El juego de los abalorios (57 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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En el pueblo había una mujer de abolengo, de ciento y más años de edad, reverenciada y temida por todos como una reina, aunque desde que se recordaba, sólo rara vez movía un dedo o pronunciaba una palabra. Muchos días estaba sentada a la entrada de su chota, con un séquito de parientes serviciales alrededor, y llegaban las mujeres del villorrio a rendirle pleitesía, a contarle sus cuitas, a mostrarle sus hijos y pedirle la bendición; venían las embarazadas y le pedían que les tocara el cuerpo y les diera los nombres para el esperado. La gran abuela imponía a veces la mano, a veces asentía con la cabeza o la meneaba o permanecía inmóvil. Rara vez decía una palabra; estaba allí, sentada, y reinaba; estaba sentada y tenía el cabello blanco amarillento en delgadas crenchas alrededor de la noble cara correosa, de lejano mirar; estaba sentada y recibía homenajes, regalos, pedidos, noticias, informes, denuncias; estaba sentada y todos la conocían como madre de siete hijas, como abuela y tatarabuela de muchos nietos y tataranietos; estaba sentada y tenía en los rasgos profundamente arrugados y detrás de la frente morena la sabiduría, la tradición, el derecho, la moral y el honor de la aldea.

Fue una tarde de la primavera, un día nublado y tempranamente anochecido. Ante la choza de barro de la gran abuela no estaba ella sentada, estaba su hija, que era apenas un poco menos canosa y digna y tampoco mucho más joven que la primera. Estaba sentada, descansando; su asiento era el umbral de la choza, una piedra chata, cubierta con una piel cuando hacía frío, y afuera, en amplio semicírculo se revolvían en el suelo, en la hierba o en la arena un par de niños y estaban acurrucados unos jovencitos y algunas mujeres; estaban allí todas las tardes que no lloviera o helara, porque querían oír a la hija de la gran abuela contar historias o cantar sentencias. Antes, lo hacia la misma gran abuela, pero ahora era demasiado vieja y muy poco comunicativa, y en su lugar estaba allí acuclillada la hija y contaba, y como había recibido las historias y las sentencias de la tatarabuela, tenia de ella también la voz, la figura de ella, su calma dignidad en el porte, los gestos y la palabra, y los oyentes más jóvenes la conocían más a ella que a su madre y casi ya no sabían que ella estaba allí sentada en lugar de la otra y trasmitía las historias y la sabiduría de la tribu. De sus labios fluía por las tardes la linfa del saber, ella guardaba bajo sus canas el tesoro de la raza, detrás de su alta frente suavemente arrugada conservaba los recuerdos y el espíritu de la colonia. Si alguien sabía algo y conocía proverbios e historias, era por ella. Fuera de ella y de la gran anciana, había solamente una persona en la tribu que sabía, pero que permanecía más oculto, un hombre misterioso y muy callado, el que hacía la lluvia y el buen tiempo.

Entre los oyentes se acomodaba también el niño Knecht y a su lado una niñita que se llamaba Ada. Él quería a esta niña y la acompañaba a menudo y la defendía, no por amor realmente, porque nada sabía de amor aún, sino porque era la hija del hacedor de la lluvia. Knecht veneraba y admiraba mucho al hacedor de la lluvia; después de la abuela y su hija, a nadie como a él. Pero las otras eran mujeres. Se podía venerarlas y temerlas, pero no se podía tener una idea ni acariciar el deseo de ser lo que ellas eran. El hacedor de la lluvia era un hombre poco accesible; no era fácil que un niño pudiera estar cerca de él; había que dar rodeos y uno de estos rodeos para llegar a él era el cuidado que Knecht tenía por su hija. La iba a buscar cuantas veces podía a la choza, algo alejada, del hacedor de la lluvia, para sentarse por la tarde delante de la cabaña de la anciana y escucharla contar cosas; y ahora estaba allí acurrucado entre la oscura multitud y escuchaba.

La anciana contaba hoy cosas del pueblo de las brujas. Decía: —A veces, en un pueblo hay una mujer de mala clase y tiene mala espina a todo el mundo. Casi siempre, estas mujeres no tienen hijos. A veces, una de esas mujeres es tan mala que el pueblo no la quiere en su ruedo. Entonces se busca la mujer de noche, se encadena a su marido, se castiga a la mujer con varas y luego se la lleva lejos en el bosque, entre pantanos, se la maldice y allí se la deja. Se quitan luego las cadenas al hombre que, si no es muy viejo, puede unirse con otra mujer. Pero la desterrada, si no muere, vaga por los bosques y los pantanos, aprende la lengua de los animales, y cuando ha vagado mucho, encuentra un día un pequeño pueblo, que se llama el pueblo de las brujas. Allí están todas las mujeres malas que han sido echadas de sus pueblos, se han reunido y formado un pueblo propio. Allí viven, hacen maldades y hechizos y, como no tienen hijos, seducen preferentemente a niños de los pueblos buenos y cuando un pequeño se pierde en el bosque y no regresa más, tal vez no se ha ahogado en el pantano o no ha sido despedazado por el lobo, sino que ha sido atraído por una bruja y llevado por ella al pueblo de las brujas. En la época en que yo era pequeña y mi abuela la mujer más vieja de la villa, una muchachita fue con las otras a un gramal y recogiendo frutillas se cansó y se durmió; era muy pequeña y los helechos la cubrían. Los otros niños siguieron su camino y no la vieron y, sólo cuando regresaron al pueblo y ya era de noche, advirtieron que la chiquilla no estaba más con ellos. Enviaron a unos jóvenes, que la buscaron y la llamaron a gritos en el bosque, hasta que anocheció; entonces volvieron: no la habían encontrado. Pero la chiquilla, después de dormir bastante siguió caminando y caminando por el bosque. Y cuanto más se asustaba, más corría, pero ya hacía mucho que no sabía dónde estaba y sólo siguió corriendo hacia adelante, lejos de la aldea, hasta donde nadie estuvo nunca. Al cuello llevaba colgado de un cordón un colmillo de jabalí, su padre se lo había regalado; lo trajo de una excursión de caza y a través del diente con un guijarro puntiagudo hizo un agujero, para poder pasar el cordón, y antes coció tres veces en sangre de jabalí ese diente, cantando buenas palabras, y aquel que llevara ese colmillo estaba protegido contra muchos maleficios. Entonces salió de entre los árboles una mujer: era la bruja; puso una cara dulce y dijo: «Te saludo, bella niñita; ¿te has extraviado? Ven conmigo, te llevaré a casa». La niña se fue con ella. Pero recordó lo que le habían dicho sus padres: que no debía mostrar nunca a un extraño el diente de jabalí, por eso mientras caminaba, lo sacó del cordón y lo metió en la cintura. La extraña mujer corrió con la niña muchas horas; era ya de noche, cuando llegaron a un pueblo, pero no era nuestro pueblo, sino el de las brujas. La chiquilla fue encerrada en un oscuro establo, pero la bruja se fue a dormir en su choza. A la mañana la bruja dijo: «¿No tienes contigo un colmillo de jabalí?» La niñita dijo que no, que había tenido uno, pero lo había perdido en el bosque y mostró su cordón de cuero, sin el diente. Entonces la bruja tomó una vasija de piedra que contenía tierra y en la tierra crecieron tres hierbas. La niña miró la hierba y preguntó qué era eso. La bruja indicó la primera hierba y dijo: «Ésta es la vida de tu madre». Luego señaló la segunda y dijo: «Ésta es la vida de tu padre». Después indicó la tercera y dijo: «Y ésta es tu propia vida. Mientras estas hierbas sean verdes y crezcan, estaréis con vida y salud. Si una se marchita, enferma aquel a quien corresponde. Si es arrancada, como ahora arrancaré una yo, morirá aquel a quien la planta se refiere». Ella tomó con los dedos la planta que representaba la vida de su padre y comenzó a tirar de ella, y cuando hubo tirado un poco apareció un trozo de la blanca raíz, la planta lanzó un profundo suspiro…

Cuando oyó estas palabras la niñita acuclillada al lado de Knecht, se puso de pie de un salto, como mordida por una serpiente, lanzó un grito y huyó corriendo todo lo que podía. Había luchado mucho con la angustia que le causaba esa historia, pero ya no pudo resistir. Una anciana sé rió. Otras oyentes tenían tanto miedo como la pequeña, pero resistieron y se quedaron sentadas. Mas Knecht, apenas despertó del sueño del oír y de la ansiedad, salió corriendo detrás de la niña. La abuela siguió contando.

El hacedor de la lluvia tenía su choza cerca del estanque del pueblo; en esa dirección buscó Knecht a la fugitiva. Trató de atraerla con un murmullo cautivante y tranquilizador, cantando y silbando, con una voz parecida a la de las mujeres cuando tratan de atraer a los pollos, dulce, estirada, calculada para hechizar. «Ada», llamaba y cantaba: «Ada, Adita ven, Ada, no temas, soy yo, yo, Knecht». Y así cantaba y cantaba y antes de oír o ver nada de ella, sintió de repente la manita de la niña suave apretar la suya. Se había quedado en el camino, con las espaldas apoyadas en la pared de su choza, y lo había esperado hasta que le llegó su llamada. Respirando aliviada se junto con él que le parecía grande y fuerte, ya todo un hombre.

—¿Tuviste miedo, verdad? —le preguntó—. No hay razón, nadie te hace daño, todos quieren a Ada. Ven, iremos a casa.

Ella siguió temblando todavía y sollozó un poco, pero ya estaba más tranquila y luego lo acompañó agradecida y llena de confianza.

De la puerta de la cabaña salía el parpadeo de una débil luz rojiza; el hacedor de la lluvia estaba dentro inclinado sobre el hogar; en sus cabellos sueltos había un resplandor claro y rojizo; tenía encendido el fuego y cocinaba algo en dos pequeñas vasijas. Antes de entrar con Ada, Knecht miró desde afuera curioso unos instantes; vio en seguida que no era comida lo que se cocía, eso se hacía utilizando otras vasijas y además era muy tarde ya. Pero el hacedor de la lluvia ya lo había oído.

—¿Quién está en la puerta? —preguntó—. ¡Adelante, adelante! ¿Eres tú, Ada?

Colocó la tapadera sobre sus vasijas, las rodeó de brasas y ceniza y se volvió.

Knecht seguía atisbando los misteriosos recipientes; se sentía curioso, temeroso y confundido, como todas las veces que entraba en la choza. Lo hacía cuantas veces le era posible, inventaba oportunidades y pretextos para ello, pero siempre sentía la sensación de cosquilleo y advertencia de la ligera cohibición, en la que se mezclaba el miedo luchando con una gozosa curiosidad y una extraña alegría. El anciano debió haber notado que Knecht lo seguía desde hacía mucho tiempo y se le aparecía cerca en todas partes donde éste creía encontrarlo: el niño seguía su huella como un cazador y le ofrecía calladamente su ayuda y su compañía.

Turu, el hacedor de la lluvia, lo miró con los claros ojos de ave de rapiña.

—¿Qué quieres aquí? —le preguntó fríamente—. No es ésta hora para visitas en las cabañas ajenas, jovencito.

—Acompañé a Ada, maestro Turu. Ella fue a ver a la gran abuela, oímos contar historias de las brujas y de pronto se asustó y gritó; por eso la acompañé.

El padre se volvió hacia la pequeña.

—Eres una coneja miedosa, Ada. Las niñas inteligentes no deben temer a las brujas. Y tú eres una chiquilla inteligente, ¿verdad?

—Ciertamente. Pero las brujas tienen sus malas artes y si no se lleva un colmillo de jabalí…

—¡Oh! ¿Quisieras tener un diente de jabalí? Veremos… Pero yo sé algo mejor aún. Conozco una raíz que te traeré; hay que buscarla en otoño y arrancarla; protege a las muchachitas inteligentes contra todo sortilegio y aun las hace más hermosas.

Ada sonrió y se alegró, ya estaba tranquila desde que tuvo a su alrededor el olor de la choza y un poco de resplandor del fuego. Ingenuamente, Knecht preguntó:

—¿No podría ir yo en busca de la raíz? Tú me la describes…

Turu entrecerró los ojos.

—Eso quisiera saberlo más de un joven —dijo, pero su voz no era rechazante, sino apenas burlona—. Hay tiempo para ello. Tal vez en otoño…

Knecht se retiró, desapareciendo en dirección a la casa de los niños donde dormía. No tenía padres, era un huérfano, por eso sentía el hechizo de Ada y de su cabaña.

El hacedor de la lluvia no gustaba de hablar mucho; tampoco oía con placer que otros hablaran. Muchos le tenían por milagrero, muchos por hosco. No lo era. Sabia siempre de lo que ocurría a su alrededor más de lo que se creía, dada su distracción de sabio y ermitaño. Entre otras cosas, sabía exactamente que este Knecht, un poco molesto, pero hermoso y además muy inteligente, corría siempre tras él y le observaba; lo había notado desde el principio y ya hacía un año o más. Sabía también exactamente lo que eso significaba. Mucho para el joven y mucho también para él, ya anciano. Significaba que este mozuelo estaba enamorado del arte del tiempo y las lluvias y deseaba ardientemente aprenderlo. Siempre había en la colonia un niño así. Algunos se asustaban y descorazonaban fácilmente, otros no, y él ya había tenido a dos de ellos un año como alumnos y aprendices; se habían casado luego en otros pueblos alejados y allí se habían convertido en hacedores de lluvia o recolectores de hierbas; desde entonces, Turu se había quedado solo y si volvía a aceptar alguna vez a un aprendiz, lo haría solamente para tener un sucesor. Había sido siempre así, y así era correcto y no podía ser diversamente: siempre aparecía un niño inteligente y se acercaría al hombre y correría detrás de él, viendo que dominaba magistralmente su oficio. Knecht estaba bien dotado, tenía lo que se necesita y poseía algunos rasgos que lo recomendaban: ante todo la mirada inquisitiva, aguda y al mismo tiempo ensoñadora, la reserva y el silencio en su modo de ser, y en la expresión de la cara y en la cabeza algo de olfateador, de adivino, de despierto, atento a los ruidos y a los olores, algo de pájaro y de cazador. Ciertamente, de este niño podía surgir un anunciador del tiempo, tal vez hasta un mago; servía. Pero no había prisa para eso, era muy joven todavía y no era necesario en absoluto mostrarle que se le reconocía, no se debía hacerle nada demasiado fácil, no debía ahorrársele camino. No sería malo para él asustarle, sacudirle, desanimarle, intimidarle. Podía esperar y servir, debía deslizarse en torno de él y conquistarle.

Knecht caminaba lentamente hacia el pueblo, mientras caía la noche, bajo un cielo nublado con dos o tres estrellas apenas; estaba satisfecho y agradablemente excitado. La colonia no conocía nada de los goces, las bellezas y finuras que hoy son tan naturales e indispensables y se dan también a los más pobres; no conocía la cultura ni las artes, no sabía de otras cosas que las torcidas chozas de barro, nada de instrumentos de hierro y acero, de cosas como el trigo o el vino; inventos como la vela o la lámpara hubieran sido para los hombres de entonces milagros luminosos. Pero la vida de Knecht y su concepción del mundo no eran por eso menos ricas; el mundo lo rodeaba como misterio infinito y libro de imágenes; de él cada nuevo día conquistaba otro pequeño trozo, desde la vida animal y la de las plantas hasta el firmamento, y entre la naturaleza muda y misteriosa y su alma aislada, viva en su temeroso pecho de niño, existía todo el parentesco, la tensión, la angustia, la curiosidad y el deseo de posesión de que es capaz el alma humana. Si en su mundo no había saber escrito, ni historia, ni libros, ni alfabeto, si era para él desconocido e inalcanzable todo aquello que estuviera a más de tres o cuatro horas de su villorrio, en cambio convivía total y perfectamente con lo suyo, con su pueblo. El villorrio, la patria, la comunidad de la tribu con la dirección de las madres, le daba todo lo que puede dar a un ser humano su pueblo, su Estado; un suelo lleno de mil raíces, en cuyo tejido él mismo era una fibra y participaba de todas.

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