Y no fue por la pena de haber perdido ganados y tierras, ni por amor de sus súbditos, ni por ambición de su título de príncipe heredado del padre; fue por violento, doloroso y alocado amor por su hijo, y por violento e insensato miedo al dolor que le causaría ú pérdida del niño.
A tal conclusión llegó en sus reflexiones durante la cabalgata. Por lo demás no pudo alcanzar a la gente de Govinda y castigarla; habían logrado escapar junto con el producto del robo, y para mostrar su firme voluntad y su valor, tuvo que pasar a su vez el confín y saquear un pueblo del enemigo, llevándose algunas vacas y unos cuantos esclavos. Estuvo ausente muchos días, pero mientras regresaba victorioso se entregó otra vez a profundas reflexiones y llegó a su ciudad muy tranquilo y casi triste, porque meditando había visto con qué fuerza, totalmente sin esperanza de poder evitarlo, estaba preso y atado con todo su ser y su actuar en una tremenda red. Mientras crecía y crecía su tendencia a pensar, su necesidad de tranquila contemplación y de existencia inocente e inerte, crecían también por otra parte, el amor por Ravana y la preocupación por el niño, por su vida y su porvenir, la Coerción a la actividad y a los enredos; de la delicadeza nacía la lucha, del amor la guerra; para ser justo y castigar, había robado él también un rebaño, hundido en mortal angustia un villorrio y esclavizado violentamente a pobres seres inocentes; de esto surgiría nueva venganza y nueva violencia, y así sucesivamente, hasta que toda su vida y todo su país no fuesen más que guerra y violencia y ruido de armas. Fue esta visión o esta idea la que le hizo parecer tan tranquilo y tan triste a su regreso a la ciudad.
En efecto, el hostil vecino no concedió tregua. Repitió sus invasiones, sus asaltos, sus robos; Dasa tuvo que salir a campaña para castigar y rechazar al invasor y tuvo que tolerar también que sus soldados y sus cazadores causaran nuevos daños al vecino, cuando éste se le escapaba de las manos. En la capital se veían cada vez más hombres a caballo, hombres armados; en muchos pueblos de la frontera había ahora guardia militar permanente, los consejos de guerra y los preparativos colmaban los días de inquietud. Dasa no podía comprender qué sentido, qué utilidad tendría la eterna guerrilla, le apenaban el sufrimiento de las víctimas, la muerte de muchos, su jardín y sus libros que debía descuidar cada vez más, la paz de sus días y de su alma ahora perdida. Habló a menudo de ello con Cópala, el brahmán y, a veces, también con Pravati, su esposa. Era necesario —decía— nombrar arbitro a uno de los más estimados príncipes de la vecindad; por su parte, aceptaría gustoso poder conseguir la paz cediendo algunas praderas y algunos villorrios. Se quedó desilusionado y un poco contrariado, al ver que ni el brahmán ni Pravati querían oír nada de todo eso.
La disputa sobre esta cuestión llevó a una muy violenta explicación con Pravati, que degeneró en ruptura. Con insistencia, conjurándola, le expuso sus ideas y sus razones, pero ella consideró cada palabra como dirigida contra su persona y no contra la guerra y las muertes inútiles. En un ardiente discurso, inundándole de palabrería, le dijo que era justamente intención del enemigo explotar la bondad y el amor de Dasa por la paz (para no decir en realidad, su miedo a la guerra) en su propio provecho; con eso llegaría a concertar una paz tras otra, pagándolas cada vez con una pequeña pérdida de territorio y de pueblo; al final el mal vecino no estaría satisfecho y, apenas Dasa estuviera debilitado lo suficiente, pasaría a la guerra abierta y todavía lo despojaría del resto. En este caso no se trataba de rebaños y aldeas, de ventajas y desventajas, sino de todo, de subsistir o perecer. Y si Dasa no sabía lo que debía a su dignidad, a su hijo y a su mujer, ella se lo enseñaría. Sus ojos echaban llamas, su voz temblaba; desde hacía mucho tiempo no la veía tan hermosa y apasionada, pero sintió solamente tristeza.
Entre tanto, los ataques en la frontera y las infracciones de la paz aumentaron; sólo la gran estación de las lluvias les puso término por el momento. Pero ahora en la corte de Dasa había dos partidos. Uno, el de la paz, era muy pequeño; además de Dasa, pertenecían a él algunos de los brahmanes más antiguos, un grupo de hombres cultos y otros dedicados a la meditación. El partido de la guerra, en cambio, que era el partido de Pravati y de Gopala, tenía de su parte la mayoría de los sacerdotes y todos los oficiales. Se preparaban armamentos con gran apremio y se sabía que el hostil vecino hacía lo mismo. El niño Ravana aprendía a tirar con el arco con la dirección del cazador mayor y su madre lo llevaba consigo cuando pasaba revista a las tropas.
En esos días, Dasa recordaba a veces la selva en que había vivido una vez como un pobre fugitivo, recordaba al anciano canoso que vivía dedicado a la contemplación como ermitaño. Lo recordaba y sentía el deseo de visitarlo, de volverlo a ver y escuchar su consejo. Pero ignoraba si el viejo viviría aún, si lo escucharía y le aconsejaría, y aunque viviera y lo asesorara, todo seguiría su curso lo mismo y nada cambiaría, nada podría cambiarse. La contemplación y la sabiduría eran cosas buenas y nobles, pero al parecer sólo prosperaban al margen de la vida, y aquel que nadaba en la corriente de la vida y luchaba con las olas, nada tenía que ver con la sabiduría para sus actos y sus sufrimientos; éstos eran realidad, eran fatalidad, debían verificarse y soportarse… Ni los mismos dioses vivían en paz y sabiduría eterna, ellos también conocían el peligro y el miedo, la guerra y la batalla; lo sabía a través de muchas historias. Dasa se rindió, pues, no discutió más con Pravati, pasó revista a las tropas montando en su corcel, previo la guerra, la presintió en muchos sueños excitantes y, mientras veía enflaquecer su figura y ensombrecerse su cara, sintió que se marchitaban y palidecían su felicidad y su deseo de vivir. Le quedaba solamente el amor por su hijito, que creció con la preocupación, con los armamentos y los ejercicios militares; ese amor era la flor ardiente y roja de su jardín asoleado. Se asomaba del vacío y la indiferencia que es posible soportar, de la facilidad con que es posible acostumbrarse a la preocupación y a los pesares, y se sorprendía también de cómo podía florecer un amor tan ansioso y delicado, cálido y dominador, en un corazón aparentemente insensible ya. Si su existencia carecía tal vez de sentido, no carecía sin embargo, de centro, de germen, y giraba alrededor del amor por el hijo. Por este amor, se levantaba por la mañana y pasaba el día ocupado trabajando en cosas cuya meta era la guerra, todas y cada una antipáticas para él. Por este amor, dirigía pacientemente las asambleas de los jefes y se oponía a las resoluciones de la mayoría apenas en lo que fuera necesario para que se meditara y no se precipitara irreflexivamente en la aventura. Del mismo modo que su amor de vivir, su jardín y sus libros se le tornaron paulatinamente ajenos e infieles, o quizá él para ellos; le resultó ajena e infiel también aquella que fuera durante muchos años la dicha y el gozo de su existencia. Había comenzado por la política, cuando Pravati le hizo aquel apasionado discurso en el cual le enrostrara casi abiertamente su miedo al pecado y su amor por la paz como cobardía, y con las mejillas arreboladas, con quemantes palabras le hablara de honor de príncipe, de heroísmo y de infamia tolerada; aquella vez se había sorprendido también y había sentido y visto con una improvisa sensación de mareo cuánto se había alejado su mujer de él, o él de ella. Y desde entonces, el abismo entre ambos se volvió cada vez más hondo y siguió creciendo, sin que ninguno de los dos hiciera algo para impedirlo. Más aún: le correspondía a Dasa hacer algo en ese sentido, porque en realidad era el único que veía el abismo, y éste en su mente fue convirtiéndose en el abismo de los abismos, en el precipicio entre hombre y mujer, entre el sí y el no, entre alma y cuerpo. Haciendo memoria, creyó verlo todo muy claro: un día Pravati, la encantadoramente hermosa, lo había enamorado y había jugado con él, hasta que se separó de sus camaradas y amigos, los pastores, y de su existencia pastoral hasta entonces tan alegre, y por ella vivió en país extraño, en servidumbre, yerno en la casa de gente mala que explotaron su amor para hacerlo trabajar para ellos. Luego había aparecido Nala y así comenzó su desdicha. Nala se había adueñado de su mujer, el rico y elegante raja con sus bellos trajes y sus tiendas, sus caballos y sirvientes había seducido a la pobre mujer no acostumbrada al lujo; no debió costarle mucho… Pero ¿la hubiera podido seducir realmente en forma tan rápida y fácil, si hubiera sido fiel y honesta en su alma? Sí, el raja la sedujo o simplemente la tomó y le causó así el dolor más tremendo que nunca conociera. Pero él se había vengado: mató al ladrón de su dicha y eso fue un instante de supremo triunfo. Mas, apenas realizado ese acto, tuvo que darse a la fuga; días, semanas, meses, vivió entre matorrales y juncos libre como un pájaro, pero sin confiar en los hombres. ¿Y qué hizo Pravati en ese período? Entre ellos nunca hablaron mucho al respecto, pero de todas maneras, no había corrido tras él, no lo había buscado, y lo encontró apenas cuando por su cuna fue llamado a ser príncipe y ella lo necesitaba, para subir al trono y entrar en el palacio. Allí había aparecido ella, se lo llevó de la selva y de la proximidad del venerable ermitaño; lo vistieron con bellos trajes, lo hicieron raja y todo fue brillo y dicha… Pero, en verdad de verdad: ¿qué era lo que había dejado y qué recibió por ello? Recibió el esplendor y los deberes del príncipe, deberes que al comienzo fueron leves y se volvieron luego cada vez más pesados; recibió en devolución a la hermosa mujer, las horas de amor con ella, luego el hijo, y el amor por él y la creciente preocupación por su vida y su felicidad amenazadas, de manera que ahora la guerra era inminente. Esto era lo que Pravati le trajo cuando lo descubrió aquel día en la selva cerca de la fuente. Había dejado la paz del bosque, una soledad piadosa; había entregado la proximidad y el ejemplo de un santo yoghi, la esperanza de su instrucción y sucesión, de la profunda, radiosa e inmutable tranquilidad anímica del sabio, de la liberación de las luchas y las pasiones de la vida. Seducido por la belleza de Pravati, embobado por la mujer y contagiado por su orgullo, había abandonado el camino por el cual se llega a la conquista de la libertad y de la paz. Tal era hoy para él la historia de su vida y, realmente, era posible interpretarla así muy fácilmente; apenas se necesitaban algunas correcciones leves y pocas omisiones, para verla de esa manera. Entre otras cosas hubiera omitido la circunstancia de que no había sido aún alumno de un ermitaño y estuvo decidido a abandonarle deliberadamente. Así se desplazaban ligeramente las cosas, al remontarse hacia atrás en el pasado.
De manera totalmente distinta veía Pravati esas mismas cosas, aunque se dedicara mucho menos que su esposo a estos pensamientos. No recordaba a Nala. En cambio, si la memoria no la traicionaba había sido ella sola quien creó y procuró la dicha de Dasa, lo convirtió en raja y le dio un hijo; lo colmó de dicha y de amor, para hallarlo al final inferior a su grandeza, a la grandeza de ella, indigno de los proyectos que ella acariciaba. Porque para ella era evidente que la próxima guerra no llevaría a otra situación que al aniquilamiento de Govinda y a la duplicación de su poder y de su territorio. En lugar de alegrarse por eso y colaborar enérgicamente con ella, Dasa se oponía, poco principescamente le parecía, a la guerra y a la conquista y hubiera preferido envejecer inerte entre sus flores, sus plantas, sus papagayos y sus libros. Allí estaba Vishwamitra, muy distinto, jefe supremo de la caballería y, después de ella, el más ardiente adepto y el mejor campeón de la guerra y la victoria esperadas. Toda comparación entre ambos favorecía necesariamente a este último.
Dasa vio perfectamente qué amistad dispensaba su mujer al tal Vishwamitra, cuánto ella lo admiraba y cuánto también se dejaba admirar por él, por este oficial de risa ruidosa, bellos y fuertes dientes y barba cuidada, alegre y valiente, tal vez un poco superficial, tal vez no muy inteligente. Lo vio con amargura y desprecio, al mismo tiempo, con una irónica indiferencia, con la que él mismo se engañaba. No espió, no deseó saber si la amistad entre ambos se mantenía en los límites de lo permitido y decente. Vio esta simpatía de Pravati por el hermoso jinete, el ademán con que lo prefería al poco heroico esposo, con la misma indolencia exteriormente pasiva, pero en lo íntimo amarga, con que se había acostumbrado a considerar todos los sucedidos. Era indiferente si fuese infidelidad y traición lo que la esposa parecía resuelta a cometer, o sólo expresión del desprecio de las opiniones de Dasa; eso existía y se desarrollaba y crecía, crecía contra él, como la guerra y la fatalidad; no había remedio y no correspondía frente a los hechos otra conducta que la de la aceptación, de la simple tolerancia, porque ésta era la forma de hombría y heroísmo de Dasa, en lugar del ataque y la conquista.
La admiración de Pravati por el jefe de la caballería, o la de éste por aquélla, podía mantenerse o no dentro de lo moral y lo permitido; en todo caso —él lo comprendía— Pravati era menos culpable que él. Ciertamente, él, Dasa, el hombre del pensar y del dudar, tendía demasiado a buscar en ella la culpa de la pérdida de su felicidad, o a compartir con ella la responsabilidad de haber caído y haberse enredado en todo eso, en el amor, la ambición, los actos de venganza y los robos; achacaba a la mujer, al amor, al placer la responsabilidad por todo sobre la tierra, por el ajetreo, la caza de las pasiones y los deseos, el adulterio, la muerte, el asesinato, la guerra.
Pero sabía perfectamente que Pravati no era culpable ni actora, sino víctima; que ella no era responsable ni de su belleza ni de su egoísmo; que era un grano de polvo en un rayo de sol, una ola en la corriente, y que a él le correspondía o le hubiera correspondido sustraerse a la mujer y al amor, al hambre de felicidad y a la ambición, y permanecer pastor satisfecho entre pastores o superar lo insuficiente de sí por el secreto camino del yoghi. Había descuidado eso, lo había rechazado, no estaba llamado a grandes cosas o no había sido fiel a su vocación, y su mujer estaba en realidad en su derecho si lo consideraba cobarde. En cambio, había recibido de ella al hijo, al niño hermoso y delicado, por el cual temía tanto y cuya existencia seguía prestando valor y sentido a su propia vida, y aun era una gran felicidad, dolorosa y llena de temores, pero felicidad, su felicidad. Y ahora la pagaba con el dolor y la amargura de su alma, con la disposición a la guerra y a la muerte, con la conciencia de afrontar la fatalidad. Allende las fronteras, en su país, estaba el raja Govinda, aconsejado y azuzado por la madre del muerto Nala, el seductor de mala memoria; los ataques y los desafíos de Covinda eran cada vez más frecuentes y atrevidos; solamente una alianza con el poderoso raja de Gaipali hubiera podido robustecer a Dasa lo suficiente como para imponer paz y convenios de buena vecindad. Pero este raja, aunque amigo de Dasa, era pariente de Govinda y se había excusado muy correcta y cortésmente a toda tentativa de concertar tal alianza. No había posibilidad de escapar, esperanza de razón y humanidad; lo fatal se acercaba y era necesario padecerlo. Dasa mismo deseaba casi la guerra, el estallido de la tormenta acumulada y el precipitar de los hechos, imposible de evitar. Visitó una vez más al príncipe de Gaipali, tuvo con él cortesías inútiles, insistió en el Consejo, en la moderación y la paciencia, pero lo hizo sin la menor esperanza; por lo demás se armó. La lucha de opiniones, en el Consejo se desarrolló únicamente acerca de si había que contestar a la primera invasión del enemigo con la penetración en su territorio o si debía esperar el principal ataque enemigo, para que aquél fuera considerado como culpable y como enemigo de la paz por su pueblo y por todo el mundo.