El lenguaje de los muertos (54 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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No veo en tus pensamientos que contemples seriamente la idea del suicidio
—respondió Faethor encogiéndose de hombros—,
¿para qué finges? ¿Piensas que me siento amenazado? ¿Cómo podrías amenazarme, Harry, si ya estoy muerto?

—Pero tienes vida mientras estás en mí. Escucha y te diré algo: en realidad no sabes qué hay en mis pensamientos. Puedo ocultártelos hasta a ti. Es la lengua muerta; aprendí a hacerlo para impedir que los muertos se enteraran de mis pensamientos. Lo hacía para no herirlos, pero puedo utilizar el mismo mecanismo con un efecto opuesto.

Durante un instante —brevísimo, un mero tic del reloj—, Harry sintió que Faethor vacilaba. Y sonrió con malicia.

—¿Ves? Yo sí sé lo que piensas, viejo demonio. Pero ¿sabes tú lo que hay en mi mente si te lo oculto… así?

Y en las profundidades de la mente de Harry, el padre de los vampiros se sintió rodeado por la nada. Cayó sobre él como una manta sofocante. Era como si de nuevo se encontrara en la tierra cerca de Ploiesti, donde habían sido enterrados sus malvados restos la noche que Ladislau Giresci le quitó la vida.

—Ya ves —dijo Harry, permitiendo que la luz de sus pensamientos brillara de nuevo—. Puedo dejarte fuera.

No, Harry, fuera no. Puedes encerrarme momentáneamente, pero apenas bajes la guardia me tendrás contigo
.

—¿Siempre?

Faethor permaneció un momento en silencio.

No
—respondió luego—.
No, porque hemos hecho un trato. Y en tanto tú cumplas tu parte, yo mantendré mi palabra. Cuando hayas acabado con Janos, te verás también libre de mí
.

—¿Lo juras?

¡Por mi alma!
—prometió Faethor con su voz gutural y profunda como una negra ciénaga, y dibujó una sonrisa inmaterial.

Era el sarcasmo propio de los vampiros, pero Harry sólo dijo:

—Haré que cumplas tu promesa —y su voz era fría como los espacios interestelares—. Recuérdalo, Faethor, haré que la cumplas.

Manolis conducía el barco. Tenía una pequeña cabina y un motor poderoso, y dejaba una estela semejante a dos muros bajos que se disolvían en el azul. Siempre cerca de la costa, dieron la vuelta al cabo Koumbourno y dejaron atrás a los que practicaban esquí acuático en la playa de Kritika antes de que Harry fuera a bañarse a ese lugar.

A las nueve de la mañana pasaron el cabo Minas y enfilaron hacia Alimnia. Darcy creyó que podría tener problemas con su estómago, pero el mar estaba liso como un cristal, y con la brisa que le daba en la cara… alguien podría haber pensado que estaba disfrutando unas vacaciones de lujo. Darcy, sin embargo, estaba absolutamente seguro de que se dirigían hacia el horror. Hacia las diez de la mañana un par de delfines se habían puesto a jugar cerca de la proa del barco, aproximadamente a la misma hora pasaron por entre las áridas rocas de Alimnia y Makri, y pudieron divisar Halki.

Quince minutos más tarde ya estaban en el puerto y habían amarrado el barco. Manolis se puso a charlar con un par de pescadores que remendaban sus redes. Mientras el policía les hacía preguntas con aire casual, Darcy compró un mapa en una pequeña tienda frente a los muelles, y estudió el plano de la isla. En realidad, no había mucho que estudiar.

La isla era una gran roca de doce kilómetros de largo por seis de ancho, y el eje más largo estaba situado de este a oeste. Hacia el este, las cimas de las montañas se alzaban áridas y desoladas, y la carretera, llena de meandros, parecía conducir a ninguna parte. Darcy supo que su destino y el de Manolis estaban allí, en las alturas al final de la carretera. No necesitaba el mapa para saberlo; su talento se lo había dicho desde el momento mismo en que dejó el barco y saltó a tierra.

Manolis acabó por fin de hablar con los pescadores y se reunió con Darcy.

—No hay medios de transporte —dijo—. Tenemos unos dos kilómetros y luego tendremos que escalar. Claro está que iremos cargados con…, ¿cómo lo dirían ustedes, las cestas de
picnic
? Será una larga y calurosa caminata, amigo mío, y toda ella cuesta arriba.

Darcy miró a su alrededor.

—Mire eso —dijo—. ¿Qué es sino un medio de transporte?

Un artefacto de tres ruedas, que hacía el mismo ruido que un motor a vapor y arrastraba un carro de cuatro ruedas, se acercaba por una estrecha callejuela y aparcó en el «centro de la ciudad», que era precisamente el puerto con sus bares y tabernas.

El conductor era un griego delgado de unos cuarenta y cinco años. Bajó del vehículo y entró en un colmado. Darcy y Manolis le esperaron hasta que salió. Se llamaba Nikos; tenía una taberna y alquilaba habitaciones en la playa situada más allá del promontorio rocoso detrás de la ciudad; en esta época no tenía muchos clientes y podía llevarlos hasta el final de la carretera por una pequeña suma de dinero. Cuando Manolis habló de mil quinientos dracmas, los ojos de Nikos se iluminaron. Se pusieron en camino cuando Nikos terminó de comprar el pescado, la bebida y las demás provisiones que necesitaba para la taberna.

Ir en la parte trasera del carro era mejor que caminar, pero no mucho mejor. Se detuvieron para que Nikos descargara las provisiones y destapara un par de botellines de cerveza para sus pasajeros, y luego continuaron el viaje.

Después de un rato, cuando ya se habían adaptado al traqueteo del carro, Darcy, tras beber un sorbo de cerveza, le preguntó a Manolis:

—¿Qué ha averiguado?

—Los hombres son dos —respondió Manolis—. Vienen a la ciudad por la tarde a comprar carne (sólo carne roja, nada de pescado) y a beber un poco de vino. Andan siempre juntos, hablan poco, se cocinan la comida en el lugar de las excavaciones…, ¡eso, si cocinan! —Se encogió de hombros y miró a Darcy entrecerrando los ojos—. Trabajan sobre todo de noche; cuando el viento sopla de aquel lado, los pobladores a veces oyen las explosiones. Nada grande, sólo pequeñas cargas para mover las rocas y los escombros. No se les ve mucho durante el día. Supongo que descansan en las cuevas del lugar.

—¿Y qué pasa con los turistas? —preguntó Darcy—. ¿No les molestan? ¿Y cómo ha conseguido Lazarides, o Janos, salirse con la suya? Quiero decir, excavar en las ruinas. ¿Está loco su gobierno? Esto es…, ¡es historia! ¡Es patrimonio público!

Manolis volvió a encogerse de hombros.

—Al parecer, el vrykoulakas tiene amigos. Y en realidad no están excavando en las ruinas. Más allá del castillo, el acantilado cae a pico. Más abajo hay salientes y cuevas, y allí es donde cavan. La gente del pueblo piensa que están locos, que no hay ningún tesoro, sólo polvo y rocas.

—Pero Janos está mejor informado, ¿no? Si él lo enterró, debe de saber muy bien dónde cavar —observó Darcy.

Manolis estuvo de acuerdo.

—En cuanto a los turistas, debe de haber unos treinta. Pasan el tiempo en las tabernas y en la playa. Están de vacaciones. Algunos suben hasta el castillo, pero nunca descienden por el acantilado. Y nunca van allí de noche.

—Uno se siente raro —dijo Darcy después de un rato.

—¿Por qué?

—Vamos allá arriba a matar a esas criaturas.

—Sí —respondió Manolis—. Pero sólo si es necesario. Quiero decir, ¡solamente si no son seres humanos!

Darcy se estremeció y echó una mirada a la larga y estrecha cesta que llevaban a sus pies. Adentro había arpones y estacas de madera, la ballesta de Harry Keogh y cinco litros de gasolina en una garrafa de plástico.

—No lo son —dijo luego—. Puede creerme, Manolis, no son seres humanos…

Quince minutos más tarde, Nikos detuvo su vehículo al final de la carretera. A la izquierda, caminos que eran poco más que senderos de cabras llevaban montaña arriba hasta las ruinas de una ciudad antigua; más arriba de las ruinas se levantaba un monasterio de un blanco brillante, al parecer todavía en funciones, y todavía más arriba, en la cima misma de la montaña…

—¡El castillo! —exclamó Manolis.

Y mientras Nikos y su maravilloso carro de tres ruedas daban trabajosamente la vuelta y regresaban traqueteando al valle, Darcy se protegió los ojos con la mano para contemplar los siniestros muros del castillo, que montaba guardia allí desde hacía largos siglos.

—Pero… ¿hay algún camino para subir?

—Sí —respondió Manolis—. Una senda de cabras. Muy estrecha, pero bastante segura. O al menos eso opina el pescador.

Comenzaron a subir llevando entre los dos la cesta. Más allá del monasterio, y antes de que comenzara la parte más difícil del ascenso, se detuvieron para mirar hacia atrás. Al otro lado del valle todavía se veían las ruinas de antiguos caseríos y los linderos de campos abandonados hacía tiempo, donde los montes de olivos y los huertos habían vuelto a su salvaje estado natural.

—Esponjas —dijo Manolis a modo de explicación—. Estos pueblos eran pescadores de esponjas, y cuando se agotaron, también se acabó la gente. Ahora, como ve, casi todo son ruinas. Quizás el turismo devuelva un día la vida a la isla.

Darcy tenía otras cosas muy diferentes en la cabeza.

—Sigamos —dijo—. Yo ya no quiero seguir más allá, y si tardamos mucho, no querré ir de ningún modo.

Después de eso, todo fue peñascos de color ocre, hierbajos amarillentos y serpenteantes senderos de cabras, y allí donde había una abertura entre las rocas, las vistas daban vértigo. Pero finalmente llegaron al pie de los enormes muros, y entraron por un enorme pórtico de piedra al interior de las ruinas. El lugar era una acumulación de estilos, griego antiguo, bizantino y medieval, de la época de los cruzados, y Darcy había tenido razón con respecto a su valor histórico. Y cuando treparon a los muros de más de un metro de espesor, la vista era fantástica; toda la costa de Halki y las islas vecinas aparecían ante sus ojos.

Sortearon montones de escombros en un recinto que fuera la capilla de los cruzados, y en cuyos muros aún se veían descoloridas pinturas murales de santos con halos, y finalmente se detuvieron donde acababa el castillo, al borde de las ruinas que daban a la bahía de Trachia.

—Están allí abajo —dijo Manolis—. Mire: ¿ve que han estado excavando, y los escombros forman una hilera oscura contra las rocas? Son ellos. Y ahora debemos encontrar el sendero para bajar. Darcy, ¿se encuentra bien? ¡Tiene un aspecto tan…!

Darcy no se encontraba precisamente bien.

—Ellos…, ellos están allí abajo —respondió—. Siento que no puedo levantar los pies del suelo, y cada paso me pesa una tonelada. ¡Es mi talento, que es un cobarde!

—¿Quiere descansar un momento?

—¡Por Dios, no! Si me detengo ahora, ya no me podré mover. ¡Sigamos adelante!

Varios paquetes vacíos de cigarrillos y marcas de pisadas en las rocas y en el suelo arenoso les señalaron el camino para bajar, que no era dificultoso. Muy pronto encontraron una carretilla oxidada y un pico roto en un ancho saliente de la montaña. Y un poco más allá, en el mismo saliente, se amontonaban los escombros de las excavaciones que habían realizado en las cuevas. Sin hacer ruido se aproximaron a la cueva en la que parecían haber trabajado hacía menos tiempo y se detuvieron en la entrada. Y cuando sacaron los arpones de la cesta y los cargaron, Manolis susurró:

—¿Está seguro de que nos harán falta?

—Sí, claro que sí —afirmó Darcy, el rostro ceniciento.

Manolis se adelantó hacia la boca de la cueva.

—¡Espere! —le detuvo Darcy, con voz estrangulada—. Será mejor llamarlos para que salgan.

—¿Y hacerles saber que estamos aquí?

—A la luz del sol la ventaja será nuestra —musitó Darcy—. De todos modos, la necesidad de huir que experimento es aún más intensa, lo que probablemente significa que ellos ya saben que estamos aquí.

Darcy tenía razón. Una sombra se separó de las más oscuras sombras de la cueva, y avanzó cautelosamente hacia la entrada, hacia ellos. Se miraron y sin decir palabra le quitaron el seguro a las armas y las levantaron en gesto de advertencia. El hombre de la cueva siguió avanzando, pero comenzó a hacerlo de costado y algo agachado, ofreciendo un blanco más reducido.

Manolis dejó escapar un torrente de maldiciones en griego, desenfundó la Beretta y pasó el arpón a la mano izquierda. El hombre o vampiro seguía acercándose, y ahora le vieron más claramente. Era delgado, alto, y extrañamente andrajoso. Llevaba un sombrero de ala ancha, pantalones muy holgados y una camisa con los puños desabrochados. Parecía un espantapájaros que hubiera descendido de su pértiga, pero no era a los pájaros a quienes espantaba.

—¿Hay sólo uno? —susurró Darcy, y se le pusieron los pelos de punta cuando escuchó el ruido de unos guijarros que se deslizaban en el saliente
detrás
de ellos.

El hombre en la cueva continuó avanzando; Manolis disparó su pistola con un ruido ensordecedor; Darcy miró hacia atrás y vio a una segunda criatura que se acercaba amenazante. ¡Pero ésta estaba mucho más cerca! Como su colega en la cueva, llevaba un sombrero de ala ancha, y sus ojos eran amarillos y bestiales. ¡Peor aún, empuñaba un pico, y con el rostro contraído en una mueca feroz se preparaba a clavarlo en la espalda de Darcy!

Darcy —o quizá su talento— se volvió para defenderse del ataque, apuntó y disparó a quemarropa el arpón. El proyectil se clavó en el pecho del vampiro. El impacto lo detuvo; el vampiro dejó caer el pico y retrocedió tambaleándose hasta apoyarse en el muro del acantilado. Darcy, inmóvil, no podía apartar los ojos de la criatura que gemía, se retorcía y escupía sangre.

Manolis, en la cueva, maldijo y disparó otra vez su pistola, y siguió a su presa a las profundidades de la cueva. Y luego… Darcy oyó un chillido inhumano, seguido del deslizarse de la plata sobre el acero, y finalmente el sordo sonido del arpón de Manolis que penetraba en la carne. Los ruidos lo sacaron de la parálisis, y se dio cuenta de que Manolis ya había utilizado todas sus armas. Se inclinó para coger otro arpón de la cesta, y el hombre del saliente se acercó tambaleándose, y de un puntapié hizo rodar montaña abajo la cesta y su contenido.

—¡Jesús! —gritó Darcy, la garganta áspera y reseca como papel de lija, cuando la criatura de ojos llameantes se dio la vuelta y le miró.

El vampiro se detuvo, miró a su alrededor, y vio su pico cerca del acantilado. Se adelantó para cogerlo, y Darcy hizo lo mismo. Su talento le decía que huyera, pero le respondió «¡Jódete!», y se lanzó como un demente contra el vampiro. Éste cayó al suelo, y Darcy cogió el pico. Era una herramienta muy pesada, pero era tan grande el terror de Darcy que le pareció que tenía un juguete en las manos.

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