El juego de los abalorios (52 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Hizo una pausa para descansar. El presidente observó:

—Cada vez me asombráis más,
Magister
. ¡Habláis de vuestra vida, y apenas conversamos de otras cosas que de vivencias privadas, subjetivas, de deseos, evoluciones y resoluciones personales! No imaginaba realmente que un castalio de vuestra categoría pudiera verse a sí mismo y su vida de esta manera…

Su voz tenía un tono entre el reproche y el pesar, que hizo daño a Knecht; pero éste se recobró y exclamó alegremente:

—Pero, Venerable, estamos hablando no ya de Castalia, de las Autoridades y de la jerarquía, sino únicamente de mí, de la psicología de un hombre que tuvo que causaros desgraciadamente grandes molestias. No me corresponde hablar de mi gestión oficial en el cargo, de mi cumplimiento del deber, de mi valor o de mi nulidad como castalio y como
Magister
. Mi gestión magistral, como toda la parte exterior de mi vida, esta allí, abierta, sometida a vuestro examen; no encontraréis mucho de que castigarme. Lo que se trata ahora, aquí, es algo distinto, es decir, se trata de haceros visible el camino por el cual he andado como individuo y que ahora me ha llevado fuera de Waldzell y mañana me conducirá fuera de Castalia. ¡Oídme un rato más, consentidlo por vuestra bondad! …

«El que yo supiera de la existencia de otro mundo fuera de nuestra reducida provincia, no lo debo a mis estudios, en los que ese mundo se presentó como lejano pasado solamente, sino antes que nada a mi condiscípulo Designori, huésped foráneo, y luego a mi residencia entre los padres benedictinos y al
Pater
Jakobus. Fue muy poco lo que vi del mundo con mis propios ojos, pero gracias a ese último tuve una idea de lo que se llama historia, y es posible que yo pusiera de ese modo los cimientos para aislarme, para el retraimiento en que caí después de mi retorno. Mi regreso del monasterio ocurrió en una región casi sin historia, en una provincia de sabios y jugadores de abalorios, sociedad muy distinguida y sumamente agradable, en la que sin embargo, yo parecía hallarme totalmente solo con mi intuición del mundo, mi curiosidad por él, mi interés también. Había lo suficiente como para resarcirme de todo; había aquí algunos hombres que yo veneraba muy mucho y de quienes llegar a ser colega fue para mí un honor vergonzante y al mismo tiempo colmado de dicha; había buen número de gente muy culta y muy bien educada; no faltaba el trabajo y tenía muchos alumnos bien dotados y amables. Pero durante mi aprendizaje con el
Pater
Jakobus había descubierto que yo no era solamente un castalio, sino también un hombre, que el mundo, todo el mundo, me importaba y exigía mi convivencia en él. De este descubrimiento siguieron como consecuencia necesidades, deseos, exigencias, obligaciones que ya no podía cumplir en absoluto. La vida del mundo, como lo considera el castalio, era algo que había quedado atrás, de menos valor, una vida del desorden y la grosería, de las pasiones y la distracción; no era nada bello ni deseable. Pero el mundo y su existencia eran a buen seguro infinitamente más grandes y ricos que la idea que de ellos podía formarse un castalio; estaban saturados de devenir, de historia, de intentos y comienzos eternamente nuevos; eran quizá caóticos, pero representaban la patria y el suelo materno de todos los destinos, de todas las elevaciones, de todas las artes, de todo lo humano; habían creado lenguas, pueblos, Estados, culturas, nos habían creado a nosotros también y a nuestra Castalia y las verían morir otra vez y renacer. Mi maestro Jakobus había despertado en mí un amor por ese mundo, que fue creciendo constantemente, y en Castalia no había nada que lo alimentara; aquí se halla uno fuera del mundo y Castalia también es un pequeño mundo perfecto, que no tiene ya ni devenir ni posibilidad de crecer.

Respiró profundamente y se calló por un momento. Como el presidente nada replicara y lo mirara aguardando, asintió pensativo y prosiguió:

—Dos cargas tuve que llevar, durante muchos años. Debí administrar un gran puesto y su responsabilidad, y llegar a una resolución con mi amor. El cargo, esto lo vi claro desde el principio, no podía, no debía sufrir por ese amor. Por el contrario, según creí, debía aventajarse por él. Si mi labor —cosa que no temía— resultara aunque muy poco menos perfecta e intachable de lo que se puede exigir a un
Magister
, sabía sin embargo, que en mi corazón yo estaba más despierto y vivamente activo que muchos colegas intachables, y que tenía que dar esto y aquello a mis alumnos y colaboradores. Consideré mi deber ensanchar y prestar calor a la vida y al pensamiento castalios, lenta y suavemente, sin choques ni rompimientos con la tradición, aportarle nueva sangre desde el mundo y desde la historia, y una bondadosa providencia quiso que al mismo tiempo, afuera en el país, un hombre de mundo sintiera lo mismo y pensara igual y soñara en una mayor amistad y relación entre el mundo y Castalia: fue Plinio Designori.

El maestro Alexander contrajo levemente los labios, al contestar:

—¡Oh, sí! Nunca esperé nada muy grato de la influencia de ese hombre sobre vos, del mismo modo que nada bueno aguardaré de vuestro depravado protegido Tegularius. ¿Y es Designori, pues, quien os ha llevado a romper netamente con las reglas?

—No,
Domine
, pero, en parte sin saberlo, me ha ayudado siempre en eso. Trajo un poco de aire a mi excesiva paz, por él volví a tener contacto con el mundo de afuera, y así solamente me fue posible ver y confesarme a mí mismo que estaba al cabo de mi carrera local, que había perdido la verdadera alegría por mi trabajo y que había llegado el momento de poner fin al tormento. Había recorrido ya otro trecho, subido otro peldaño, pasado a través de un espacio, y este espacio era Castalia.

—¡Y cómo lo expresáis! —observó Alexander meneando la cabeza—. ¡Como si el espacio de Castalia no fuera lo bastante grande, para llenar dignamente la vida de muchos! ¿Creéis seriamente haber atravesado y superado este espacio?

—¡Oh, no! —exclamó Knecht vivamente—; nunca creía semejante cosa. Si digo que acabo de llegar a los confines de este espacio, pienso solamente que está hecho lo que yo como individuo, desde mi puesto, podía hacer aquí. Me hallo desde algún tiempo en el límite donde mi tarea como
Magister Ludi
se torna eterna repetición, ejercicio huero, mera fórmula, donde la realizo sin alegría, sin entusiasmo, a veces aun sin fe. Era hora de acabar con eso.

Alexander suspiró.

—Ésta es vuestra concepción, pero no la de la Orden y sus reglas. El que un hermano de la Orden pase por distintos estados de ánimo y por momentos se canse de su labor, no es nada nuevo ni sorprendente. Las reglas le enseñan luego el buen camino, para reconquistar la armonía y colocarse de nuevo en su centro. ¿Lo olvidasteis?

—No creo, Venerable. Podéis investigar mi actuación en el cargo; hace poco, justamente, cuando recibisteis mi circular, habéis hecho indagaciones en el
Vicus Lusorum
y a mi respecto. Habéis podido comprobar que la tarea se cumple, que la cancillería y el archivo están en orden, que el
Magister Ludi
no está enfermo ni tiene caprichos. Debo precisamente a esas reglas que me habéis enseñado en forma tan magistral, si pude resistir y no perdí ni la fuerza ni la paciencia. Pero me costó mucho. Y aun me cuesta apenas un poco menos convenceros de que no se trata de estado de ánimo, ni de caprichos o antojos, de los cuales me deje llevar. Mas, ya sea que lo logre o no, por lo menos, insisto en que reconozcáis que mi persona y mi vida, hasta el último momento en que las habéis investigado, fueron íntegras y útiles. ¿Espero tal vez demasiado de vos?

Los ojos del
Magister
Alexander guiñaron levemente, casi burlones.

—Mi señor colega —contestó—, habláis conmigo como si fuéramos dos personas privadas que conversan sin compromisos. Pero esto cabe solamente para vos, que en realidad sois una persona privada. Yo, en cambio, no lo soy, y lo que pienso y digo, no lo digo yo, sino el presidente de la Dirección de la Orden, que es responsable de cada palabra de su Autoridad. Lo que habéis dicho aquí no tendrá consecuencias; por cuanto para vos pueda ser cosa seria, sigue siendo discurso de un hombre privado que habla por su propio interés. Para mí en cambio continúa el cargo y la responsabilidad y podría tener sus derivaciones lo que hoy digo o hago. Os represento y represento vuestra causa ante las Autoridades. Si ellas aceptan vuestra explicación de los hechos y tal vez hasta la aprueban, no es cosa indiferente… Me exponéis, pues, las cosas como si hasta ayer (aun con toda clase de ideas raras en la cabeza) hubieseis sido un castalio y un
Magister
irreprochable, sin mancha, y me decís que habéis tenido accesos y riesgos de cansancio en vuestro cargo, pero que los habéis combatido y dominado correctamente. Admitiendo que yo lo reconociera, ¿cómo debo entender luego esta monstruosidad de que un
Magister
integro e intachable, que ayer todavía obedeció a cada regla, hoy de repente deserta? Me resulta mucho más fácil y explicable pensar en un
Magister
que estuvo mucho tiempo enfermo y disminuido en su conciencia y que mientras se creyó siempre buen castalio, en realidad había dejado de serlo hacia mucho. Me pregunto por qué en verdad asignáis tanto valor a la comprobación de que habéis sido un correcto
Magister
hasta el último momento. Como ya habéis dado el paso, quebrado la obediencia y cometido deserción, nada debía importaros más de semejantes comprobaciones.

Knecht se defendió.

—¿Me permitís, Venerable? ¿Por qué no me ha de importar? Se trata de mi nombre, de mi fama, del recuerdo que dejo tras de mí. Se trata también de la posibilidad de obrar allá afuera en favor de Castalia. No estoy aquí para salvar algo mío o para lograr la aprobación de las Autoridades para mi decisión. Conté con lo contrario y me debo rendir a ser puesto en duda por mis colegas, a ser considerado como un fenómeno problemático. Pero no quiero ser considerado traidor o loco; seria un juicio que no puedo aceptar. Hice algo que vos debéis condenar a desaprobar, pero lo hice porque debía, porque estaba obligado a ello, porque tal es mi destino en el cual creo y acepto con la mejor voluntad. Si no me podéis conceder siquiera esto, he perdido y he hablado inútilmente con vos.

—Estamos siempre en lo mismo —contestó Alexander—. Debo confesar que en determinadas circunstancias la voluntad de un individuo tiene el derecho de romper con las leyes en las que creo y que me corresponde representar. Pero no puedo creer al mismo tiempo en nuestra organización y en vuestro derecho particular de quebrantarla. No me interrumpáis, por favor. Puedo concederos que vos, según todas las apariencias, estáis convencido de vuestro derecho y del significado de vuestro paso fatal y que creéis en una vocación para este propósito vuestro. No aguardáis, ciertamente, que yo apruebe ese paso. En cambio, habéis logrado seguramente que yo renunciara a mi primitiva idea, la de reconquistaros y haceros cambiar de propósito. Acepto vuestro retiro de la Orden y comunicaré a las Autoridades vuestra voluntaria renuncia al cargo. Más no puedo hacer por vos, Josef Knecht.

El
Magister Ludi
hizo un ademán de devoción y respeto. Luego dijo quedamente:

—Os lo agradezco, señor presidente. Ya os confié el cofrecillo. En vuestras manos entrego ahora para las Autoridades mis breves informes acerca de la situación en Waldzell, sobre todo acerca de los repetidores
y
de aquellas dos personalidades que creo puedan merecer alguna consideración, principalmente para sucederme en el cargo.

Sacó del bolsillo unas hojas dobladas y las colocó sobre la mesa. Luego se puso de pie; también Alexander se levantó. Knecht se le acercó, lo miró con melancólico afecto en los ojos, se inclinó y dijo:

—Hubiera querido que me dierais la mano en señal de despedida, debo renunciar a ello… Siempre os tuve afecto especial, y nada ha cambiado tampoco hoy. Adiós, mi Venerable.

Alexander calló, estaba pálido. Por un segundo pareció que estuviera por levantar la mano y tenderla al hombre que se marchaba. Sintió que se le humedecían los ojos; inclinó la cabeza, retribuyó la reverencia de Knecht y lo dejó marchar…

Cuando el ex
Magister
hubo cerrado la puerta detrás de si, el presidente se quedó inmóvil, de pie, atisbo los pasos que se alejaban y, cuando se perdió el eco del último y nada más se oía, se paseó por la habitación de un extremo a otro, hasta que se oyeron pasos de nuevo y alguien llamó a la puerta. Entró el joven sirviente y anunció un visitante que deseaba hablar con el Venerable.

—Le dirás que podrá recibirle dentro de una hora y que le pido que sea breve, porque tengo cosas urgentes que hacer.. ¡No, espera! Ve a la Cancillería también y di al primer secretario que cite en seguida y con urgencia a todas las Autoridades para pasado mañana a una sesión, con la advertencia de que es necesaria la presencia de todos y que solamente se considerará válida para faltar una enfermedad grave. Luego verás al ecónomo y le dirás que mañana temprano debo ir a Waldzell: el coche debe estar listo para las siete.

—¿Me permitís, Venerable? —dijo el jovencito—. Estaría disponible el coche del señor
Magister Ludi
.

—¿Cómo?

—El Venerable llegó ayer en coche. Acaba de irse, anunciando que se marcharía a pie y que dejaba aquí el coche a disposición de las Autoridades.

—Está bien. Mañana utilizaré el coche de Waldzell. Repita, por favor.

El sirviente repitió:

—El visitante será recibido dentro de una hora, deberá ser breve. El primer secretario debe, convocar a las Autoridades para pasado mañana; es necesaria la asistencia de todos, solamente la enfermedad grave será motivo de excepción. Mañana a las siete, salida para Waldzell en el coche del señor
Magister Ludi
.

Cuando el joven se marchó, Alexander respiró aliviado. Se acercó a la mesa donde estuvo con Knecht y aún sintió el eco de los pasos de ese ser incomprensible que todos querían y que le acababa de dar un dolor Un grande. Desde los primeros días en que tuvo que atenderle, amó a este castalio y entre muchas otras cualidades que le agradaban en él estaba también este paso suyo, neto, de firme ritmo y ligero, casi volante, entre muy digno y muy infantil, entre sacerdotal y bailarín, un paso amable, distinguido y original, que se adecuaba magníficamente al rostro y a la voz de Knecht. Y respondía también a su modo particular de castalio y
Magister
, a su forma de señorío y de alegría que recordaba a veces un poco la alegría aristocráticamente medida de su predecesor, el maestro Tomás, a veces también la jovialidad simple, cordial y conquistadora del ex
Magister Musicae
. Ya se había marchado, pues, de prisa, y a pie quién sabe hacia dónde y probablemente no volvería a verlo más, ni a oír su risa, ni a observar su mano hermosa de largos dedos escribir los jeroglíficos de un paso del juego de abalorios. Tomó las hojas de papel que habían quedado sobre la mesa
y
comenzó a leer. Era un breve testamento, muy conciso y objetivo, a menudo de solas frases aisladas en lugar de oraciones, y debía servir para facilitar a las Autoridades la tarea de la inspección inminente en el
Vicus Lusorum
y de la nueva elección del
Magister
. Allí estaban en pequeños y hermosos caracteres las inteligentes observaciones, fijadas en palabras y trazos por la personalidad inalterable
y
única de este Josef Knecht, como su rostro, su voz, su paso. Difícilmente encontraría Castalia un hombre de su categoría para nombrarle como sucesor; los verdaderos señores, las verdaderas personalidades, eran justamente raras, y cada una de estas figuras de excepción significaba una suerte y un regalo también allí en Castalia, en la provincia de selección.

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