Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Jazz terminó la explicación de Manolis.
—Los tres de la retaguardia se han asomado a la curva, pero los tipos de arriba no saben que ellos están esperando lo que va a suceder. Y cuando los explosivos vuelan los peñascos de la entrada de la cueva, un poco más arriba, los tres se refugian en la concavidad de la ladera.
—Sí —dijo Manolis—, así es como yo lo veo.
—O bien lo dejamos hasta la noche —dijo Darcy, el rostro repentinamente pálido—, y…
—Es tu ángel guardián el que habla —dijo Manolis con expresión de disgusto—. Ya he visto antes esa expresión en tu cara.
Darcy sabía que el griego tenía razón, y maldijo por lo bajo.
—Entonces, ¿quién te parece que debe ponerle el cascabel al gato? —dijo.
—¿Qué dices?
—¿Quién va primero, y corre el riesgo de que le hagan saltar en pedazos?
—¡Pues tú, claro! ¿Quién, si no? —fue la inmediata respuesta de Manolis. Jazz miró a Darcy y preguntó:
—¿Funciona realmente ese talento tuyo?
—Sí —respondió suspirando Darcy—. Soy un deflector.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que mi talento no opera de manera intermitente, sino todo el tiempo. Y me vuelve cobarde. Aun sabiendo que estoy protegido, ¡utilizaría una vela para encender una bengala! Tú me dices: adelante, Darcy, sube esos escalones. Y mi talento repite sin cesar: huye, Darcy, vete de aquí ya mismo.
—Entonces, lo que debes preguntarte es quién es el jefe, tú o él.
La respuesta de Darcy fue una sombría sonrisa. Luego metió un cargador nuevo en la metralleta y salió al descubierto, donde le podían ver los de la fortaleza. Se dirigió luego a la base de los escalones de piedra y comenzó a subir. Los otros se miraron un instante, y después Manolis fue tras él. Cuando ya no los podía oír, Jazz le dijo a Zek:
—Zek, tú te quedas aquí.
—¿Qué dices? ¿Después de lo de Starside, te atreves a decirme que debería dejarte ir solo?
—No estoy solo. ¿Y qué puedes hacer, armada solamente con un arpón? Te necesitamos aquí, Zek. Si una de esas criaturas consigue escapar de nosotros, tú tendrás que detenerla.
—Eso no es más que una excusa —protestó ella—. Tú mismo lo has dicho. ¿Qué puedo hacer armada solamente con un arpón?
—Zek, yo…
—¡Está bien! —cedió ella—. Ve, te están esperando.
Él la besó y fue tras sus compañeros. Ella esperó a que él comenzara a subir, y luego le siguió. Ya discutirían más tarde…
Justo antes del recodo decisivo, donde los escalones giraban hacia la izquierda y subían por la ladera directamente debajo de la entrada de la amenazante cueva, con su potencial barrera de peñascos, Darcy se detuvo a esperar a que los demás se adelantaran un poco. Respiraba trabajosamente y le temblaban las piernas; no a causa de la subida, sino porque debía combatir las órdenes de su talento instante tras instante.
Miró hacia atrás, y saludó agitando el brazo cuando vio a Manolis y a Jazz. Y luego dio la vuelta al recodo y siguió. Y recordó que cuando había pasado la concavidad que iba a servir de refugio al resto del equipo, se había sentido muy tentado. ¡Pero sabía que si se metía allí, no le sacarían ni con un cartucho de dinamita!
Alzó la cabeza, miró adelante… y le embargó el miedo. Desde donde estaba podía ver la red de alambres que sostenía la masa de rocas a menos de tres metros más arriba. Ya era hora de que siguiera. Aceleró el paso, y salió de la zona de mayor peligro; después se volvió y vio a Jazz y a Manolis que daban la vuelta a la curva. Y en ese preciso instante una piedra se deslizó bajo su pie, y Darcy cayó.
Con los pies colgando del vacío, se cogió de las rocas, y en ese mismo instante supo que lo que temían iba a suceder.
—¡Mierda! —gritó, pegado a los escalones y aferrado a las piedras cuando se oyó la ensordecedora explosión, y la onda expansiva amenazó lanzarlo al espacio.
Después, los fragmentos de roca volaron por todas partes; era como si todo el pico se desmoronara; Darcy, ensordecido por la explosión y medio ahogado por el polvo, sólo podía intentar permanecer en su lugar y esperar a que los oídos dejaran de zumbarle. Pasó un minuto, o tal vez dos, y los ecos del estruendo se desvanecieron. Darcy miró hacia atrás… y vio que Jazz y Manolis trepaban peligrosamente por los escalones, que estaban cubiertos de escombros.
¡Pero más arriba dos de las criaturas bajaban hacia ellos!
Darcy les vio cuando intentaba ponerse en pie: ¡avanzaban al encuentro de los invasores de la roca con los ojos llameantes y los dientes al descubierto! Uno de los vampiros llevaba una pistola, el otro un tridente de los utilizados para capturar pulpos. ¡Y las púas debían de tener veinticinco centímetros de largo!
La metralleta de Darcy había quedado bajo los escombros. Tiró del portafusil, pero no consiguió desenterrarla. El vampiro de la pistola le apuntaba, y se preparaba a disparar. Algo zumbó por encima de la cabeza de Darcy, y la criatura que le apuntaba dejó caer la pistola y retrocedió tambaleándose, mientras sus manos intentaban arrancar el cuadrillo de madera que le atravesaba el pecho. Se ahogó, emitió un extraño grito, cayó de rodillas y desapareció cuesta abajo.
El otro, armado con su terrible tridente, se lanzó contra Darcy maldiciendo. El agente británico se las arregló para eludir las afiladas púas, y entretanto Manolis se acercó por detrás. Luego el policía griego gritó: «¡Agáchate!» y Darcy se dejó caer al suelo. Oyó las detonaciones de la Beretta de Manolis, y las maldiciones del vampiro se convirtieron en aullidos de rabia y dolor. La criatura, que recibió tres disparos a quemarropa, se tambaleó en los escalones. Darcy le arrancó de las manos el tridente de capturar pulpos y lo golpeó en el pecho con el extremo romo. Y el vampiro rodó aullando hasta la base misma de la roca.
Jazz Simmons se reunió con sus compañeros.
—¿Hacia arriba o hacia abajo? —preguntó, jadeante.
—Abajo —respondió de inmediato Darcy—. Y no te preocupes, no es mi talento quien habla. Simplemente sé lo difícil que es matar a esas criaturas. —Miró a su alrededor y preguntó—: ¿Dónde está Zek?
—Se quedó abajo.
—Una razón más para que descendamos —dijo Darcy—. Después de quemar a esos dos, veremos qué hay allí arriba.
Pero Zek no estaba al pie de la roca, y en ese momento daba la vuelta al recodo. Y cuando la joven vio que los tres estaban sanos y salvos, suspiró aliviada de una manera harto elocuente.
Trajeron gasolina del barco e incineraron a los dos vampiros. Después descansaron un rato antes de subir a la antigua fortaleza. Arriba, Janos se había preparado un lugar de retiro espacioso y espartano; no la madriguera de un wamphyri, tal como las recordaba Zek, pero un lugar igualmente siniestro y ominoso.
Zek utilizó su talento telepático para que la guiara a través de pilas de escombros y aberturas en muros a medio construir, y más allá de ventanas con anchos alféizares desde las que se dominaba el horizonte, y condujo a sus compañeros hasta una escotilla oculta bajo encerados y vigas. La abrieron y vieron escalones gastados por el tiempo que descendían hasta una mazmorra de los cruzados. Los hombres se proveyeron de antorchas y descendieron por la escalera al hediondo corazón de la roca, y Zek los siguió. Abajo encontraron un par de pozos cubiertos, y rodeados de brocales bajos, que parecían hundirse aún más profundamente en la oscuridad, y fue entonces cuando Zek sofocó un grito y se recostó temblando contra uno de los muros.
—¿Qué sucede? —resonó la voz de Jazz en el recinto, iluminado por la vacilante luz de las antorchas.
—Los pozos —susurró ella—. También los había en las madrigueras de Starside. Los wamphyri guardaban allí sus…, sus bestias.
Los pozos estaban cubiertos por tapas hechas de gruesos tablones; Manolis acercó la oreja a una de ellas pero no oyó nada.
—¿Hay algo en los pozos? —preguntó con el entrecejo fruncido.
Zek asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—. Ahora están en silencio, tienen miedo y esperan. Sus pensamientos son torpes, necios. Pueden ser sifoneadores, o bestias gaseosas, o cualquier cosa. Ellos ignoran lo que son. Pero tienen miedo de que nosotros seamos Janos. Son…, son criaturas de Janos, excrecencias de él.
Darcy, estremeciéndose, dijo:
—Como las criaturas que Yulian Bodescu guardaba en su sótano. Pero no es peligroso mirar. Si lo fuera, yo ya lo sabría.
Manolis y Jazz levantaron la cubierta de uno de los pozos y miraron en el interior. Era negro como la laguna Estigia, y no vieron nada. Jazz miró a sus compañeros, se encogió de hombros, alzó la antorcha y la arrojó al interior del pozo.
¡Y fue como si se hubieran desatado las furias del Averno!
Aullidos, rugidos, maullidos, escupitajos; el clamor era frenético. Por un momento, aunque muy breve, la antorcha caída iluminó el caos monstruoso del fondo del pozo. Vieron ojos, grandes mandíbulas y dientes, una maraña de miembros elásticos. Algo tan terrible que no podía ser descrito con palabras se revolvió allá abajo, saltó, farfulló cosas ininteligibles. Y un instante después la antorcha se apagó, y fue mejor así, porque ya habían visto lo suficiente. Y como el horrible tumulto continuó, Jazz y Manolis volvieron a cubrir el siniestro pozo.
—Vamos a necesitar una buena cantidad de gasolina —dijo Manolis mientras subían la escalera.
—Y madera en abundancia —añadió Jazz.
—Y después unas cuantas minas —dijo Darcy—, para asegurarnos de que estos pozos queden cegados para siempre. Ya era hora de que alguien hiciera una limpieza aquí…
Cuando salieron al exterior, Zek se cogió del brazo de Jazz y dijo:
—Si Janos pudo hacer esto aquí, con el escaso tiempo de que dispuso, imaginaos lo que puede haber hecho en las montañas de Transilvania.
Darcy, cuyo rostro aún tenía el color de las cenizas, miró a sus amigos. Y su garganta estaba tan seca como su voz cuando dijo lo que pensaba:
—¡Por Dios, no quisiera estar en el lugar de Harry Keogh por nada del mundo!
Harry despertó con la seguridad de que algo había sucedido, algo terrible y lejano. En sus oídos sonaron gritos inhumanos y una hoguera ardió ante sus ojos. Pero luego, cuando se sentó en la cama, se dio cuenta de que los gritos eran el canto matinal de los gallos, y el fuego era el sol que iluminaba las ventanas que daban hacia el este.
Y ahora que estaba despierto, había también otros sonidos y sensaciones: los ruidos del desayuno que venían del piso de abajo, y el olor a comida que salía de la cocina.
Se levantó, se lavó y afeitó, y se vistió deprisa. Pero cuando iba a bajar, oyó un campanilleo extrañamente familiar, unos crujidos, y el repiqueteo de pezuñas en el camino. Se asomó a la ventana y le sorprendió el calor del sol que le dio en los brazos; frunció el entrecejo. La amarilla luz solar le irritaba, le hacía sentirse inquieto.
En el camino, cuatro o cinco carromatos marchaban en hilera. Eran gitanos, Viajeros que se dirigían a las montañas lejanas, y Harry se sintió repentinamente ligado a ellos, porque ése era también su destino. Se preguntó si los gitanos cruzarían la frontera. ¿Les permitirían hacerlo? Sería raro que así fuera, porque Ceausescu no era precisamente un admirador de los gitanos.
Harry les miró pasar y vio que él último carromato de la fila estaba cubierto de coronas mortuorias y guirnaldas funerarias de raras formas, tejidas con hojas de vid y flores de ajo. Las pequeñas ventanas del carromato tenían las cortinas corridas; algunas mujeres caminaban junto al vehículo, vestidas de negro, las cabezas gachas, en un duelo silencioso. El carromato era un coche fúnebre, y su ocupante había muerto hacía poco tiempo.
Harry, comprensivo, le habló en la lengua de los muertos.
—¿Se encuentra bien?
Los pensamientos del desconocido eran calmos, despejados, pero aun así se sorprendió ante la intromisión de Harry.
¿No cree que es un poco grosero sorprenderme de esta manera?
—dijo.
Harry se disculpó de inmediato.
—Lo siento —respondió—, pero estaba preocupado por usted. Ha muerto hace poco y… no todos los muertos son tan estoicos como usted al respecto.
Ah, pero yo he esperado a la muerte durante largo tiempo. Usted debe de ser el necroscopio
.
—¿Ha oído hablar de mí? En ese caso sabrá que no quería ser grosero. Pero no sabía que los pueblos Viajeros me conocían. Yo siempre pensé que ustedes eran una raza aparte. Quiero decir que tienen sus costumbres, que no siempre son aceptadas por…; no, tampoco es eso lo que quería decir. Tal vez usted tenga razón, y sea una grosería de mi parte.
El otro rió.
Sé muy bien lo que quiere decir. Pero los muertos son los muertos, Harry, y ahora que han aprendido a hablar unos con otros, ¡hablan! Sobre todo recuerdan, y no tienen ningún contacto real con los vivos. Salvo usted, claro está. Y por eso usted es tema de conversación. ¡Claro que había oído hablar de Harry Keogh!
—Me doy cuenta de que usted es un hombre culto —dijo Harry—, y muy sabio. Por eso estar muerto no le será tan duro. Lo que era en vida, seguirá siéndolo después de muerto. Y ahora resolverá todas las cosas que le intrigaron cuando estaba vivo, y que nunca pudo aclarar del todo…
Usted hace lo que puede para que me sienta mejor, y se lo agradezco
—respondió el otro—,
pero en verdad no es necesario. Ya estaba viejo y cansado; creo que estaba preparado para la muerte. Y ahora me dirijo a mi tierra, al pie de las montañas, donde mis antepasados Viajeros me darán la bienvenida. También ellos fueron reyes gitanos, tal como lo soy yo…, o lo fui. Me ilusiona saber que escucharé la historia de nuestra raza de boca de sus protagonistas. Y pienso que es algo que tengo que agradecerle, porque si no fuera por usted ellos yacerían allí como semillas resecas enterradas en el desierto, potencialmente llenas de formas y colores, pero incapaces de manifestarlos. Usted ha sido para los muertos como la lluvia en el desierto
.
Harry asomó medio cuerpo por la ventana y contempló cómo se alejaba el coche fúnebre hasta que desapareció en un recodo del camino.
—Fue un placer conocerle —dijo—. Y si hubiera sabido que era un rey, me habría acercado a usted de manera más respetuosa.
Harry
—los pensamientos del rey gitano le llegaron, formulados en la lengua de los muertos, y Harry percibió que estaba un poco más inquieto—.
Usted me parece una persona excepcional: bondadoso, compasivo y muy sabio a pesar de su juventud. Y usted ha dicho que ha reconocido en mí una antigua sabiduría. Y es por eso por lo que le pido que acepte un consejo de un experimentado y viejo rey de los Viajeros. Vaya a cualquier parte, menos al lugar al que se dirige. ¡Haga cualquier cosa, menos lo que se ha propuesto hacer!