A la mañana siguiente, el
Magister
se levantó a la hora acostumbrada, pidió el coche y se fue; poca gente advirtió su partida, nadie sospechó acerca de ella. En la mañana envuelta en las neblinas del temprano otoño, viajó a Hirsland, llegó alrededor de mediodía y se hizo anunciar al
Magister
Alexander, el presidente de la dirección de la Orden. Llevaba consigo, envuelto en una tela, un hermoso cofrecillo metálico, retirado de un secreter de su cancillería, que contenía las insignias de su dignidad, los sellos y las llaves.
En la «gran» secretaría de la Dirección le recibieron con cierta sorpresa; casi nunca ocurría que un
Magister
llegara sin haber anunciado antes su visita o sin haber sido invitado. Por encargo del Director de la Orden se le sirvió el almuerzo, luego se le brindó una celda de reposo en el claustro; el Venerable creía que dentro de dos o tres horas estaría libre para recibirlo. Knecht se hizo traer un ejemplar del reglamento y se recostó, leyó todo el cuaderno y se cercioró una vez más de la simplicidad y legalidad de su proceder, pero le pareció también una vez realmente imposible demostrar con palabras su sentido y su íntima justificación. Recordó un parágrafo de las reglas, sobre el cual se le hizo meditar en los últimos días de su libertad juvenil y de su poderío estudiantil; había sido en el momento de su admisión en la Orden. Releyó ese punto, lo meditó y tuvo la sensación cabal de ser ahora una persona distinta de lo que fuera en otro momento de su vida el joven repetidor ansioso de aquel entonces. «Si las Autoridades —decía ese párrafo— te elevan a un cargo oficial, has de saber que toda ascensión por los grados de los cargos, no es un paso hacia la libertad, sino hacia una subordinación mayor. Cuanto más grande es el poder oficial, tanto más serio y severo es el servicio. Cuanto más fuerte la personalidad, tanto más vedado el arbitrio. ¡Qué definitivo y unívoco había sido entonces el sonido de esas palabras y cómo había cambiado el significado de algunas, hasta el de palabras tan claras como «subordinación», «personalidad», «arbitrio»! ¡Casi totalmente opuesto! Y sin embargo, ¡qué bellas, claras y admirablemente sugestivas eran esas reglas, que podían parecer absolutas, eternas y verdaderas a un alma joven! ¡Y seguirían siéndolo, si Castalia fuera el mundo, el mundo total, múltiple e indivisible, en lugar de ser un pequeño mundo en el otro o una sección audaz y violenta del mismo, como era en realidad! Si la Tierra fuese una escuela de selección, si la Orden fuese la comunidad de todos los seres humanos y Dios el jefe de la Orden, ¡qué perfectas serían aquellas reglas! ¡Ay, si hubiese sido así, qué generosa, floreciente e inocentemente hermosa hubiera sido la vida! Y una vez fue así de verdad, una vez más pudo verla y vivirla de esa manera, con ese concepto consciente: la Orden y el espíritu castalio como divino y absoluto, la provincia como mundo, los castalios como humanidad y la parte no castalia del todo, como una suerte de mundo infantil, un paso previo a la provincia, un terreno primitivo a la espera de la última cultura, de la última liberación, que levantaba sus ojos hacia Castalia con veneración y respeto y le enviaba de vez en cuando visitas tan gratas, como la del joven Plinio.
Mas ¡qué cosa curiosa ocurría con él, con Josef Knecht y su espíritu! ¿No había considerado su propia clase de concepción y conocimiento, esa vivencia de la realidad que él llamaba despertar, en tiempos idos y ayer mismo todavía, como algo absoluto en alguna medida, como un rumbo o un progreso, que por cierto sólo podía cumplirse paso a paso y que en la idea era permanente, continuado y corría en línea recta? ¿No le había parecido en su juventud despertar y progreso y deber precioso e incondicionalmente justo el reconocer en la figura de Plinio el mundo exterior, pero también el distanciarse conscientemente, exactamente, como castalio? Y había considerado otra vez un progreso y había sido para él realidad verdadera decidirse al cabo de largos años de duda por el juego de abalorios y la vida en Waldzell. Y una vez más, cuando se dejó insertar en el servicio regular por el
Magister
Tomás e incorporar a la Orden gracias al
Magister Musicae
y, más tarde, nombrar
Magister
también. Habían sido todos, pasos breves o largos por un camino aparentemente en línea recta, y, sin embargo, ahora no se encontraba, al final de ese camino, en el corazón del mundo y en lo más profundo de la verdad, sino que también el despertar de ahora no era más que un abrir los ojos y volverse a hallar a sí mismo en una nueva situación, un adaptarse a nuevas constelaciones. El mismo sendero claro, severo, unívoco y recto que le había conducido a Waldzell, a Mariafels, a la Orden, a la Magistratura, lo volvía a llevar afuera. Lo que había sido una serie o sucesión de actos del despertar, era al mismo tiempo una sucesión de despedidas. Castalia, el juego de abalorios, la dignidad de
Magister
, habían sido cada uno un tema que debía cambiar y absolver, un espacio que atravesar, que trascender. Ya estaban superados. Y evidentemente, un día, cuando pensó y realizó lo contrario de lo que pensaba y realizaba ahora, había sabido o presentido, sin embargo, algo ya del contenido problemático; ¿no había titulado «¡Trascender!» aquella poesía que escribió siendo estudiante y trataba de grados y despedidas?
Por eso, su camino se había desarrollado en círculo, o en elipse o en espiral o lo que fuera, pero no derechamente, porque lo rectilíneo pertenecía ciertamente sólo a la geometría, pero no a la naturaleza y a la vida. A la autoadmonición y a la autoincitación de su poesía, aun después de haber olvidado por mucho tiempo esos versos y su despertar de entonces, había sido fiel y obediente, no por cierto en forma perfecta, no sin vacilaciones, dudas, cambios y luchas, pero sí había ido grado por grado, lugar tras lugar, valientemente, recogido y muy alegre, no tan resplandeciente como el anciano
Magister Musicae
, pero sin cansancio ni turbación, sin defecciones o infidelidades. Y si ahora cometía defección e infidelidad con la concepción castalia, si contra toda la moral de la Orden obraba ahora aparentemente al servicio de la propia personalidad, es decir a su arbitrio, esto también sucedería en el espíritu del valor y de la música, gozoso y firme en su ritmo, ocurriera por lo demás lo que ocurriese. ¡Si pudiera explicar y demostrar a los demás lo que le parecía tan claro: que precisamente el «arbitrio» de su proceder actual era en realidad servicio y obediencia; que iba al encuentro, no ya de la libertad, sino de subordinaciones nuevas, desconocidas y fatales; que no era un desertor, sino un predestinado, no un voluntario sino un esclavo, no amo sino víctima! ¿Y qué pasaba con las virtudes, con la alegría, el orden, la valentía? Se empequeñecían, pero seguían subsistiendo. Aunque no se trataba de ir, sino solamente un girar del espacio alrededor de aquel que se hallaba en el centro, las virtudes seguían subsistiendo y mantenían su valor y su hechizo, consistían en decir que sí en lugar de negarse, en obedecer en lugar de escaparse y sustraerse, y tal vez un poco también en que se obraba y se pensaba como si fuera amo y actor, en que se aceptaba sin discriminar, la vida y el autoengaño, esta falsa idea con la apariencia de la autodeterminación y de la responsabilidad, en que por causas desconocidas se estaba en el fondo justamente más destinado a obrar que a conocer, más preparado para el instinto que para el espíritu. ¡Oh, si hubiera podido conversar al respecto con el
Pater
Jakobus!
Pensamientos o ensueños de esta naturaleza fueron el eco de su meditación. Se trataba, al parecer, en este «despertar», no ya de la verdad y el saber, sino de la realidad, su vivencia y su permanencia. En el despertar no se llegaba más cerca del germen de la cosa, hasta la verdad; se concebía, se realizaba o se experimentaba pasivamente en ello solamente una toma de posición del propio Yo frente a la situación momentánea de la cosa. No se encontraban leyes, sino resoluciones, no se caía en el centro del mundo, pero sí en el centro de la propia personalidad. Por eso mismo también lo que se sentía y vivía al hacerlo no podía ser comunicado y estaba notablemente alejado de la expresión y la formulación; comunicaciones de este terreno existencial parecían no contar entre los fines del idioma. Si por excepción se lograba ser comprendido alguna vez en cierta medida, el que comprendía debía ser un hombre en idéntica situación, alguien que sufría la misma turbación, alguien que también despertaba. Fritz Tegularius le había comprendido un poco; más lejos había llegado la comprensión de Plinio. ¿Podía citar algún otro? No.
Comenzaba ya la hora del crepúsculo, y Knecht estaba sumido por entero en el juego de sus pensamientos, entretejido en ellos, cuando llamaron a su puerta. Como él no despertó en seguida de su meditación y no contestó, el que llamara esperó un momento y luego intentó otra vez con ligeros golpes. Ahora Josef contestó, se levantó y acompañó al mensajero que lo llevó al edificio de la Cancillería y, sin otro anuncio, al cuarto de trabajo del Director. El
Magister
Alexander vino a su encuentro.
—Lástima —le dijo el Director— que hayáis llegado sin previo anuncio: por eso habéis debido esperar. Ardo en deseos de saber lo que os ha traído tan repentinamente. ¿Nada malo?
Knecht se rió.
—No, nada malo. Más ¿llego realmente tan inesperado y no habéis podido imaginar siquiera la razón que me trae?
Alexander le miró serio y con preocupación en los ojos.
—Sí —contestó—, puedo imaginar esto o aquello. Pensé, por ejemplo, en estos días, que el asunto de vuestra circular no estaba seguramente liquidado para vos. La autoridad debió contestar parcamente y en un sentido y con un matiz para vos,
Domine
, ciertamente desilusionador.
—No —repuso Josef Knecht—, en realidad no había esperado otra cosa, más de lo que la respuesta de la autoridad contiene cabalmente. Y por lo que se refiere al matiz, confieso que me ha hecho bien. Advertí en el escrito que había costado esfuerzo y casi pesar a su redactor y que el mismo sintió la necesidad de mezclar unas gotas de miel a la contestación para mí desagradable y un poco vergonzante, y esto lo logró en forma excelente; le quedo agradecido por ello.
—¿Aceptasteis, pues, Venerable, el contenido del escrito?
—Tomé conocimiento del mismo, sí, y realmente también lo comprendí y lo aprobé. La contestación no podía traerme más que el rechazo de mi petición, junto con una suave reprimenda. Mi circular era algo desusado y para las autoridades realmente molesta, no me queda duda a este respecto. Pero en cuanto contenía un pedido personal, probablemente no estaba redactada muy correctamente por mí. No podía aguardar más que una contestación negativa.
—Nos complace —dijo el presidente de la Dirección de la Orden con cierta agudeza y severidad— que lo penséis así y que nuestra nota no haya podido sorprenderos en un sentido doloroso. Nos complace mucho. Pero hay una cosa que no entiendo aún. Si al redactar y expedir vuestro escrito —¿os comprendo bien?— no habéis creído en el buen resultado y en una contestación favorable y estabais convencido del fracaso de antemano, ¿por qué lo habéis enviado, puesto que representaba de toda manera un gran trabajo?
—Señor presidente —contestó Knecht mirándolo amablemente—, mi escrito tenía dos sentidos, dos intenciones, y no creo que los dos han quedado tan completamente sin efecto. Contenía un pedido personal de relevo del cargo y de empleo en otra situación; esta petición personal debía yo considerarla como algo relativamente accesorio; todo
Magister
debe ciertamente dejar de lado en lo posible las cuestiones personales. La solicitud fue rechazada, con ello debí darme por satisfecho. Pero mi circular contenía muchas otras cosas más, fuera de ese pedido, contenía una cantidad de hechos o pensamientos que yo consideré mi deber llevar a conocimiento de la autoridad y recomendarlos a su consideración. Todos los grandes maestros o la mayoría de ellos leyeron mi exposición, para no llamarla advertencia, y aunque casi todos ingirieron ciertamente con disgusto ese alimento y reaccionaron oponiéndose, por lo menos cada uno leyó y conoció lo que yo creí que debía decirles. El que no hayan recibido el escrito con aplauso, no es a mis ojos un fracaso; no busqué el aplauso ni la adhesión; tenía el propósito de provocar inquietud y preocupación. Lamentaría mucho si hubiese renunciado a enviar mi trabajo por las razones por vos aducidas. Sea que influya mucho, sea que nada logre, fue sin embargo, un grito de alarma, un alerta.
—Seguramente —dijo titubeando el presidente—, pero con ello no veo resuelto para mí el enigma. Si queríais hacer llegar a las autoridades advertencias, alarma, admoniciones, ¿por qué habéis debilitado o puesto en peligro vuestras palabras de oro uniéndolas a un pedido privado, a un pedido además en cuyo cumplimiento posible vos mismo no habéis creído? Esto no lo comprendo, por de pronto. Pero todo se aclarará, si hablamos al respecto. En todo caso, allí está el punto débil de vuestro escrito circular, en la vinculación del alerta con la petición, de la advertencia con el pedido. Cabe juzgar que vos no teníais autorización para emplear el pedido como vehículo de la advertencia. Podíais llegar a vuestros colegas verbalmente o por escrito con suma facilidad, si pensabais que necesitaban una sacudida. Y el pedido hubiera recorrido su camino oficial según las reglas.
Knecht volvió a mirarle amablemente.
—Sí —dijo finalmente—, es posible que tengáis razón. Sin embargo… ¡Considerad una vez más el embrollado asunto! Ni por lo que se refiere a la advertencia, ni por lo que atañe al pedido, se trataba de algo cotidiano, usual y normal, sino que ambos resultaban vinculados porque habían nacido de la necesidad, eran insólitos y se colocaban fuera de lo convencional. No es usual ni regular que sin un motivo urgente exterior un hombre conjure de pronto a sus colegas a recordarse de la posibilidad de morir y de lo problemático de su entera existencia, ni es costumbre frecuente que un
Magister
castalio pida un puesto de maestro de escuela fuera de la provincia. En esto ambos contenidos de mi escrito combinan perfectamente. Para un lector que hubiese tomado realmente en serio mi escrito, a mi modo de ver, como resultado de la lectura hubiera debido imaginarse que en este caso no se trataba de un hombre caprichoso que anuncia sus presentimientos y la emprende a predicar a sus colegas, sino que este hombre toma amargamente en serio sus ideas y su necesidad, está preparado a deponer su cargo, su dignidad y su pasado y a comenzar de nuevo en el puesto más humilde; está harto de dignidad, de paz, de honores y autoridad y desea liberarse de todo eso y abandonarlo. De este resultado —trato de pensar siempre con la mentalidad de los lectores de mi exposición— hubiera podido llegarse, me parece, a dos conclusiones: el redactor de este sermón moral, desgraciadamente, está loco y ya no puede ser tenido en consideración como
Magister
, o en cambio como el redactor del molesto sermón, evidentemente, no ha enloquecido, sino que está sano y es normal, detrás de su prédica y de su pesimismo debe haber algo más que capricho y ocurrencia, es decir, una realidad, una verdad. Algo así me había imaginado que sería el proceso en las mentes de los lectores, y debo confesar que hice mal mis cálculos. En lugar de haber logrado que mi pedido y mi alerta te apoyaran recíprocamente, se robustecieran uno a otro, no fueron tomados en serio y puestos a un lado. Por este rechazo no me he entristecido ni me sentí asombrado, porque, como repito, en el fondo lo había previsto, a pesar de todo y, debo admitirlo, en el fondo merecí el rechazo. Mi pedido, en efecto, en cuyo resultado no confiaba, fue una suerte de finta, un gesto, una formalidad…