Read El maestro de Feng Shui Online

Authors: Nury Vittachi

El maestro de Feng Shui (9 page)

BOOK: El maestro de Feng Shui
9.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Cierto. Deberíamos esforzarnos más. No dejemos pasar esta noche sin quedar para otra vez.

—Madame Xu ya ha llegado y ha ido a hablar con unos amigos, viejos clientes suyos de por aquí. Vamos, siéntese. Y la señorita también.

Wong le había presentado a Sinha, que era astrólogo. Los tres tomaron asiento. Un joven delgado había surgido entonces entre la bruma de los fogones con tres vasos de plástico llenos de té chino tibio.

Sintiéndose un poco más segura ahora que estaban en una mesa, Joyce probó la infusión y echó un vistazo alrededor. Siempre le sorprendía ver tantos niños e incluso bebés por la noche. En su país nunca se veía a niños menores de cinco años a aquellas horas. A las siete el vaso de leche y a las siete y media a la cama, sin discusión. Pero en Singapur los niños parecían adoptar los horarios de sus mayores y permanecían levantados hasta las once o las doce de la noche; si se cansaban, apoyaban la cabeza en la mesa y se dormían allí mismo.

Al mirar a la gente, reparó en una mujer elegante y delgadísima de mediana edad que se acercaba a la mesa. Sobre sus hombros huesudos colgaba un
cheong-saam
negro con ribetes rojos. Al verla, Sinha se levantó presuroso, tomó las manos de la adivina Madame Xu y la condujo hasta su taburete. Antes de sentarse, ella hizo una inclinación y sonrió a Wong, quien se puso en pie y le devolvió el saludo.

—¿Y ésta es la niña? —preguntó Madame Xu, sonriendo a Joyce—. Hola,
xiao pangyou.
¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —dijo Joyce, aunque sólo de muy pequeña había iniciado una conversación dando esos datos.

—¿Y quieres ser mística o adivina o algo parecido cuando seas mayor?

—Pues... no sé. Quizá. De momento, estoy estudiando con el señor Wong. Quiero escribir algo para mi proyecto. Han sido muy amables al permitir que asista a la reunión. Espero no estorbar. —Joyce se sorprendió de oírse adoptar el papel de niña modélica, algo que nunca había sido.

—Estoy segura de que no. El señor Wong me explicó por teléfono que conocías la regla de estas reuniones, que nada de lo que se diga aquí debe trascender. El superintendente Tan llegará de un momento a otro y hablará de cosas que son secretos oficiales.

Joyce asintió.

—Sí. C. F. ya me lo había dicho. Es todo muy secreto y confidencial.

De pronto, una delicada mano masculina apareció en el hombro de Madame Xu, y una cara china de unos treinta años dijo:

—Hola a todos. Siento llegar tarde. Sí, ya sé, es imperdonable, más siendo yo quien convocó la reunión. ¿Me siento aquí?

La pregunta era retórica, pues no quedaba otro asiento libre. Tan saludó a Sinha y Wong y parpadeó al ver a Joyce. Era chino-malayo, corpulento, y con una cabeza en forma de pera. Tomó asiento y sus cejas se arquearon, esperando una explicación. No sólo su ropa, sino todo su cuerpo, tenían el aire maltrecho de un funcionario sobrecargado de trabajo.

—Superintendente, permita que le presente a mi ayudante —dijo Wong—. Hablé con los demás para avisarles de que vendría. No pude ponerme en contacto con usted; parece que está muy ocupado. Ella es Joyce McQuinnie. Me está ayudando este verano. Espero que no le importe que haya venido. Es la hija de un amigo de uno de mis jefes, no podía negarme.

—Vaya, hombre, gracias —masculló Joyce, anonadada.

—Encantado —dijo el superintendente, poniendo sobre la mesa una pila de papeles—. Un poquito joven, ¿no le parece, Wong? Quiero decir para estas cosas. Ya sabe que a veces acabamos hablando de asesinatos, violaciones y similares.

—No soy tan joven —protestó Joyce—. Sé muchas cosas. Se sorprendería usted. Y ya he ayudado al señor Wong en varios casos. Asesinatos y demás —añadió, como si estuviera hablando del cociente de irritación de los mosquitos.

La risueña Madame Xu se inclinó hacia delante y sonrió al policía.

—Es muy madura. Se lo noto. No se preocupe, superintendente. Es casi tan entendida como algunas de mis chicas.

—Espero que no —dijo Tan—. Bueno, si todos están de acuerdo en que se quede, asunto zanjado. Me alegro de verlos. Tiene usted muy buen aspecto, Madame Xu, y usted, Wong. ¿Y cómo está mi viejo amigo Dilip?

—Extraordinariamente bien y en buena forma —respondió el indio—. Para que mi felicidad fuera completa, sólo faltaba usted. Y aquí está. —Inclinó cortésmente la cabeza.

—Siempre tan educado —dijo el superintendente—. Bien, en primer lugar, permitan que me disculpe por haberlos hecho esperar. El espectáculo era malísimo. Pero la espera habrá valido la pena. El caso que voy a plantear es, en mi modesta opinión, muy interesante. Primero mojaré el gaznate y luego les daré todos los detalles. A condición, por supuesto, de que lo mantengan en el más estricto secreto —añadió, mirando significativamente a la más joven del grupo.

El camarero, que conocía las necesidades del superintendente, se acercaba ya con una tetera de Iron Buddha. Wong habló en un dialecto chino con otro camarero, para pedir comida.

El grupo esperó en silencio a que le sirvieran el té al superintendente. Tan bebió un sorbo, despacio, dejó el vasito en la mesa y carraspeó.

—Es muy bueno contando historias —cuchicheó Madame Xu a Joyce, pero para que todos la oyeran—. Yo creo que debería dedicarse al teatro.

* * *

—Quiero que imaginen, si les es posible, un elegante comedor de hotel —dijo Tan—. Son las tres de la tarde y el último comensal acaba de limpiarse los labios con una almidonada servilleta de lino y firmado la cuenta. «Gracias, señor», dice la camarera cuando el caballero se marcha. El restaurante queda vacío a excepción de esta última camarera, de nombre Chen Soo. El resto del personal ha salido para la pausa de media tarde. También se han ido casi todos los que trabajan en la cocina, pero ella oye que al menos una persona sigue ajetreada allí, probablemente el chef, que suele ser el último en marcharse. La camarera ve también a un joven pinche entrar por la puerta batiente de la cocina, de modo que parece que efectivamente aún queda algo por terminar. Me siguen hasta ahora, ¿verdad?

A Joyce le resultaba difícil visualizar nada, menos todavía un impoluto restaurante, en medio de aquel caótico entorno. Tratando de no oír las chisporroteantes explosiones de hortalizas mojadas en contacto con los
woks,
se esforzó por concentrarse en los labios de Tan y en escuchar su voz levemente cantarina. Tenía las mejillas tersas y un poco de pelusilla sobre el labio superior. Joyce supuso que no tenía que afeitarse a diario y que su pecho sería completamente lampiño. Hablaba muy rápido, pero poniendo el debido énfasis en cada palabra. Joyce pensó que Madame Xu tenía razón: Tan servía para el arte dramático.

—¿Me siguen? —continuó—. Bien, ahora esta señorita Chen Soo (nacida en Singapur, el diez de octubre de mil novecientos setenta y ocho) recoge las últimas cosas del último comensal.

Los tres miembros de los místicos anotaron debidamente este detalle, como si fuera la clave para un examen final.

—Pero toda esta calma acabaría pronto. En otro comedor del hotel ya se está sirviendo el té de la tarde, y el encargado le ha pedido a la camarera que vaya a echar una mano. En este comedor en concreto, la cosa estaría tranquila hasta las cuatro, cuando empezarían los preparativos para una fiesta privada que duraría de cinco a siete, después de lo cual habría que resituar las mesas para el bufet de marisco previsto para la noche. En otras palabras, una típica tarde en el comedor de un moderno hotel de cinco estrellas.

»Cinco minutos más tarde, Chen Soo lleva los platos sucios a la zona de la cocina donde aparcan las mesitas de ruedas. Ahora sólo queda una persona en la cocina: el chef Peter Leuttenberg, a quien ella ve sacar algo del congelador. Chen Soo vuelve a salir. Pone un mantel limpio en la mesa. "Buenas tardes, preciosidad", dice el segundo chef, un europeo bastante guapo que responde al nombre de Pascal von Berger y tiene por costumbre saludar a todas las mujeres jóvenes, a pesar de ser incapaz de recordar sus nombres.

—¿De dónde es? Imagino que suizo —dijo Sinha.

—Oh, espere un momento. —El superintendente buscó en los papeles que tenía delante—. Pues sí, nacido en Lausana el cuatro de julio de mil novecientos sesenta y cuatro.

—Cómo no. Los hosteleros siempre son suizos.

—La señorita Chen lo saluda cuando él entra en la cocina. Unos segundos después oye una exclamación, un grito. Algo que suena como «asesinato». Pero no puede ser, piensa ella. ¿Para qué gritar semejante palabra? Quizá están jugando a algo. Sabe que algunos cocineros son jóvenes y vivarachos, a veces se hacen picardías entre ellos. Se queda allí de pie sin saber qué hacer, y entonces Pascal sale corriendo de la cocina. «Señorita, rápido», grita. «Llame una ambulancia. Peter está mal. Dese prisa.»

El superintendente se inclinó hacia delante, consciente de que todos estaban pendientes de su relato. Aceleró el ritmo:

—Chen va corriendo a la recepción. Marca el código de alerta máxima para que acuda el servicio de seguridad del hotel. Vuelve y pregunta a Pascal qué le ocurre al chef. Pascal responde: «Peter está tendido en el suelo. Creo que muerto.» Ella llama a una ambulancia. Y luego entran los dos en la cocina. Chen advierte que Von Berger está pálido y tiritando, conmocionado. «Será mejor que no lo vea», le dice a ella. «Está herido. Hay mucha sangre.» Pero Chen lo sigue. Y allí, cerca de los hornos, ve al chef californiano, tendido en el suelo. El pelo apelmazado y húmedo. Un charco de sangre parece proceder de una herida en el cráneo. Tiene la cabeza destrozada, deforme. Parece que está... —hizo una pausa teatral— ¡muerto! —Se retrepó en la silla y miró alternativamente a los cuatro—. Asesinado.

Se entretuvo unos segundos toqueteándose la uña del dedo índice derecho antes de continuar.

—Von Berger dice que todavía respiraba cuando él lo encontró. Al parecer, el chef hizo un gesto con una mano y farfulló algo sobre un camarero. Pero, a diferencia de lo que ocurre en las películas, no dio nombres.

Hizo otra pausa cuando llegaron los primeros platos. Joyce miró con suspicacia los boles desportillados, uno de los cuales contenía algo verde y el otro una cosa recubierta de una salsa naranja oscuro. Se preguntó si habría algo que pudiera comer.

El policía aspiró apreciativamente el aroma a ajo del plato de
choi sum
y salsa de ostras. Se sirvió con abundancia mientras retomaba su historia.

—Los de seguridad llegan a los pocos minutos. Dos agentes. Uno es un viejo nepalí llamado Shiva y el otro un malayo de nombre Sik. Shiva examina el cuerpo y lo da por muerto. Sik monta guardia en la puerta de la cocina. Al cabo de unos minutos llegan los sanitarios y confirman que el chef ha muerto.

—Eh, un momento, mi buen amigo. —Era Dilip Sinha, que, desoyendo las protestas de Joyce McQuinnie, le estaba sirviendo en su plato una sustancia inidentificable—. ¿La puerta de la cocina, dice? Seguro que la cocina principal de un hotel ha de tener varias puertas...

—Desde luego —respondió el superintendente—, pero ésta no era la cocina principal. Se trata de un hotel muy grande, y tiene tres cocinas, una grande y dos pequeñas. Ésta es una pequeña cocina subsidiaria, conocida como cocina Tres, que también suministraba canapés y esas cosas para las fiestas que se organizaban en las salas habilitadas de ese lado del hotel. Esta cocina sólo tenía tres puertas. La principal, que daba al bar y comedor, una para el personal y una de incendios.

—¿Podemos preguntar de qué hotel se trata? ¿Quizá el Continental Park Pacific?

—Quizá. Veo que ha leído lo que publicó hoy el
Straits Times
sobre el incidente.

—Así es.

Madame Xu chasqueó la lengua.

—Me temo que va a ser un caso difícil, superintendente. Estos hoteles modernos son lugares enormes y laberínticos. Imagino que la puerta del personal da a pasillos y habitaciones a los que podrían tener acceso docenas de personas.

—Docenas no, Madame Xu. Cientos. Más de quinientas personas, creo. —El policía se sirvió gambas picantes—. Alguien le había abierto la cabeza al chef y luego había huido por una de las puertas, pensamos al principio. Pero este caso es más sencillo y a la vez más complicado de lo que parece. Verán, Shiva fue a abrir la puerta del personal y se encontró con que no podía pasar. Chen, la camarera, le explicó que estaban haciendo obras en la zona de personal, y que los operarios habían cerrado provisionalmente ese corredor. Habían puesto un letrero en la sala de personal que indicaba que la puerta de acceso a la cocina Tres estaría cerrada unos días, y que los empleados tendrían que entrar y salir por la puerta principal, cruzando el comedor.

Sinha levantó un largo dedo huesudo para hacer una observación.

—Pero, para el restaurante, eso de que el personal estuviera yendo y viniendo por allí en medio debía de ser muy molesto.

—No necesariamente. Llegaban a la cocina antes de la hora del almuerzo, para preparar la comida. Los clientes raramente aparecían antes de mediodía, y el noventa por ciento se marchaba a eso de las dos y media. El personal de cocina despejaba las mesas y se tomaba su descanso de un cuarto de hora, entre las tres y las cuatro.

—¿Y la salida de incendios? —preguntó Madame Xu.

—Sí, la salida de incendios. Sería la ruta perfecta para un asesino en fuga. Va directa de la cocina a un pasadizo de una planta inferior que conduce al jardín trasero. El asesino pudo haber salido de la cocina y llegado al jardín en menos de un minuto. Salvo por una cosa: que no lo hizo.

Joyce preguntó:

—¿También estaba cerrada esa puerta?

—No. La salida de incendios no estaba cerrada, pero sí conectada a una alarma, como todas las salidas de incendios de ese hotel. No se puede entrar o salir por ellas sin disparar la alarma. Los de seguridad confirmaron que la puerta no había sido forzada, y la alarma no se había disparado. Por consiguiente, el asesino no utilizó esa salida.

Joyce habló farfullando, con la boca ocupada por un bocado de pastel de cebolla delicioso:

—O sea que mató al tipo y luego salió por la cafetería. Oh, lo siento, señor Sinha, no quería salpicarle.

Madame Xu dejó su vaso sobre la mesa con un efectista golpe sordo, manchando el mantel de té
bo lei.

—Salvo —dijo teatralmente— que no haya salido.

El policía sonrió.

—En efecto. Una clara e inquietante posibilidad que se les ocurrió a los guardias cuando estaban en la cocina. Al fin y al cabo, todo había ocurrido hacía pocos minutos. Pero pensemos en los guardias de seguridad. Sik estuvo montando guardia en la puerta durante esa primera hora, y Shiva y el primero de mis hombres en llegar registraron la cocina a conciencia. No hay muchos sitios donde esconderse en una cocina tan pequeña, y todos se examinaron a fondo. Allí no había nadie.

BOOK: El maestro de Feng Shui
9.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Mile Long Spaceship by Kate Wilhelm
Blind Promises by Diana Palmer
A Caribbean Diet Cookbook by Nicholas, Winslow
Give Me Yesterday by K. Webster
A Wish and a Wedding by Margaret Way
Dying Is My Business by Kaufmann, Nicholas