Apareció Tito en traje de baño, tendió la mano al
Magister
y, señalando las rocas, dijo:
—Llega usted en el momento exacto: está por salir el sol. ¡Oh, es algo magnífico!
Knecht asintió amablemente con un movimiento de cabeza. Ya sabia que Tito se levantaba temprano y era un corredor, un luchador y un peregrino, casi como en señal de protesta, contra la conducta y la forma de vivir cansina y cómoda, nada militar, de su padre; por la misma razón desdeñaba el vino. Estas costumbres e inclinaciones llevaban ciertamente en ocasiones a la ostentación de un naturismo juvenil y de un desprecio por el espíritu —la inclinación a exagerar parecía innata en los Designori—, pero Knecht no lo lamentó y estaba decidido a emplear también la camaradería deportiva como un recurso para conquistar y domesticar al ardiente jovencito. Un medio entre muchos y no de los más importantes; la música, por ejemplo, llegaría mucho más lejos. No pensó tampoco —y era lógico— en igualarse al joven en los ejercicios físicos y menos en tratar de superarlo. Sería suficiente una colaboración sencilla, para demostrar al muchacho que su preceptor no era un cobarde ni un haragán.
Tito miraba emocionado la oscura pared de roca, detrás de la cual se mecía el cielo en la luz de la mañana. De pronto relampagueó un trozo de la cumbre pétrea en forma violenta como metal al rojo ya pronto por derretirse; la cima perdió sus contornos y pareció de improviso
más
baja, como si se hundiera fundiéndose, y de la brecha ardiente surgió cegador el astro del día. Al mismo tiempo se iluminaron la tierra, la casa, la piscina de baño y la orilla del lago donde se hallaban, y ambas figuras humanas, erguidas en la violenta irradiación, sintieron en seguida el calor vivo de tanta luz. El muchacho, colmado de la solemne belleza del instante y la sensación bienhechora de su juventud y su fuerza, movió los miembros con rítmicos aleteos de los brazos, a los que siguió pronto todo el cuerpo, para festejar el principio del día con una danza entusiasta y expresar su íntima inteligencia con los elementos que se mecían y se iluminaban alrededor de él. Sus pasos volaron en alegre homenaje hacia el sol victorioso, retrocedieron respetuosos ante él, los brazos tendidos atrajeron la montaña, el lago y el cielo hacia su corazón; arrodillándose pareció venerar a la madre tierra, abriendo las manos para acariciar las agua del lago, ofreciéndose a sí mismo, su juventud, su libertad, su sensación de la vida que llameaba en él, como una ofrenda festiva a las potencias naturales. El sol se reflejaba en sus hombros tostados, sus ojos estaban semicerrados por el resplandor, el rostro juvenil se endureció como una máscara en una expresión de seriedad apasionada y casi fanática.
También el
Magister
se sintió invadido y estremecido por el mágico espectáculo del despuntar del día en esta soledad pétrea y silente. Pero más que esta visión lo sorprendió y dominó el hecho humano allí ante sus ojos de la danza de salutación del sol y del día por su alumno, danza que elevaba al jovencito inmaturo y caprichoso a una seriedad de servicio divino, e irradiando y revelando, le abría a él, espectador, en un solo instante, casi de improvisto, sus inclinaciones más nobles y profundas, sus facultades y sus voliciones, del mismo modo que la aparición del sol abría y permeaba de luz ese frío y oscuro valle lacustre y montano. Más fuerte e importante le pareció el joven, de lo que hubiera imaginado, pero también más duro, inaccesible, lejos del espíritu, pagano. Esta danza de fiesta y sacrificio de pánico entusiasta era algo más que los discursos y versos del joven Plinio de un tiempo, colocaban al jovencito varios grados más alto, pero lo hacían aparecer también más extranjero, inasible, inalcanzable hasta para el llamado.
El muchacho mismo había sido invadido por ese entusiasmo, sin saber cómo ocurriera. La danza que ejecutó no era algo que ya conociera, por él repetida o ensayada otras veces; no era un rito ya corriente para él o por él inventado para festejar el sol y la mañana, y en esa danza y su mágica posesión no había solamente, cosa que supo sólo más tarde, aire de montaña, sol y mañana y sensación de libertad, sino también en igual medida el cambio y el adelanto esperado de su vida joven aparecían hasta en la figura del
Magister
, tan amistosa y digna de respeto. Muchas cosas convergieron en esta hora mañanera hacia el destino y el alma de Tito, para distinguir esa hora de mil otras como noble, festiva, sagrada. Sin saber lo que hacía, sin critica ni sospecha, hizo lo que el instante de dicha exigía de él, danzó su devoción, rezó al sol, confesó en rendidos movimientos y ademanes su alegría y su respeto, su fe vital y su piedad, ofrendó orgulloso y humilde a la vez su alma piadosa al sol y a los dioses en su danza, y al mismo tiempo también al admirado y temido, al sabio y músico, al maestro del mágico juego que llegara de misterioso país, a su futuro educador y amigo.
Todo esto, como la embriaguez de luz por la salida del sol, duró solamente minutos. Conmovido, contempló Knecht el maravilloso espectáculo, en el que el alumno se transformaba y revelaba a sus ojos, y fue hacia él nuevo y extraño y completamente igualado. Ambos se hallaban en el sendero entre la casa y la piscina, bañados por la plenitud de luz del oriente, profundamente sacudidos por el torbellino de lo que acababan de vivir, cuando Tito, después del último paso de su danza, despertó del caos de dicha y se quedó como un animal sorprendido en un solitario juego, comprendiendo que no estaba solo, que no había vivido y realizado únicamente algo insólito, sino que también había tenido para ello un espectador. Con la rapidez del relámpago, obedeció al primer impulso que le permitía salir de esa situación, que de pronto creyó debía considerar peligrosa y vergonzante, y le dejaba superar el sortilegio de estos maravillosos instantes, que lo habían envuelto y dominado totalmente.
Su cara sin edad aún, de máscara humana, asumió una expresión infantil y casi tonta, como la de quien despierta demasiado de repente de un profundo sueño; se balanceó un poco sobre las rodillas, miró sorprendido en la cara a su maestro, y como si se le ocurriera algo importante y casi ya descuidado, extendió de pronto rápidamente el brazo derecho en ademán indicador, señalando la orilla opuesta del lago, por una mitad del ancho de la cuenca aún en plena sombra, que la montaña rocosa vencida por los rayos de la mañana reducía lentamente cada vez más en su base.
—Si nadamos muy rápidamente —exclamó apresurado, con el interés de un niño—, podemos llegar a la otra orilla antes que el sol todavía.
Las palabras habían salido apenas de su boca, la señal para una competición natatoria con el sol había sido apenas impartida, cuando Tito, con un poderoso salto, la cabeza tendida hacia adelante, desapareció en el lago, como si por exceso de osadía o por embarazo no pudiera partir lo bastante veloz y hacer olvidar con una actividad más viva la escena anterior. Saltó el agua al choque del cuerpo y se cerró sobre él; unos instantes después volvieron a aparecer la cabeza, los hombros y los brazos y siguieron siendo visibles sobre el espejo azul verdoso, mientras se alejaban raudamente.
Cuando salió de casa, Knecht no tenía por cierto la menor intención de bañarse y nadar, tenía demasiado frío casi y, después de la noche pasada casi como un enfermo, no le hubiera parecido conveniente. Pero ahora, bajo ese hermoso sol, excitado por lo que acababa de ver, invitado como camarada y además incitado por su alumno, juzgó el atrevimiento menos arriesgado. En cambio temió mucho que todo lo que la hora mañanera había traído y prometido pudiera desaparecer y perderse, si dejaba solo al joven y lo desilusionaba, rehusando con la fría prudencia del adulto esa prueba de fuerza. Le alarmaba ciertamente la sensación de inseguridad y debilidad en que había caído por la rápida ascensión a la montaña, pero tal vez ese malestar podía ser vencido muy pronto con la energía de un acto violento. El desafío era más fuerte que la advertencia, la voluntad más que el instinto. Se sacó de prisa la ligera salida de baño, respiró profundamente y se lanzó al agua en el mismo sitio donde se había sumergido su alumno.
El lago, alimentado por las aguas de los glaciares y aun en pleno verano accesible solamente a los más endurecidos, lo recibió con un frío de hielo de cortante hostilidad. Estaba preparado a un fuerte estremecimiento, pero no a este hielo cruel que lo rodeaba como de grandes llamas y después de un instante de creciente ardor comenzaba a penetrar rápidamente en él. Después del salto, había subido en seguida a flote; con otro gran salto hacia adelante descubrió a Tito nadando, se sintió amargamente oprimido por lo helado, lo salvaje y lo hostil del agua y creyó todavía que luchaba para disminuir la distancia, para llegar a la meta de la competición, para lograr el aprecio y la camaradería y el alma del muchacho, cuando ya peleaba con la muerte que le había llamado y abrazado en la lucha. Se defendió con todas sus fuerzas, hasta que su corazón siguió latiendo.
El joven nadador miró varias veces hacia atrás y notó con satisfacción que el
Magister
le había seguido en el agua. Volvió a atisbar, no lo vio más, se inquietó, miró y gritó, se volvió y se apresuró para auxiliarle. No lo encontró y lo buscó nadando y sumergiéndose en procura del hundido, hasta que él también sintió desaparecer las fuerzas por el frío tan agudo. Exhausto y sin aliento, llegó finalmente a tierra, vio la salida de baño tirada en la arena, la levantó y comenzó a frotarse mecánicamente con ella el pecho y las extremidades, hasta que la piel rígida volvió a tener calor. Se sentó al sol como atontado, miró fijamente el agua cuyo helado verdor azulado le parecía ahora sorprendentemente hueco, extraño y enemigo, y se sintió invadido por la perplejidad, por una profunda tristeza, cuando al desaparecer la debilidad física volvió la conciencia y el terror de lo sucedido.
¡Ay, pensó con horror, tengo la culpa de su muerte! Y sólo en ese momento, cuando no había ya un orgullo que defender y una resistencia que oponer, sintió en la congoja de su corazón asustado cuánto había amado ya a este hombre. Y mientras, a pesar de todas las reflexiones, se sentía culpable por la muerte del
Magister
, con el sagrado terror le invadió el presentimiento de que esta culpa lo transformaría a él y su vida entera y le exigiría cosas más grandes que las que hasta ese momento se había exigido alguna vez a sí mismo.
F I N
IR AL ENCUENTRONos es negado ser. Mera corriente somos
que fluye obedeciendo en todas las figuras:
por el día, la noche, el infierno y la cumbre
vamos pasando en pos de nuestra sed de ser.
Así colmamos sin cesar las formas:
ninguna es patria, por suerte o por desgracia;
siempre estamos en marcha, huéspedes eternos;
sin campos, sin arados, no cosechamos pan.
No sabemos siquiera cómo Dios nos piensa.
Con nosotros juega, somos greda en sus manos,
que muda y maleable, ni llora ni sonríe:
y Dios la amasa, sí, pero nunca la quema.
¡Endurecerse en piedra un día! ¡Durar!
Por eso eterna agítase nuestra nostalgia,
y eterna, permanece tímido temblor…
Nunca el reposo alivia el largo caminar.
PERO SECRETAMENTE TENEMOS SED…El extraviado eterno, el meramente ingenuo,
ignora nuestras dudas y seguro avanza.
Nos dice sólo que este mundo es llano
y
son leyendas abismos y hondonadas.¿Por qué pensar en otras dimensiones
que en las dos buenas y ya tan vulgares?
¿Podría vivir seguro aquí un ser humano?,
¿Podría vivir aquí despreocupado?
Para alcanzar la paz una cosa pedimos:
¡Dejadnos borrar al menos una dimensión!
Porque si el extraviado está en lo cierto
y mirar el abismo es peligroso
la tercera dimensión es esencial…
LETRASVivaz, espiritual, delicado arabesco,
parece nuestra vida, como la de las hadas,
girar en suaves danzas alrededor de la nada,
a la que ofrendamos el ser y el presente.
Belleza del ensueño y generoso juego,
tan alentado y sutilmente puro,
honda bajo tu alegre capa se enciende
la nostalgia de noche, sangre y barbarie…
En el vacío gira, libre, volando sola,
esta vida nuestra siempre pronta al juego,
pero en gran secreto tenemos sed de ser,
de crear y de ser, de sufrir y morir…
Acaso, si esgrimiendo la pluma
trazamos signos en la blanca hoja,
esto dicen y aquello; todos lo saben.
Y el juego tiene sus reglas…
Pero si un salvaje o un lunático
esa hoja, ese campo de runas en surcos,
curioso examinando llevara a sus ojos,
vería una extraña imagen de este mundo,
un cuarto extraño de figuras mágicas.
Vería en la A y en la B al hombre y a la bestia,
ojos, lenguas y miembros moverse
cautos allí, aquí tal vez violentos.
Leería como en la nieve pasos de cuervos,
tendría prisa, paz, dolor e impulso
y vería el poder de todo lo creado,
a través de los duros signos negros,
deslizarse entre adornos envarados;
vería arder amor, temblar pesares.
Y asombro y risa y llanto y miedo
sentiría en las rejas de estos signos,
y el mundo entero en su afán cegado
pequeño le parecería y disgregado
en signos hechizados que en su duro paso
presos están y tanto semejan entre sí
que vivir y morir, goce y sufrimiento,
se hermanan y apenas se distinguen…
Ese salvaje entonces gritaría
su inaguantable angustia y el fuego atizaría
y golpeando la frente y cantando letanías,
daría a la llama la blanca hoja con runas.
Y así tal vez durmiendo sentiría
que este «no mundo», esta nada mágica,
es un terrible andar en lo nunca sido;
sollozando el salvaje encontraría
una sonrisa y ya estaría curado
y en la tierra de la nada se hundiría…