El dueño de casa lo había dejado solo durante una hora, antes de la comida. Knecht vio un mueble colmado de viejos libros que despertaron su curiosidad. Éste también era un placer que había perdido y olvidado casi, en los largos años de renuncia, y que le recordaba ahora sus años de estudioso con íntima hondura: hallarse delante de libros desconocidos, meter en ellos la mano al acaso y pescar aquí y allá un tomo que llamara la atención por su dorado, el nombre del autor, el tamaño o el color del cuero de la encuadernación. Repasa antes lentamente los títulos en los lomos y notó que tenía ante sus ojos mera literatura de los siglos xix y xx. Finalmente sacó un tomo-encuadernado en tela descolorida, porque le atraía su título: «Sabiduría de los brahamanes». De pie primero, luego sentado, hojeó el libro que contenía muchos centenares de poesías educativas, mezcla curiosa de palabrería magistral y verdadera sabiduría, de pedantería de filisteos y genuino espíritu poético. Por lo que le pareció, este libro raro y sorprendente no carecía de esoterismo, pero mal preparado por una agria cocina casera, y no eran las mejores las poesías en que una doctrina o una sabiduría aspiraba realmente a tomar forma, sino aquellas en las que el alma del poeta, su poder de amar, su honradez y su humanidad afectuosa, su carácter moderadamente aburguesado encontraban hermosa expresión. Mientras trataba de penetrar en el alma del libro con una mécela de respeto y diversión, cayó ante sus ojos una cuarteta que aceptó con Satisfacción y adhesión y que saludó sonriendo con un gesto, como si le hubiera sido enriada justamente para ese día. La cuarteta decía:
Vemos volver los dios más queridos
para encontrar maduro algo más grato:
una planta rara que cuidar en el huerto,
un niño que mimar, un librito que escribir…
Tiró del cajón del escritorio, buscó y encontró una hoja de papel y copió los versos. Más tarde los mostró a Plinio y le dijo:
—Me gustaron estos versos; poseen algo especial: ¡son tan áridos y tan íntimos al mismo tiempo! Y se adaptan perfectamente a mi persona y a mi actual situación, a mi estado de ánimo del momento. Aunque no sea yo un jardinero o un horticultor, ni dedique mi jornada al cuidado de una planta rara, soy, sin embargo, maestro y educador y me hallo en el camino de mis tareas, hacia el niño que he de educar. ¡Cómo me felicito de ello! Por lo que respecta al autor de estos versos, el poeta Rueckert, tuvo probablemente estas tres nobles pasiones: la del jardinero, la del educador y la del escritor, y ésta precisamente ha de haber ocupado el primer lugar; la nombra en último lugar, en el lugar más importante y él está tan enamorado del objeto de su pasión, que se torna cariñoso y delicado y no dice «libro», sino «librito». ¡Qué conmovedor es esto!
Plinio se rió.
—Quién sabe —replicó—, si el hermoso diminutivo no fue más que un recurso del rimador que allí necesitaba una palabra de una sílaba más…
—No debemos subestimarle —alegó Knecht en defensa del poeta—; un hombre que ha escrito decenas de miles de versos en toda su vida, no se deja dominar por una sórdida necesidad métrica. No, escucha qué delicado y también un poquito vergonzoso suena: «un librito que escribir». Tal vez no fue mera ternura lo que convirtió «libro» en «librito». Tal vez hubo una intención disimuladora y conciliativa. Quizá no, probablemente; este poeta fue un escritor tan devoto de su labor que de vez en cuando consideró su inclinación a escribir libro como una suerte de pasión o vicio. Entonces la palabra «librito» tendría no sólo el sentido y el sonido del cariño, sino también el significado o el propósito defensivo, de excusa o disimulación, como pretende el jugador cuando invita no a un juego sino a un jueguecito, y el bebedor cuando pide todavía un vasito o un traguito. Bien, éstas son meras presunciones. De todas maneras, el poeta que canta al niño que quiere educar y al librito que quiere escribir, cuenta con toda mi adhesión y mi simpatía. Porque no sólo conozco el tormento del deseo de educar, sino que también escribir libritos es un arrebato al cual no me puedo sustraer. Y ahora que me liberté de mis funciones oficiales, tiene una particular atracción para mí la idea de escribir un libro en plena libertad y con el mejor humor; es decir, un libro no, un «librito», un pequeño folleto para los amigos y los cantaradas que piensan como yo.
—¿Y sobre qué? —preguntó Designori curioso.
—¡Bah!, no tiene importancia, el tema no importa. Seria solamente una ocasión o un pretexto para meterme en eso y gozar la dicha de tener mucho tiempo libre. Lo que me importaría en todo eso sería el tono, algo prácticamente equilibrado entre respeto y confianza, entre seriedad y broma, un matiz sin pedantería, de amigable comunicación y explicación sobre esto y aquello, sobre lo que aprendí y creo saber. No emplearía ciertamente la forma con que Federico Rueckert mezcla la enseñanza y el pensamiento, la doctrina y la charla en todos sus versos, aunque me resulta agradable; es personal y a pesar de eso nada antojadiza, es juguetona y, sin embargo, se rige por exactas reglas formales; me gusta. Pero por ahora no conoceré las alegrías y los problemas de la tarea de escribir «libritos»; tengo que concentrarme para otra cosa. Pero más tarde, alguna vez, pienso, podría tocarme también la dicha de ser escritor, tal como la imagino vagamente, una concepción fácil pero esmerada de las cosas, no sólo para una goce solitario, sino teniendo siempre el pensamiento de servir a pocos y buenos amigos y lectores.
A la mañana siguiente, Knecht emprendió su viaje hacia Belpunt. Designori le había dicho el día anterior que quería acompañarle, pero él rechazó netamente ese deseo y como el otro se atreviera a insistir todavía, casi se enojó.
—El joven —replicó brevemente— tiene bastantes problemas en aceptar a su nuevo e ineludible maestro y a digerirlo; no debemos imponerle todavía la presencia del padre, precisamente ahora que le resultaría violenta.
Mientras viajaba en esa fresca mañana de septiembre en el coche alquilado para él por Plinio, volvió a sentir la hermosa sensación del día precedente. Se entretuvo a menudo con el cochero; le hizo detener el vehículo a veces y marchar despacio otras, cuando el paisaje le atraía; hasta tocó su pequeña flauta. Fue un hermoso viaje, emotivo y despreocupado, al salir de la ciudad y de las hondonadas de los contrafuertes y luego en dirección a la alta montaña, mientras pasaba también cada vez más del final del verano al otoño. Alrededor del mediodía comentó la última larga ascensión por grandes curvas a través del bosque de pinos y más y más raleados, a la vera de torrentes espumosos rugientes entre rocas, sobre elevados puentes y a lo larga de caseríos solitarios, de gruesos muros y ventanas pequeñitas, hasta penetrar en el pétreo mundo de la montaña cada vez más ruda y áspera; en cuya desnudes florecían doblemente hermosas diminutas islas de flores montañas.
La casita, finalmente alcanzada, se levantaba a orillas de un lago, oculta por grandes rocas que el techo apenas sobrepasaba. Al verla, el viajero percibió la severidad, mejor dicho, la lobreguez del estilo de edificación acorde con las toscas cumbres. Pero en seguida su cara se iluminó con una alegre sonrisa, porque vio erguida en la puerta de la casa una figura, un joven de chaqueta de varios colores y pantalón corto, que no podía ser otro que Tito, su alumno, y aunque no estaba en realidad muy seriamente preocupado por el fugitivo, respiró aliviado y agradecido. Si Tito se encontraba allí y saludaba al maestro desde el umbral de la casa, todo estaba bien y se eliminaban muchas complicaciones, cuya posibilidad había considerado por momentos durante el viaje.
El muchacho vino a su encuentro, sonriendo amablemente, un poco confundido; le ayudó a bajar del coche y le dijo:
—No tuve ninguna mala intención al hacer solo el viaje.
Y antes de que Knecht pudiera contestar, agregó confiado:
—Creo que usted comprendió lo que yo pensaría. De otra manera usted se hubiera hecho acompañar por mi padre. Ya le hice saber que llegué perfectamente.
Knecht le apretó sonriendo la mano y se dejó llevar adentro; la mucama lo saludó y le prometió servir la comida muy pronto. Cuando antes de ir a la mesa se tendió un momento en la cama, cediendo a una necesidad insólita en él, tuvo la sensación de que el hermoso viaje en coche le había cansado mucho, casi agotado, y mientras por la noche se entretuvo charlando con su discípulo y admiró sus colecciones de flores de la montaña y de mariposas, ese cansancio fue aumentando aún y sintió casi como un mareo, un vacío nunca sufrido en la cabeza, una debilidad molesta y una irregularidad de latidos en el pecho. El alumno se sorprendió un poco porque el
Magister
no dijera una palabra acerca del comienzo de las lecciones, del plan de estadios, dé los últimos certificados y cosas parecidas; cuando Tito hito una tentativa de explotar ese estado de ánimo y propuso para la mañana siguiente temprano un largo paseo, para enseñar al maestro las cercanías, la propuesta fue aceptada amablemente.
—Me alegro de antemano por la excursión —agregó Knecht—, y quiero pedirle en seguida un favor. Mientras veía su colección herbaria, pude convencerme de que usted sabe más que yo acerca de las plantas de la montaña. Entre otros, el propósito de nuestra convivencia es el de que intercambiemos nuestros conocimientos y los igualemos por ambas partes; comenzaremos así: usted revisará mi escaso saber de botánica y me hará progresar un poco en este terreno.
Cuando se desearon mutuamente las buenas noches. Tito estaba muy satisfecho y formó los mejores proyectos. Este
Magister
Knecht había vuelto a gustarle mucho. Sin emplear palabras grandilocuentes, sin hablar de ciencia, virtud y nobleza espiritual, como solían hacer sus profesores, este hombre alegre y cordial, en su modo de ser y de hablar, tenía algo que comprometía y despertaba anhelos y energías nobles, generosos, caballerescos y muy elevados. Podía ser un placer y hasta un merecimiento engañar y trampear a cualquier maestro, pero delante de un ser así no se podía pensar en estas tretas. Era… Sí, ¿qué era y cómo era, pues? Tito reflexionó al respecto, pensando qué era lo que tanto le gustaba en el extraño y al mismo tiempo le imponía, y encontró que se debía a su nobleza, su distinción, su señorío. Esto era lo que más atraía en él ante todo. Este señor Knecht era distinguido, era un señor, un aristócrata, aunque nadie conocía su familia y su padre pudo ser muy bien un zapatero. Era más noble y distinguido que la mayoría de los hombres que Tito conocía, más que su propio padre aún. El jovencito, que estimaba mucho los instintos patricios y las tradiciones de su casa y no perdonaba a su padre que hubiese renegado de todo eso, encontraba ahora aquí por primera vez la nobleza espiritual, de educación, ese poder que en circunstancias favorables puede también hacer el milagro de convertir un hijo de plebeyos en un ser de alta nobleza, saltando por encima de largas series de antepasados y generaciones, en el período de una sola vida humana. Surgió así en el jovencito ardoroso y orgulloso la intuición de que pertenecería a esta clase de nobleza y que servirla sería para él un deber y un honor, y tal vez allí, vivo y personificado en la figura de este maestro, que aun con esa suavidad y amabilidad era sin embargo, todo un señor, estaba más cerca de él el significado de su vida y debía fijarle metas.
Después de haber sido acompañado a su habitación Knecht no se acostó en seguida, aunque sintiera gran necesidad de ello. La velada le había costado muchos esfuerzos; debió luchar para mostrarte en la expresión, el aspecto y la voz ante el joven que sin duda lo estaba observando, en forma que no notara su cansancio, su malestar o su enfermedad, extraña y creciente. Sí, le pareció haberlo conseguido. Pero ahora había que afrontar y dominar ese vacío, ese malestar, esa temible sensación de mareo, ante todo reconociéndola y comprendiéndola. Y no le fue muy difícil, aunque tardó un rato. Su mal, encontró, no tenía otra causa que el viaje de ese día, que en brevísimo tiempo lo llevó de la llanura a una altura de unos dos mil metros. Nada acostumbrado a residir a esa altura, si se exceptúan algunas breves excursiones de su temprana juventud, había soportado mal la rápida ascensión. Probablemente, tendría que sufrir lo mismo por lo menos un día o dos más, y si eso no sucediera, es decir, si no lograra aclimatarse, tendría que regresar con Tito y la mucama, y el plan de Plinio en ese hermoso Belpunt, habría fracasado. Sería una lástima, pero no una desgracia irreparable.
Después de estas reflexiones se acostó y pasó la noche sin poder dormir mucho, en parte pasando revista a su viaje desde su despedida de Waldzell, en parte tratando de aplacar su pulso y sus nervios excitados. Pensó mucho también en su alumno, complacido por cierto, pero sin hacer proyecto alguno; le pareció mejor dominar esa plenitud nobilísima pero desaforada, solamente con la benevolencia y el trato; no había que precipitarse ni obrar con la fuerza. Quería llevar al joven a la conciencia de sus dotes y energías lentamente, y estimular en él al mismo tiempo esa hermosa ambición, esa insatisfacción aristocrática que brinda energía al amor por las ciencias, el espíritu y la belleza. La tarea era hermosa y su alumno no tenía solamente talento juvenil que despertar y ejercitar; era el único hijo de un patricio influyente y rico, un futuro señor también, uno de los colaboradores sociales y políticos del país y del pueblo, llamado a ser modelo y guía. Castalia estaba debiendo algo a esta antigua familia Designori; no supo educar básicamente al padre de Tito que se le había confiado, no lo robusteció lo bastante para una posición difícil entre el mundo y el espíritu, y con eso el joven Plinio, tan dotado y digno de afecto, no sólo fue un hombre desgraciado con una existencia desequilibrada y mal dominada; también su único hijo estaba en peligro y se veía arrastrado hacia lo problemático de la vida paterna. Había allí algo que curar y remediar, una deuda que pagar, y eso le agradaba, y le pareció simbólico que le tocara esa tarea justamente a él, al rebelde
y
aparentemente tránsfuga.
Por la mañana, cuando sintió despertar la vida en la casa, se levantó, encontró al lado de la cama una salida de baño que se puso encima de su liviana ropa de dormir, y entró, como le había indicado Tito la noche antes, en el corredor que unía la casa con la piscina de baño y el lago.
Se tendía delante de él inmóvil y verdoso el pequeño lago; más allá un alto precipicio rocoso cortado a plomo con un tajo neto sin mellas, plantado en el cielo mañanero suave, casi verde y fresco, áspero y frío en la sombra. Pero detrás de esa cumbre el sol había salido, se adivinaba; su luz guiñaba aquí y allá en breves reflejos en los cantos agudos de la piedra; pasarían pocos minutos y por encima de las agujas de la montaña el sol aparecería inundando de luz el lago y el alto valle. Knecht contempló atentamente, casi serio, el cuadro panorámico, cuya calma, belleza y gravedad sentía como algo extraño, pero para él oportuno y. aleccionador. Más fuertemente que en el viaje del día precedente, sintió la violencia, la frialdad y la solemne extrañeza del mundo de alta montaña, que no va al encuentro del hombre, no lo invita, apenas lo tolera. Y le pareció curioso y significativo que su primer paso en la nueva libertad de la vida mundana lo hubiera llevado precisamente hasta allí, en esta grandeza calma y helada.