Hemos considerado necesarias estas observaciones y evocaciones, para llevar al lector de nuestra tentativa biográfica a que comprenda en este lugar las dos tendencias básicas con acción polarizante en la personalidad de Knecht, y prepararle a las últimas fases de esta vida tan rica, después que haya seguido nuestra descripción hasta la cumbre vital. Las dos tendencias fundamentales, los polos de esta vida, su Yin y su Yang, eran la de conservación, fidelidad y apego al desinteresado servicio de la jerarquía, y por otra parte, la tendencia al «despertar», al avanzar, al dominio y a la comprensión de la realidad. Para el Josef creyente y obediente la Orden, Castalia y el juego de abalorios eran algo sagrado e incondicionalmente precioso; para el otro Josef, que despertaba, veía claro y avanzaba, eran formas resultantes (a pesar de su valor), conquistadas, variables en sus modos vitales, expuestas al peligro del envejecimiento, de la esterilidad y de la decadencia, cuya idea permaneció siempre intocablemente sagrada para él, pero cuyo accidente del momento y cuyos estados ocasionales reconoció sin embargo, perecederos y necesitados de crítica. Él servía a una comunidad espiritual, cuya fuerza, cuyo sentido admiraba pero cuyo peligro veía en su inclinación a considerarse mero fin a sí misma, olvidada de su cometido y de su colaboración con el conjunto total del país y del mundo, y condenada a caer finalmente en una brillante separación cada vez menos fértil del conjunto de la vida.
Había presentido este peligro en aquellos primeros años cuando vaciló tanto, y tanto temió abandonar totalmente el juego de abalorios; había llegado a su conciencia en forma tan penetrante en las discusiones con los monjes y, sobre todo, con el
Pater
Jakobus, aunque defendiera tan valientemente a Castalia: había llegado a ser visible en síntomas tangibles cuando estuvo de nuevo en Waldzell y llegó a
Magister Ludi
, en la labor fiel pero alejada del mundo y meramente formal de muchas oficinas y de sus propios funcionarios, en la especialización espiritual pero orgullosa de sus repetidores del
Vicus Lusorum
y, no por último, en la figura emotiva y tremenda al mismo tiempo de su amigo Tegularius. Terminado el primer año pesado y difícil de su cargo, durante el cual no logró ganar para sí un poco de tiempo o de vida personal, privada, volvió a dedicarse a estudios históricos, se hundió por primera vez con los ojos abiertos en la crónica de Castalia y así se convenció de que las cosas no estaban como creía la conciencia de sí de la provincia, es decir, que sus relaciones con el mundo foráneo, la acción cambiante entre ella y la vida, la política, la cultura del país retrogradaban constantemente desde hacía algunas décadas.
Ciertamente, las autoridades de la educación tenían su voz ocasionalmente para asuntos escolares y culturales en el Consejo federal; ciertamente, la provincia proveía aún de buenos maestros al país, y ejercía su autoridad en todas las cuestiones de la instrucción pública; pero todo esto había tomado el carácter de la costumbre, de la rutina.
Cada vez menos y con menor entusiasmo se presentaban jóvenes de las diversas clases superiores de Castalia para el estudio voluntario
extra muros
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; cada vez menos, autoridades y aun individuos del país se dirigían a Castalia en busca de consejo, mientras en tiempos idos su voz, por ejemplo, había sido invitada y oída con agrado hasta en importantes problemas judiciales. Si se comparaba el nivel de cultura de Castalia con el del país, se veía que no se acercaban en absoluto, sino que se separaban alejándose en forma fatal: cuanto más cuidada, diferenciada y ultraculta se tornaba la espiritualidad castalia, tanto más tendía el mundo a dejar que la provincia fuera provincia, y en lugar de considerarla una necesidad, un pan cotidiano, a creerla casi un cuerpo extraño del cual se sentía orgulloso, un poco de orgullo como por una preciosidad antiquísima que por el momento se quería conservar como indispensable, de la cual sin embargo, se prefería mantenerse alejados, y a la cual, sin saberlo exactamente, se atribuía una mentalidad, una moral y un egoísmo que no concordaran ya plenamente con la vida real y activa. El interés de los conciudadanos por la vida de la provincia pedagógica, su participación en sus instituciones y sobre todo en el juego de abalorios estaban perdiendo terreno también, como la participación de los castalios a la vida y al destino del país. Había comprendido hacía mucho tiempo que allí residía el error, la deficiencia, y le apenaba que como
Magister Ludi
en su
Vicus Lusorum
tenía que vérselas solamente con castalios y especialistas. De allí su aspiración a dedicarse cada vez más a los cursos para participantes, su deseo de tener discípulos lo más jóvenes posible; cuanto más jóvenes, tanto más vinculados estaban todavía con el conjunto total del mundo y de la vida, tanto menos estaban amaestrados y especializados. A menudo sentía un ardiente deseo de mundo, de hombres, de vida verdadera, siempre que esto existiera aún afuera en lo desconocido. Algo de esta nostalgia y de esta sensación de vacío, de vida en un aire demasiado enrarecido, ha llegado a ser sensible cada vez más para la mayoría de nosotros mismos, y esta dificultad es conocida también por las autoridades de educación; por lo menos de tiempo en tiempo ellas buscaron recursos para hacerle frente y satisfacerla y vencerla, aumentando el cuidado de los ejercicios y juegos físicos, como también mediante tentativas con labores manuales o en los parques. Si hemos observado bien, existe actualmente (desde días recientes) una tendencia de la dirección de la Orden hacia la eliminación de muchas especialidades que se consideran rebuscadas en el movimiento científico, y precisamente a favor de una intensificación de la práctica de la meditación. No se necesita ser escéptico ni pesimista y menos aún mal hermano en la Orden, para dar la razón a Josef Knecht, cuando mucho antes que nosotros consideró el aparato complicado y suprasensible de nuestra república como un organismo que envejece y necesita renovación en muchos aspectos.
Lo encontramos, como dijimos, dedicado a estudios históricos desde su segundo año de magisterio, y precisamente estuvo ocupado, además que con la historia de Castalia, sobre todo con la lectura de todos los pequeños y grandes ensayos redactados por el
Valer Jakobus
acerca de la Orden benedictina. Con el señor Dubois y un filólogo de Keuperheim, que en las sesiones del alto cuerpo actuaba como secretario, tuvo ocasión también de dar alas o renovar en conversaciones ese interés por la historia, lo que para él era siempre un grato placer. Ciertamente, faltaba esta oportunidad en su ambiente cotidiano y, en verdad, el disgusto por este ambiente ajeno a toda labor de historia lo encontraba encarnado en la persona de su amigo Tegularius. Hemos hallado entre otras cosas un apunte con alusiones a una conversación en la cual Fritz sostenía apasionadamente que para los castalios la historia era un objeto poco digno de estudio. Ciertamente, se podía hacer interpretación histórica, filosofía de la historia, muy espiritual y divertida, en caso necesario, muy patética: eso era una broma como las demás filosofías, y él no se oponía si resultaba agradable a alguno.
Pero la cosa misma, el objeto de esa broma, es decir, la historia, era algo tan odioso y al mismo tiempo tan vulgar y diabólico, tremendo y aburridor que no comprendía cómo fuese posible dedicarle atención y tiempo. Su contenido no era más que egoísmo humano, la lucha por el poder, eternamente igual, eternamente orgullosa en demasía de sí misma y en su autoglorificación; por el poder material, brutal, bestial, por algo, pues, que en el mundo ideal de Castalia no cabía y no tenía el menor valor. La historia universal es, sostenía, la narración interminable, sin alma, cansadora, del dominio de los débiles por los fuertes, y pretender relacionar la verdadera y real historia, la historia nada temporal del espíritu con esta tonta riña vieja como el mundo de los ambiciosos por el poder y de los aspirantes a un lugar bajo el sol y aun tratar de explicarla con ella, es realmente una traición al espíritu y le recordaba una secta muy difundida en el siglo XIX ó XX, de la que le hablaron una vez y que creía muy seriamente que los sacrificios ofrecidos a los dioses en los pueblos primitivos, juntamente con esos dioses, sus templos y mitos, eran como todas las otras cosas bellas las consecuencias de un caudal más o menos calculable de alimento y de trabajo, resultados de una tensión cotizada en salarios y costos de vida; que las religiones y las artes eran seudo-fachadas, ideologías presuntuosas de una humanidad ocupada solamente con el hambre y el alimento. Knecht, a quien la conversación divertía, preguntó de pronto si la historia del espíritu, de la cultura, de las artes, no era también historia y no estaba estrechamente relacionada con la restante. No, exclamó violentamente su amigo, él negaba justamente esto. La historia universal era una carrera en el tiempo, una carrera por la victoria, el poder, los tesoros, y en ella sólo importaba no perder el momento oportuno para aquel que tenía bastante fuerza, suerte o vulgaridad. Los hechos del espíritu, de la cultura, del arte en cambio son exactamente todo lo contrario, un estallido, una evasión de la esclavitud del tiempo, un deslizarse del hombre fuera de la inmundicia de sus instintos y de su inercia hacia otros planos, en lo eterno, en lo carente de tiempo, en lo divino, total y absolutamente nada histórico y aun antihistórico. Knecht lo escuchaba con placer y lo incitaba a nuevos desahogos, sin ironía; luego cortó el discurso del amigo, quedamente, con esta observación:
—¡Ten mucho cuidado con tu amor por el espíritu y sus actos! La creación espiritual es algo de que no podemos participar realmente como muchos creen. Un diálogo de Platón o un movimiento coral de Enrique Isaac y todo lo que llamamos acto espiritual u obra de arte o espíritu objetivo, son resultados finales, consecuencias últimas de una lucha por la iluminación y la liberación; son, quiero admitirlo, como tú los denominas, evasiones fuera del tiempo hacia lo no temporal, y en la mayoría de los casos esas obras son las más perfectas, cuando ya nada dejan sospechar de la lucha y el esfuerzo que las precedieron. Es una gran suerte que poseamos esas obras y los castalios vivimos casi exclusivamente de ellas; somos creadores solamente en reproducir; vivimos permanentemente en aquella esfera más allá de lo intemporal y lo pacífico, que nace justamente de esas obras y que ignoraríamos sin ellas. Y aun adelantamos más en lo desespiritualizado o, si tú quieres, en lo abstracto: en nuestro juego de abalorios desmontamos esas obras de los sabios y los artistas en sus partes, extraemos reglas estilísticas, esquemas formales, interpretaciones sublimadas y trabajamos con esas abstracciones como si fueran ladrillos. Está bien, esto es muy bonito, nadie te lo discute. Pero nadie puede respirar, comer y beber durante toda su vida meras abstracciones. La historia tiene una ventaja sobre lo que un repetidor de Waldzell considera digno de su interés: tiene que ver con la realidad, a ella se refiere y con ella se vincula. Las abstracciones son encantadoras, pero sostengo que es necesario también respirar aire y comer pan.
De vez en cuando, Knecht trataba de que le fuera posible hacer una breve visita al envejecido ex
Magister Musicae
. El venerable anciano, cuyas fuerzas declinaban visiblemente, y que había perdido ya por entero el uso de la palabra, persistió en su estado de alegre recogimiento hasta el fin. No estaba enfermo y su muerte no fue realmente un morir, sino una progresiva desmaterialización, un desaparecer de la sustancia corporal y de las funciones físicas, mientras que la vida se recogía exclusivamente cada vez más en los ojos y en la leve irradiación luminosa de la cara envejecida que se hundía. Para la mayoría de los residentes de Monteport este fenómeno era conocido y aceptado con respeto, pero sólo a pocos, como Knecht, Ferromonte y el joven Petrus, estaba permitido una suerte de participación en este esplendor del atardecer, en este irradiar de una vida pura y altruista. A estos pocos que entraban preparados y concentrados en el pequeño cuarto donde el viejo maestro estaba sentado en un sillón, les era concedido penetrar en este suave brillo del dejar de ser, sentir la plenitud vuelta algo sin palabras; como en un campo de rayos invisibles, permanecían durante momentos de felicidad en la esfera cristalina de esta alma, partícipes de una música ultraterrenal, y volvían luego con los corazones limpios y robustecidos a su jornada como desde una alta cumbre de montaña. Llegó el día en que Knecht recibió la noticia de su muerte. Partió de prisa y encontró al maestro dormido suavemente para siempre, tendido en su lecho, el pequeño rostro desvanecido y hundido como una runa de paz, un arabesco, una figura mágica ilegible ya y, sin embargo, elocuente en sonrisa, en acabada felicidad. En el entierro, después del
Magister Musicae
y de Ferromonte, habló también Knecht, y no habló del iluminado sabio de la música, del gran maestro, del bondadoso, inteligente y anciano miembro de la autoridad suprema, sino solamente de la gracia de aquella vejez y aquella muerte, de la inmortal belleza del espíritu, que se había manifestado en él para los compañeros de sus últimos días.
Por muchas indicaciones halladas, sabemos que tenía el deseo de escribir la biografía del ex
Magister
, pero sus funciones no le dejaron el tiempo necesario para esa labor. Había aprendido a conceder muy escasa importancia a sus propios deseos. Una vez dijo a un repetidor:
—Es una lástima que los estudiantes no conozcáis todo lo superfluo y profuso en que vivís. Pero lo mismo me ocurrió cuando era yo estudiante. Se estudia, se trabaja, no se está ocioso, se cree que se es diligente… pero apenas se siente todo lo que se puede hacer con esa libertad. Después interviene de repente una orden superior: uno es utilizado, recibe una misión, un encargo de enseñanza, un puesto, se eleva a otro superior y, sin darse cuenta, se halla apresado en una red de tareas y deberes, que se torna más apretada y tupida, cuanto más uno se mueve en ella. No se trata en realidad de verdaderas tareas, pero cada una debe ser realizada en su hora, y el día oficial, nuestra jornada, tiene más tareas que horas. Es bueno que sea así y no debe ser diversamente. Pero si entre aula, archivo, cancillería, locutorio, sesiones, viajes oficiales se recuerda por un segundo aquella libertad que se tuvo y se perdió, la libertad de los estudios amplios e ilimitados, de las tareas voluntarias, se siente una gran nostalgia y se piensa: teniéndola por un instante, se gozaría hasta el fondo de sus alegrías y posibilidades.