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Authors: Nury Vittachi

El maestro de Feng Shui (23 page)

BOOK: El maestro de Feng Shui
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La señora Daswani sonrió.

—Lo que me gustaría saber es si eso influyó realmente en la muerte de ese hombre. Perdonen mi escepticismo, pero me sigue extrañando que unos muebles mal colocados puedan matar a un hombre joven y sano.

Joyce miró al jefe en busca de respuesta.

—El feng shui del despacho no lo mató. O no directamente —dijo éste—. Tuvo su efecto, y yo diría que muy grande. Pero no fue la causa directa.

—Entonces ¿qué fue?

—Se lo diré en confianza. La empresa no debe saber nada.

—De acuerdo —dijo la mujer, sentándose erguida y atenta—. ¿Qué fue?

—Suicidio —dijo Wong.

—¿En serio? —preguntó Joyce, sorprendida.

—Cuente, cuente —dijo la señora Daswani.

—Sekhar tenía un problema: era muy buen analista de ventas.

—¿Eso es un problema? —preguntó la joven.

—Puede serlo —respondió el geomántico—. Me explico. Sekhar era un hombre ambicioso. Alumno ejemplar, escala muy rápido y su jefe lo adora. Pero se queda estancado como director de ventas de productos animales. No puede seguir escalando. Entonces, pienso yo, ve dos cosas. Una es la tendencia de su sector: el negocio del marfil, medicamentos de tigre, astas de ciervo, etcétera, con Extremo Oriente empieza a flaquear. Su departamento va mal y se da cuenta de que un día su trabajo desaparecerá. —Hizo una pausa para beber un sorbo—. La otra, creo, es que observa a sus compañeros de trabajo y de club. Ejecutivos tristes y obesos. Gente en paro o con empleos horribles. Ambas cosas son malas. Sekhar no quiere ser como ellos, pero no ve cómo escapar de ese círculo. En la India es muy difícil encontrar otro empleo a partir de los cuarenta años. Casi imposible.

—Eso es verdad —dijo Joyce—, no hay más que ver los anuncios que aparecen en la prensa.

—De modo que contrata dos seguros de vida, para que su esposa e hijos queden cubiertos. Y luego se suicida.

Joyce puso cara de perplejidad.

—Pero ¿cómo pudo ser un suicidio? Todo el mundo insiste en que fue por causas naturales. ¿Alguna clase de veneno, como yo sugerí?

—No. Se suicidó muy lentamente. Solía tomar
korma
, ese curry tan suave, pues tenía úlcera de estómago, pero empezó a comer
vindaloos.
Pedía ración extra de chile. Luego comía vindaloos dobles con
palis
, los curries más picantes. Le pedía al chef que le hiciera la comida lo más fuerte posible. Eso le causaba grandes dolores y mucha flatulencia. Y cuando le dolía el estómago, se atiborraba de tabletas para la indigestión.

—¿Eso lo mató?

—Creo que sí.

La señora Daswani se quedó sorprendida.

—¿Y cómo ha sabido usted todo esto?

—Bueno —dijo el geomántico—, son sólo suposiciones. Le gusta el curry suave pero lo toma picante. Tiene úlcera pero come salsa de chile. Es abstemio pero se obliga a beber cerveza todos los días. Le encanta el deporte pero deja de hacer ejercicio. Detesta las pastillas pero empieza a tomar tabletas para la indigestión. Muchos cambios en su vida en este último año. De repente y todo a la vez. Tuvo que ser a propósito.

—Jolín. Se mató a base de
vindaloos
—dijo Joyce—. Qué cosa más rara.

—¿Cree usted que el doctor Ran lo sabía? —preguntó la señora Daswani.

—Quizá —dijo Wong—. O tal vez no. Pero el doctor es hermano de la mujer de Sekhar. Quiere que la familia sea feliz.

Durante un minuto no se oyó otra cosa que el chirriante canto de las cigarras en el jardín.

—Menuda manera de morir —dijo la joven—. Pero todo encaja. Nadie se dio cuenta. Claro, ¿qué tenía de extraño que un indio se dedicara a comer curry?

La señora Daswani arqueó las cejas.

—Dígame, C. F., ¿piensa informar de que fue suicidio y ahorrarle una fortuna a la compañía de seguros?

—¿Y quitarles el dinero a los hijos? ¿Después de las molestias que se tomó el pobre hombre? Desde luego que no. La autopsia determinó muerte por causas naturales. Yo no soy médico. Sólo entiendo de feng shui.

La anfitriona rió.

—Además —agregó Wong—, hay muchas personas que se envenenan lentamente con curry picante. Yo podría ser una, sin ir más lejos.

Apareció el criado joven e hizo sonar un gong para indicar que la cena estaba servida.

—Pues espere a ver lo que le hemos preparado esta noche —dijo la señora Daswani—. Esto acabará con usted.

8
El taxista

El gran sabio Lu Hsueh-an vivió en la llanura de Jars hace mil años. Un hombre lo abordó y dijo: «Sabio, necesito tu ayuda. Tengo demasiadas cargas. Mi casa ha empezado a inclinarse y creo que se vendrá abajo.»

Lu dijo: «Se puede arreglar.»

El hombre dijo: «Tengo otro problema. A mi jefe no le caigo bien y quiere librarse de mí. ¿Qué puedo hacer?»

Lu dijo: «Se puede arreglar con la misma acción.»

El hombre dijo: «Todavía hay otro problema. Mi mujer mira al vecino. Creo que le gusta. No quiero que me abandone.»

Lu dijo: «También se puede arreglar con la misma acción.»

El hombre dijo: «¿Qué acción es ésa?»

Lu dijo: «Ve a meditar durante tres días a un templo en lo alto de una montaña.»

Así lo hizo el hombre.

Después regresó.

Lu dijo: «Tus problemas se han resuelto. He derribado tu casa. Le he dicho a tu jefe que te vas. He trasladado a tu mujer a casa del vecino.»

El hombre dijo: «Eso no es lo que pedí.»

Lu dijo: «Pero ¿cómo te sientes?»

El hombre dijo: «Libre de mis cargas.»

Entonces el hombre se sintió muy contento. Le dio las gracias al sabio y a partir de entonces vivió feliz.

Brizna de Hierba, no escuches lo que dicen las personas. Escucha lo que quieren decir.

Es una verdad que toda la naturaleza conoce. Sólo los humanos la ignoran. Un cachorro hambriento sabe que necesita comida; pero un niño hambriento cree que necesita juguetes.

El poeta T'ang Yu dijo: «Las lágrimas pueden ser falsas. La lluvia no.»

Destellos de sabiduría oriental,

de C. F. Wong, parte 145

Los ojos sobrecargados de rímel de Winnie Lim parpadearon hasta abrirse del todo. Cubrió el auricular con sus uñas perfectas y dijo en voz baja:

—C. F., para usted. Madame Fu.

La mano de Wong, que ya se había adelantado para alcanzar el teléfono, retrocedió bruscamente al oír el nombre.

—Dígale que no estoy.

—No está —dijo Winnie.

Se produjo un tenso silencio en la oficina, y por el auricular de la secretaria pudieron oír una versión en miniatura de la rasposa voz de madame Fu.

—De acuerdo, se lo diré —dijo Winnie. Wong, entretanto, se maltrataba el labio inferior. Winnie se volvió hacia él—: Le digo que no está y ella dice que quiere hablar con usted de todos modos.

—Está bien, está bien. —El geomántico asintió con la cabeza y Winnie pulsó un botón para trasladar la llamada 128 centímetros desde su teléfono hasta el de él.

Wong se irguió en todo su metro sesenta y cinco y se alisó la chaqueta.

—Hola, madame Fu. Me alegro de que haya llamado.

—Oiga, Wong, mi prima viene los jueves a tomar el té, todos los jueves. Tiene usted que hacerlo ahora.

—Cómo no, madame Fu.

—Inmediatamente, si es posible.

—¿Qué quiere que haga?

—Esta tarde o, como mucho, mañana por la mañana.

—Muy bien, madame Fu. ¿Qué quiere que haga esta tarde o mañana?

—Mañana por la mañana. Tiene que haber terminado antes del mediodía. A veces se presenta a la hora de almorzar. Mejor si viene ahora mismo. Para más seguridad.

El geomántico decidió cambiar de táctica:

—Ha tenido mala fortuna últimamente, ¿es eso? ¿Un nuevo anexo en su casa, quizá? ¿Quiere que eche un vistazo a alguna cosa?

—No, Wong, quiero que me diga si debo quitarlo o hacer que lo tiren o simplemente dejar que se pudra. Mi prima es muy sensible a estas cosas.

—Pero ¿el qué? ¿De qué se trata?

—Esa cosa. Se lo estoy diciendo. La cosa que tengo en el jardín.

—En el jardín. ¿Qué clase de cosa?


Alamok!
Eso me lo tiene que decir usted. Yo no puedo hacer su trabajo, señor Wong.

Winnie Lim, que estaba escuchando por el otro teléfono, tapó el auricular con la mano y le dijo a Wong:

—Ríndase, hombre.
Sudah-lah!

El geomántico comprendió la inutilidad de seguir indagando y terminó la conversación con la obediente promesa de ir enseguida a Fu Town Villa. Luego colgó y se derrumbó en su asiento con la gracia de una nave industrial demolida.

Su ayudante, Joyce McQuinnie, bajó el libro que estaba leyendo y lo miró. No se le había escapado la profunda reticencia del geomántico a atender el encargo.

—¿Por qué no le dice que se vaya a paseo?

—¿A quién?

—A esa madame Tururú.

—Madame Fu.

—Bueno, pues Fu.

—¿Y por qué habría de decirle que se vaya a pasear? ¿Qué tiene eso que ver?

—Olvídelo, C. F.

Una vez más, Wong se quedó con la idea de que estaba manteniendo una conversación con una perturbada. ¿Era corriente sentirse a todas horas rodeado de locura, o sólo le ocurría a él? Decidió cambiar de tema.

—¿Es un buen libro?

Joyce estaba leyendo una antología de mitos y leyendas chinos que él le había recomendado encarecidamente. Ella dejó el libro a un lado y dijo:

—Mire, para serle franca, hay cosas que están bien, pero otras son loquísimas.

—¿Cómo dice?

Joyce apoyó los pies encima de la mesa.

—A ver, las chicas siempre se transforman en zorros, fantasmas o qué sé yo. Eso ya es tope raro. Pero en esta historia, el chico se convierte en crisantemo. Por-fa-vor. ¡Un crisantemo! ¿A quién se le ocurre escribir eso?

—A P'u Sung Ling.

—Pues si quiere que se lo adapten al cine, va a necesitar un buen editor...

—No creo que quiera. Ya está muerto.

—Ja, no me extraña.

El geomántico estaba recogiendo sus cosas.

—Voy a ver a Madame Fu. ¿Me acompaña? —preguntó, deseando que la respuesta fuera negativa.

—Claro —dijo Joyce—. Es una oportunidad de ver a los crustáceos superiores de la sociedad de Singapur. No me la perdería por todo el té de Winnie Lim.

La secretaria, al oír su nombre, dejó en la mesa su decimoctava taza de té
gok-fa
y miró a la joven, pero no obtuvo más información.

* * *

El extrarradio de Singapur en un nublado día laborable de verano es un lugar agradable. El tráfico se embotellaba en el centro de la ciudad, con lo que las calles alejadas del barrio comercial eran fluidas y acogedoras. El cielo lucía un inverosímil azul oscuro, que las montañas de cirrocúmulos elevándose en el horizonte hacían más, no menos, hermoso.

En esa clase de salidas, Wong deseaba tener un coche propio. Miraba con cierta envidia a los espíritus libres que pasaban a toda velocidad en descapotables, con los cabellos al viento. Pero como el impuesto sobre coches particulares en la ciudad-estado se había más que doblado, eso quedaba fuera del alcance de un pequeño empresario como él.

Por otra parte, si alguna vez se decidía a ahorrar Para comprar un coche, sería gracias a clientes como madame Fu. Ella era rica, le encargaba trabajos a menudo y pagaba en efectivo (normalmente, más de lo que él pedía). Aguantar una pequeña dosis de locura era un precio bajo.

Y por el momento, los taxis de Singapur eran relativamente baratos y seguros; ahora mismo, viajaba en un Mercedes-Benz, un tipo de coche que en su Guangzhou natal se asociaba a las clases altas. Tardaron menos de quince agradables minutos en ir de Telok Ayer Street a las despejadas calles residenciales de Katong.

—Seguramente será un trabajo fácil —dijo Joyce—. La vieja parece que está chiflada.

—Porquería —dijo Wong.

—¿Que será una porquería de trabajo?

—No, el problema. Creo que es porquería. Lo que tiene en el jardín.

La casa de madame Fu se encontraba en una urbanización de clase alta y edificios bajos junto a Meyer Road, pero la parte de atrás daba a una tranquila carretera rural, utilizada a menudo para fines más o menos inicuos como citas de enamorados o tirar basura, que normalmente arrojaban encima de su tapia. Para ser justos, habría que decir que en parte era culpa de ella, pues su jardín estaba tan descuidado y lleno de maleza que cualquier transeúnte podía tomarlo como tierra comunal. Pero bastaba que alguien tirara allí una nevera vieja, para que a la primera de cambio otro siguiera su ejemplo. En una semana, aquello podía convertirse en un vertedero municipal. A veces, el objeto desdeñado era dejado allí por la propia madame Fu. Ella nunca culpaba a nadie de la subsiguiente montaña de desperdicios, al parecer creyendo que los muebles y otros artículos no deseados se multiplicaban por rapidísima copulación asexuada.

Wong se mortificaba pensando que este tipo de encargos no era propio de un experto en feng shui. La mujer era una excéntrica, incluso cabía que estuviera mal de la cabeza. Si así fuese, él consideraba que habría que tratarla a la manera tradicional china, es decir, que sus hijos la escondieran allí donde no pudiera ocasionar ningún daño.

Pero sus visitas de cada pocos meses se habían convertido para madame Fu en una fuente de tranquilidad, y también en una parte apreciable de los ingresos del geomántico, así que ¿para qué quejarse? Ambas partes sacaban un provecho. Además, cada caso de geomancia entrañaba cierto grado de psicología. Los flujos de energía dentro de una casa, por perfecta que sea la disposición de la misma, no redundan en un hogar feliz si sus moradores están mentalmente desequilibrados.

Recorrieron el elegante barrio de Joo Chiat, lugar de residencia predilecto de las comunidades euroasiática y china. Las viviendas de esta parte fascinaban al geomántico. Le gustaba especialmente Mountbatten Road, con sus suntuosos chalets en grandes parcelas, algunos de estilo colonial clásico y otros de diseño más atrevido y moderno.

El taxi llegó a un grupo de pequeñas casas pulcramente separadas entre sí. Se detuvieron ante la entrada principal, el guardia de seguridad miró a los ocupantes del coche y enseguida les franqueó el paso.

Para estos casos, pensó Wong, su ayudante occidental siempre resultaba útil. Un enjuto caballero chino con los ojos pequeños y arrugados y una boca de gesto severo suscita recelo, incluso si se disfraza de Papá Noel. Pero hay algo en las mujeres blancas que aterroriza a los burócratas asiáticos, ya sean porteros o jefes de Estado. No estaba seguro del motivo. Quizá porque son tan diferentes de las asiáticas, una especie claramente aparte. Las occidentales eran difíciles, autoritarias, ilógicas, perdían la paciencia y siempre estaban a punto de gritar. Todos estos factores hacían que una simple mirada de Joyce levantara rápidamente todas las barreras, mientras que Wong, de haber ido solo, habría tenido que soportar un interrogatorio y presentar algún documento de identidad.

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