Pero cuando esta íntima unión con el exterior estaba interrumpida y el tiempo y el universo resultaban infieles, incomprensibles e incalculables, también en su interior estaban interrumpidos el orden y las corrientes, y él sentía que no era un buen hacedor de la lluvia y consideraba su carga y su responsabilidad por el tiempo y las cosechas pesados e injustos. En esos periodos se consideraba hombre de su casa, obedecía y ayudaba a Ada, se ocupaba cuidadosamente de tareas mínimas, fabricaba juguetes y utensilios para los niños, cocía medicinas, necesitaba cariño y experimentaba el impulso de ser lo menos posible distinto de los demás varones, de adaptarse completamente a las costumbres y los usos y aun de escuchar los cuentos para él generalmente antipáticos de su mujer y de las vecinas, acerca de la vida, la salud y los actos de otra gente. Pero en los buenos tiempos se le veía poco en su casa; huía ocultamente y se quedaba lejos, pescaba, cazaba, buscaba raíces, se tendía en la hierba o se acurrucaba sobre un árbol, olisqueaba, espiaba, imitaba las voces de los animales, encendía pequeñas fogatas y comparaba la formas de las nubes de humo con las de las nubes en el cielo, saturaba su piel y su cabello de niebla, lluvia, aire, sol y luz lunar, y coleccionaba además, como lo había hecho en vida su maestro y predecesor Turu, los objetos en que el ser y las formas externas parecían pertenecer a distintos reinos, en que la sabiduría o el capricho de la naturaleza dejaba revelarse una partícula de sus reglas y de sus misterios generativos; objetos que reunían en sí, en el parecido, cosas muy separadas, como nudos de ramas con caras de hombres o animales, piedras limadas por el agua con vetas parecidas a las de la madera, formas petrificadas de animales del mundo primitivo, carozos de frutas deformados o mellizos, piedras con la forma de un riñón o de un corazón. Leía los dibujos en la hoja de bambú, las líneas en forma de red en el sombrerito de las setas y deducía cosas misteriosas, espirituales, futuras, posibles; la magia de los signos, una intuición o presciencia de números y escritura, condensación de lo infinito y multiforme en lo simple, en el sistema, en el concepto. Porque todas esas posibilidades estaban en la concepción del mundo alcanzada por él, por su espíritu; carecían de nombre, eran desconocidas, pero no imposibles, no ajenas a un presentir, germen y yema todavía, pero esenciales, propias y orgánicas en él y en constante crecimiento. Y aun si pudiéramos remontarnos varios milenios atrás, más allá de este hacedor de lluvia y de su época infantil y casi primitiva, encontraríamos —creemos— al mismo tiempo en todas partes el espíritu también, que es sin principio y siempre contuvo todo aquello que más tarde realiza.
El hacedor de la lluvia no estaba destinado a perpetuar sus intuiciones y llevarlas más cerca de su comprobación: él no la necesitaba siquiera. No debía ser ninguno de los muchos inventores de la escritura, la geometría, la medicina o la astronomía. Siguió siendo miembro o eslabón desconocido de la cadena, pero tan indispensable como los otros; cada uno transmitía lo recibido y agregaba lo logrado y conquistado por él. Porque él también tuvo alumnos. Al correr de los años formó a dos aprendices de hacedores de lluvia y uno de ellos fue luego su sucesor.
Por muchos años cumplió su oficio y vivió su vida solo, sin ser espiado, y cuando por primera vez —fue poco después del período de gran esterilidad y hambre— un jovencito comenzó a visitarlo, observarlo, acecharlo, venerarlo y perseguirlo, un jovencito que se sentía impulsado a ser hacedor del tiempo y maestro, sintió en un melancólico sobresalto del corazón el retorno, la repetición del gran acontecimiento de su juventud y, al mismo tiempo, una sensación por primera vez cotidiana, severa, cohibidora y excitadora al mismo tiempo: que la juventud se había ido, que había pasado el mediodía, que la flor se había convertido en fruto. Y, lo que nunca hubiera imaginado, se portó con el niño en la misma forma como con él se había portado el anciano Turu, y esta conducta ruda, rechazante, expectante y postergadora nacía por sí misma, por mero instinto; ni era imitación del maestro fallecido, ni surgía de las reflexiones de esencia moral y educativa, como por ejemplo, que antes hay que probar acabadamente a un joven, para ver si es bastante serio, que no se debe facilitarle el acceso a la iniciación en los secretos, sino ponerle muchos obstáculos, y cosas parecidas. No, Knecht se condujo con sus aprendices simplemente como lo hace con los admiradores y discípulos cualquier aislado que envejece o cualquier solitario rebosante de sabiduría: perplejo, temeroso, recusador, huidizo, Heno de miedo por su hermosa soledad y su libertad, por su posibilidad de deslizarse por la selva virgen, su caza libre, su recolección, sus sueños y observaciones, lleno de celoso amor por todas sus costumbres y preferencias, sus secretos y ocultamientos. De ninguna manera abrió los brazos al joven titubeante que se le acercó con respetuosa curiosidad, de ningún modo mitigó su vacilación ni lo incitó; consideró alegría y premio y reconocimiento y excelente resultado el que finalmente el mundo de los otros le enviara un mensajero, una declaración de amor, el que alguien tratara de conquistarle, se sintiera sumiso y paciente y llamado como él al servicio de los misterios. No, al principio eso le pareció molestia pesada, intervención abusiva en sus derechos y hábitos, un robo de su independencia y apenas ahora veía cuánto la amaba; se puso a la defensiva, y encontró modos de ganar de mano y ocultarse, de borrar sus huellas, de desviarse y escaparse. Mas también en eso le ocurrió como le había ocurrido a Turu; la larga y muda insistencia cautivante del joven ablandó lentamente su corazón, cansó poco a poco su resistencia y cuanto más terreno ganaba el muchacho, más aprendió a inclinarte hacia él y a abrirse para él un lento progreso, a aprobar su deseo, a aceptar su corte, y a ver en el nuevo deber, a menudo tan pesado de enseñar y tener discípulos, lo ineludible, lo resuelto por el destino, lo exigido por el espíritu. Cada vez más tuvo que despedirse del sueño, de la sensación y el goce de las infinitas posibilidades del futuro multiforme. En lugar del ensueño de infinito progreso, de la suma de toda sabiduría, estaba ahora el alumno, una realidad pequeña, cercana, que fomentar, un invasor y destructor de la paz, pero irrechazable e inevitable, el único camino en el futuro verdadero, el deber único y más importante, la única senda estrecha por la cual pudieran guardarse y sobrevivir en un brote nuevo y diminuto la vida del hacedor de la lluvia, sus actos, sus opiniones, sus ideas. Suspirando, rechinando los dientes y sonriendo al mismo tiempo, aceptó su deber.
Y también en este terreno importante y tal vez el más colmado de responsabilidad, en esta función de trasmitir lo heredado y educar al sucesor, no le quedó ahorrada al hacedor del tiempo la experiencia más amarga, la desilusión más cruel. El primer aprendiz que se esforzó para ganar su favor y después de larga espera y muchos rechazos se allegó al maestro, se llamaba Maro y le proporcionó un desengaño nunca aplacado totalmente. Era sumiso y adulador y representó por mucho tiempo la comedia de la obediencia incondicional, pero le faltaban condiciones y sobre todo valor, porque temía la noche y la oscuridad, cosa que trataba de ocultar y que Knecht, aun advertido de ello, consideró por mucho tiempo como un residuo de niñee, de infantilidad, que desaparecería. Pero no fue así. Le faltaba al discípulo también por completo el don de entregarse sin egoísmo y sin intenciones a la observación, a las disposiciones y al proceso del oficio, a ideas y presentimientos. Era inteligente, poseía una percepción clara y rápida y aprendía fácil y seguramente lo que puede ser aprendido sin completa entrega. Pero cada vez resultó más evidente que tenía intenciones egoístas y metas propias, para las cuales quería aprender el arte de hacer la lluvia. Ante todo quería ser alguien, representar un papel y causar impresión, tenía la vanidad del nombre dotado, pero no la de la vocación. Aspiraba a ser aplaudido, se ufanaba ante sus coetáneos de sus primeros conocimientos y artes; esto también podía ser infantil y tal vez corregirse. Pero no buscaba solamente el aplauso, sino que deseaba poder y ventajas sobre los demás; cuando el maestro comenzó a notarlo, se asustó y cerró poco a poco su corazón para el joven. Éste se dejó tentar dos y tres veces a cometer grave falta, después de haber estado al lado de Knecht varios años. Se dejó llevar caprichosamente, sin que su maestro lo supiera y se lo permitiera, a tratar por un regalo con remedios algún niño enfermo, a realizar conjuros contra la plaga de las ratas en una cabaña y, cuando a pesar de todas las amenazas y las promesas fue sorprendido una vez más en semejantes prácticas, el maestro lo echó de su lado, denunció el hecho a la gran abuela y trató de borrar de su memoria al jovencito ingrato e inservible.
Le resarcieron luego sus dos discípulos posteriores y, sobre todo, el segundo de ellos que fue su propio hijo Turu. Knecht quería mucho a este aprendiz joven, el último que tuvo, y creyó que podía llegar a ser algo más que él; visiblemente habíase reencarnado en él el alma de su abuelo. Knecht conoció la satisfacción bienhechora para el espíritu de poder trasmitir la totalidad de su saber y de su fe al porvenir, y conocer a un hombre, doblemente hijo suyo, a quien iría transfiriendo todos los días una parte de su cargo, mientras iba sintiéndose envejecer. Pero aquel primer alumno fracasado no podía ser borrado de su vida y de sus pensamientos; no alcanzó ciertamente gran predicamento en el pueblo, pero era para muchos un hombre muy querido e influyente, se había casado, se le conocía como juglar y bromista, era tambor mayor del coro de tamboriles y siguió siendo enemigo oculto y envidioso del hacedor de la lluvia, a quien hizo toda suerte de daños. Knecht no había sido nunca un hombre de amistades y reuniones, necesitaba soledad y libertad, nunca buscó el aprecio o el amor, exceptuando el lapso infantil durante el cual trató de acercarse al maestro Turu. Pero ahora le tocó sentir lo que significa tener un enemigo, alguien que nos odia. Y esto le amargó muchos días de su vida.
Maro perteneció a aquella clase de alumnos, muy dotada, que a pesar de sus facultades resulta antipática y molesta en todo momento para los maestros, porque en ellos el talento no es una robustez orgánica crecida y afirmada en profundidad e intimidad, el delicado linaje nobiliario de un buen carácter, de una sangre activa y un temperamento amable, sino algo casual, encontrado, hasta usurpado o robado. Un discípulo de carácter débil e inteligencia elevada o fantasía brillante pondrá en apremios inevitables a su maestro: éste tiene que infundir en el alumno lo heredado en ciencia y método y capacitarlo para colaborar en la vida espiritual, y siente en cambio que su verdadero y más noble deber sería proteger ciencias y artes justamente contra el acercamiento de quien sólo posee inteligencia; porque el maestro no debe servir al discípulo, sino que ambos están al servicio del espíritu. Ésta es la razón por la cual los maestros tienen miedo y horror de ciertos talentos que ciegan; todos los alumnos de esta clase corrompen y falsifican todo el sentido, toda la utilidad de la enseñanza. Cualquier promoción de un discípulo capaz de brillar pero no de servir, representa en realidad un perjuicio para el bien común, una suerte de traición al espíritu. Conocemos en la historia de algunos pueblos, períodos en los que —por un profundo trastrueque del orden espiritual— se verificó casi el asalto de aquellos que son solamente inteligencia a la dirección de las comunidades, escuelas y academias y aun del mismo Estado, y en todos los cargos hubo gente de sumo talento, que quería gobernar pero no servir. Ciertamente, es muy difícil conocer en el momento oportuno esta clase de inteligencias, antes de que hayan asimilado las bases de una profesión espiritual, y devolverlos con la necesaria severidad a oficios materiales, manuales. Knecht también se había equivocado, tuvo demasiada paciencia con el aprendiz Maro; confió al ambicioso y superficial mucha sabiduría para adeptos, que fue echada a perder. Las consecuencias fueron para él mismo más graves de lo que se imaginara.
Hubo un año —la barba de Knecht se había tornado bastante gris— en el cual pareció que las relaciones entre cielo y tierra hubieran enloquecido, trastornadas por demonios de insólito poder y extraña obstinación. Estos fenómenos comenzaron en forma visible e impresionante en el otoño, aterrorizando profundamente todas las almas y pasmándolas de angustia; tuvieron principio con un espectáculo celeste nunca visto, poco después de anochecer, espectáculo que Knecht observó siempre con cierta solemnidad y respetuosa devoción, con interés siempre mayor. Una tarde, fresca y ligeramente ventosa, el cielo se tornó trasparente como vidrio, salpicado de escasas nubéculas que flotaban muy altas y conservaron por un lapso insólito la rosada luz del sol poniente: haces de luz sueltos, movidos y espumosos en un espacio frío y pálido. Knecht había sentido ya desde unos días algo más fuerte y notable de lo que todos los años podía advertirse en esa época en que los días se acortan, la influencia de extraños poderes en el firmamento, el temor de la tierra, las plantas y los animales, la inquietud en el aire, algo raro, expectante, miedoso, Heno de presentimientos en toda la naturaleza; hasta las nubéculas, largo rato temblorosamente encendidas en ese atardecer avanzado, encuadraban en la situación con sus oscilantes movimientos y aleteos, que no correspondían al viento que soplaba en la tierra, con su luz rojiza implorante, que se resistía tristemente por largo rato a apagarse; apenas enfriadas y perdida su luminosidad se tornaban invisibles, muy de repente. En el pueblo todo estaba tranquilo, los visitantes y los niños sé habían retirado hacía mucho de la puerta de la gran abuela, apenas un par de chiquillos se perseguían aún, pero todos se habían recogido y ya habían cenado. Muchos dormían, apenas si alguien, fuera del hacedor de la lluvia, contemplaba las nubes rosadas de la tarde. Knecht se paseaba, de un lado a otro, por la pequeña huerta detrás de su choza, cavilando sobre el tiempo, tenso e inquieto; por momentos se sentaba, para descansar, un instante en un tronco dé árbol entre las ortigas, que servía para partir leña. Al apagarse las últimas luces en las nubes, las estrellas se volvieron de pronto claramente visibles en el cielo todavía límpido y verdosamente brillante y aumentaron pronto en número y luminosidad; donde un segundo antes había dos o tres, ya se apiñaban diez y veinte. Muchas entre ellas y sus grupos y familias eran bien conocidas por Knecht, las había visto centenares de veces; su inmutable reaparecer tenía algo tranquilizador, las estrellas reconfortaban, estaban allá arriba, sí, lejanas y frías, sin irradiar calor, pero seguras, firmemente ordenadas, anunciando normalidad, prometiendo perduración. Aunque aparentemente ajenas y alejadas y aun opuestas a la vida de la tierra, a la vida de los seres humanos, aun inalcanzables por el dolor, el éxtasis, las reacciones y el calor de la tierra, aun tan superiores por su majestad y eternidad fría y elegante, casi una burla para el hombre, las estrellas estaban sin embargo, en relación con los hombres, tal vez los gobernaban, y cuando un ser humano lograba y conservaba un bien espiritual, una seguridad y superioridad del espíritu sobre lo transitorio, se asemejaba a las estrellas, irradiaba como ellas en fría quietud, reconfortaba con su visión tranquila, miraba eternamente con un guiño de burla. Así le pareció muchas veces al hacedor de las lluvias, y aunque con las estrellas no tenía por cierto la relación cercana, incitante, comprobada en la constante variación y el continuo regreso que tenía con la luna, lo grande, lo próximo, lo húmedo, lo semejante a un gordo pez de hechito en el mar celeste, las veneraba sin embargo, profundamente y se vinculaba a ellas por muchas creencias. A menudo fue para el baño y bebida saludable mirarlas largo rato, dejarlas influir sobre él, ofrecer su pequeñez, su calor, su temor a su frió y calmo mirar.