El lenguaje de los muertos (57 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
11.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y entonces, Zharov vio por primera vez el camposanto. Y se estremeció, corrió las cortinas, encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la cama a fumarlo. Zharov conocía el talento de Harry. Estaba en Bonnyrig cuando Wellesley intentó matar al necroscopio, y vio lo que vino desde el jardín de Keogh cuando fracasó el ataque del traidor. Eso, más ciertos detalles del informe de los cretinos de la Securitatea rumana y…, y tal vez el lugar y el momento no eran tan perfectos para un asesinato como él había pensado.

Pero sí era un buen momento para inspeccionar sus armas. Zharov abrió el compartimento secreto en la base de su maletín, sacó las piezas de una pistola automática pequeña pero mortal, y la armó. La cargó luego con un depósito de dieciséis cartuchos, y guardó otro igual en el bolsillo. En el maletín había también un cuchillo con una hoja de veinte centímetros de largo, y estrecha como un destornillador, y un garrote compuesto por un par de agarraderas unidas por una cuerda de piano de cincuenta centímetros de largo. Una sola de esas armas —cualquiera de ellas— era suficiente, pero Zharov quería asegurarse de que cuando llegara el instante decisivo, el asesinato sería cometido con la mayor rapidez. Keogh no debía tener ocasión de hablar con nadie. O, mejor dicho, con nada.

Y una vez más, la imagen de esas dos —¿debería llamarlas personas?— saliendo del jardín, que había contemplado furtivamente desde el otro lado del río, en Bonnyrig, cruzó por la mente de Zharov. Recordaba cómo se movían, cada paso un esfuerzo de voluntad sobrenatural, y cómo una de ellas daba la impresión de que iba dejando tras de sí trozos de su cuerpo, trozos que después le siguieron, como si tuvieran vida propia… Mientras el ruso pensaba estas cosas, aún era temprano para ir a dormir. Se puso el abrigo y bajó al bar del hotel a beber una copa. Varias, en verdad.

Harry continuó hablando con sus nuevos amigos en sueños tal como lo había hecho despierto, sólo que esta vez la conversación fue menos coherente, mucho más vaga, tal como lo son los sueños. Pero no estaba tan dormido que no pudiera sentir la mente localizadora de Ken Layard cuando pasó sobre él (y lo hizo con frecuencia), ni tan alejado de la vigilia que no pudiera distinguir entre el cotilleo banal de los muertos y la ocasional aparición de cosas reales e importantes. Así, cuando mediante su lengua muerta se comunicó con una nueva voz, supo de inmediato que esto era importante.

—¿Quién es usted? ¿Me está buscando? —preguntó Harry.

—¡Harry Keogh! —se oyó más potente a la nueva voz—. ¡Gracias a Dios que lo he encontrado!

—¿Lo conozco? —Harry procedió con cautela.

—Sí —respondió el otro—. Nos hemos conocido. Yo intenté asesinarlo.

Harry lo reconoció, y supo por qué no lo había reconocido antes. Era muy simple: esa voz estaba normalmente asociada a la de un ser vivo. Hasta este momento, en todo caso. No era, o al menos no debería haber sido, la voz de un muerto.

—¿Wellesley? Pero… ¿qué sucedió?

—Quiere decir, ¿por qué estoy muerto? Bien, me han hecho sufrir mucho, Harry. No físicamente, claro que no, pero los interrogatorios fueron interminables. Podría haber soportado el sufrimiento físico…, pero el mental es otra cosa. Cuanto más profundamente escarbaban en mí, más me daba cuenta de que yo había sido una basura. Para mí, ya todo había terminado. Años de prisión, una carrera a la que nunca podría volver, no tenía futuro. Sé que suena trillado, pero yo era un hombre arruinado. Así que me colgué. Como ve, a uno ya no le ofrecen la honorable salida de un disparo, de modo que utilicé un par de cordones de zapato. Temía que no resistieran mi peso, pero lo hicieron.

A Harry le resultó difícil sentir compasión por él. Después de todo, el hombre era un traidor.

—¿Qué quiere de mí? —le preguntó—. ¿Desearía que le diga que lo siento? ¿Que le ofrezca mi hombro para que llore sobre él? ¡Vamos, tengo montones de amigos entre los muertos que nunca intentaron matarme!

—No estoy aquí por eso, Harry —le respondió Wellesley—. No, recibí mi merecido. Creo que todos lo recibimos, tarde o temprano. He venido a decirle que lo siento. A disculparme por no haber sido más fuerte.

—¡Vaya, vaya! Harry, siento no haber sido más fuerte. Si lo hubiera sido, le habría matado —le remedó Harry con ironía.

Wellesley suspiró.

—Bueno, al menos lo he intentado. Siento haberle molestado. Pero yo no sabía que el suicidio era sólo el comienzo de mis malos tiempos —dijo, y comenzó a retirarse.

—¿Qué dice? —Harry le retuvo—. ¿Sus malos tiempos? —y entonces se dio cuenta de lo que quería decir Wellesley—. Los muertos no quieren saber nada con usted, ¿es eso?

Wellesley se encogió de hombros; era un hombre vencido.

—Sí, algo por el estilo. Pero es como he dicho: siempre recibimos nuestro merecido. Lamento haberle molestado, Harry.

—No, espere… —Harry tenía una idea—. Escuche, ¿qué le parecería una oportunidad de compensar lo que ha hecho conmigo? ¿Y con los muertos en general?

—¿Hay alguna posibilidad? —la voz de Wellesley sonaba esperanzada.

—Podría ser.

—Dígame qué debo hacer.

—Usted tenía una especie de talento negativo, ¿verdad?

—Así es. Nadie podía ver en mi mente. Pero… como puede ver, mi talento murió conmigo.

—Tal vez no —respondió Harry—. Vea, lo que estamos haciendo no es lo mismo de antes. No nos comunicamos por telepatía, sino mediante la lengua de los muertos. Usted mismo la domina. Si no quiere hablar conmigo, no está obligado a hacerlo. Su talento era incontrolable. Usted ni siquiera sabía que lo tenía. Si alguien no hubiera advertido que su mente era un muro de piedra, usted nunca lo habría sabido. ¿No es así?

—Sí, supongo que sí. ¿Pero adónde quiere llegar?

—No estoy seguro. Ni siquiera estoy seguro de que sea posible… ¡Pero si yo tuviera su talento, sería para mí una ayuda inestimable!

—Es evidente que lo sería —respondió Wellesley—, pero como usted mismo lo ha dicho, no era un talento. Era una especie de carga negativa. Estaba allí todo el tiempo, trabajando por su cuenta, sin mi conocimiento o mi asistencia.

—Puede que así fuera, pero en algún rincón de su mente se halla el mecanismo que lo gobernaba. Me gustaría saber cómo funciona, eso es todo. Y entonces, si yo pudiera imitarlo, aprender cómo hacerlo funcionar o desconectarlo a voluntad…

—¿Usted quiere mirar dentro de mi mente? ¿Me está diciendo que conoce la manera de hacerlo?

—Sí —respondió Harry—, tal vez pueda si usted me ayuda. Y puede que sea por eso por lo que nadie ha podido hacerlo: porque usted mantenía a todos afuera. Dígame, ¿leyó usted alguna vez mi expediente?

—Claro que sí —dijo Wellesley, y rió irónico—. En aquella época pensaba que era fantástico. Recuerdo que uno de los agentes PES vio su expediente en mi mesa, y me dijo: «¡Ni muerto hablaría yo con ese tipo!».

Harry rió, pero recuperó su seriedad un instante después.

—¿Y leyó usted sobre Dragosani, y cómo robó el «ojo mortal» de Max Batu?

—Sí, pero él lo arrancó del corazón de Batu, lo leyó en sus entrañas, lo consiguió probando el sabor de su sangre.

—Así es —respondió Harry—, pero no necesariamente tiene que ser de esa manera. Esa ha sido siempre la diferencia entre los tipos como Dragosani y yo. Es la diferencia entre un nigromante y un necroscopio. Él cogía lo que deseaba por la fuerza. Torturaba para conseguirlo. Yo sólo lo pido.

—Cualquier cosa que yo tenga, se la daré de muy buen grado —dijo Wellesley.

—Bien, eso dirá mucho en su favor ante los muertos.

—Entonces, ¿cómo lo hará? —preguntó ansioso Wellesley.

—En realidad, es usted quien tiene que hacerlo.

—¿De verdad? Entonces, tendrá que decirme cómo.

—Deje su mente en blanco e invíteme a entrar en ella —respondió Harry— Relájese como si yo fuera un hipnotizador y dígame: «Entre por su propia voluntad».

—¿Es tan fácil?

—Sí, la primera parte lo es —respondió Harry.

—Muy bien, intentémoslo… —respondió Wellesley con decisión.

Capítulo quince

Tracios - No-muertos en el Mediterráneo - Cíngaros

Möbius volvió a comunicarse con Harry más tarde.

—¿Harry? Escuche, muchacho. Siento haber tardado, pero esas puertas mentales de usted me causaron verdaderas dificultades. Con todo, y eso lo sabe usted muy bien, cuanto más difícil es un problema, más fascinante. De modo que me he reunido con algunos amigos, y hemos llegado a la conclusión de que se trata de unas nuevas matemáticas.

—¿Qué me dice? —Harry estaba atónito—. ¿Y quiénes son sus amigos?

—Las puertas de su mente están selladas con números —explicó Möbius— Pero están escritos a la manera de símbolos, en una especie de álgebra. Y componen la ecuación simultánea más compleja que usted pudiera imaginar.

—Continúe —le incitó Harry.

—Yo jamás podría resolverla solo. Bueno, quizá si le dedicara los próximos cien años… Porque se trata del tipo de problema que sólo puede ser resuelto por medio de un sistema de tanteo. Así pues, después de dejarle a usted, busqué a unos colegas y les pasé la ecuación.

—¿Colegas?

Möbius suspiró.

—Harry, hubo otros antes que yo. Y algunos de ellos, muchos, muchos años antes. Pero como usted sabe mejor que nadie, ellos no desaparecieron. Aún están allí, y hacen en la muerte lo mismo que en vida. De modo que les he pasado diversas partes del problema. Y permítame que le diga que eso no fue nada fácil. Afortunadamente, todos habían oído hablar de usted, y me recibieron muy bien, a pesar de que comparado con ellos, sólo soy un aprendiz.

—¿Usted, un aprendiz?

—Sí, si me compara con Aristóteles, Ptolomeo, Copérnico, Kepler, Galileo, Isaac Newton, o Ole Christensen Roemer. Sí, junto a ellos yo soy un mero aprendiz. ¡Y Einstein un cachorrillo!

—Pero esos sabios que me ha nombrado, ¿no eran fundamentalmente astrónomos? —preguntó Harry.

—Sí, y también filósofos, matemáticos y muchas otras cosas —respondió Möbius—. Las ciencias se solapan unas con otras y se influyen mutuamente, Harry. Como puede ver, he estado muy ocupado. Pero, en todo esto, había un hombre al que deseaba consultar, pero no me atrevía. ¡Y él vino a buscarme! E incluso parecía ofendido de que le hubiéramos excluido.

—¿Y quién es él? —preguntó Harry, muy interesado.

—Pitágoras.

—¿Aún está aquí?

—Y continúa siendo un gran místico, e insiste en que Dios es la ecuación suprema. —Y aquí la voz de Möbius adquirió una peculiar inflexión—: Y el problema es… que ya no estoy tan seguro de que Pitágoras no tenga razón.

Harry aún estaba atónito.

—¿Pitágoras, ocupándose de mi caso? Mi madre me dijo que había mucha gente que deseaba ayudarme, pero… ¡Pitágoras! ¿Puede perder su tiempo en eso? ¿No tiene otras cosas más importantes que…?

—No —le interrumpió Möbius—. Para él, esto es de una importancia superlativa. ¿No comprende quién era Pitágoras, y qué hizo? ¡Anticipó la teoría de los números en el siglo sexto antes de Cristo! Era el principal defensor de la teoría que sostiene que los números son la esencia de todas las cosas, el principio metafísico del orden racional del universo. Y lo que es más, su principal doctrina teológica era la metempsicosis, o transmigración de las almas.

Harry hizo un gesto que indicaba su confusión.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó.

Möbius suspiró una vez más.

—Muchacho, usted no me escucha. ¡Perdón, sí que lo hace! Pero su actual incapacidad para la aritmética le impide comprender lo que estoy diciendo. ¡Todo se relaciona con usted! Después de dos mil quinientos años, usted es la viva prueba de todo lo que defendía Pitágoras. Usted, Harry, el único hombre de carne y hueso que ha impuesto su mente metafísica sobre el universo físico.

Harry intentó comprender lo que decía Möbius, pero le era imposible. Su ceguera matemática le impedía reflexionar sobre aquello.

—Entonces…, ¿me pondré bien?

—Sí, Harry, vamos a abrir esas puertas. Pero tiene que darnos tiempo, claro está.

—¿Cuánto tiempo?

—Horas, días, semanas —respondió—. No podemos saberlo.

—No puedo esperar semanas —contestó Harry—. Ni siquiera días. Tendrán que ser horas.

—Estamos intentándolo, Harry, estamos intentándolo…

En las montañas de Halmagiu, cerca de las ruinas de su castillo, Janos Ferenczy, hijo carnal de Faethor, vociferaba enfurecido. Había llevado a Sandra y a Ken Layard a un saliente en la montaña, a más de mil quinientos metros de altura. Los mismos vientos nocturnos estaban alborotados por la pasión de Janos; se arremolinaban alrededor de la empinada roca y amenazaban con arrancar de ella a las tres criaturas.

—¡Quedaos quietos! —ordenó Janos con voz amenazante a los elementos.

Y los vientos se calmaron, las nubes cruzaron por la faz de la luna como seres atemorizados, y el furioso vampiro se dirigió a sus vasallos.

—Tú —dijo, y cogiendo a Layard por la piel de la nuca, como una gata a sus gatitos, le arrojó contra el borde del saliente, al filo mismo del abismo—. Ya te he roto los huesos una vez, ¿quieres que vuelva a hacerlo? Y ahora dime: ¿dónde está él? ¿Dónde está Harry Keogh?

Layard se retorció intentando soltarse y señaló hacia el noroeste.

—¡Estaba allí, lo juro! Hace menos de una hora estaba a menos de cien millas de aquí. Yo lo sentí, era una sensación muy fuerte, como la luz de un faro. Pero ahora no hay nada.

—¿Nada? —repitió furioso Janos—. ¿Me tomas por tonto? Tú eras un hombre de talento, un localizador, y como vampiro tus poderes han aumentado de manera inconmensurable. Si alguien puede encontrar a Harry Keogh, ése eres tú. ¿Cómo puede ser que me digas que le has perdido? ¿Cómo puede ser que primero esté allí, y luego no esté? ¿Viene hacia aquí? ¿Se encuentra en algún punto intermedio? ¡Habla! —y le dio una brutal sacudida.

—¡Estaba allí! —gimió Layard—. Le sentí allí, solo, probablemente dispuesto a pasar la noche en ese lugar. Sé que estaba; le localicé y luego pasé sobre él una y otra vez, pero no me atreví a demorarme por miedo a que me siguiera hasta usted. Pregúntele a la chica, ella le dirá que no miento.

—¡Vosotros sois cómplices! —gritó Janos, obligándole a arrodillarse; luego cogió la transparente túnica de Sandra y la desgarró.

La joven retrocedió desnuda bajo la luna e intentó cubrirse, los ojos amarillos en el pálido óvalo de su rostro. Pero un instante más tarde se irguió. Janos ya le había hecho todo lo peor; cuando el horror embota, la carne no tiene sensaciones ni emociones.

Other books

Essays in Science by Albert Einstein
Surrender to a Wicked Spy by Celeste Bradley
Ladies Who Launch by Milly Johnson
The False Prince by Jennifer A. Nielsen
The Vision by Dean Koontz
Night of Knives by Ian C. Esslemont
Big Sky Eyes by Sawyer Belle
Inferno by Adriana Noir
Message From Malaga by Helen Macinnes