El juego de los abalorios (68 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Muy pronto hirvió la vida cerca de él, habían comenzado la búsqueda y la caza del asesino y esto duró todo el día; escapó de ellas solamente manteniéndose callado en su escondite, que por miedo a los tigres nadie osaba examinar a fondo. Durmió un poco, volvió a acechar, siguió arrastrándose, descansó de nuevo, y al tercer día estuvo ya del otro lado de la cadena de colinas y siguió adelante sin detenerse, entre las altas montañas.

La vida del sin patria lo llevó aquí y allá, lo hizo más duro e indiferente, más prudente y resignado, pero de noche siguió soñando con Pravati y su dicha de un día, o soñó muchas veces con tu persecución y su fuga, sueños terribles que le aplastaban el corazón; soñó que huía por los bosques, teniendo a sus talones los perseguidores con tamboriles y cuernos de casa, y que llevaba a través de la selva y el pantano, a través de los espinosos matorrales, sobre puentes carcomidos, en ruina, algo, una carga, un atado, algo envuelto, oculto, desconocido, del que sabía solamente que era precioso y no debía soltarse de la mano en ningún caso, algo valioso y en peligro, un tesoro, algo robado tal vez, envuelto en un paño, una tela de color con un borde azul y rojo oscuro, como tuvo el vestido de fiesta de Pravati: soñó, pues, que cargado con ese envoltorio, cosa robada o tesoro, huía y se ocultaba entre peligros y fatigas, agachado debajo de las ramas colgantes y las rocas desmoronadas, al lado de serpientes y por pasarelas delgadas y mareantes sobre los ríos llenos de cocodrilos; que finalmente se detenía azuzado y agotado y se esforzaba para deshacer los nudos con que estaba atado su envoltorio y los soltaba, uno tras otro, y desplegaba la tela; y el tesoro que sacaba y tenía en las manos estremecidas era si propia cabeza.

Vivió escondido y vagando siempre, sin huir realmente de los hombres, pero sí evitándolos. Y un día su vagar lo llevó a través de una región de las colinas ricas en hierbas, que juzgó hermosa
y
alegre y pareció saludarle, como si debiera conocerla: ya era una pradera de floreciente pasto movido suavemente por el viento, ya un grupo de huertas que reconoció y le recordó la época gozosa y pura en la que nada sabía aún de amor y celos, de odio y venganza. Era la región de los prados, donde cuidara el rebaño con sus camaradas, el período más alegre de su juventud, que le contemplaba desde las lejanas profundidades de lo que no puede volver. Una dulce tristeza de su corazón respondió a las voces que lo saludaban, al viento que abanicaba los abedules plateados y ondulantes, a la alegre y rápida canción de marcha de los arroyuelos, al canto de los pájaros y al hondo dorado zumbar de los abejorros. Allí voces y perfumes eran refugio y patria; nunca había sentido pertenecerle y serle familiar de tal modo una región, acostumbrado a la vida errante de los pastores.

Acompañado y guiado por esas voces en su alma, con la sensación de quien retorna, vagó por la hermosa región, por vez primera desde tantos meses terribles ya no como un extraño, un perseguido, un fugitivo, un proscripto a muerte, sino con el corazón aliviado, sin pensar en nada, sin desear nada, rendido por entero al presente alegre y a la cercanía tranquila, receptivo, agradecido y sorprendido un poco de sí mismo y de este estado de ánimo nuevo, desusado, vivido por primera vez y con verdadero encanto, de esta libertad sin deseos, de esta alegría sin emociones, de este gozo eterno y grato. Por las verdes praderas llegó hasta el bosque, estuvo debajo de los árboles, en el crepúsculo salpicado de pequeñas manchas de sol, y allí se robusteció en él la sensación de retorno y de patria, y lo llevó por caminos que los pies parecían hallar por sí solos, hasta que alcanzó a través de la selva de helechos, la pequeña selva en la grande, una minúscula choza; delante de ella estaba sentado en el suelo el yoghi inmóvil, aquel al que espió una vez y a quien llevara leche.

Allí se detuvo Dasa, como si despertara. Allí estaba todo lo que hubo un día, no había pasado el tiempo, no había asesinado a nadie, no había padecido; allí estaba, al parecer, el tiempo, la vida, firme como cristalizada, aplacada y perpetuada. Observó al anciano y en su corazón renació aquella admiración, aquel amor, aquella nostalgia, que había sentido una vez, cuando llegó hasta allí. Observó la choza y pensó para su coleto que haría falta remedarla un poco antes de la próxima estación de las lluvias. Luego se atrevió a dar unos pasos, prudentemente, entró en la choza y espió lo que contenía; no era mucho, casi nada: una yacija de frondas, una calabaza ahuecada con un poco de agua y un bolso de corteza vacío. Tomó el bolso y se fue con él, buscó alimentos en el bosque, trajo frutas y dulce medula de árbol, luego tomó la calabaza y la llenó de agua fresca. Ya estaba hecho lo que se podía hacer allí. Tan poco hacía falta para vivir. Dasa se acuclilló en el suelo y se perdió en ensueños. Estaba contento de ese reposar y soñar silencioso, en pleno bosque, estaba contento consigo mismo, con la voz de su interior que lo había vuelto a traer hasta allí, donde ya jovencito sintiera un día algo como paz, dicha y patria.

Así se quedó, pues, al lado del hombre silencioso. Renovó su camastro de frondas, buscó alimentos para ambos, mejoró la vieja choza y comenzó a construir una segunda, que levantó a poca distancia para él. El anciano parecía tolerarlo pero era difícil saber siquiera si se había dado cuenta de su presencia. Cuando salía de su estado contemplativo, era solamente para acostarse a dormir en la choza, comer un bocado o dar un breve paseo por el bosque. Dasa vivió al lado del venerable como un sirviente cerca de un grande o más bien como un animalito doméstico, un pájaro manso o un mungo viven al lado del hombre, serviciales y apenas advertidos. Como por largo tiempo había vivido huyendo y ocultándose, inseguro, lleno de remordimientos y siempre atento a la persecución, la vida tranquila, el trabajo fácil y la vecindad de un hombre que parecía no verlo, le hicieron bien por un tiempo; durmió sin sueños angustiados y por horas o por días olvidó lo ocurrido. No pensaba en el porvenir, y si le invadía una nostalgia o un deseo, era el de quedarse allí y ser aceptado e iniciado por el yoghi en el misterio de la vida en soledad, de ser él mismo un yoghi y participar del yoghismo y de su orgullosa indiferencia. Comenzó a menudo a imitar el proceder del venerable, a sentarse como él con las piernas cruzadas, permaneciendo inmóvil, a mirar como él en un mundo desconocido e irreal o suprarreal y a tornarse insensible para aquello que lo rodeaba. Generalmente, se cansaba pronto al hacerlo, se le endurecían los miembros y le dolían las espaldas, lo molestaban los mosquitos y, afectado por raras sensaciones de la piel, cosquillas o picazón, se veía obligado a moverse, a rascarse y al final a levantarse. Pero algunas veces había experimentado otras cosas, es decir un vaciarse, un aligerarse y flotar, como le ocurre a ano a veces en ciertos sueños, en que toca apenas la tierra, de vez en cuando, y rebota suavemente en ella, para volver a flotar como un copo de lana. En estos instantes, presintió lo que sería flotar así constantemente, lo que sería si el cuerpo y el alma de uno perdieran su peso y volaran en el aliento de una existencia mayor, más pura, llena de sol, elevados y absorbidos por un más allá, por lo eterno e inmutable. Pero no pasó todo eso de instantes y presentimientos. Y pensó, cuando desilusionado volvía de esos instantes a lo de todos los días, que debería lograr que el anciano fuera su maestro, que lo iniciara en sus ejercicios y en sus artes ocultas y lo convirtiera en yoghi. Mas ¿cómo lograrlo? Parecía que el anciano nunca lo advertiría, que nunca cambiarían entre ellos una sola palabra. El anciano parecía estar más allá de las palabras, como lo estaba del día y la hora, del bosque
y
la cabaña.

Y, sin embargo, un día habló. Era un periodo en que Dasa soñaba noche tras noche, a menudo, cosas enloquecedoramente dulces, a veces terriblemente feas, ya de su mujer Pravati, ya de los sustos de su vida de prófugo. Y de día no hacía progreso alguno, no resistía mucho el estar sentado y ejercitarse, tenía que pensar en amores y mujeres y vagaba mucho por la selva. Podía tener la culpa el clima; eran días bochornosos con oleadas de vientos quemantes. Fue uno de estos días malos, los mosquitos zumbaban en enjambres, Dasa había tenido un mal sueño esa noche, uno de aquellos sueños que dejan una estela de angustia y opresión, cuyo contenido ya no recordaba, pero que ahora despierto le parecía casi una recaída miserable y realmente vedada y profundamente vergonzosa en los estados de ánimo anteriores, en las precedentes etapas de la vida. Todo el día se deslizó o se acurrucó sombrío e inquieto alrededor de la choza, se entretuvo en una y otra Urea, se sentó varias veces para hacer ejercicios de meditación, pero cada vez le asaltó en seguida una afiebrada intranquilidad, una desazón, su cuerpo tembló y sintió un hormigueo en los pies, le ardió la nuca, resistió pocos instantes apenas y observó tímida y vergonzosamente al anciano, que estaba en cuclillas en perfecta postura y cuyo rostro con los ojos vueltos hacia adentro flotaba como una flor en una inalcanzable tranquila alegría.

Cuando ese día el yoghi se levantó y se dirigió hacia la choza, Dasa, que había esperado mucho este momento, se le interpuso en el camino y con el valor del angustiado le habló:

—Venerable, perdona que haya penetrado en tu paz. También yo busco la paz, la calma; quisiera vivir como tú y ser como tú. Mira, soy joven aún, pero tuve que pasar por muchas tribulaciones, el destino jugó cruelmente conmigo. Nací en cuna de príncipe y fui relegado entre pastores, fui pastor y crecí, alegre y fuerte como un ternero, con el corazón puro. Luego se me fueron los ojos detrás de las mujeres y cuando vi a la más hermosa, puse a sus pies mi vida y me hubiera muerto si ella no me aceptaba. Abandoné a mis camaradas, los pastores, cortejé a Pravati, la conseguí, fui yerno y serví, duramente tuve que trabajar, pero Pravati fue mía, era mía y me amaba, o creí que me amaba, todas las noches volvía a sus brazos, yacía al lado de su corazón. Pero un día llega el raja a esa región, el mismo por quien cuando niño yo fui relegado; llegó y me quitó a Pravati y tuve que verla en sus brazos. Fue el dolor más grande que sentí y que me transformó a mí y a mi vida. Maté al raja, maté, y llevé la existencia del delincuente y del perseguido; todo me acosó y no estuve seguro de mi vida una sola hora, hasta que llegué por casualidad aquí. Soy un loco, Venerable, un asesino, tal vez me arrestarán todavía y me descuartizarán. No puedo soportar más esta horrenda vida, quisiera liberarme de ella.

El yoghi escuchó el estallido con los ojos cerrados. Los abrió y posó su mirada en la cara de Dasa, una mirada clara y recogida, luminosa, penetrante, casi insoportablemente firme. Y mientras observaba la cara de Dasa y pensaba en su angustiosa narración, su boca se contrajo lentamente en una sonrisa larga; el anciano meneó la cabeza sonriendo también y riéndose dijo:

—¡Maya! ¡Maya!

Confundido y avergonzado, Dasa se quedó de pie allí; el otro se alejó antes de la refección por el delgado sendero entre helechos, paseó medido con ritmo firme, después de dar un centenar de pasos volvió y entró en la choza y su cara fue como siempre, otra vez, vuelta a otra cosa que el mundo de la realidad. ¿Qué risa era ésa con la que había recibido una contestación el pobre Dasa desde ese rostro eternamente inmóvil? Mucho tuvo que pensar en ella. ¿Había sido benevolente o sarcástica esa risa terrible en el instante de la desesperada confesión, de la amarga súplica de Dasa, consoladora o condenatoria, divina o diabólica? ¿Fue solamente el balido cínico de la decrepitud que no puede tomar nada en serio, o la diversión del sabio por la locura ajena? ¿Fue rechazo, despedida o algo peor? ¿O sería un consejo, una incitación para que Dasa lo imitara y se riera con él? No lograba resolver el enigma. Todavía muy tarde en la noche pensó en aquella risa, a la cual parecía haberse reducido para el anciano su vida, su dicha y su miseria; sus pensamientos royeron en esa risa como en una dura raíz que tiene sin embargo, algún gusto y emana perfume. Y también pensó, meditó y trabajó alrededor de esa palabra que el anciano había pronunciado con tanta claridad, lanzándola alegremente con un inefable placer en la misma risa: «¡Maya! ¡Maya!» Lo que la palabra más o menos significaba, en parte lo sabía, en parte lo adivinaba, y hasta la forma en que el anciano la había gritado riéndose, parecía dejar adivinar un sentido. Maya… era la vida de Dasa, su juventud, su dulce felicidad y su amarga miseria; Maya era la bella Pravati, Maya era el amor y su goce, Maya era la vida toda. A los ojos del anciano yoghi, Maya era la vida de Dasa y de todos los hombres, lo era todo, algo como una niñería, un espectáculo, un teatro, una ocurrencia, una nada vestida de muchos colores, una pompa de jabón, algo de que se puede reír con cierta complacencia y que se puede también despreciar, pero nunca tomar en serio.

Pero si para el anciano yoghi la vida de Dasa estaba liquidada y satisfecha con esa risa
y
esa palabra Maya, no era lo mismo para Dasa, y por mucho que deseara ser él mismo un yoghi que ríe y no reconoce en su propia vida otra cosa que a Maya, en esas noches y esos días sin paz todo estaba en él despierto y vivo, todo aquello que concluido su período de fuga, parecía haber olvidado casi por entero en su refugio. Sumamente mezquina le pareció la esperanza de aprender alguna vez el arte yoghi realmente, o de poder hacer lo mismo que el anciano. Pero entonces ¿de qué serviría el quedarse todavía allí en la selva? Había sido un refugio; allí respiró un poco y reunió sus fuerzas, pudo meditar un poco, esto tenía valor, era ya mucho. Y tal vez afuera, en el país, se había renunciado a la caza del asesino del príncipe y él podría seguir vagando sin mucho peligro. Resolvió hacer esto último, partiría al día siguiente, el mundo era grande, él no podía quedarse eternamente allí en ese rincón escondido. La resolución le dio cierta tranquilidad.

Había decidido partir muy de mañana, pero cuando despertó después de largo sueño, ya estaba alto el sol en el cielo y el yoghi había comenzado ya su meditación y, sin despedirse, Dasa no podía partir, además tenía todavía algo que pedirle. Esperó, pues, horas y más horas, hasta que el hombre se levantó, estiró sus miembros y comenzó su breve paseo de siempre. Entonces se le puso en el camino, hizo muchas reverencias y no cejó hasta que el yoghi posó su mirada inquisitiva en él.

—Maestro —le dijo humildemente—, reanudo mi camino, no perturbaré más tu calma. Pero permíteme por una sola vez, Venerable, un pedido más. Cuando te conté mi vida, te reíste y exclamaste: «¡Maya!». Te suplico, enséñame algo de Maya.

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