Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Tan cerca de la muerte como puede estarlo un vampiro y permanecer no-muerto, llamé desesperado a mis fieles gitanos, que estaban acampados en el valle. Vinieron, sacaron mi cuerpo de las aguas salvadoras y le prestaron los primeros auxilios, y luego me llevaron hacia el oeste, cruzando las montañas, rumbo a Hungría. Me protegieron de las durezas del camino, me escondieron de mis enemigos potenciales, me mantuvieron a salvo de los rayos del sol y finalmente me llevaron a un lugar de reposo. Sí, y fue un reposo muy largo: un tiempo de retiro forzoso, de recuperación, para rehacer mi cuerpo herido; un largo, larguísimo descanso.
¡Thibor me había herido tan duramente! Todos los huesos rotos, la espalda y el cuello, el cráneo y las extremidades; el pecho hundido, el corazón y los pulmones destrozados; la piel arrancada por piedras y agudas ramas, y chamuscada por el fuego…; hasta el vampiro que había en mí estaba quemado, magullado y golpeado. ¿Un mes para que cicatrizaran las heridas? ¿Un año? No, un siglo.
Pasé mi larga convalecencia en un refugio inaccesible de las montañas, y todo el tiempo mis cíngaros me atendieron, y sus hijos, y los hijos de sus hijos. Sí, y también sus hijas de suaves pechos. Lentamente el vampiro que hay en mí curó sus heridas, y luego me curó a mí. Wamphyri, caminé otra vez, practiqué mis artes, me hice más sabio, más fuerte, más aterrador que antes. Y finalmente un día abandoné mi madriguera y comencé a hacer planes para la aventura de mi vida.
Pero el mundo al cual salí era terrible, con guerras por todas partes, sufrimientos, hambrunas, plagas. Terrible, sí, pero para mí aquello era la materia de la vida, porque yo era un wamphyri.
Encontré las ruinas de una fortaleza en la frontera con Valaquia, y utilicé las piedras para construir allí un pequeño castillo. Dentro de sus muros era casi inexpugnable, y me establecí como un boyardo medianamente acaudalado. Era el jefe de una banda de cíngaros, húngaros y valacos, los alojaba y les pagaba buenos salarios, y muy pronto me aceptaron como terrateniente y señor. Y así llegué a ser poderoso en aquella tierra.
En general, evitaba entrar en Valaquia, porque había en aquella tierra alguien cuya fuerza y crueldad eran famosas; un mercenario voivoda llamado Thibor, que combatía al servicio de los príncipes valacos. Yo no deseaba encontrarme con él (¡su obligación era, en verdad, guardar mis tierras y mis propiedades en los montes Khorvaty!); no tan pronto; porque, si le veía, era probable que no pudiera contenerme. Y eso sería mortal para mí, pues Thibor había llegado a ser mucho más poderoso que yo. No, mi venganza tendría que esperar… Después de todo, ¿qué es el tiempo para los wamphyri?
El tiempo en el tumulto de su transcurrir, donde un día entero es como un solo tic de un gran reloj, es nada. Pero cuando cada larguísimo tic es exactamente el mismo que sonó antes, y cuando comienzan a resonar como truenos en el oído…, entonces uno descubre las limitaciones del tiempo, que engendran aburrimiento, el tedio más absoluto. Me sentía inquieto; estaba encerrado, confinado. Yo era vigoroso, lleno de deseos, poderoso, y no tenía cómo canalizar mis energías. Se acercaba el momento de lanzarme al mundo, de expandir mis horizontes.
Pero luego, en 1178, el curso de mi vida se alteró.
Había oído hablar durante años de una mujer cíngara que era una verdadera observadora de los tiempos, lo que quiere decir que tenía el poder de conocer lo que iba a suceder antes de que aconteciera. Mi curiosidad se despertó y decidí visitarla. No pertenecía a mi tribu de gitanos, de modo que tendría que esperar a que se aventurara dentro de la zona de las montañas que estaba bajo mi dominio.
Entretanto, envié emisarios para alterar el curso de su vagabundeo, emisarios que le dijeron que cuando ella y su tribu llegaran a mis dominios serían mis invitados, a quienes trataría con el mayor de los respetos y pagaría en oro cuanto servicio me prestaran. Entretanto, mientras esperaba la llegada de la supuesta pitonisa, decidí ejercitar mis pequeños talentos y practicar algunos hechizos de mi creación.
Mezclé ciertas hierbas y las encendí, me quedé dormido aspirando sus emanaciones, y busqué por medio de la oniromancia adivinar de qué manera se desarrollaría mi relación con la bruja —sin duda, una impostora—, cuyo nombre era Marilena. Sí, en aquellos días yo tenía mis razones para interesarme en el talento de la gente del pueblo, y para buscarles siempre que se presentaba la oportunidad. Mi hijo Thibor ya llevaba actuando un período equivalente al de varias vidas humanas, y podía haber producido toda clase de peculiaridades en sus dominios.
Y yo buscaba estas anomalías, y me enorgullecía de poder distinguir a los charlatanes. ¡Pero si tropezaba con un auténtico talento, y si en sus venas corría sangre de wamphyri, esa criatura podía considerarse muerta! Porque para una criatura como yo, la sangre es —o era— la vida, pero el néctar más dulce de todos sólo puede ser libado en la no-muerta pila de otro vampiro. Y digo pila, porque un néctar semejante es sagrado, al menos para alguien de mi especie.
Pero… imagina mi asombro cuando finalmente la oniromancia dio resultados y yo soñé con un ángel negro, y no con la bruja impostora que había esperado descubrir.
¡Si no era más que una niña! La vi en mis sueños; una niña encantadora e inocente (¡pero esto era un error, porque era tan experimentada como una puta!). Vino a mí desnuda —toda curvas de piel satinada, ojos y pelo oscuros; los labios de su boca eran rojos como cerezas, y los de su ostra, cuando la abrí, tenían el color de la carne recién cortada—, sin vergüenza alguna. Habían pasado dos siglos desde que Thibor destruyera mi castillo en los montes Khorvaty, y violara y matara a mis mujeres vampiro; entretanto yo había probado la suave carne cíngara, me había derramado en cuantas odaliscas gitanas deseé. No había amor en eso; esa palabra se puede aplicar a otros, nunca a mí. Pero ahora…
Era mi lado humano, claro está, que de vez en cuando dominaba mis sueños. Contemplé esta dulce y sensual princesa de los viajeros con ojos velados por una humana debilidad. El estremecimiento de mi pubis era el amor de un hombre (llámalo así, si quieres), no la frenética lujuria de los wamphyri. Y, para mayor vergüenza, mis sueños fueron húmedos, y me corrí sobre las mantas como un adolescente tembloroso acariciando las tetas de su primera novia.
Pero el problema de la oniromancia es siempre el mismo: ¿había sido una verdadera y exacta predicción del futuro, o solamente un sueño? Y los días siguientes, para confirmar mis hallazgos (o tal vez por otras razones, pues estaba evidentemente encaprichado), quemaba hierbas noche tras noche, y me sumergía en los sueños adivinatorios. Eran siempre los mismos, y cuanto más nos conocíamos con Marilena, más placentero era hacer el amor, y yo me sentía más y más enamorado. Hasta que me di cuenta de que, o tenía a Marilena en la realidad, o me volvería loco.
Y fue entonces cuando ella vino a mí en la realidad, de carne y hueso.
Era de la tribu de Grigor Zirra, llamado el rey Zirra. Marilena era su hija. De modo que yo había estado en lo cierto: ella era una «princesa» de los Viajeros.
Llegaron en invierno, a fines de enero, y yo no recordaba que hubiera hecho nunca tanto frío. Mis propios cíngaros habían situado sus caravanas en apretados círculos cerca de los muros de mi castillo, montado sus tiendas dentro de los círculos, y amarrado a sus animales dentro, con ellos, para aprovechar su calor. Esas sabias gentes habían previsto un invierno muy frío, y habían trabajado duro para acumular en las cuevas cercanas forraje para sus animales. Aun así, tanto a los hombres como a sus animales les habría resultado difícil sobrevivir a aquel invierno si no hubieran contado con la protección del boyardo del castillo.
Yo mantuve abiertas todas mis puertas para ellos, y los salones del castillo calientes con hogueras por todas partes. No tenían más que pedir mis reconfortantes ponches y fuertes vinos rojos, así como cereales para el pan. Todo eso no me costaba nada; esas cosas pertenecían a los gitanos, porque me las habían dado en otras estaciones mejores, ¡a mí, que no las necesitaba!
Una mañana vino a verme un hombre. Había estado cazando en las montañas, que eran mías. Yo no negaba a los gitanos ese privilegio; si mataban tres perdices, o tres jabalíes, uno era para mí. El hombre me habló del cíngaro Zirra; una avalancha había caído sobre su tribu, en un puerto cercano, y había arrastrado a las caravanas. Sólo habían sobrevivido unos pocos, entre las ruinas de los carromatos.
Yo sabía que lo que me decía era verdad. La noche anterior había acudido a las hierbas para soñar una vez más, pero esta vez mis sueños estuvieron despojados de todo deleite carnal, y llenos en cambio con la ventisca y los gritos de los moribundos. No había soñado con mi Marilena, y pregunté si estaría entre ellos.
Después llamé a mi jefe cíngaro y le dije:
—Hay una muchacha atrapada en la nieve. Este hombre sabe dónde está. Ella y su gente son cíngaros. Ve, búscalos, sácalos de allí y tráelos al castillo. Y date prisa, porque si llegas demasiado tarde y ella está muerta…, la casa de Ferenczy puede que piense que ha malgastado su hospitalidad en gente como tú y los tuyos. ¿Me has comprendido?
Corrió a obedecer mis órdenes.
El jefe y sus hombres regresaron por la tarde. Me dio el parte: de los cíngaros de Zirra, que habían sido unos cincuenta, sólo hallaron vivos al propio Grigor Zirra y a una docena más. Tres de los supervivientes estaban heridos, pero curarían; dos más eran ancianas, y puede que murieran; y entre los restantes… se hallaba la hija de Grigor, llamada Marilena, que era observadora de los tiempos.
—¿Les han atendido vuestras mujeres, les han alimentado y dado todo lo que necesiten? No repares en gastos para que se sientan cómodos, que vean que son bienvenidos. Por lo que me dices, lo han perdido todo, ropas, carromatos, tiendas. De modo que, sin mí, estarían en la indigencia. Muy bien, que se alojen dentro de los muros del castillo. Búscales habitaciones cómodas, cerca de las mías. —Y como vi en su cara una expresión perpleja, le pregunté—: ¿Qué pasa?
—A tu gente puede parecerle extraño que trates tan bien a esos extranjeros, que tengamos que dejarles nuestro lugar a gentes que no te han prometido fidelidad.
—Eres sincero y por eso me gustas. Y yo también lo seré —le dije—. He oído decir que esa mujer, Marilena Zirra, es muy guapa. Si es verdad, tal vez quiera hacerla mía, pues no sois vosotros, los cíngaros, los únicos que sufrís el frío de las noches. Por consiguiente, tratad con respeto a su gente, especialmente a su padre y a su familia. No quiero que piensen que soy frío y cruel.
—¡Qué decís, señor! ¡Vos, frío y cruel! ¿Quién podría creer jamás algo así? —dijo, el rostro inexpresivo, sin la menor traza de emoción en la voz.
Le miré un instante, y finalmente dije:
—Sincero es una cosa, y atrevido otra enteramente distinta. ¿Pretendes una cierta familiaridad conmigo? Permíteme decirte que no creo que disfrutaras esa… familiaridad. Por consiguiente, cuando me digas ciertas cosas, y de esa manera, debes hacerlo siempre sonriendo… —Le miré fijamente, y emití un profundo aunque suave gruñido hasta que se sintió incómodo.
—Señor —dijo, empezando a temblar—, no quería…
—¡Calla y no temas, estoy de buen humor! —le tranquilicé—. Y ahora, pon atención. Más tarde, cuando los Zirras se hayan recuperado, vuelve y condúceme hasta su alojamiento. Hasta entonces, no quiero verte.
Pero cuando fui a verles, aquello no me gustó. No era que no hubieran cumplido mis instrucciones; lo habían hecho al pie de la letra. Pero los sufrimientos de aquella gente habían sido tan grandes que estaban aturdidos, como ausentes. Llevaría tiempo que se repusieran. Entretanto, permanecían sentados, cubiertos por sus harapos, y temblaban. Y sólo hablaban cuando se les hablaba.
¿Y dónde estaba la princesa de mis sueños? Todos los sucios hatos de harapos agrupados alrededor del fuego me parecían iguales. Me asombró que mis sueños me hubieran mentido; sentí que era un fracaso como oniromante. Y odiaba el fracaso, sobre todo cuando era el mío.
De modo que permanecí unos instantes allí, contemplando sombrío aquellos desechos humanos, y finalmente pregunté:
—¿Quién es Grigor Zirra?
Se puso en pie: era insignificante, una brizna, pálido por el frío y los sufrimientos, y la pérdida de su gente. No era viejo, pero tampoco parecía joven. Su delgadez había sido antes vigorosa, pero ahora las fuerzas parecían haberle abandonado. No era como yo; era enteramente humano, y había perdido mucho.
—Soy Ferenczy —le dije—. Éste es mi castillo. La gente que vive aquí es mi gente, cíngaros como vosotros. Me complace daros albergue, y he oído que hay entre vosotros un observador de los tiempos. Soy aficionado a contemplar esos misterios. ¿Dónde está esta bruja… o mago?
—Vuestra hospitalidad es tan generosa como grande vuestra leyenda —respondió—. Siento que, en mi pesar, no pueda declarar con más propiedad mi agradecimiento. Pero hoy ha muerto una parte de mí. Era mi esposa, y fue sepultada por la avalancha. Ahora sólo me queda mi hija, una niña, que lee el futuro en las estrellas, en la palma de las manos y en sus sueños. Mi Marilena, de la que habéis oído hablar, no es una bruja, mi señor, sino una verdadera observadora de los tiempos.
—¿Y dónde está?
Me miró con miedo en los ojos. Y en ese instante sentí que me tiraban de la manga, y me asombró que alguien osara tocarme. Ninguno de los míos me había tocado sin que yo se lo pidiera desde el día en que me levanté de mi lecho de enfermo. Miré… y vi que uno de los hatillos de harapos se había puesto en pie y estaba a mi lado… Sus ojos eran enormes y oscuros bajo una capucha de piel… Su pelo, rizos negros que enmarcaban una cara en forma de corazón… Los labios, del color de las cerezas, brillantes como la sangre. Y sobre mi brazo, su pequeña mano, con sólo tres dedos y el pulgar, tal como la había visto en mis sueños.
—Soy Marilena, señor —dijo—. Perdonad a mi padre, porque me quiere y se preocupa por mí; en la tierra hay personas que dudan de los misterios que no pueden dominar, y son muy poco amables con las mujeres a las que denominan brujas.
Sentí que el corazón me saltaba en el pecho. ¡Era ella! ¡Conocía su voz! Vi en ella, a pesar de sus ropas, a la princesa de mis sueños, y supe que lo que había allí era una maravilla.
—Yo…, yo te conozco —dije con voz entrecortada.