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Authors: Nury Vittachi

El maestro de Feng Shui (3 page)

BOOK: El maestro de Feng Shui
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Mientras Wong contemplaba la casa, la puerta principal se abrió y en la penumbra apareció una figura. La señora Elmeta Wanedi era menuda, delgada y melindrosa, con una mata de pelo rebelde apenas visible bajo una capucha que le daba aspecto de monja. Aunque a Wong le habían dicho que era católica, parecía más bien musulmana, a juzgar por el largo de sus negras prendas de luto.

La ansiedad que reflejaba su porte se hizo doblemente patente cuando habló.


Selamat tengah hari.
¿Son los de East Trade? ¿Los del feng shui? Vengan por aquí. No, primero vayamos por la parte de atrás... No, ¿qué lado quieren ver primero?

Su voz era culta, de contralto, con un acento mezcla de malayo y alguna cosa más: ¿quizá de Sri Lanka? Pronunciaba las V y W con un mismo sonido a medio camino de las dos, dando la impresión de que casi nunca acertaba la correcta. Hablaba tan deprisa que a Wong le costó entenderla.

—¿Qué quieren ver? ¿La sala donde... bueno, donde se hace el trabajo, o bien la parte principal de la casa?

Wong no supo qué decir.

—Antes quisiera ver el plano y la escritura de la propiedad —pidió.

Joyce dio un paso al frente.

—Le ruego que acepte nuestras condolencias por la pérdida de su marido —dijo—. Bueno, lo sentimos mucho y tal.

—Ah, no se preocupen por eso —repuso la mujer—. Cuanto antes terminen de mirar la casa y firmar, antes nos marcharemos. Los peritos ya han estado aquí. Dicen que tardarán ustedes un día, más o menos. ¿He dicho «nos marcharemos»? Vaya, no me acostumbro a que ahora estoy sólo yo. —La viuda meneó la cabeza y bajó la vista, momentáneamente desconcertada. Luego alzó la cabeza y sonrió—.
Saya minta ma'af,
ustedes perdonen. No me estoy comportando con la debida cortesía. Habrá sido un viaje muy largo desde Singapur. Pasen ustedes y tomen un taza de té o kopi, ¿señorita...?

—Me llamo Jo. Aquí el señor C. F. Wong. Él es el geomántico de verdad. Yo sólo soy su... su ayudante. Le echo una mano, ya sabe. Qué casa más guay.

—Joseph y el señor Wong —dijo la viuda, y sin más entró en la casa. Wong le dijo al taxista que se tomara unas horas libres pero que estuviera atento al teléfono.

Una vez dentro de la lúgubre y polvorienta casa, la mujer, que parecía tener unos cincuenta años, empezó a relajarse. Al principio, Wong pensó que le gustaba recibir visitas, a juzgar por sus enérgicos movimientos mientras preparaba el té y las tazas, perdiendo por momentos su anterior aspecto despistado.

No obstante, volcó una taza y derramó té por todas partes. Les explicó que antes tenía a una mujer como sirvienta y cocinera, pero que la había despedido hacía dos días, al morir su marido.

—Me pareció ridículo tener una cocinera cuando se me habían pasado las ganas de comer —explicó—. Y necesitaba un poco de silencio. La señorita Tong, que así se llamaba, era una persona muy ruidosa, siempre trajinando con los cacharros, ya me entienden.

—¿Tiene un criado ahí fuera? —preguntó Wong.

—¿Qué? Ah, el chico del cobertizo. Es Ahmed Gangan. Vive a unos kilómetros de aquí. Su familia tiene una granja carretera adelante, y me preguntaron si podían usar el viejo remolque, lo que significa si pueden quedárselo, ahora que el hombre de la casa ya no... Naturalmente, les dije que hicieran lo que quisieran con él.

El té era extraordinariamente malo, con un curioso sabor a cabra mojada. La viuda se sentó delante de Wong, en realidad desplomándose sobre un sillón de manera harto desgarbada, casi como si la hubieran empujado.

Luego, de repente, se incorporó.

—Perdonen mis modales —dijo—, pero estos días no me reconozco. Hen... Hen... Henry y yo lo hacíamos todo juntos y es duro empezar de nuevo, sin nadie que te ayude. —Pronunciar el nombre de su marido le crispó la cara y le quebró la voz. Se frotó los ojos con un pañuelo y empezó a llorar.

Joyce fue a sentarse a su lado y le apretó una mano.

—Vamos, no llore. Es horrible perder a alguien. Mi madre nos dejó a mi hermana y a mí cuando yo tenía nueve años y todavía lloro. Perder al marido ha de ser incluso peor, ¿no?

La señora Wanedi asintió llorosa pero no dijo nada. Apretó la mano de Joyce y apoyó la cabeza en el hombro de la joven. Wong lo observó con interés, notando con asombro la rapidez con que las mujeres podían intimar.

—Lo estará pasando muy mal —dijo Joyce—. Siento que tengamos que meter las narices y eso. ¿Ha venido algún miembro de la familia?

—No, no, no —dijo la mujer, y de repente dejó de llorar tras sorberse la nariz—. Estoy bien. He llorado dos días enteros, hasta esta mañana. No creía que pudiera llorar tanto. Tengo ocho blusas, todas empapadas de lágrimas. Señor Wong, no se imagina usted cuántas lágrimas hay en el cuerpo de una esposa. ¿Está usted casado, señor Wong?

—No, señora.

—Bien, en ese caso, en el cuerpo de su
ibu.
Pero esta mañana, al despertar, me dije a mí misma: El... El... Elmeta, ya has llorado bastante. Levanta y haz lo que tengas que hacer. Vende esta vieja casa y vuelve al viejo
kampong.
Y usted, señor... señor... usted forma parte de lo que tengo que hacer, de modo que su presencia aquí es buena. Y usted, querida, gracias por ser tan amable. Lo siento por su
ibu.
—Y apretó una vez más la mano de Joyce.

—Iremos lo más rápido posible y luego nos vamos pitando —repuso Joyce con una sonrisa.

—Sí, empecemos —dijo Wong, y se alegró de poder abandonar intacta su taza de té—. ¿Tiene usted documentos que podamos ver? ¿Planos de la casa, del terreno, escrituras y esas cosas? Necesito saber la fecha en que fue construida, para poder hacer una carta
lo shu.

La mujer sacó una carpeta gruesa y los dejó estudiando los papeles en un despacho mal ventilado. Les dijo que se tomaran el tiempo necesario y que podían recorrer la casa para sacar fotos o tomar medidas.

—No queremos molestarla —dijo Joyce.

—No es molestia. Estaré en la habitación principal preparando el equipaje.

—¿Quiere que la ayude?

—Gracias, querida, no hace falta. Mi sobrina viene mañana a ayudarme con las maletas y las cajas, y alguien vendrá a llevarse a Henry. Estoy bien.

Salió de la habitación emitiendo un curioso sonido entre risa y sollozo.

Wong miró a Joyce con nuevos ojos. Se había portado muy bien, siendo tan amable con la viuda y tomándole la mano. Cosas que él no sabía hacer. Tal vez le sería útil en determinadas circunstancias, pensó, una especie de relaciones públicas. Se preguntó si podría mandarla a las calles de Singapur convertida en mujer-anuncio para animar el negocio. Joyce era, desde luego, más educada que la señorita Lim.

Disfrutó examinando los planos. La casa, en realidad, era bonita. Un verdadero hallazgo, con habitaciones espaciosas, ventanas grandes y un flujo natural de energía. Era una casa Hum Kua, la parte de atrás miraba al este y estaba llena de energía de agua. La presencia de tanto
chi
de madera en las paredes daba un perfecto control al
chi
del agua. El principal problema era que la zona de estar, una sala grande y despejada, estaba en el noroeste, la dirección de los seis shars, propiciando víctimas y delincuencia mientras no se anularan adecuadamente las influencias negativas.

Después de dibujar un diagrama
lo shu
según el método de la Estrella Voladora, encontró que la casa estaba entrando en una fase positiva, con un par de sietes en la entrada. Por tanto, era posible convertirla en una mansión con feng shui muy positivo, siempre y cuando se pudiera compensar su breve período como casa yin.

Según los planos, se trataba de una estructura muy antigua construida por dentro al estilo holandés, con una sección descubierta en medio de la zona de estar. Posteriormente la habían cubierto, pero sin duda se podría hacer algo al respecto. Los holandeses habían sido siempre sus constructores europeos favoritos. Wong creía en la existencia de un feng shui natural, instintivo, un arte básico que requería escasa instrucción o pericia, y pensaba que algunos arquitectos holandeses de los siglos anteriores lo poseían.

No obstante, era consciente de que la edad y diseño de la casa no agradarían mucho a la East Trade. Probablemente la harían demoler enseguida para levantar un edificio de apartamentos. En ese tipo de situaciones, a Wong le resultaba difícil tomar una decisión. ¿Debía hacer un análisis detallado de todas las habitaciones, con la esperanza de que su dictamen pudiera decidir a alguno de sus jefes a utilizar la casa tal como estaba? ¿O bien debía hacer su trabajo más como un exorcista, ayudar a la compañía a librarse de las fuerzas oscuras que pudiera haber allí, de manera que nada negativo permaneciera si despejaban el terreno para levantar una nueva e inevitablemente fea estructura?

No había tiempo para meditar sobre ello, y la presencia de su impaciente ayudante lo impulsó a poner manos a la obra y hacer un estudio de la casa y sus alrededores.

Pasó las horas siguientes dibujando diagramas, haciendo lecturas de brújula, tomando notas, medidas y fotografías, observando el sol y las sombras, calculando los cuadrados mágicos, recorriendo lentamente cada habitación.

Wong no sabía si los Wanedi habían sido siempre unos excéntricos, o si bien los acontecimientos recientes habían descalabrado a la pobre viuda, porque había muchos indicios de desorden y mala organización. En el pasillo pisó un alfiler que traspasó la suela de las zapatillas que solía ponerse para caminar por casas ajenas. Resultó ser un pendiente. En la cocina estaba todo revuelto, con alimentos perecederos encima de la mesa y carnes enlatadas en el frigorífico. El hervidor en que se había preparado aquel imbebible té hervía aún en una esquina, casi seco.

En el dormitorio del fondo, detrás de un mueble había un condón usado. La segunda puerta de este dormitorio daba a un pasillo que comunicaba directamente con la galería que llevaba a la cocina. Eso aportó una posible pista de por qué la cocinera, la señorita Tong, era tan ruidosa.

—Hacía algo más que fregotear los cacharros —dijo Joyce, arrugando la nariz al ver el condón. Junto a la cocina, el cuarto de baño estaba en un estado lamentable, con cosméticos y toallas húmedas por el suelo—. Aquí ha estado un tío —dijo Joyce, bajando la tapa del váter, y Wong no pudo por menos que darle la razón. Resultaba clara una reciente presencia masculina (un criado, un vecino). ¿Aquel señor Gangan, tal vez?

En una habitación con una cortina estampada de flores había una bonita cama con dosel.

—No está mal —dijo Joyce, y entonces vio que Wong ponía mala cara—. ¿Qué pasa?

—Aquí es donde estaba Henry Wanedi, y donde murió —dijo el geomántico—. La esquina sudoccidental de una casa Hum Kua es el sitio que ocupa la energía de la muerte. Es habitual que uno tenga mala salud si duerme en un sitio así. Y mire eso. —Señaló un saliente formado por un anexo construido en el lado oeste de la casa—. Apunta directamente a la cama. Muy mal. Hace que la energía negativa recaiga en la persona acostada.

—¿O sea que podría haber enfermado por eso?

—Le habría sido difícil curarse. Y mire el techo. Se inclina hacia aquí. Aplasta el chi. Mal, muy mal.

Aun sin conocimientos técnicos de feng shui, a Joyce la casa en efecto le resultaba opresiva. Pronto se cansó de rondar por las habitaciones y salió a tomar aire al jardín.

* * *

A media tarde, Wong entró en una habitación del ala oeste que parecía reconvertida en laboratorio. Frascos de productos químicos llenaban los estantes, y había latas de polvos y demás material técnico que no supo identificar. En un lado había varios cajones, y en el centro unas mesas de caballete. Supuso que allí se ocupaban de los cadáveres. No sabía muy bien qué hacían con ellos en las funerarias. Se figuraba que los adecentaban un poco, les empolvaban la cara y los vestían, igual que un encargado de escaparate hace con los maniquíes de una tienda. Las paredes estaban forradas con un aterciopelado papel escarlata, que introducía
chi
de fuego en una estancia Li, lo que originaba un choque destructivo y perturbador entre las energías del fuego y el metal.

—¿Ha conocido ya a mi marido?

Wong se dio la vuelta y vio a la señora Wanedi en la puerta del fondo de la habitación. Su silenciosa aparición lo pilló por sorpresa, pero trató de sonreír y aparentar serenidad.

—Espero no molestarla —dijo.

—En absoluto. Aquí es donde nos ocupábamos de los cadáveres, y siendo usted un experto en feng shui, es lógico que ésta sea la habitación que tendrá que examinar con más cuidado. Antes era un estudio. ¿Ha conocido a mi marido?

Miraba hacia un cajón y Wong advirtió que estaba destapado. Se acercó y, en efecto, en su oscuro interior entrevió un cadáver. Sintió un escalofrío que esperó no se le notara.

—Lo lamento —dijo—. No sabía que el finado estaba en esta habitación.

—Oh, hubiera podido ponerlo en la sala de estar para el velatorio, si conociéramos a gente de por aquí, pero no conocemos a nadie. Salvo mi sobrina que vive lejos, todos los parientes están muertos o emigraron. No tenía sentido dejarlo ahí de cuerpo presente. Nadie vendría a verlo. De modo que lo tengo aquí, a mi pobre Henry, para ocuparme de él.

Wong trató de detectar un indicio de locura en su voz, pero no lo halló. La mujer hablaba con serenidad y con un claro deje de afecto.

—A Henry le encantaba su trabajo, ¿sabe?, y aunque no teníamos muchos pedidos, a él le gustaba estar aquí. Organizamos un par de funerales para personas de los alrededores, antes de que cayera enfermo. Creo que es lo más conveniente, que Henry esté en el lugar que él mismo acondicionó para su trabajo.

—¿Va usted a...?

—¿Si me ocuparé personalmente? Por supuesto. Yo era su ayudante. Cuando nos instalamos aquí teníamos un chico que nos ayudaba. Sam Ram no sé qué, lo trajimos de Kuala Lumpur, igual que a la señorita Tong. Pero cuando vio que el trabajo escaseaba, se marchó para dedicarse a algo más interesante. Imagino que se fue a Singapur. Entonces Henry dijo que yo podría ser su ayudante. Y lo fui, oficiosamente, muchas veces.

Se acercó al cajón y contempló con ojos amorosos el cuerpo de su marido.

—No dejaría que nadie más te tocara, Henry querido —dijo.

Wong se reprochó no haber adivinado que el cadáver estaría allí: había aire acondicionado y la temperatura era notablemente más baja que en el resto de la casa.

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