Más inmóvil que un árbol que por lo menos se mueve respirando con las frondas y las ramas, inmóvil como un ídolo de piedra, el yoghi estaba sentado en su lugar y tan inmóvil permaneció también el niño desde que lo vio, como clavado en el suelo, encadenado y mágicamente atraído por la figura. Estuvo mirando fijo al hombre, vio una mancha de luz solar sobre su hombro, otra mancha sobre sus manos tranquilas, vio las manchas moverse lentamente y surgir otras y, estando así asombrado, comenzó a comprender que la luz del sol nada tenía que ver con el hombre, ni tampoco el canto de los pájaros y los gritos de los monos alrededor en el bosque, ni la oscura abeja silvestre que se posó en la cara del contemplador, olió su piel, trepó un breve trecho por la mejilla y se elevó y huyó volando, ni toda la múltiple vida de la selva. Todo esto sintió Dasa, todo lo que los ojos ven, los oídos oyen, lo que es bello o feo, grato o terrible; todo esto no tenía relación alguna con el santo varón; la lluvia no le daría frío ni molestia, el fuego no podría quemarlo; todo el mundo en su rededor se había convertido para él en algo superficial, sin importancia. Se podía intuir de todo eso que tal vez en realidad, el mundo entero no podía ser más que juego y superficie, soplo de viento y ruido de olas sobre profundidades desconocidas, no idea sino escalofrío físico y leve mareo sobre el expectante príncipe-pastor, sensación de horror y peligro y al mismo tiempo de atracción en nostálgico deseo. Porque, MÍ lo sentía, el yoghi se había hundido a través de la superficie del mundo, a través del mundo de superficies, hasta el fondo del ser, en el misterio de todas las cosas; había penetrado y limpiado de si la red de hechizo de los sentidos, los juegos de la luz, los ruidos, los colores, las sensaciones, y se quedaba firmemente arraigado en lo sustancial y sin mutaciones.
El niño, aunque educado un día por brahmanes y dotado de mucha luz espiritual, no comprendía esto con la razón y nada hubiera podido decir al respecto con palabras, pero lo sentía como en la hora bendita se siente la proximidad de lo divino, lo sentía como un estremecimiento de respeto y admiración por este ser, como amor por él y anhelo de una vida igual a la que parecía vivir en meditación el hombre allí sentado. Así se encontró Dasa, recordando de manera maravillosa, gracias al anciano, su origen principesco y real; tocado en el corazón, al borde del bosque de helechos, dejó que los pájaros volaran y los árboles conversaran con suave ruido; dejó que la selva fuera selva y la tierra tierra, se rindió al sortilegio y miró al ermitaño meditabundo, preso en la calma inconcebible y la absoluta inasibilidad de su figura, en la luminosa calma de su rostro, en la energía y el recogimiento de su estado, en la perfecta entrega a su servicio.
Mis tarde, no hubiera podido decir si pasó cerca de la choca dos o tres horas o si fueron días. Cuando salió del hechizo, cuando en silencio se retiró deslizándose entre los helechos, buscó el camino para salir del bosque y finalmente llegó a las amplias praderas y al rebaño, lo hizo sin saber lo que hacía, su alma estaba aún hechizada y sólo despertó cuando lo llamó uno de los pastores. Éste lo recibió con duras palabras de reproche por su larga ausencia, pero cuando Dasa lo miró sorprendido con grandes ojos como si no comprendiese palabra, el pastor calló en seguida, asombrado por la mirada extraña y rara del niño y su porte solemne. Pero al cabo de un rato le preguntó:
—¿Dónde estuviste, querido? ¿Viste tal vez a un dios o encontraste a un demonio?
—Estuve en la selva —contestó Dasa—, me sentí atraído, quería buscar miel. Pero luego me olvidé de eso, porque vi allí a un hombre, un ermitaño, sentado, hundido en la contemplación o en la oración y, cuando lo vi y observé su rostro luminoso, tuve que quedarme y mirarlo largo rato. Al anochecer quisiera volver allá y llevarle regalos: es un santo.
—Hazlo —dijo el pastor—, llévale leche y manteca dulce; hay que honrarlos y darles cosas a los santos.
—¿Pero cómo debo dirigirle la palabra?
—No hace falta que le hables, Dasa, inclínate ante él, nada más; coloca tus regalos delante de él, más no hace falta.
Y así lo hizo. Tardó un rato antes de volver a hallar el lugar. El sitio delante de la choza estaba desierto y no se atrevió a entrar en la cabaña; colocó, pues, sus regalos en la entrada, en el suelo, y se alejó.
Mientras los pastores estuvieron con las vacas en la cercanía del lugar, todas las noches llevó ofrendas al santo y acudió también una vez de día, encontró al venerable rezando en contemplación y no resistió tampoco esta vez la tentación de recibir como espectador afortunado un rayo de fuerza y de beatitud del santo varón. Y aun después que abandonaron esa región y Dasa ayudó a llevar el rebaño a otras praderas, no pudo por mucho tiempo olvidar la aventura en la selva, y como lo hacen los niños, a veces, cuando estaba solo, se abandonaba al sueño de ser él mismo un ermitaño, conocedor de las normas yoghis. Entre tanto, con el correr de los días, el recuerdo y el ensueño comenzaron a borrarse, tanto más que Dasa fue tornándose rápidamente grande y fuerte y se entregó con alegre interés a los juegos y luchas de sus coetáneos. Pero quedó en su alma un rescoldo, una ligera noticia, como si lo principesco que perdiera sólo pudiera serle devuelto o reemplazado con la dignidad y el poder del yoghismo.
Un día, como ellos se encontraran en la proximidad de la ciudad, uno de los pastores trajo de ella la noticia de que era inminente una gran fiesta: el anciano príncipe Ravana, perdidas sus fuerzas de antes y ya caduco, había fijado un día para que su hijo Nala le sucediera y fuera proclamado príncipe. Dasa quería asistir a esa fiesta, para ver la ciudad de la cual quedaba en su alma desde la niñez apenas un leve rastro de recuerdo, para oír la música, admirar el cortejo y los torneos de los nobles, y conocer una vez aquel mundo desconocido de los hombres de la ciudad y la aristocracia, tan a menudo descrito en las leyendas y los cuentos, que sabía —y esto también era solamente leyenda o cuento, o algo menos aún— haber sido el suyo propio en un lejano pasado. Los pastores habían recibido la orden de entregar en la corte una carga de manteca para los sacrificios de la festividad, y Dasa, muy satisfecho, fue uno de los tres que el jefe de los pastores designó para esa tarea.
Para entregar la mantequilla, se encontraron en la corte la tarde de la víspera, y recibió el envío el brahmán Vasudeva, que presidía los ritos de los sacrificios, y quien no reconoció al jovencito. Con mucho gozo, los tres pastores tomaron parte luego en la fiesta, vieron comenzar los sacrificios, con la dirección del brahmán, muy temprano por la mañana; vieron la dorada manteca, pasto abundante de las llamas, trasformada en incendio que elevaba sus ardientes lenguas al cielo; el fuego subía al infinito y con él el humo impregnado de grasa, grato a los treinta dioses. Vieron en el cortejo solemne a los elefantes con las plataformas de dorado techo y los guías sentados, vieron el coche real adornado con flores y en él el joven raja Nala y escucharon la música poderosamente armoniosa de los clarines. Y todo era grandioso y magnífico y un poro ridículo también, por lo menos así le pareció al joven Dasa: estaba ensordecido y embelesado y aun embriagado por el ruido, por el coche y los caballos enjaezados, por toda la pompa y el suntuoso despilfarro; quedó fascinado por las danzarinas que bailaban delante del coche principesco, mujeres de esbelta figura y delicadas como tallos de loto; quedó admirado por la grandeza y la belleza de la ciudad, pero lo consideró todo, sin embargo, aun en su embriaguez y alegría, con el sobrio sentir del pastor, que en el fondo desprecia al hombre de la ciudad. No pensó en que, en realidad, el primogénito era él; en que allí ante sus ojos era consagrado, ungido y festejado su hermanastro Nala, que no recordaba siquiera; en que él mismo, Dasa, hubiera debido ir en su lugar en el coche adornado con flores. En cambio no le agradó nada el joven Nala, le pareció tonto y malo en su mimada educación e insoportablemente vanidoso en su exagerada egolatría; con placer le hubiera hecho una jugarreta a este jovencito que se daba aires de príncipe y le hubiera dado una lección, pero no había oportunidad para ello y rápidamente se olvidó por lo mucho que había de ver y oír y reír y gustar. Las mujeres de la ciudad eran bellas y tenían miradas atrevidas y excitantes, movimientos y palabras de coquetas; los tres pastores pudieron escuchar frases que recordaron por largo tiempo. Las palabras, seguramente, se decían con una inflexión de burla, porque al hombre de la ciudad le pasa lo mismo con el pastor, como a éste con aquél. A pesar de esto, los jóvenes alimentados con leche y queso y casi todo el año vagantes al aires libre, estos jóvenes fuertes y hermosos gustaban mucho a las mujeres de la ciudad.
Cuando Dasa volvió de la fiesta, era un hombre, cortejaba a las muchachas y tuvo que librar muchos combates, con pesado puño y hábiles tretas, con otros jóvenes. Una vez llegaron a una región de pastos miserables y aguas estancadas, donde crecían juncos y bambúes. Allí vio a una muchacha, de nombre Pravati, y se prendó de la bella mujer con un amor insensato. Era hija de un arrendatario y el enamoramiento de Dasa fue tan vivo que lo olvidó y lo dio todo para conquistarla. Cuando los pastores, después de unos días, dejaron la región, desoyó sus advertencias y sus consejos, se despidió de ellos y de la vida pastoral que tanto amara, se avecindó allí y logró que Pravati fuera su esposa.
Cuidó para el suegro los campos de mijo y de arroz, prestó su labor en el molino y preparó leña, construyó para su mujer una choza de bambú y barro, y la mantuvo allí encerrada. Debió ser una fuerza poderosa la que movió al joven a renunciar a sus alegrías, sus costumbres y sus camaradas, a cambiar de vida y aceptar entre extraños el papel poco envidiable de yerno. Tan grande era la belleza de Pravati, tan grande y fascinadora la promesa del íntimo goce del amor que irradiaba de su rostro y de su figura, que Dasa no tuvo ojos para otras cosas y se entregó completamente a esta mujer y en realidad sintió en sus brazos una gran felicidad. Se cuentan historias de muchos dioses y santos; se narra que ellos, hechizados por una mujer encantadora, estuvieron abrazados con ella días, meses, años, y quedaron fundidos con ella, sumergidos totalmente en el goce, olvidados de todo lo demás. Parecidos hubiera deseado también Dasa su suerte y su amor. En cambio, distinto era su destino y su felicidad no duró mucho tiempo. Un año tal vez, y aun este período no estuvo colmado de mera felicidad, quedó lugar y tiempo para otras cosas, para molestas exigencias del suegro, para las pullas de los cuñados, para los caprichos de la joven mujer. Pero cuantas veces se reunía con ella en su choza, todo estaba olvidado, todo había pasado, tanto le atraía el sortilegio de su sonrisa, tan dulce era para él acariciar sus esbeltos miembros, con tantas flores, tantos perfumes y tantas sombras florecía el jardín del goce en el cuerpo juvenil de la mujer.
No había alcanzado aún a un año esa dicha, cuando hubo intranquilidad y ruido en la región. Aparecieron mensajeros a caballo y anunciaron al joven raja; apareció el raja mismo con hombres, corceles y porfías, el raja Nala, para cazar en esa región. Se plantaron allí tiendas, se oyeron piafar caballos y tocar cuernos. Dasa no se preocupó de ello, trabajaba en los campos, cuidaba el molino y evitaba a los cazadores y a los cortesanos. Pero cuando un día volvió a su choza y no halló en ella a su mujer, a quien prohibiera severamente salir en esos momentos, sintió una punzada en el corazón y presintió que se acumulaban las desgracias sobre su cabeza. Corrió a ver al suegro, allí tampoco estaba Pravati y nadie osaba decir que la había visto. Temerosa opresión creció en su alma. Buscó por la huerta, por los campos, estuvo un día y dos días corriendo de su choza a la del suegro, espió por la llanura, bajó al pozo, oró, gritó su nombre, maldijo, buscó rastros. El más joven de sus cuñados, un niño aún, le reveló finalmente que Pravati estaba con el raja, vivía en su tienda, la habían visto salir en su caballo. Dasa acechó la tienda de Nala, sin dejarse ver; llevaba consigo la honda que empleara un tiempo siendo pastor. Cada vez que la tienda del príncipe, de día o de noche, quedaba por un segundo sin custodia, se acercaba arrastrándose, pero siempre aparecían enseguida, guardianes y él debía huir. Desde un árbol, desde una de cuyas ramas espiaba oculto la tienda, vio al raja, de quien conocía la cara antipática desde la fiesta en la ciudad, lo vio montar a caballo y partir y cuando volvió horas más tarde, bajó del corcel y penetró en la tienda cerrándola detrás de sí, vio a una joven mujer moverse en la sombra y saludar al hombre que volvía, y poco faltó para que se cayera de la rama, al reconocer en esa joven a Pravati, su mujer. Tenía ahora la certeza, y la opresión en su alma aumentó. Si la dicha de su amor con Pravati había sido grande, no menor sino mayor aún fue ahora el dolor, la furia, la sensación de la pérdida y la ofensa. Así ocurre, si un hombre reúne todo su poder de amar en un único objeto; con su pérdida, todo se derrumba en él y el desdichado se encuentra como un pobre entre las ruinas.
Un día y una noche vagó Dasa por los bosques de la región; la miseria de su corazón impelían al cansado a abandonar el breve reposo, tenía que correr y moverse, le parecía que tendría que huir y vagar hasta el fin del mundo, hasta el fin de su vida, que había perdido todo su valor y su esplendor. Pero no huyó lejos, en lo desconocido, sino que se mantuvo siempre cerca de su desgracia, giró alrededor de su choza, del molino, de los campos, de la tienda de caza del príncipe. Al final volvió a ocultarse en los árboles al lado de la tienda, se quedó allí acurrucado, espiando amargado y ardido como una fiera hambrienta en su frondoso escondite, hasta que llegó el momento esperado con la tensión de sus últimas energías, hasta que el raja apareció delante de la tienda. Entonces se dejó caer despacio de la rama, se alejó un poco, revoleó la honda y golpeó con una piedra la frente del hombre odiado, que cayó al suelo y quedó tendido de espaldas, inmóvil. Nadie pareció acudir; a través de la tempestad de gozo por la venganza, que rugió en los sentidos de Dasa, penetró por un instante tremenda y magnifica una profunda calma. Y aun antes de que se advirtiera la caída del hombre y comenzaran a hormiguear los servidores. Dasa desapareció en el bosque, entre los bambúes que seguían valle abajo.
Cuando saltó del árbol y en la embriaguez de la acción revoleó la honda y lanzó la muerte, le pareció que con ello extinguía su vida también, que soltaba la última energía y que, volando con la piedra fatal, se lanzaba él mismo en el precipicio de la aniquilación, satisfecho de perecer, con tal de ver caer por un instante al odiado enemigo delante de él. Pero ahora que sucedía al acto el inesperado instante de calma, el deseo de vivir, ignorado un segando antes, lo hizo retroceder ante el abismo abierto, el instinto primitivo se adueñó de sus sentidos y de sus miembros, lo empujó por el bosque y a través de los bambúes espesos del valle y le impuso huir, tornarse invisible. Apenas cuando alcanzó un refugio y se sintió lejos del primer peligro, tuvo conciencia de lo ocurrido. Se derrumbó enteramente agotado, jadeando; la embriaguez del hecho se disipó en la debilidad física y dio lugar a la reflexión. Experimentó primeramente una desilusión y una contrariedad por verse con vida y a salvo. Pero apenas su respiración se normalizó y se calmó el mareo del agotamiento, esta sensación de flojedad desagradable cedió a la arrogancia y a la voluntad de vivir y volvió a su corazón una vez más la salvaje alegría de su venganza.