos que hablar y entendernos! Observa; cuando hablas conmigo, es como si me hablara un extranjero, pero un extranjero cuyo idioma aprendí en mi juventud y yo mismo hablé; comprendo casi la mayor parte de ese idioma. Pero lo contrario no es así: si yo te hablo, escuchas un idioma cuyas expresiones conoces sólo a medias y cuyos matices y vuelos ignoras; percibes historias de una existencia humana, de una forma de vivir que no es la tuya; lo más, aunque pudiera interesarte, te resulta extraño y, a lo sumo, semicomprensible. Recuerdas nuestros abundantes torneos oratorios y las conversaciones de nuestra época escolar; para mí no fueron otra cosa que una tentativa de armonizar el mundo y el idioma de vuestra provincia con los míos. Tú fuiste el más abierto, el más dispuesto y honrado de todos aquellos con quienes hice entonces mi tentativa; luchabas valientemente por los derechos de Castalia, pero sin ser indiferente por mi mundo distinto y sus derechos, y sin despreciarlos. En aquellos días llegamos bastante cerca uno de otro. Pero volveremos más adelante sobre este tema.

Como Plinio se callara un instante, pensativo, Knecht adelantó prudentemente:

—Tal vez no sea tan trágica la circunstancia de no poder comprender. Es cierto, dos pueblos y dos idiomas no podrán nunca comunicarse tan comprensible e íntimamente, como dos individuos que pertenecen a la misma nación y a la misma lengua. Pero éste no es un motivo para renunciar al entendimiento y a la comunicación. También entre compañeros de nación y lengua existen barreras que impiden una plena comunicación y un total entendimiento mutuo, barreras de cultura, de educación, de capacidad, de individualidad. Se puede afirmar que todo hombre en la tierra puede expresarse fundamentalmente con cualquier otro, y se puede sostener que no hay siquiera dos hombres en el mundo, entre los cuales sea posible una genuina comunicación, un íntimo entendimiento sin lagunas… Ambas cosas son verdaderas y exactas. Es Yin y Yang. Es el día y la noche, ambas tienen razón, de ambos hay que acordarse de tiempo en tiempo, y te doy la razón en cuanto naturalmente yo tampoco creo que los dos podemos hacernos comprender mutuamente alguna vez en forma total y absoluta. Tú podrías ser un occidental y yo un chino, podríamos hablar distintos idiomas, pero si tenemos un poco de buena voluntad, podremos decirnos recíprocamente muchas cosas y, por encima de lo que pueda comunicarse exactamente, podremos adivinar e intuir muy mucho mutuamente. De todos modos, trataremos de hacerlo.

Designori asintió y prosiguió:

—Ante todo te contaré lo poco que debes saber para tener una idea de mi situación. En primer término, pues, está la familia, el poder supremo en la vida de un joven; él puede reconocerla o no, aceptarla o negarla. Con ella estuve en perfectas relaciones, mientras fui alumno interno de vuestra escuela de selección. Durante el año estaba muy bien con vosotros, durante las vacaciones era festejado y mimado en casa; no teníamos hermanos… Me sentía apegado a mi madre con un amor delicado y apasionado; la separación de ella era el único dolor que experimentaba al partir. Con mi padre me encontraba en una relación más fría pero amistosa, por lo menos durante la infancia y la primera juventud que pasé entre vosotros; era un viejo admirador de Castalia y estaba orgulloso de verme educado en las escuelas de la selección e iniciado en cosas tan sublimes como el juego de abalorios. Estos períodos de vacaciones en la casa paterna me resultaban a menudo verdaderamente estimulantes y festivos; la familia y yo no nos conocíamos en cierta manera más que en traje de fiesta… A veces, cuando salía de aquí para casa, os compadecía porque os quedabais y no conocíais esa felicidad. No necesito hablar mucho de aquella época, tú me conociste mejor que nadie. Fui casi un castalio, un poco gozoso del mundo, inmaturo y superficial tal vez, pero lleno de dichosos impulsos, casi alado y entusiasta. Fue el período más feliz de mi vida, cosa que ni sospechaba entonces, porque en esos años de Waldzell aguardaba yo la felicidad y el apogeo de mi vida del momento en que volvería a la casa, absueltas vuestras escuelas, y. con la ayuda de la superioridad lograda entre vosotros, me conquistaría el mundo de allá. En lugar de esto, después que me separé de ti, comenzó para mí una disputa que dura aún y una lucha en la que no soy el vencedor… Porque la patria a la cual volví no se componía solamente de mi casa paterna ya y no había ciertamente esperado poder abrazarme y reconocer mi excelencia de castalio, y aun en la casa paterna hubo pronto desengaños, dificultades y notas falsas. Pasó un tiempo antes que yo lo sintiera, estaba protegido por mi ingenua confianza, por una fe infantil en mí mismo y en mi dicha, y también por la moral de la Orden que llevaba conmigo, por la costumbre de la meditación. Mas ¡qué desengaño y qué amargo despertar me trajo la Universidad donde quería estudiar materias políticas! El trato entre estudiantes, el nivel de su cultura general y de su sociabilidad, la personalidad de muchos profesores… ¡Qué distinto resultaba todo esto de lo habitual aquí! Recordarás cómo defendí mi mundo contra el vuestro y cómo me llené la boca a menudo alabando la vida primitiva, simple, la vida del mundo. Si merecía un castigo, amigo mío, he sido severamente castigado. Porque la tal vida instintiva, ingenua e inocente, esta infantilidad y esta genialidad no adiestrada del primitivo puede muy bien existir en algún lugar, tal vez entre los campesinos o los obreros o donde sea, pero nunca pude verla ni compartirla. Recordarás, ¿verdad?, cómo yo criticaba en mis discursos y charlas la ostentación y el exhibicionismo de los castalios, de esta casta orgullosa y afeminada por su espíritu clasista justamente y su soberbia de grupo selecto. Y bien, la gente del mundo, de mi mundo, no era menos orgullosa de sus maneras condenables, de su escasa cultura, de su agrio humor, de su tontamente astuta limitación a metas prácticas y egoístas; se creían no menos preciosos, gratos a los dioses y elegidos en su naturalidad de mente estrecha, como tal vez nunca pudo serlo el más afectado de los alumnos ejemplares de Waldzell. Se reían de mí o me golpeaban el hombro, muchos en cambio reaccionaban contra el extraño, el castalio, con el odio abierto y desnudo que alientan los vulgares contra todos los distinguidos y que yo estaba resuelto a aceptar como una distinción.

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