El juego de los abalorios (63 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Josephus Famulus, como la mayoría de los ermitaños y penitentes, había sostenido durante muchos años una lucha apasionada y desgastadora. Aunque abandonara la vida mundana, distribuyera sus bienes y su casa en limosnas y huyera de la ciudad y de sus innumerables incitaciones al goce sensual, tuvo sin embargo, que llevarse consigo a sí mismo, y en su Yo estaban todos los instintos del cuerpo y del alma, que pueden conducir a un ser humano al aprieto y a la tentación. Ante todo luchó contra el cuerpo, fue severo y duro con él, lo acostumbró al calor y al hielo, al hambre y la sed, a las cicatrices y las callosidades, hasta marchitarlo y secarlo lentamente, pero aun en la magra envoltura del asceta, el viejo Adán podía sorprenderlo y agriarlo vergonzosamente con los deseos y los anhelos, los sueños y las fantasías más insensatos; ya sabemos que a los que huyen del mundo y quieren hacer penitencia, el demonio dedica una atención especialísima. Cuando luego comenzaron a visitarle en ocasiones gentes en busca de consuelo y necesitadas de confesión, agradecido vio en esto un llamamiento de la gracia y sintió al mismo tiempo un alivio de su propia penitencia: había recibido un sentido y una esencia que trascendían de él, le estaba deparado un cargo, un oficio, podía servir a otros o ser instrumento de Dios, para atraer almas. Fue una sensación maravillosa y verdaderamente elevadora. Pero andando el tiempo, resultó evidente que también los bienes del alma pertenecen todavía a lo terrenal y pueden convertirse en tentaciones y trampas. Pues a menudo, cuando llegaba a pie o a caballo un peregrino de aquellos, se detenía delante de su caverna cavada en la roca, para beber un sorbo de agua, y luego pedía que se le oyera en confesión, Josephus experimentaba una sensación de conformidad y placer, un placer de sí mismo, una vanidad y un egoísmo del que se asustaba profundamente, apenas lo reconocía. A menudo pidió perdón a Dios de rodillas, suplicó a Dios que no le enviara a él, indigno, otros pecadores, ni desde las chozas de los hermanos penitentes en las cercanías, ni de los pueblos y ciudades del mundo. Entretanto, sin embargo, no se sintió mucho mejor cuando en ciertos períodos los confesandos faltaron de verdad, y si reaparecían luego en gran número, se sorprendía una vez más en pecado: ahora le ocurría que mientras escuchaba éstas o aquellas confesiones, experimentaba reacciones de frialdad o desamor, y aun de desprecio por los que se confesaban. Suspirando, aceptó también estas luchas y hubo épocas en que tuvo que someterse a ejercicios de humillación y expiación, después de cada confesión escuchada. Además se volvió norma para él tratar a todos los confesandos no solamente como hermanos, sino con cierto respeto especial y esto tanto más cuanto menos le gustaba la persona que se presentaba. Recibía a todos como mensajeros de Dios, enviados para ponerlo a prueba. Con el correr de los años, bastante tarde, cuando ya estaba envejeciendo, encontró cierta uniformidad en su modo de vivir, y fue para los que vivían en la vecindad, un hombre intachable, que había encontrado la paz en Dios.

Pero también la paz es algo vivo y ella también, como todo lo que vive, debe crecer y disminuir, debe adaptarse, superar pruebas y experimentar cambios; eso ocurrió con la paz de Josephus Famulus; era inestable, a menudo visible, luego inhallable, por momentos como una vela que se lleva en la mano, por momentos como una estrella en un cielo invernal. Y con el tiempo, fue una suerte nueva y especial de pecado y de tentación, la que cada vez más a menudo le tornó pesada y dura la vida. No se trataba de una reacción viva y apasionada, de una rebelión o un estallido de los instintos; parecía casi lo contrario. Fue una sensación que en sus primeras fases resultó fácil de soportar, casi insensible, un estado sin dolores verdaderos o faltas, un estado de alma aburrido, débil, tibio, que sólo podía definirse negativamente, un mareo, una disminución y, finalmente, una ausencia de alegría. Como hay días en que el cielo se hunde quedamente en sí mismo y se revuelve, gris, pero no negro, abochornado, pero no amenazando tormenta, así fueron paulatinamente los días de Josephus al envejecer. Cada vez menos podían distinguirse las alboradas de los atardeceres, los días festivos de los comunes, las horas de elevación de las de depresión; todo pasaba inerte en cansancio entumecido, en desgano invencible. En la senectud, pensó tristemente. Y estaba triste porque del envejecer y del paulatino apagarse de los instintos y las pasiones había esperado una iluminación y un alivio de su existencia, un paso adelante en la armonía anhelada, y ahora la edad caduca parecía desilusionarlo y engañarlo, porque no le traía más que esa oquedad cansina, gris, sin alegrías, esa sensación de incurable hartazgo. De todo se sentía saturado, de la mera existencia, de la respiración, del sueño en la noche, de la vida en su gruta al borde de un pequeño oasis, del eterno anochecer y del romper el día, del paso de caminantes y peregrinos, de viajeros en camellos y borricos, y sobre todo de la gente que acudía a visitarle, de esos hombres tontos, angustiados y tan infantilmente ingenuos, que necesitaban contarle a él su vida, sus pecados, sus ansiedades, sus tentaciones y acusaciones. A veces le parecía que cono en el oasis la pequeña surgente se juntaba en la cuenca de piedra, corría entre la hierba y formaba un arroyuelo, luego fluía por el desierto de arena y a poco allí se secaba y moría, también todas esas confesiones, esos registros de pecados, esas biografías, esas torturas de conciencia, pequeñas y grandes, serias o vanas, llegaban a fluir en su oído, por docenas, por centenares, constantemente renovadas. Pero el oído no estaba muerto como la arena del desierto, era algo vivo y no podía beber y tragar y absorber eternamente; se sentía cansado, gastado, saturado; anhelaba que el fluir y chapotear de las palabras, las confesiones, las cuitas, las acusaciones, las mortificaciones cesaran de una vez, que por fin hubiera paz, muerte y silencio en lugar de este infinito fluir. Sí, deseaba un fin, estaba cansado, harto y más que harto; su vida se había vuelto insípida y sin valor, y llegó tan lejos que a veces se sintió tentado a poner fin a su existencia, a castigarse y apagarse, como lo hizo Judas, el traidor, cuando se colgó. Como en los primeros grados de su vida de penitente el demonio le metía en el alma los deseos, las ideas y los ensueños del placer sensual y mundano, ahora lo tentaba con ideas de autodestrucción, tanto que tuvo que examinar cada rama de un árbol, para ver si servía para ahorcarse, cada roca de la región por si era alta y a plomo lo suficiente, para Untarse desde ella y morir. Resistió a la tentación, luchó, no cedió, pero pasó días y noches en un fuego de odio contra si mismo y de deseo de muerte; la vida se le había vuelto intolerable y odiosa.

A esto había llegado, pues, Josephus. Un día en que se encontró una vez más sobre una de aquellas alturas rocosas, vio lejos, entre la tierra y el cielo, dos, tres diminutas figuras tal vez viajeros o peregrinos o gente que acudía a él, para confesarse con él, y de pronto lo invadió un irresistible deseo de irse en seguida, de prisa, lejos de ese lugar, lejos de esa existencia. El deseo lo impregnó tan poderosamente e instintivamente que superó todo pensamiento, toda objeción, toda reflexión, y los barrió, porque naturalmente no faltaban; ¿cómo podía un penitente seguir un instinto sin remordimientos de conciencia? Y ya corrió, ya estuvo de vuelta en su gruta, su refugio de tantos años de lucha, el sitio de tantas elevaciones y derrotas. Con irreflexivo apremio preparó un par de puñados de dátiles y un recipiente con agua, una calabaza seca y vaciada, colocó todo en su vieja bolsa de viaje, se la echó al hombro, tomó su báculo y abandonó la verde paz de su pequeña patria, huyendo sin paz, huyendo de Dios y de los hombres, y sobre todo de lo que fue lo mejor para él, lo que tuvo por función y misión. Caminó al comienzo como un perseguido, como si las figuras que viera aparecer en el horizonte allá lejos, fueran realmente perseguidores y enemigos, soslayados desde la alta roca. Pero en el curso de la primera hora de viaje perdió la prisa angustiosa, el movimiento lo cansó en forma bienhechora, y durante el primer descanso, en que se concedió un bocado restaurador —era costumbre sagrada para él no tomar alimento alguno antes de la puesta del sol—, su razón, ejercitada ya a pensar en soledad, comenzó a excitarse y a juzgar su proceder instintivo. Y la razón no desaprobó ese proceder, por cuanto podía parecer poco prudente, sino que lo consideró con benevolencia, porque por primera vez desde hacía mucho tiempo, encontraba su obra inocente y pura. Había sido una fuga la suya, una fuga repentina e irreflexiva, pero no vergonzosa. Había abandonado un puesto para el cual ya no tenía aptitudes; había confesado con su partida su fracaso a sí mismo y a quien pudo verlo; había abandonado una lucha inútil repetida todos los días, reconociéndose vencido, derrotado. Esto —determinó su razón— no era nada grande ni heroico ni santo, pero sincero sí, e inevitable también; se asombró ahora por haber realizado esta fuga tan tarde, por haber resistido tanto, tanto. Comprendió ahora que la lucha y la terquedad con que se mantuvo tanto tiempo en el puesto abandonado, eran errores, lucha y terquedad de su egoísmo, de su viejo Adán, y creyó también comprender por qué esa terquedad le llevó a consecuencias tan malas y aun demoníacas, a tanta perversidad e inconsciencia, hasta la posesión diabólica del deseo de morir y aniquilarse por su mano. Ciertamente, un cristiano no debía ser enemigo de la muerte; un penitente, un santo, tenía que considerar su vida solamente como un sacrificio. Pero el pensamiento del suicidio era absolutamente diabólico y sólo podía nacer en un alma cuyos maestros y defensores no eran ya los ángeles de Dios, sino los perversos demonios. Se quedó sentado un rato, perdido y perplejo, y luego contrito y estremecido, contemplando desde la distancia de las pocas millas de su trayecto, su vida reciente, logrando conciencia de la vida desesperada y azuzada de un anciano que ha equivocado su meta y es atormentado continuamente por la horrible tentación de colgarse de la rama de un árbol, como el traidor de Cristo. Si tenía tanto horror por el suicidio, quedaba seguramente en esta sensación un resto de un saber primitivo —antecristiano y pagano— de la antiquísima costumbre del sacrificio humano, para el cual estaban destinados el rey, los santos y los elegidos de la tribu, que muchas veces debían ejecutarlo con sus propias manos. Y no sólo le horrorizaba tanto el que la prohibida costumbre procediera de antiguas edades paganas, sino aún más la idea de que, en el fondo, la muerte sufrida en la cruz por el Redentor no era otra cosa que un sacrificio humano voluntariamente realizado. En efecto, si recordaba bien, una intuición de tal conciencia existió ya en aquellas reacciones al deseo de suicidio, un impulso salvaje y tercamente perverso de sacrificarse a sí mismo y con ello imitar realmente en forma prohibida al Salvador, o en manera vedada indicar que la obra redentora no había resultado completa para Aquél. Al pensarlo se asustó en el alma, pero también sintió que había escapado a ese peligro.

Largo tiempo contempló al penitente Josephus que era ahora y que en lugar de seguir a Judas o al Crucificado, huyera y se colocara así de nuevo en las manos de Dios. Crecieron en él la vergüenza y el dolor, cuanto más claramente percibió el infierno evitado y, al final, la miseria se le metió en la garganta como un bocado que ahoga, creció con insoportable presión y de pronto halló salida y liberación en un estallido de lágrimas que le hizo maravillosamente bien. ¡Cuánto tiempo hacía que no lloraba! Las lágrimas corrieron, cegándole los ojos, pero el ahogo mortal estaba eliminado y, cuando se recobró y sintió un gusto salobre en sus labios y advirtió que lloraba, por un instante le pareció que había vuelto a ser niño y nada sabía del Maligno. Sonrió, se avergonzó un poco de su llanto, se puso de pie finalmente y prosiguió su camino. Estaba inseguro, no sabía adonde dirigirse y lo que sería de él; se imaginó niño, pero ya no había en él lucha o deseo, se sentía más liviano y casi guiado, llamado por una buena estrella lejana y atraído, como si su viaje no fuera una fuga, sino un retorno. Se cansó, y la razón también: ella callaba o descansaba o ya no se creía necesaria.

En el abrevadero donde Josephus pasó la noche, reposaban algunos camellos. Como al pequeño grupo de viajeros pertenecían también dos mujeres, se limitó a un ademán de saludo y evitó toda conversación. En cambio, después de comer algunos dátiles al oscurecer, después de rezar y acostarse, pudo escuchar la conversación en voz baja de dos hombres, un anciano y un joven, acostados muy cerca de él. Fue sólo un trocito de diálogo lo que pudo oír, el resto pasó de murmullo apenas. Pero también ese poco llamó su atención y le interesó y le dio en qué pensar gran parte de la noche.

Esta bien —oyó que decía la voz del anciano—, está bien que acudas a un hombre piadoso y quieras confesarte. Esta gente lo comprende todo, te lo digo yo, sabe más que comer pan, y muchos de ellos conocen hechizos. Si el santo grita una palabrilla a un león que está por saltarle encima, la fiera se agacha, mete la cola entre las piernas y se escabulle. Puede domesticar un león, te lo digo yo; a uno de ellos, todo un beato, los leones mansos le cavaron la fosa cuando murió, volvieron a echar parejita la tierra encima del muerto y por mucho tiempo dos de ellos hicieron guardia día y noche sobre el sepulcro. Y no sólo los leones sabe domesticar esta gente. Uno de ellos rezó una vez por un centurión romano, una bestia cruel de soldado, el peor mujeriego de Ascalón, y le ablandó el corazón de tal manera que el tipo se redujo a flojo y tímido como un ratoncito y buscó un agujero para esconderse. Más tarde casi no le reconocían, tan humilde y bueno llegó a ser. Por cierto, esto da que pensar: poco después el hombre murió.

—¿El santo?

—¡Oh, no, el centurión! Varrón se llamaba. Desde que el penitente lo dominó y despertó su conciencia, fue decayendo en salud muy rápidamente, tuvo la fiebre dos veces y murió a los tres meses. ¡Bah, no se perdió nada! Pero de todas maneras muchas veces pensé: el penitente no sólo echó de él al demonio, sino que debió pronunciar también alguna palabrita que se llevó al otro bajo tierra.

—¿Un hombre tan religioso? No puedo creerlo.

—Puedes creer o no creer, querido. Pero desde aquel día el hombre estaba como cambiado, para no decir embrujado, y tres meses después…

Hubo un breve rato de silencio, luego comenzó de nuevo el joven:

—Aquí hay un penitente, debe estar por ahí cerca; vive sólito cerca de una fuentecilla, en el camino de Gaza. Se llama Josephus, Josephus Famulus. Oí hablar mucho de él.

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