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Authors: Nury Vittachi

El maestro de Feng Shui (22 page)

BOOK: El maestro de Feng Shui
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—Fue un golpe duro, por supuesto, pero lo he superado. Hace cuatro meses que murió. Cumplimos con el período de luto.

—¿Y qué me dice del dinero...? Usted tiene dos hijos, ¿no?

—Bueno, sí, al principio la falta de ingresos fue una gran preocupación, pero habíamos ahorrado mucho y Sooti tenía dos pólizas de seguros. No estoy preocupada. Tenemos una casa, y mis padres viven cerca de aquí.

—Qué bien. Oiga, ¿las compañías de seguros le han pagado ya?

—Una sí, la otra dice que lo hará pronto. Como él era tan joven... —Hizo una pausa, aparentemente incómoda por algún motivo.

Joyce la miró tratando de parecer amistosa y preocupada a la vez. La viuda continuó:

—No me gusta comentar esto, pero usted viene de parte del jefe de Sooti, y él ya lo sabe. Como mi marido era joven, el monto a cobrar es bastante cuantioso. Es una gran suerte que firmara esas pólizas. Yo ya no necesito trabajar, si no quiero. De hecho, he presentado mi renuncia y me marcho a finales de mes.

—Qué suerte —dijo Joyce.

—Sí —dijo la viuda—. Los dioses han sido muy buenos.

—Ya, muy majos. Bueno, ¿y hace mucho que firmó esas pólizas de seguro?

—Bastante. Un año, quizá dos. Pero de esas cosas no sé mucho. Sooti se encargó de todo, pero dejó las pólizas en la caja fuerte de mi padre para que yo tuviera acceso si a él le ocurría algo.

—Estupendo —dijo Joyce—. Me alegro mucho por usted y los chavales. ¿Le importa que le pregunte por su lápiz de ojos?

Aquella misma tarde, Ravi, que se estaba tomando muy en serio su papel de anfitrión, preguntó a los visitantes si deseaban cenar fuera, o ir a ver algún espectáculo.

—¿O prefieren ir a casa? Tengo entendido que se hospedan con la señora Daswani en Uttar Pradesh. Puedo hacer que los lleven en coche, si lo desean. ¿Sienten los efectos del
jet lag?

Wong dijo:

—Nos gustaría cenar en un club. El club al que solía ir el señor Sekhar después del trabajo.

—Sí —añadió Joyce—. Es que nos está costando un poco visualizar lo que pasó en ese despacho.

—De acuerdo —dijo Ravi, e hizo señas a un hombre menudo con una gran cabeza—. ¡Peon!

Un ruidoso trayecto en un coche viejo, pequeño y destartalado al que no le cuadraba nada el nombre de Ambassador los llevó primero a Janpath, una de las principales arterias del centro de Nueva Delhi. Desde allí, torcieron al este por una calle abarrotada de coches y bicicletas y cruzaron un viejo puente hasta una zona del primer extrarradio.

—Está visto que usan más la bocina que el freno —comentó Joyce, observando horrorizada cómo el taxi apartaba de su camino a carretas, bicicletas y peatones.

Tras unos veinte minutos de trayecto llegaron a una zona de suburbios de clase alta. Las calles eran todavía anchas, pero la aglomeración humana era menor. A la vista de sus amplias avenidas y sus calles flanqueadas de árboles, la joven pensó que Nueva Delhi era curiosamente distinta de la ciudad vieja, a un tiempo más señorial pero menos atractiva.

De repente las calles se volvieron más estrechas y las casas menos imponentes. El coche los dejó en el Go Go Club, en una sucia callejuela de la periferia norte de Nueva Delhi.

Pese a su nombre, el Go Go Club era una taberna bastante espartana. Los parroquianos, hombres de mediana edad dedicados a zamparse arroz con gestos enérgicos, parecían bastante distendidos a juzgar por las animadas y ruidosas conversaciones que se oían. Al reparar en los extranjeros dejaron de hablar unos instantes, pero enseguida volvieron a lo suyo.

La paredes color magnolia estaban un poco desportilladas, pero los apliques de luz anaranjada daban un aire cálido al establecimiento, y el aroma a comida picante era tentador, en especial para Wong, amante de cualquier comida fuerte.

Ravi pidió, y al poco rato les sirvieron una amplia selección de platos. No había carne —Ravi era vegetariano— y el curry de patata era de un amarillo más fluorescente que nada de lo que Joyce había comido nunca, pero todo estaba delicioso. Joyce probó pequeños bocados de cada cosa, acompañados de seis vasos de agua. Durante la comida charlaron con el director del club, Anish Butt, sobre las visitas del señor Sekhar.

Butt, un hombre flacucho de unos setenta años, con un cuello arrugado como el de un pavo, mascó con sus casi desdentadas encías y les habló largo y tendido del difunto, a quien conoció durante al menos veinte años.

—Oh, sí, el padre del difunto solía venir por aquí, Sooti era entonces un muchacho. Luego encontró trabajo en Associated Food y ya venía por su cuenta. Tres o cuatro veces por semana, hasta el año pasado, cuando solía presentarse casi a diario al salir del trabajo.

—¿Observó usted algún cambio? —preguntó Wong— ¿Bebía más?

—De joven no bebía nunca. Era musulmán, aunque no practicante. Luego empezó a beber un poco, pero con mesura. Un par de Kingfishers, nada más.

Joyce preguntó:

—¿Venía siempre con las mismas personas?

—Casi siempre solo. A veces con el señor Kanagaratnum —añadió, mirando a Ravi—. Hicieron buenas migas, ¿no?

—Hasta cierto punto —respondió Ravi—. Era un hombre bastante reservado. Nos veíamos aquí una vez a la semana. Nunca mencionó problemas de salud. Todavía no me creo que haya muerto.

El director fue a atender a otros clientes, y los tres comensales comentaron las relaciones entre la empresa india y Extremo Oriente, una charla normal de hombres de negocios. Luego Joyce le enseñó a Ravi un papel en el que constaba una marca de cosméticos y le preguntó dónde podría encontrar esos productos, ya que tenían un lápiz de ojos que era «una pasada».

Ravi resultó ser un glotón. Acabó con los restos de las bandejas de Wong y McQuinnie cuando hubieron terminado, bebió una quinta cerveza y se palmeó la tripa repleta de arroz. Después invitó a la joven a recorrer las instalaciones del club, entre ellas una biblioteca y un gimnasio, éste tan poco usado que varios aparatos nunca se habían conectado.

Wong los esperó en el bar.

Mientras se ponía la chaqueta del traje, habló un momento con el camarero más viejo del local, que usaba un bigote de morsa más propio de un general británico.

—Dígame, ¿qué recuerda usted de las visitas del señor Sekhar?

—Durante años su plato favorito fue
aloo makhani y korma
de pollo —dijo el hombre, la voz un tanto amortiguada por la cascada de pelo de su labio superior y la falta de dientes—. Últimamente le había dado por los
vindaloos,
incluso dobles. Se convirtió en el rey de las cosas fuertes, y solía desafiar al chef a que le preparara todo lo más picante posible.

—¿Solía comer solo o con amigos?

—A veces solo, a veces con amigos. A veces con el señor Kanagaratnum, el señor Jagdish, el señor Govind, o algún otro de la empresa. Pero nadie sabía comer el chile picante como el señor Sekhar. Nuestros platos son muy fuertes.

—En efecto —dijo Wong. Ya no notaba nada en la lengua, pese a que se consideraba un experto en comida muy condimentada—. ¿Bebía mucha cerveza?

—No. Dos Kingfishers, o tres si era una ocasión especial.

—¿Le comentó a usted si tenía algún problema?

—El negocio no iba muy bien. A veces venía solo y traía papeles llenos de números, y se dedicaba a hacer sumas y restas mientras comía. En una ocasión que estaba solo me pareció que lloraba. Pero no, nunca me habló de ningún problema.

—Gracias —dijo Wong, viendo que volvían Joyce y Ravi.

Wong trabajó en su habitación de Rose House hasta la medianoche. Luego durmió hasta las cinco, cuando tuvo que levantarse para ir al lavabo urgentemente. Se quedó un buen rato en el baño, pero no se sentía demasiado mal. No creía que lo que había comido estuviera en mal estado, sino que su estómago se quejaba por falta de costumbre.

Amaneció despacio. Durante el desayuno, que apenas probó, Joyce estuvo desacostumbradamente callada. Después reconoció que también había tenido molestias de estómago.

La señora Daswani, su anfitriona, se rió.

—Lo siento, pero aquí, en la India, las bacterias son bastante peculiares. Los extranjeros suelen necesitar un par de días para acostumbrarse. Algunos turistas creen que un vaso de whisky por la noche mata todos los gérmenes conocidos. Dentro de unas horas se encontrarán bien.

Wong y su ayudante no cruzaron palabra mientras iban en el coche al centro de la ciudad. A las nueve y media estaban en el edificio de Associated Food, y Ravi los condujo al departamento de Extremo Oriente. (Ellos no habrían sabido encontrarlo solos.) Los del departamento técnico estaban ya listos, esperando órdenes. Los dos visitantes dedicaron la siguiente hora a dar detalladas instrucciones al capataz y sus operarios.

Wong y McQuinnie pasaron a un despacho libre, cerca del de Kanagaratnum. La joven cogió el teléfono y empezó a marcar.

—Mi tío es periodista —dijo—. El verano pasado estuve trabajando con él. Voy a hacer eso que llama «machacar las líneas».

Estuvo media hora al teléfono mientras la pasaban de una persona a otra, hasta que encontró lo que buscaba: un experto en patología y venenos de una facultad de medicina. Tenía una teoría que deseaba verificar.

Wong se maravilló, no por primera vez, de la habilidad de aquella joven occidental para lograr que los varones asiáticos se plegaran a sus deseos. Sin más indicación de autoridad que su firmeza al teléfono, Joyce consiguió que el hombre respondiera a una larga lista de preguntas que ella le desgranaba a gritos por el auricular, ya que la conexión era defectuosa.

—Doctor Prasad, ¿existen venenos que actúen muy muy despacio y que no se puedan detectar en una autopsia?

Wong cogió el supletorio para escuchar la respuesta.

—Es una pregunta complicada, pues depende de hasta qué punto sabe usted lo que es un veneno. Esa palabra nos hace pensar en cosas como la estricnina, el arsénico o ciertas formas del mercurio, sustancias que actúan deprisa y causan graves daños. Pero pensemos en el alcohol, por ejemplo. Es también un veneno letal, pero tomado en pequeñas dosis no lo es, y algunos médicos (yo entre ellos) sostienen que incluso puede ser beneficioso. Si usted se bebe una botella de detergente se pondrá muy enferma. Sin embargo, cada noche consumimos cantidades microscópicas de detergente que queda como residuo en los vasos y platos que utilizamos. Verá, señorita McQuinina, cualquier cosa puede ser veneno si toma una cantidad peligrosa durante un largo período, ¿entiende?

—Sí, entiendo. Y es McQuinnie, no McQuinina. Pero ¿hay algún...? O sea, ¿existe un veneno letal del que los médicos forenses dirían: «Oh, muerte por causas naturales, o paro cardiaco»?

—Existen muchas sustancias que pueden ser administradas a bajos niveles y que podrían provocar la muerte. La mayoría, se lo aseguro, son detectables, especialmente si la autopsia se hace rápido, no más de un par de días después de la muerte.

—Vale, gracias, doctor Passat.

—Prasad. Es Prasad.

Wong y McQuinnie almorzaron con Mardiyah Dev (esto es, la señorita Dev comió y los otros dos se limitaron a remover el plato y tomar sorbitos de agua). La mujer malaya añadió poca cosa a lo que ya había contado el día anterior. Dijo que le parecía que la autopsia de Sooti Sekhar se había realizado enseguida, la mañana siguiente al deceso.

—No había circunstancias sospechosas —añadió.

El trabajo, pensó el geomántico, parecía haber concluido. Las habitaciones estaban hechas, y, según todas las líneas de investigación, Sooti Sekhar había muerto por causas naturales. Pero la testarudez de Joyce le había dado una idea. Tal vez merecía la pena hacer una última llamada. Era preciso hablar, decidió, con el hombre que había hecho la autopsia.

Aquella tarde, Wong telefoneó al doctor Ran, cuñado del difunto. El geomántico tuvo también que gritar por el auricular.

—¿Oiga? ¿Es el doctor Ran? ¿Qué? ¿Sí? Soy el señor Wong, de East Trade Industries. Hoy estoy en Associated Food and Beverages. No, no vendo nada. Soy maestro de feng shui. Quería hacerle unas preguntas sobre el señor Sekhar. ¿Cómo? No, no quiero ir al quirófano. ¿Seca? ¿A qué se refiere? ¿Cómo dice? ¿Quién tiene la garganta seca? No, seca no. No he dicho seca. He dicho Sekhar. Su cuñado, seca, digo Sekhar. Sí, sí, ya sé que murió.

Joyce levantó el supletorio y le hizo señas a Wong de que ahora hablaría ella.

—Hola, doctor Ran, aquí Jo McQuinnie, la ayudante del señor Wong. Verá, estamos haciendo un informe y tal sobre la muerte de su cuñado, aquí en Associated, y sólo queríamos, pues... bueno, comprobar un par de cosas, si tiene usted un momento.

—Está bien —dijo la voz, grave y comedida.

—Vale, oiga, a ver, ¿de qué murió exactamente?

—Mire, señorita...

—McQuinnie.

—McQuinnie. En su momento ya di mi diagnóstico. La empresa está al corriente.

—¿Le importaría repetírmelo? Sólo estamos, cómo le diría, cotejando los hechos.

—Está bien. Mi cuñado sufrió un infarto ventricular, un paro cardiaco. Había engordado mucho. En los últimos meses tomaba demasiadas tabletas para la indigestión. Yo creo que, básicamente, fue estrés, tanto físico como mental. Así de sencillo. Bien, y ahora, si me disculpan, estoy muy ocupado. Me han pillado en pleno reconocimiento.

Hacia el final de la tarde, las dos habitaciones se veían ya más luminosas y alegres, aunque uno de los lados, allí donde habían quitado la puerta, era un desbarajuste de ladrillos y mortero. Pese a ello, todo progresaba a gran velocidad, y Wong supuso que el trabajo estaría listo sin demasiada ceremonia (como rociar sal marina, por ejemplo) y que al día siguiente se haría una inspección minuciosa.

A las ocho de la noche, tras el acostumbrado trayecto en taxi a través del ruidoso tráfico que parecía no respetar nunca los carriles y cambiaba de uno a otro sin previo aviso, los visitantes se congratularon de regresar al frescor de la casa de la señora Daswani. Se sentaron en sillas de mimbre en el porche y tomaron mango lassi con una rodajita de lima. Aquella mansión en las afueras parecía un paraíso después de pasar el día en el corazón de la ciudad.

—Se lo ve relajado, señor Wong —dijo la anfitriona—. ¿Así que han podido arreglar esos despachos?

—Eso creo —dijo él—. Había mucho trabajo. Todo estaba fuera de sitio. Pero creo que hemos terminado.

—Dos habitaciones espantosas —comentó Joyce—. Los hombres de negocios piensan que cuanto más espacio, mejor, pero es justo lo contrario si todo está mal puesto. Era un sitio oscuro y, bueno, un desastre.

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