El juego de los abalorios (64 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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—¿Sí? ¿Y qué se decía?

—Debe ser tremendamente piadoso y, además nunca miró a una mujer. Cuando alguna vez pasan un par de camellos por su alejado lugar y en uno va una mujer, aunque esté cubierta por densos velos, él se vuelve y desaparece en seguida por un precipicio. Mucha gente, pero mucha, ha ido a confesarse con él.

—No será tanta, de otra manera ya hubiera yo oído hablar de él. ¿Y qué puede hacer, pues, tu Famulus?

—Justamente, la gente va a confesarse con él, y si no fuera tan bueno y no entendiera de su oficio, la gente no iría corriendo. Además se dice de él que apenas si habla una palabra; no reprocha ni grita, no impone castigos ni cosas parecidas; dicen que es un hombre dulce y sobrio.

—Bien, pero ¿qué hace, pues, si no regaña y no castiga y no abre la boca?

—Dicen que sólo escucha y suspira extrañamente y se hace la cruz.

—¡Bah, bonito santo clandestino te traes entre manos! Pero tú no serás tan tonto como para correr detrás de este silencioso tío…

—Sin embargo, lo deseo. Ya lo encontré, no puede estar lejos de aquí. Estuvo esta tarde como un pobretón cerca de la fuente, mañana temprano le hablo, tiene todo el aspecto de un penitente.

El anciano se acaloró.

—¡Deja de una vez a tu penitente de pozo agachado en su caverna! ¡Un hombre que sólo escucha y suspira y tiene miedo de las mujeres y nada sabe y comprende! No, yo te diré a quien debes acudir. Realmente está lejos de aquí, más lejos que Ascalón, pero en cambio es también el mejor penitente y confesor que haya existido jamás. Se llama Dion y su nombre es Dion Púgil, es decir, el que lucha con los puños, porque pelea con todos los demonios, y si uno le confiesa sus culpas, Púgil, mi querido amigo, no suspira, ni cierra la boca, sino que estalla y le quita al hombre la herrumbre a toda prisa. Debe de haber apaleado a muchos, hizo arrodillar a uno toda una noche sobre una piedra y todavía le obligó luego a dar cuarenta talentos a los pobres. Éste es el hombre, hermanito, que debes ver y admirar; cuando te mira bien, te sacude los huesos y te ve adentro y aun a través. Allí no se suspira, el hombre sabe lo que hace, y cuando uno no puede dormir o tiene malos sueños y ve caras malas y cosas parecidas, Púgil te calafatea de nuevo, te lo digo yo. Y no te lo digo porque oí a mujeres charlar de él. Sino porque yo mismo estuve con él. Sí, yo mismo, por pobre que sea. Una vez busqué al penitente Dion, que lucha con los puños y es hombre de Dios. Miserable acudí a él y con mucha vergüenza e inquietud en la conciencia, y retorné claro y puro como la estrella del amanecer, te lo digo como que me llamo David. Recuérdalo: se llama Dion, de apodo le dicen Púgil. Buscarás a ése apenas puedas, te ocurrirá un milagro. Prefectos, ancianos y obispos le pidieron consejo.

—Sí —resolvió el otro—, si algún día llego a esa región lo recordaré. Pero hoy es hoy y aquí es aquí, y como hoy me hallo aquí y aquí cerca debe estar ese Josephus, de quien oí contar tantas cosas buenas…

—¡Cosas buenas! Te has vuelto loco con este Famulus.

—Me gustó porque no insulta ni hace bulla. Esto me gusta, debo decirlo. Yo no soy ni centurión ni obispo; soy un hombrecito y más bien débil, no podría soportar mucho fuego y azufre; Dios sabe, no me opongo si me toman a las buenas, así soy yo.

—Todo el mundo lo quisiera. ¡Tomar a las buenas! Cuando hayas confesado y hecho la penitencia y cumplido el castigo y limpiado tu alma, para mi todo está arreglado y es fácil tomarte a las buenas, pero si estás delante de tu confesor y juez, impuro y apestando como un chacal…

—Bueno, bueno… no debemos hablar tan fuerte, la gente quiere dormir.

De pronto, murmuró complacido:

—Además, también me contaron algo curioso de él.

—¿De quién?

—De él, del penitente Josephus. Acostumbra hacer algo raro; cuando uno le ha confesado sus cosas y sus pecados, le saluda para despedirlo y le da un beso en la mejilla o en la frente.

—¿Eso hace? Costumbres extravagantes gasta el hombre…

—¡Sin embargo es tan tímido delante de las mujeres! Dicen que una vez una ramera de la región fue a verle vestida de hombre, y él no notó nada y le escuchó sus mentiras y cuando ella terminó de confesarse, él se inclinó ante ella y le dio todo un beso…

El anciano estalló en una gran carcajada, el otro le siseó en seguida y Josephus no pudo oír más que la risa sofocada durante un rato.

Josephus miró al cielo; la hoz de la luna estaba detrás de las copas de las palmeras, clara y delgada; se estremeció por el frío de la noche. Asombrosamente, como un espejo de distorsión, pero claro, el diálogo nocturno de los camelleros había puesto ante sus ojos su persona y el papel que había traicionado. Y una ramera, pues, le había hecho esa jugarreta. Pero esto no era lo peor, aun siendo malo. Tuvo mucho que meditar acerca de la conversación de los dos hombres. Y cuando por fin, muy tarde, pudo dormirse, logró hacerlo solamente porque su meditación no había sido inútil. Le llevó a un resultado, a una resolución, y con esta nueva decisión en el alma, durmió profunda y tranquilamente, hasta el rayar del día.

Pero su resolución resultó justamente aquella que el más joven de los dos camelleros no hubiera podido imaginar. Y fue la de seguir el consejo del más anciano y visitar a Dion, llamado Púgil, de quien conocía la existencia desde hacía mucho tiempo y cuyas loas acababa de oír cantar hoy tan vivamente. Este famoso confesor, juez de almas y consejero, tendría también para él un consejo, un castigo, un juicio, un rumbo; se le presentaría como a un representante de Dios y aceptaría complacido lo que ordenara.

Al día siguiente abandonó el lugar de reposo antes de que despertaran los dos hombres y ese mismo día alcanzó en duro viaje un lugar habitado por hermanos piadosos, desde donde esperaba llegar al camino usual para Ascalón.

A su llegada, al atardecer, le sonrió amablemente un diminuto paisaje verde de oasis; vio elevarse en el cielo los árboles y sintió balar cabras, creyó descubrir en la sombra verdosa los contornos de los techos de las chozas y sentir la proximidad de seres humanos y, cuando se acercó vacilando, creyó también advertir una mirada que se posaba en él. Se detuvo y espió alrededor y vio debajo de los primeros árboles, apoyada en un tronco, una figura sentada, un anciano de erguido porte y rostro digno pero severo y duro, que lo miraba y tal vez estaría mirándole ya un buen rato. Los ojos del anciano eran firmes y agudos, pero sin expresión, como los de un hombre que está acostumbrado a observar, pero no es curioso ni interesado, que deja acercársele hombres y cosas y trata de reconocerlos, pero ni los atrae ni los invita.

—Alabado sea Jesucristo —dijo Josephus.

El anciano contestó con un murmullo.

—Con vuestro permiso —dijo Josephus—, ¿sois extranjero como yo o un habitante de esta hermosa colonia?

—Extranjero —contestó el hombre de barba blanca.

—Venerable, tal vez podáis decirme si es posible llegar desde aquí al camino que lleva a Ascalón.

—Es posible —contestó el anciano.

Y se puso de pie lentamente, con los miembros un poco duros; era un gigante flaco. De pie, se quedó mirando la hueca lejanía. Josephus advirtió que el anciano gigante tenía poco deseo de conversar, pero quería hacerle otra pregunta.

—¿Me permitís una sola pregunta más, Venerable? —le dijo gentilmente y vio los ojos del hombre regresar de la lejanía, para observarle fría y atentamente.

—¿Conocéis tal vez el lugar donde se puede encontrar a Dion, el padre Dion, llamado Dion Púgil?

El extranjero contrajo un poco las cejas y su mirada resultó aún más fría.

—Lo conozco —dijo apenas.

—¿Lo conocéis? —exclamó Josephus—. Decídmelo entonces, porque hacia allá voy, a ver al padre Dion.

El anciano bajó su mirada examinadora sobre él. Mucho le hizo esperar su contestación. Luego se retiró hasta su lugar de antes, volvió a dejarse caer al suelo y se sentó apoyado en el tronco, como había estado. Con un breve además indicó a Josephus que se sentara también. Éste obedeció al ademán, sintió por un segundo al sentarse el gran cansancio de sus miembros, pero lo olvidó en seguida, para prestar toda su atención al anciano. Éste parecía hundido en la meditación; un rasgo de rechazante severidad apareció en su aspecto lleno de dignidad y sobre este estuvo todavía extendida otra expresión, otro rostro, como una máscara transparente, una expresión de viejo y solitario dolor, al cual el orgullo y la dignidad no permitían la menor manifestación.

Pasó mucho tiempo antes de que la mirada del venerable tornara a posarse en él. Y esa mirada volvió ahora también a examinarlo con suma agudeza; de repente, el anciano formuló en tono imperativo la pregunta:

—¿Quién sois, pues?

—Un penitente —contestó Josephus—, por muchos años hice vida retirada.

—Eso se ve. Pregunto quién sois.

—Me llamo Josephus y llevo el apodo de Famulus.

Cuando Josephus dijo su nombre, el anciano, que por lo demás se mantuvo inmóvil, contrajo las cejas tan fuertemente que sus ojos por un momento se tornaron casi invisibles; pareció sorprendido, asustado o desilusionado por la respuesta de Josephus; o tal fuera solamente un cansancio de la vista, un debilitamiento de la atención, quizá un pequeño acceso de flaqueza, como suelen tener los ancianos. Pero siguió perfectamente inmóvil, mantuvo los ojos un rato apretados y, cuando los volvió a abrir, la mirada pareció trasformada o lo estaba, porque semejaba más vieja, más solitaria, petrificada y expectante. Lentamente abrió los labios para decir:

—Oí hablar de vos. ¿Sois aquel a quien la gente acude para confesarse?

Josephus afirmó perplejo, sintiendo el reconocimiento como una desagradable desnudación, avergonzado ya por segunda vez al encontrarse con su fama.

Otra vez preguntó al anciano con su manera imperativa:

—¿Y ahora queréis visitar a Dion Púgil? ¿Qué queréis de él?

—Confesarme.

—¿Y qué esperáis?

—No lo sé. Tengo confianza en él; hasta me parece que es una voz de arriba, una guía, la que me lleva a él.

—¿Y después que hayáis confesado, qué?

—Haré lo que él me ordene.

—¿Y si os aconseja o manda algo falso?

—No averiguaré si es falso o no, obedeceré solamente.

El anciano no dejó oír más un sola palabra.

El sol estaba muy bajo ya, un pájaro cantada en la rama de un árbol. El anciano se quedó callado, Josephus se puso de pie. Ingenuamente volvió al tema que le preocupaba.

—Habéis dicho que conocéis el lugar donde puede hallarse al padre Dion. ¿Puedo pediros que me nombréis el lugar y me indiquéis el camino para llegar hasta él?

El anciano contrajo los labios en una especie de sonrisa.

—¿Creéis —preguntó dulcemente— que le agradará vuestra visita?

Sorprendido y asustado por la pregunta, Josephus no contestó. Estaba perplejo. Luego dijo:

—Por lo menos, ¿puedo esperar que os volveré a ver?

El anciano hizo un ademán de saludo y contestó:

—Dormiré aquí y me quedaré hasta poco después de levantarse el sol. Podéis marchar ahora, estaréis cansado y hambriento.

Josephus se fue, después de un respetuoso saludo, y llegó a la pequeña colonia al caer de la oscuridad. Vivían allí, como en un monasterio, los que se llamaban «retraídos», cristianos de diversas ciudades y pueblos, que se habían construido un techo en la soledad, para dedicarse sin molestias a una vida simple, pura, de paz y contemplación. Le dieron agua, alimento y un lugar para pasar la noche y le ahorraron preguntas y contestaciones, viéndole tan cansado. Alguien dijo la oración nocturna, en la que participaban de rodillas los demás; todos juntos decían el «amén». En otros tiempos, la compañía de estos religiosos hubiera sido para él un acontecimiento y una alegría, pero ahora él tenía un solo propósito y muy de mañana volvió de prisa adonde había dejado al anciano el día anterior. Lo halló tendido en el suelo durmiendo, envuelto en una delgada manta, y se sentó aparte, debajo de los árboles, para esperar que despertara. Pronto el durmiente se inquietó, despertó, salió de la manta, se puso de pie pesadamente y estiró los miembros entumecidos; luego se arrodilló en el suelo y pronunció su oración. Cuando volvió a ponerse de pie, Josephus se le acercó y se inclinó ante él en silencio.

—¿Has tomado ya el desayuno? —preguntó el extranjero.

No. Acostumbro comer una sola vez en el día y únicamente después de la puesta del sol. ¿Tenéis hambre, venerable?

—Estamos de viaje —contestó el otro— y ya no somos jóvenes. Es mejor que comamos un bocado, antes de seguir adelante.

Josephus abrió su bolsa y le ofreció sus dátiles; de aquella buena gente había recibido un pan de mijo, que compartió con el anciano.

—Podemos marchar —dijo el anciano, después de comer.

—¿Iremos juntos? —exclamó Josephus complacido.

—Ciertamente. Me pediste que te llevara a ver a Dion. Vamos, pues.

Sorprendido y feliz, Joseph le miró.

—¡Qué bueno sois! —exclamó y quiso decir palabras de agradecimiento. Pero el extranjero lo hizo callar con un ademán rudo.

—Bueno es solamente Dios —dijo—. Y ahora, en marcha. Y háblame como yo te hablo. ¿Qué cuentan las fórmulas y los cumplidos entre dos viejos penitentes?

El gigante partió y Josephus lo acompañó. La jornada había comenzado. El guía parecía estar seguro de la dirección y del camino, y anunció que para el mediodía llegarían a un lugar de sombra, donde podrían descansar durante las horas de mayor bochorno.. Más no se habló por el camino.

Sólo cuando llegaron al lugar de descanso después de las horas de más calor y se concedieron descanso a la sombra de rocas resquebrajadas, volvió Josephus a dirigir la palabra a su guía. Le preguntó cuántos días de camino necesitarían para llegar a Dion Púgil.

—Sólo depende de ti —contestó el anciano.

—¿De mí? —exclamó Josephus—. ¡Oh, si dependiera solamente de mí, estaría hoy mismo a su lado!

El anciano no pareció tampoco ahora muy dispuesto a conversar.

—Veremos —dijo apenas, se colocó de costado y cerró los ojos.

Era desagradable para Josephus verle dormitar; se retiró un poco más lejos y se acostó y, sin darse cuenta, se durmió él también, porque había pasado la noche anterior casi en vela. Su guía le despertó, cuando le pareció el momento de reanudar la marcha.

Muy tarde ¡legaron a un lugar de descanso con agua, árboles y hierba; bebieron, se lavaron y el anciano resolvió que se quedarían allí. Josephus no estaba de acuerdo y se permitió tímidas objeciones.

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