—Dijiste hoy —insistió— que sólo dependía de mí llegar más pronto o más tarde a ver al padre Dion. Estoy dispuesto a caminar muchas horas más, si realmente puedo llegar hoy o mañana.
—¡Oh, no —dijo el otro—, por hoy hemos ido bastante lejos!
—Perdona —dijo Josephus—, ¿pero no puedes comprender mi impaciencia?
—La comprendo. Pero de nada te servirá.
—¿Por qué me dijiste, pues, que dependía de mí?
—Es así como dije. Apenas tengas la seguridad de que quieres confesarte y sepas que estás preparado y maduro para hacer tu confesión, podrás hacerla.
—¿Hoy mismo?
—También hoy mismo.
Asombrado, Josephus miró el rostro envejecido y tranquilo.
—¿Es posible? —exclamó vencido—. ¿Eres tú el padre Dion?
El anciano asintió con la cabeza.
—Descansa bajo estos árboles —le dijo amablemente—, pero no duermas; recógete en ti mismo; yo también quiero descansar y abstraerme. Luego puedes decirme lo que desees decir.
Así de pronto Josephus se vio llegado a la meta y apenas podía concebir que no hubiese reconocido y comprendido antes al digno penitente, después de caminar un día entero a su lado. Se retiró, se arrodilló y oró, y luego concentró por entero sus pensamientos en lo que debía decir al confesor. Una hora después, volvió y preguntó si Dion estaba preparado.
Y pudo confesarse. Y corrió así de sus labios todo lo que desde años atrás había vivido y lo que parecía haber ido perdiendo siempre más su valor y su sentido; fluyó como narración, acusación, pregunta, queja, toda la historia de su vida de cristiano y penitente, que se imaginó como iluminación y salvación y como tal emprendió y al fin vio convertida en tanta confusión, oscuridad y desesperación. No se calló tampoco los sucedidos más recientes, su fuga y la sensación de libertad y esperanza que le trajo esta fuga, la forma en que nació su decisión de visitar a Dion, su encuentro con él y el hecho también de que puso en él, más anciano, su confianza y su afecto en seguida, aunque estos días lo juzgó a menudo frío, raro y hasta caprichoso.
El sol estaba ya muy bajo, cuando Josephus concluyó de hablar. El anciano Dion había escuchado con incansable solicitud, evitando toda interrupción y pregunta. Y también ahora, terminada la confesión, no salió de sus labios una sola palabra. Se levantó pesadamente, miró a Josephus con gran afecto, se inclinó hacia él, lo besó en la frente y trazó sobre él el signo de la cruz. Sólo más tarde, Josephus advirtió que éste era el mismo ademán mudo, fraternal y deliberadamente falto de condenación, con el cuál solía despedir él mismo a quien se confesaba ante él.
Casi en seguida, rezaron la oración de la noche y se acostaron. Josephus meditó y caviló un rato más; en realidad, había estado aguardando una condena y un sermón lleno de reproches, pero no estaba ni desengañado ni inquieto; le habían bastado la mirada y el beso de Dion; había paz en él y muy pronto cayó en sueño bienhechor.
Sin perderse en palabras, el anciano lo llevó consigo por la mañana; realizaron una etapa bastante larga y luego cuatro o cinco más, y llegaron al claustro de Dion. Y allí vivieron; Josephus ayudaba a Dion en las pequeñas tareas diarias; conoció y compartió también su vida de todos los días, que no era muy distinta de aquella que él mismo ¡levara durante muchos años. Ya no estaba solo, vivía protegido a la sombra de otro y ésa era una existencia enteramente distinta. Y de las colonias de los alrededores siguieron llegando siempre hombres necesitados de consejos o confesión. Al comienzo, Josephus se retiraba de prisa cuando llegaban estos visitantes, y volvía a dejarse ver ciando se habían ido. Pero cada vez más a menudo lo llamaba Dion, como se llama a un sirviente, le hacía traer agua o cumplir cualquier otro menester y, después de proceder por un tiempo así, acostumbró a Josephus a asistir a las confesiones, escuchándolas como él, si el confesando no se oponía. Mas para muchos, para la mayoría, era agradable no estar solos frente al temido Púgil, sentados o arrodillados, y tener cerca en cambio aquel ayudante tranquilo, de amable mirar y siempre dispuesto a servir. De este modo aprendió paulatinamente la forma en que Dion recibía la confesión, el tipo de su consolador acercamiento, la modalidad de su intervención y de su resolución, de su castigo y de su consejo. Raramente se permitía una pregunta, como una vez, por ejemplo, cuando se anunció de paso un sabio hombre de letras.
El hombre, como se desprendía de lo que decía, tenía amigos entre los magos y los astrólogos; descansando, estuvo sentado con los dos penitentes una hora o dos, huésped cortés y hablador; conversó mucho, suelta y bellamente, de los astros y del largo viaje que el ser humano junto con sus dioses debe realizar a través de todas las casas del zodíaco, desde el comienzo hasta el fin de los tiempos. Habló de Adán, el primer hombre, que era una sola persona con Jesús el Crucificado y definió la redención por Él como el viaje de Adán desde el árbol del conocimiento hasta el de la vida; pero denominaba a la serpiente del paraíso la guardadora de la primera fuente sagrada de la oscura profundidad de cuyas aguas nocturnas procedían todas las formas, todos los hombres y los dioses. Dion escuchó atentamente a este hombre que hablaba el sirio con fuerte mezcla de griego, y Josephus se asombró y aun le chocó que no rebatiera airadamente con su conocida valentía todos estos errores paganos y que por el contrario el culto monólogo del sabihondo peregrino pareciera divertirlo y merecer su interés, porque no sólo escuchaba con abandono, sino que sonreía y a menudo aun asentía con la cabeza a ciertas palabras del verboso sabio, como si le gustaran.
Cuando este hombre se fue, Josephus preguntó con voz brusca y casi en tono de reproche:
—¿Cómo pudo ser que hayas escuchado con tanta paciencia las equivocadas doctrinas de este descreído pagano? Y las escuchaste, me pareció, no sólo con paciencia, sino también con interés y aun con cierto deleite. ¿Por qué no te enfrentaste con él? ¿Por qué no intentaste rebatir a este hombre, por qué no lo castigaste, convirtiéndolo además a la fe de nuestro Señor?
Dion acuñó la cabeza sobre su delgado y arrugado cuello y contestó:
—No lo confuté, porque de nada hubiera servido; más aún: porque no me hubiera hallado en condiciones de hacerlo siquiera. En hablar y combinar reglas y conocer mitología y estrellas este hombre me es sin duda muy superior; nada hubiera logrado. Además, hijo mío, no me compete a mí, ni a ti, oponerse a la fe de un ser humano, afirmando que lo que cree es mentira y error. Lo confieso, escuché a este inteligente hablador con cierto placer, como bien notaste. Me causó placer, porque habló en forma excelente y mucho sabe, pero sobre todo porque me recordaba los días de mi juventud, porque entonces me ocupé mucho con esos estudios y conocimientos. Las cosas de la mitología, acerca de las cuales el extranjero dijo tan bellamente, no son en absoluto errores. Son ideas y símbolo de una fe que nosotros ya no necesitamos porque hemos logrado la fe en Jesús, el único Salvador. Mas para aquellos que no han encontrado aún nuestra fe y tal vez no pueden ya encontrarla siquiera, sus creencias, procedentes de la antigua sabiduría de los antepasados, son justamente respetables. Es cierto, mi querido; nuestra fe es otra, muy otra. Pero no porque esta fe nuestra no necesite de la doctrina de los astros y los eones, las primeras aguas y las madres del mundo y todos esos símbolos, aquellas doctrinas en sí son error, mentira o engaño.
—Pero nuestra fe —exclamó Josephus— es la mejor, sin embargo, y Jesús murió por todos los seres humanos; por eso aquellos que lo conocen deben combatir esas doctrinas anticuadas y poner en su lugar las nuevas y correctas…
—Ya lo hicimos hace mucho, tú y yo y muchos más —contestó Dion suavemente—. Somos creyentes, porque hemos llegado a la fe, llevados por el poder del Redentor y su muerte salvadora. Aquellos otros, en cambio, mitológicos y teólogos del zodiaco y las viejas doctrinas, no han sido dominados por ese poder y no nos está concedido obligarlos a sentirse dominados. ¿No advertiste, Josephus, qué bien, con qué habilidad suma supo hablar este mitólogo y combinar su juego de imágenes y, al mismo tiempo, qué bien se sentía con eso, en qué forma tranquila y armoniosa vive en su sabiduría de fantaseos y símbolos? Bien, esto es una prueba de que ningún gran dolor oprime a este ser, de que está contento y le va bien. A seres de esta clase, uno de nosotros nada tiene que decir. Para que un hombre necesite la redención y la fe en ella, para que pierda la alegría del saber y la armonía de sus pensamientos y acepte la gran aventura de la fe en el milagro de la redención, debe irle muy mal, pero muy mal, debe haber pasado por el dolor y el desengaño, la amargura y la desesperación; el agua debe llegarle al cuello. No, Josephus, ¡dejemos a estos paganos cultos en su bienestar, dejémoslos en la felicidad de su saber, su pensar y su discurrir! Tal vez mañana, dentro de un año, de diez, uno de ellos sufrirá el dolor que hace trizas de su arte y su sabiduría, tal vez le matará la mujer que él ama o su único hijo, tal vez caerá enfermo o en la miseria; cuando lo encontremos entonces, nos preocuparemos por él y le diremos de qué manera hemos tratado de domine el dolor. Y si nos pregunta: «¿Por qué no me lo habéis dicho ayer o hace diez años?», le contestaremos: «Entonces no te iba aún bastante mal».
Se puso serio y calló un rato. Luego, como saliendo de un ensueño de recuerdos, agregó:
—También yo jugué mucho un tiempo con la sabiduría de los antepasados y con ella me divertí, y cuando ya estaba en el camino de la cruz, muchas veces me agradó teologizar y aun me proporcionó afanes, por cierto. Mis pensamientos se ocupaban mucho de la creación del mundo y con ello me convencí de que al final de la misma todo tendría que haber estado realmente bien, porque está escrito: «Dios miró todo lo que hizo y, en verdad, todo estaba muy bien». Pero, en realidad, sólo por un instante estuvo bien y fue perfecto, el instante del paraíso, y ya enseguida cayó sobre la perfección la culpa, la maldición, porque Adán comió de aquel árbol de que le había sido vedado comer. Hubo, pues, maestros que dijeron: el dios que hizo la creación, a Adán y al árbol del conocimiento, no es el Dios único y supremo, sino sólo una parte o un subdiós, un demiurgo, y la creación no es perfecta, le fracasó, y por una larga era de mundos lo creado está maldecido y expuesto al mal, hasta que Él mismo, el Único Dios Espíritu, resolvió poner fin mediante su hijo a la era maldita. Desde ese momento, ellos enseñaron y lo pensé yo también, comenzó la agonía del demiurgo y de su creación y el mundo va muriéndose y se marchita, hasta que en una nueva era no habrá creación, mundo, carne, codicia, pecado, generación física, nacimiento y muerte, sino que nacerá un mundo perfecto, espiritual, redimido, libre de la maldición de Adán, libre de la maldición eterna y del eterno impulso del deseo, la generación, el nacer y el morir. Atribuimos la culpa de los males aquellos más al demiurgo que al primer hombre; creíamos que para el demiurgo, si hubiera sido realmente dios, hubiera sido fácil crear a Adán diverso, diferente, o evitarle la tentación. Y así tuvimos al final de nuestras deducciones dos dioses, el dios de la creación y Dios Padre. Y no vacilamos en condenar al primero como jueces. Hasta hubo aquellos que se adelantaron un paso más y afirmaron que la creación no fue obra de Dios sino del diablo. Creímos ayudar con nuestra sabiduría al Redentor y a la era inminente del espíritu, y arreglamos a los dioses, los mundos y los planes universales, y disputamos e hicimos teología, hasta que un día yo tuve fiebre y enfermé de muerte, y en los sueños de la fiebre tuve que vérmelas con el demiurgo, tuve que hacer la guerra y derramar sangre, y los rostros y las angustias se tornaron cada vez más horribles, hasta que durante la noche de fiebre más alta creí que tenía que matar a mi madre para poder borrar mi nacimiento carnal. El demonio me azuzó con todos sus perros durante aquellos delirios febricientes. Pero sané y, para desengaño de mis amigos de antes, volví a la vida como un tonto, callado y falto de espíritu que por cierto recobró pronto las fuerzas del cuerpo, pero no el gusto de filosofar. Porque en los días y las noches de la convalecencia, cuando aquellos horribles sueños de la fiebre se disiparon y yo dormía casi constantemente, sentí a mi lado al Redentor en cada instante despierto y sentí su fuerza pasar en mí y cuando estuve sano otra vez, sentí tristeza porque no advertía ya más su proximidad. Pero en su lugar noté una gran nostalgia por aquella proximidad y lo vi claro: apenas volví a escuchar aquellas disputas, percibí que esta nostalgia —lo mejor que tenía entonces— corría peligro de perderse, de diluirse en ideas y palabras como el agua en la arena. Y bien, amigo, tuvo fin mi saber y mi teología. Desde entonces yo pertenezco a los simples. Pero no impediré ni estimaré menos a quien sepa hablar de filosofía y mitología, a quien sepa entretenerse con los juegos con que yo también me entretuve una vez. Si una vez tuve que conformarme con que el demiurgo y el dios espíritu, la creación y la redención, en su inconcebible combinación e igualdad, siguiesen siendo enigmas insolubles para mí, también debo conformarme con que no debo convertir en creyentes a los filósofos. No es mi oficio.
Una vez, después que alguien confesara un asesinato y un adulterio, Dion dijo a su ayudante:
—Asesinato y adulterio son palabras tremendas y grandes; son feas, ciertamente. Pero te diré, Josephus; en realidad, esta gente del mundo no son siquiera verdaderos pecadores. Toda vez que trato de colocarme en su caso, me parecen apenas niños. No son valientes, buenos, nobles, sino egoístas, libidinosos, altaneros, coléricos, es cierto; pero en el fondo son inocentes, a la manera precisamente de los niños.
—Pero a menudo —observó Josephus— los regañas violentamente y pintas el infierno ante sus ojos.
—Por eso mismo. Son niños, y cuando tienen remordimientos de conciencia y vienen a confesarse, quieren ser tomados en serio y amonestados severamente. Por lo menos así opino yo. Tú lo hiciste de otra manera, en tus tiempos, no has regañado ni castigado ni impuesto penitencias, sino que fuiste amable y generoso y despediste a la gente con un beso de hermano. No puedo censurarte, no, pero no podría imitarte.
—Está bien —dijo Josephus, titubeando—; pero dime por qué, pues, cuando me confesé contigo, no me trataste como a los demás, sino que me besaste en silencio y no pronunciaste una sola palabra de condenación.