Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
—¿Está diciendo que reimprimen ilegalmente mi publicación?, ¿que la piratean?
—Sí —dijo Wong—. Usted imprime diez mil y Hollis los distribuye. Eso ya lo sabe. Las planchas las elabora el Centro de Servicios Sam Long, que está en el mismo edificio que ustedes. Pero los originales van también a una segunda imprenta, Impresores de Color Wan Kan, donde imprimen otros treinta mil ejemplares, ¿entiende? Wan Kan es una empresa subsidiaria del Hollis Group.
El regordete editor se quedó momentáneamente sin habla. Luego se sobrepuso.
—¿Cómo es posible? No tienen ningún derecho. ¿Y qué hacen con todos esos ejemplares?
—Pues qué van a hacer, B. K. —dijo Joyce—. Venderlos, claro. O sea, la tirada real de su revista ha alcanzado los cuarenta mil ejemplares, la mayoría de los cuales son impresos clandestinamente y vendidos por la red de distribución de Hollis Retail, que se queda los beneficios. Por eso hay tanta gente (como yo y mis amigas) que compra la revista, pero a usted no le cuadran los números. El truco no está nada mal, la verdad.
Wong asintió con la cabeza.
—Usted carga con todos los gastos —dijo—. Ellos se embolsan todos los beneficios.
—¿Están vendiendo treinta mil ejemplares, dos veces por semana, a mis expensas? ¿Aparte del porcentaje que se quedan de mis ventas? Estarán amasando una fortuna. —Tin estaba conmocionado, respiraba entrecortadamente—. ¿Y cómo se hacen con las planchas? ¿Quién se las entrega?
Wong levantó un dedo para indicar a Joyce que sería él quien diera la respuesta.
—No quisiéramos incurrir en calumnia ni difamaciones, pero creo que debería usted preguntárselo a Susannah Ho. Ella es quien controla las planchas una vez están terminadas. Y tiene parientes en el grupo Hollis. ¿Recuerda que usted mismo me lo dijo? Los cambios hechos a las planchas una vez en su poder no aparecen en las dos ediciones.
—Pero cómo... Es que no lo entiendo. ¿Cómo demonios...? A ver, si la revista se vende tan bien y les está reportando tantísimo dinero, ¿por qué me ponen la zancadilla y me están llevando a la bancarrota? Pronto tendremos que cerrar.
El geomántico asintió sabiamente.
—Yo creo que esperarán a que su negocio quiebre para luego comprarlo a precio de saldo. Y después relanzarán la revista como propia. Saben que es un éxito de ventas. Simplemente pretenden deshacerse de usted.
—Los denunciaré. Lo que han hecho es un delito. Los demandaré ante los tribunales y tendrán que devolver hasta el último centavo que hayan ganado a mi costa.
Joyce rió.
—Sí, hágalo. Pero puede que tenga que ponerse a la cola.
—¿Qué quiere decir?
Wong miró a lo lejos entornando los ojos y sentenció:
—El sabio Lu Hsueh-an dijo en una ocasión: «Una cosa es mirar y la otra es ver. Muchas personas miran, pero sólo el Hombre Perfecto ve.» —Blandió un dedo y se volvió hacia Joyce—: Muchas personas miraron las tortugas del río Lo, pero sólo Fu Hsi vio las marcas en el caparazón de la tortuga. Y así descubrió el cuadrado mágico de nueve—. Hizo una pausa y miró a Alberto Tin—: Usted mira la revista, pero no puede verla.
El otro puso cara de perplejidad.
—¿Se lo digo yo? —preguntó la joven, batiendo palmas con aire jubiloso—. Hicimos cuatro cambios en la versión de la revista que Hollis imprimió, que le robó, vaya. De hecho, fue Dudley quien hizo los cambios.
Le mostró la mancha de la página dos.
—Primero, el nombre de la editorial, la dirección y los detalles de la imprenta no coinciden. —Pasó a la primera plana—. Segundo: la revista parece la misma, pero el nombre ha cambiado. No pone
Update.
Pone
Upyours.
—La abrió una vez más—. Tercero: la mayor parte de los artículos no aparecen en la versión pirata. Dudley los sustituyó por eso que llaman «texto ficticio», o sea palabras sin sentido sólo para rellenar espacios. Es evidente que los de Hollis no leyeron las páginas sino que las metieron en la impresora y apretaron el botón. Ja, ja.
Moviéndose a cámara lenta, Tin cogió la revista de manos de la joven para hojearla despacio y con asombro.
—Vaya. ¿Y todo esto lo ha hecho Dudley?
—Sí. En un pispás. Es un tío muy habilidoso.
Al editor parecía apretarle el cuello de la camisa.
—Ha dicho cuatro cambios, ¿no?
—El cuarto es... espere que se lo enseño —dijo Joyce, recuperando la revista—. Aquí. Mire, ese párrafo. Dudley introdujo este suelto acerca de ciertas personas.
Tin leyó el recuadro de la página tres.
—Santo cielo, Wong. Han insultado ustedes a casi todas las fuerzas vivas de esta ciudad.
—Yo no, ni nosotros, sino el grupo Hollis. Su nombre aparece por todas partes. Ellos financian la publicación, la contratan, la imprimen, la distribuyen. Son ellos los responsables, no usted ni yo. Bueno, ¿qué le parece si vamos a desayunar? El
cha siu so
que sirven en Tai Tong Hoy Kee está muy rico.
Wong y Alberto Tin, éste todavía estupefacto, echaron a andar hacia el restaurante, pero Joyce lo hizo en dirección contraria.
—Hasta luego, chicos. Ustedes vayan a su orgía
dimsum.
Yo he quedado con Dud para tomar un capuchino en el Starbucks de Orchard Road. Me ha pedido que le haga unas reseñas de discos. No le importa que me gane un sobresueldo, ¿verdad, C. F.? Consigo los últimos cedés antes de que lleguen a la tienda, y encima me los puedo quedar. ¡Una pasada!
Se puso los auriculares de su
discman
antes de que Wong pudiese responder y se alejó, meneando la cabeza al compás de un ritmo inaudible.
Siempre queda un poco de misterio. Así es la vida. Nadie puede llegar a comprender lo último. Pero no dejes que esto te frustre, Brizna de Hierba. Saber que no puedes saber es el Primer Principio.
En el año 950 al maestro Wen-yi le preguntaron: ¿Cuál es el Primer Principio?
Y él respondió: «Si os lo dijera, se convertiría en el Segundo Principio.»
«La Crónica de la Transmisión de la Luz», chuan 5, cuenta la historia de Hui-chung. Era un monje. Murió en el año 775. Una vez accedió a tomar parte en un debate. Era sobre Wu, que se traduce por «inexistencia» o «inefabilidad».
Se quedó sentado en la silla pero no dijo nada. Llegó la hora del debate. Hui-chung no abrió la boca.
El otro monje dijo: «Expón tu razonamiento a fin de que yo pueda rebatirlo.»
Y Hui-chung dijo: «Ya he expuesto mi razonamiento.»
Destellos de sabiduría oriental, de
C. F. Wong, parte 90
* * *
«Esto ya pasa de la raya», pensó Joyce McQuinnie. C. F. Wong acababa de presentarle a un tipo indio que parecía llevar dos minúsculas pelucas, una sobre cada oreja. Pequeñas pero espesas matas de pelo blanco que la desconcertaron. Tuvo que esforzarse para apartar la vista de aquellas excrecencias peludas y mirarlo a los ojos —hundidos y de gruesos párpados— cuando le estrechó la mano. No podía ser pelo natural, de ninguna manera. El hombre le dijo cómo se llamaba.
—Ah, qué tal.
—Hola. Encantadísimo de conocerla, señorita McQuinnie.
—Ya, bueno, gracias, yo también... esto... —Joyce ya había olvidado su nombre.
—Dilip Kenneth Sinha —le recordó él—. Mis amigos me llaman Dilip, o D. K., o también «pobre viejales». Eso, los más sinceros. —Mostró una hilera de largos dientes caballunos, soltó una carcajada que sonó a pistoletazo y mostró las palmas de las manos en un complicado floreo—. Ah-ah-ah-ah-ah-ah-ah.
—Qué risa. Puede llamarme Jo.
Con su terno oscuro de cuello Nehru, hecho a medida, se lo veía demasiado engalanado para la ocasión. Sobre su cuerpo alto, encorvado y desprovisto de talle, el por lo demás anodino traje lo hacía parecer un plátano tapizado. Su pelo blanco contrastaba con la piel oscura, casi color berenjena. Sus cejas parecían sendas orugas secadas con secador. Era extremadamente hirsuto.
Joyce se fijó en que la sombra que le cubría la cara llegaba hasta las profundas bolsas que tenía bajo los ojos. Al final acabó convencida de que la pelambrera de sus orejas era auténtica.
Dilip Sinha le sonrió y se balanceó un poco. Tenía tendencia a mover la cabeza arriba y abajo y en diagonal, como esos muñecos que llevan los taxistas encima del salpicadero, pero sus ojos enmarcados de arrugas eran agradablemente bonachones, y hablaba con franqueza natural.
—Encantado de tenerla esta noche con nosotros. Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que alguien visitó a los místicos. Hace muchas, muchas lunas, creo.
—Gracias por invitarme —dijo ella, y de repente pensó que la frase era más propia de un niño de seis años en una fiesta de cumpleaños.
—Creo que la última visita la tuvimos hace seis años, ¿o fue hace siete? Fue después de que se marchara el hermano de Chandrika. ¿Y cuándo debió de ser eso? —Empezó a soltar fechas y más fechas y a Joyce le costó escuchar su monótona voz. Empleaba un viejo inglés eduardiano con un ligero acento indio, y algunas palabras sonaban como cortadas, algo que Joyce empezaba a reconocer como un rasgo distintivo de la gente de Singapur.
Agradeció que el viejo resultase tan hospitalario, puesto que se sentía totalmente a la deriva por varias razones: la gente, la hora, el lugar, el planeta. ¿Qué estaba haciendo allí? Tenía la extraña sensación de estar asomando la cabeza por una caja. Se sentía especialmente vulnerable. Se sentía como una extraterrestre. Respiraba pausadamente pero el corazón le latía con rapidez. Tenía sensación de cansancio, como si estuviera perdiendo energía por un orificio en el abdomen, y concentrarse le costaba un gran esfuerzo.
Esa noche había una reunión urgente del Comité Asesor de Investigación de la Unión de Místicos Industriales de Singapur. El grupo contaba sólo con un puñado de miembros en activo, aunque Wong le había dicho que en otras épocas solían reunirse hasta veinticinco personas, y en los libros constaban más de cuarenta nombres. En principio no se admitían visitas, pero Wong había telefoneado con antelación a un par de miembros del comité y había recibido permiso para que Joyce estuviera presente.
—Son los verdaderos viejos maestros del pensamiento oriental. Emplean diferentes nombres para diferentes cosas, pero, de hecho, en el fondo es lo mismo. Una rosa, aunque se llame de otra forma, sigue siendo fragante, ¿lo entiende o no?
Al principio, Joyce se había mostrado reacia a cancelar la salida que tenía prevista con sus amigas. Wong era una compañía difícil en el mejor de los casos, y la asustaba un poco pasar una velada con tres o cuatro Wongs, algunos de los cuales podían ser incluso más raros e impenetrables que él. Pero sus amigas se habían quedado de piedra al oírle relatar sus aventuras en Malasia («¿Viste un cadáver de verdad?») y Joyce había decidido que valía la pena sacrificar una noche a cambio de tener una nueva experiencia que contar.
—Bueno, vale —le había dicho a Wong—. Iré. Hay que seguir forzando la máquina, ¿no?
—Sí —había respondido él en tono inexpresivo, ignorando a qué máquina se refería.
Poco antes de las ocho, el geomántico y su ayudante habían recorrido varias callejas de lo que parecía el barrio antiguo de la ciudad, y al doblar una esquina habían enfilado una zona de restaurantes y puestos de comida ambulantes. Estaba tan mal iluminada que Joyce se preguntó cómo la gente podía ver lo que cenaba. Tras avanzar unos metros, se dio cuenta de que el restaurante que estaban atravesando formaba parte de una serie de cafés abiertos a la calle y dispuestos en una especie de círculo desarticulado, cuyo centro estaba ocupado por desordenadas mesas para el público.
La había sorprendido la mezcla de olores y colores. Estaba oscuro y hacía calor. Todo ello tenía algo de irreal que asustaba un poco. Entre las sombras, los gordos encargados de los puestos de comida aparecían y desaparecían en el vapor como genios de lámpara. Sus rostros, iluminados desde abajo por fogones, apenas parecían humanos. De vez en cuando se oía algo semejante a un siseo y se producía una explosión de humo cuando un
bok-choi
entraba en contacto con un enorme
wok
al rojo vivo, antes de ser removido mediante largos palillos. Los sonidos de aquel mercado de comida resultaban casi obscenamente fuertes en medio de la penumbra, lo que hacía que pareciera más de noche de lo que era en realidad. Sobre el fondo de centenares de comensales hablando a la vez al estilo de los restaurantes chinos, es decir, casi gritando, se oían las exclamaciones de los vendedores ambulantes con sus hornillos portátiles, el chisporroteo de las sartenes, el tintineo de botellas y platos, y los bocinazos del tráfico embotellado en la vecina calle principal.
Joyce había pensado que aquel encuentro nocturno tenía algo de primitivo: desde los tiempos más remotos los seres humanos debían de haberse reunido así, a la lumbre de unas fogatas, para cocinar y comer. Sentía el impulso de dejarse absorber por aquella escena, pero se sentía demasiado ajena e inquieta para soltarse. No lograba relajarse. Tenía la sensación de que el suyo era un mundo de McDonald's bien iluminados y quirúrgicamente limpios, mientras que aquel oscuro y ruidoso doble fantasmagórico estaba más allá de ese perímetro civilizado.
El maestro de feng shui se deslizaba ágilmente entre las mesas, consciente sin duda de adónde se dirigía, aunque, a ojos de su acompañante, todos aquellos restaurantes se fundían en un solo pandemonio comensal. Ella lo seguía con menos decisión, mirando dónde ponía los pies para no pisar bultos, niños o perros.
De repente había sentido hambre. Vaharadas de humo acre llegaban de la zona de cocinas, difuminando tentadores aromas a carne socarrada. El olor a chile se mezclaba con el del comino y el coriandro, la reconfortante fragancia del arroz hervido y el sabor de los cocos frescos. Había mangos dulces, pasta de marisco amarga, algo que olía a azúcar quemado y un centenar de otros olores que no conseguía identificar.
Pero ¿dónde se había metido Wong? Lo tenía justo delante hacía un momento...
Allí. El geomántico estaba estrechando la mano de un hombre indio de unos sesenta años sentado a una sucia mesa redonda rodeada de pequeños taburetes. Wong y Sinha se habían saludado con una extraña combinación de envarada formalidad y afecto no forzado. Juntando las cuatro manos, se habían mirado a los ojos y cabeceado al unísono. Luego habían intercambiado palabras de saludo sin soltarse los dedos.
—Cuánto tiempo, Wong. Deberíamos vernos más a menudo, sin tener que esperar a los místicos.