Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
—¿Quiere quedarse a solas? —dijo, yendo hacia la puerta.
—No. No tiene por qué irse. Permita que le pida un favor.
Saya hendak ke.
.. Necesito ir a la tienda y comprar unas cosas, pero me da miedo conducir. ¿Puede prestarme a su chófer?
—Por supuesto. Nosotros también tendríamos que irnos. Joyce y yo la acompañaremos a donde quiera. Llamaré al chófer. ¿Podemos volver mañana?
—Sí, por supuesto. A partir de las ocho, cuando quieran. Mi sobrina estará aquí y me llevará a comer fuera. Y ha dispuesto que alguien se ocupe de mi Henry. Espero que ustedes habrán terminado para entonces. Si no, las llaves estarán en la agencia inmobiliaria. El camión de la mudanza vendrá por los muebles al día siguiente.
—Muy bien, señora —dijo Wong.
* * *
Una brisa vespertina agitaba las ramas de las palmeras, que parecían saludar al coche en que el geomántico, McQuinnie y su nueva amiga circulaban por apacibles carreteras rurales, pasando por delante de casitas con las ventanas iluminadas, en todas una pequeña escena familiar de gente cenando su arroz. La noche era fresca y Wong había bajado la ventanilla de su lado. Las dos mujeres iban detrás hablando quedo, mientras el geomántico estudiaba diagramas
lo shu
sobre la carta natal de la casa en el asiento del pasajero. Pero cada vez estaba más oscuro y le costaba concentrarse, de modo que finalmente guardó sus papeles.
El anochecer en la campiña malaya era fascinante. Wong siempre había pensado que estaba muy infravalorada en términos de belleza física. En muchos sentidos, sus vistas eran tan asombrosas como las de Tailandia o Indonesia, y en su opinión el nivel general de eficiencia era bastante mayor que en esos dos países. La noche cayó rápidamente, como si una mano gigante hubiera accionado un regulador de intensidad de la luz. Cigarras invisibles producían un crepitar como de interferencias, y en un bosque cercano las aves nocturnas emitían su tuí-tuí-tuí. El aire olía ligeramente a fritura.
La señora Wanedi de pronto se quedó callada. Luego sacó un pañuelo y lloró un poco, y después volvió a hablar. Era evidente que tenía hambre. Dijo que después de dos días sin probar bocado necesitaba nutrirse un poco, pero no había logrado hacer funcionar el abandonado horno de la señorita Tong.
Wong se ofreció de inmediato a parar en la primera casa de comidas que encontraran.
—Por aquí sólo hay una —respondió ella, animándose—. Henry y yo fuimos un par de veces cuando vinimos a ver la casa por primera vez, hace mucho tiempo, pero una vez instalados no hicimos migas con nadie. Nuestra idea era arreglar Sun House y poner el negocio en marcha, luego ya habría tiempo para hacer amistad con los vecinos. Henry era un hombre simpático y afable. Le ponía triste saber que él... antes de tener la oportunidad de...
Inclinó la cara sobre el pañuelo húmedo y rompió a llorar de nuevo, pero, sorbiendo por la nariz, se incorporó bruscamente y se sobrepuso.
—Lo siento. Estoy bien, es sólo que... Bueno, todo ha sido muy extraño para mí. Supongo que en parte me alegro de no haber tenido mucha relación con los vecinos. Así pude tener a Henry sólo para mí estos últimos meses.
En una aldea cercana encontraron por fin el Chin's Chicken Kitchen, pequeño restaurante con nombre trabalenguas provisto de mesas redondas e incómodos taburetes. Estaba casi lleno, pero consiguieron mesa. Era un local ruidoso donde los parroquianos devoraban
kari ayam goreng
y los mosquitos devoraban a los parroquianos. La señora Wanedi hizo un esfuerzo por dominarse, pero no le resultó fácil. Comió bastantes fideos pero no fue capaz de tocar los otros platos que había pedido. Un pendiente, el del lóbulo izquierdo, se le cayó en la salsa de soja. Luego se quitó los zapatos y cuando quiso calzárselos, no podía encontrarlos. Joyce tuvo que ponerse a gatas debajo de la mesa.
—Disculpen, he de hacer una visita a los
ketandas
—dijo de pronto, y abandonó la mesa.
Momentos después volvía, diciendo que se había perdido, y acto seguido volvió a tomar una dirección equivocada. Joyce se levantó rápidamente e hizo una vez más de joven servicial, cogiéndola del brazo para guiarla hasta el servicio de señoras.
La chica volvió al rato con expresión sombría.
—Me pregunto si... —dijo.
—¿Sí? —inquirió Wong.
Joyce lo miró con preocupación.
—Dice que se encuentra bien, pero a mí, la verdad, me parece que está mal. Vaya, fatal. Se apoyaba en mí con tanta fuerza que casi he tenido que cargar con ella. ¿No cree que igual se derrumba o algo? No sé si está como para quedarse sola en esa casa...
Wong asintió.
—Ya. Esa mujer es una extraña mezcla de fuerza y debilidad —dijo.
Después de cenar casi en silencio, el chófer dejó a la señora Wanedi frente a su solitaria casa a oscuras (y con aquel cadáver allí dentro), mientras Wong y su ayudante volvían al hotel en un barrio costero de Malaca.
—Yo creo que esa casa es horrible y que la señora Wanedi está zumbada. Si no lo está ya, lo estará si sigue viviendo ahí —dijo Joyce, y se estremeció sólo de pensarlo—. Mire, no pretendo ser cruel ni nada, pero puede que esa pobre mujer haya perdido la chaveta con lo de su marido. Ha de ser horrible no tener a nadie con quien hablar. ¿Cuánto tiempo llevaban casados?
—Veinte años, me parece. Quizá no quiere hablar con nadie. Antes tenía a la señorita Tong, ¿no?, y se deshizo de ella. Y ese vecino, el señor Gangan, todavía sigue ahí.
—¿Por qué habrá despedido a la cocinera? Parece que se muere de ganas de tener compañía. Y ese tipo tiene una pinta bastante rara... No sé.
Llegaron al hotel después de las nueve y pasaron por la cafetería para tomar algo. El geomántico pidió un té verde. Su ayudante tomó un
mochaccino,
que resultó ser una taza peligrosamente rebosante de algo que a Wong le pareció crema de afeitar.
El hotel estaba en silencio.
—No le caigo bien, ¿verdad, señor Wong?
Wong no supo qué responder.
—No, no. En absoluto —atinó a decir.
—Sea sincero. Me desprecia.
—Nada de eso, pero sí somos muy diferentes. No es fácil... hablar. Creo que quizá es usted un poco yang.
—¿Un poco qué?
—Un poco yang.
—Ah. Bueno, puede que sí. Supongo que los asiáticos nos encuentran un poco yang a las occidentales, pero también tengo mi lado yin. En fin, si eso sirve de algo, trataré de ser menos yang.
Sorbió de su bebida y se relamió expertamente la espuma del labio superior.
—¿Sabe usted?, mi padre dijo: «El señor Wong tiene una vacante para este verano», y yo: «Estupendo.» Pero no era verdad, ¿a que no? Usted no necesitaba una ayudante. Si quiere, me largo. Sólo tiene que decirlo. Puedo dedicarme a otra cosa. Podría documentarme un poco en las bibliotecas, o pedir trabajo a otros maestros de feng shui. Ahora hay muchos en Singapur, e incluso también en Sidney y en Londres.
—No, no, no —dijo Wong—. Estoy encantado de tenerla conmigo este verano, señorita McQuinnie. Quédese, se lo ruego.
—¿Lo dice en serio? —Lo miró a los ojos—. A mí me encantaría quedarme, la verdad, C. F., quiero decir señor Wong.
—Puede llamarme C. F.
—Gracias, C. F. Y usted puede llamarme J-M-C-pequeña-Q-grande.
—¿J...M...?
—Era una broma. Llámeme Jo.
Charlaron un rato, y Wong se sintió culpablemente complacido de que ella hiciera broma a costa del señor Pun, el amigo de su padre, aunque procuró no añadir comentarios negativos de su propia cosecha. Uno nunca sabía lo que podía llegar a oídos del jefe. Qué extraña es la gente. Recordó las palabras de uno de los sabios de la Montaña Azul: «Ningún lago en todo el Cielo es tan grande y tan profundo como el lago de los sueños de cada ser humano.»
El día siguiente amaneció también caluroso. El frescor de primera hora de la mañana en Malaca era una delicia, pero Wong notó cómo se evaporaba minuto a minuto. A las seis ya estaba desayunando fruta fresca en el pequeño balcón de su habitación. La salida del sol fue gloriosa. A las siete fue a dar su paseo matutino, y las aceras ya estaban calientes. Suponía que Joyce no era madrugadora, de modo que no la molestó. Hizo que el chófer fuera a buscarlo a él solo. A las ocho y cuarto agradeció poder entrar en la penumbra de Sun House. A su llegada, telefoneó al hotel para despertar a Joyce y le dijo que estuviera en el vestíbulo a las 8.45, que el taxi iría a recogerla.
A las nueve, Wong llamó a la policía.
—¿Inspector jefe Jhoti Sagwala? Soy C. F. Wong. Estoy en Sun House. ¿Recuerda lo que hablamos por teléfono? Necesito que venga. Urgentemente, por favor.
—¿Cómo está usted, C. F.? De modo que ha venido. Cuánto me alegro. ¿Cuándo se pasará a tomar un curry de plátano? —respondió el policía. Wong notó que se hurgaba los dientes, probablemente acababa de desayunar por segunda vez.
—Muy bien, gracias, Jhoti. Y me encantará comer con usted, pero antes es preciso resolver algo. Ya tendremos tiempo de relajarnos y comer ese arroz suyo tan bueno, pero ahora ha de venir cuanto antes a Sun House. Mi chófer y mi ayudante pasarán a recogerlo. Van camino de su oficina.
Wong oyó crujir la silla cuando Jhoti abandonó su habitual postura repantigada.
—¿Pero qué ocurre? ¿A qué viene tanta prisa?
—Se trata de la señora Wanedi. Está muerta.
—¿Qué? ¿La señora Wanedi? ¿Muerta, dice usted?
—Sí, muerta.
El policía soltó un profundo suspiro, el gruñido apagado de un hombre al que no le gustaban los imprevistos ni las prisas.
—Santo cielo, santo cielo. ¿Envío una ambulancia?
—Como quiera, pero ya es demasiado tarde para ella. Ha estirado la pata.
* * *
Quince minutos después, el coche se detuvo delante de Sun House levantando hojarasca y gravilla. En la puerta principal, Wong recibió al inspector jefe, a Joyce y a una doctora de la policía llamada Poon Bo Seng. Joyce estaba llorando.
—Es espantoso —dijo, frotándose la nariz enrojecida—. Ya me temía que iba a pasar. Anoche lo dije. Pobre mujer. Deberíamos habernos quedado o hacer que ella fuera al hotel. Oh, es horrible. Nunca había cenado con alguien que luego se suicid...
—No se preocupe. Vengan conmigo —dijo Wong.
La doctora Poon, una mujer obesa chino-malaya con acento de Foochow, marchó rápidamente junto a él.
—Entonces —dijo—, ¿suicidio o causa natural? ¿Podría ser que hubiera muerto de pena, quizá? A veces pasa, cuando una mujer pierde al marido después de un largo matrimonio.
—No lo sé, pero seguro que no ha sido de pena —dijo el geomántico, conduciéndolos hacia la parte de atrás, donde estaba la sala funeraria—. Usted es la experta. Confío en que me dé la respuesta.
Recorrieron los silenciosos y oscuros pasillos y entraron en la sala. El inspector Sagwala se quedó boquiabierto.
—¿Qué significa esto? —dijo, mirando a la señora Wanedi, que estaba de pie, incómodamente esposada a una viga del techo bajo—. Pero si no está muerta. ¿Qué pretende, C. F.? ¿Se ha vuelto loco?
Joyce boqueó y miró alternativamente a Wong y a la señora Wanedi.
—¡Suéltenme, este loco me ha atacado! —chilló la esposada.
Wong cruzó rápidamente la estancia y arrancó el vestido a la furiosa criatura. La prenda desgarrada cayó al suelo.
—Pero qué está... —se horrorizó Joyce llevándose una mano a la boca.
—¡Violación! —gritó la señora Wanedi—. ¡Auxilio, socorro! ¡No miren, no miren!
Se revolvió hasta darse la vuelta, pero no antes de que los demás vieran el perfil de unos genitales masculinos bajo unos calzoncillos en otro tiempo blancos.
—¡Es un hombre! —exclamó Sagwala.
—En efecto. Un espécimen masculino de la raza humana —confirmó Wong.
Cogió a la doctora del brazo y la condujo hasta la caja que había al fondo. Ella pestañeó al ver el cadáver. Sagwala se adelantó para echar un vistazo, como también hizo Joyce, con cautela.
—Señorita McQuinnie, inspector —dijo Wong—. Salgamos de aquí. La doctora examinará el cuerpo. Ella nos dirá si el cadáver es el de la señora Wanedi.
Salieron y dos minutos después la doctora Poon los llamó para confirmar que el cuerpo que yacía en la caja, pese al pelo corto y la ropa de hombre, era hembra.
—No hay duda —dijo—. Es una mujer.
Mientras comían
bak kut teh
(que el chófer había ido a comprar a un vendedor ambulante) en Sun House, el maestro de feng shui les explicó a Jhoti y Joyce cómo creía que se había perpetrado el asesinato.
—Podría haber sido el crimen perfecto. Fue planificado con suma habilidad. Por desgracia, muchos hombres asesinan a sus esposas. Lo hacen porque quieren fugarse con la secretaria o la criada. O quieren apropiarse del patrimonio de la esposa. Pero el asesinato es un asunto peliagudo. Las armas y los cuchillos dejan marcas y huellas y al final todo se descubre. Y hoy en día se puede detectar cualquier veneno. No, el asesino de hoy en día debe ser extremadamente listo si quiere salir bien librado. Más listo que las casas, como dicen en Inglaterra. Tiene que conseguir que después del asesinato nadie investigue nada.
Miró a los dos comensales, que habían dejado de comer, la cuchara a medio camino entre la boca y el plato.
—La manera más sencilla de hacerlo es disponer del cadáver —prosiguió el geomántico—. Henry Wanedi se mudó a este lugar, donde nadie los conocía, y abrió una casa yin. Eso suponía que no tendría visitas de los vecinos. A nadie le gusta ir de visita a una casa yin, ya saben lo supersticiosa que es la gente en Malasia. Así pues, los Wanedi vivían en completa soledad.
»En su trabajo, como especialista en cadáveres, disponía de muchos polvos, cosas, extraños
yeuk
para experimentar en su pobre mujer. Ella era una heredera, ¿recuerdan que Leong lo dijo? Naturalmente, cayó enferma por culpa de los potingues que Henry le administraba. Él se fingió enfermo, al tiempo que se ocupaba de cadáveres reales. De esa manera practicaba para el asesinato que se disponía a cometer. Finalmente la mató y se puso su ropa para adoptar su identidad. Había comprado esta casa con la herencia de su mujer y ahora le pertenecía sólo a él. Como su negocio eran las pompas fúnebres, podía disponer del cadáver a su antojo. Nadie tendría oportunidad de descubrir su crimen. Esta vez, pensó, el asesinato no saldría a la luz.
Sagwala se retorció las puntas de su mostacho negro, cual villano Victoriano.