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Authors: Nury Vittachi

El maestro de Feng Shui (26 page)

BOOK: El maestro de Feng Shui
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New York, New York.

—Eso.

El ayudante jurídico de Kwa se les acercó.

—Gilbert —dijo—. Vamos, acaban de llamarnos.

—Un momento —dijo el policía.

Wong continuó:

—Todo se pensó para aparentar que la muerte ocurrió más tarde, durante el trayecto en taxi. El propio taxista lo cree así. Más tarde, la policía examina el cuerpo. La grabadora se ha parado sola y ha rebobinado automáticamente. Usted pone la cinta y oye una voz diciendo una dirección. Cree que es el inicio de una carta dictada y no le resulta raro. Escucha un poco más de cinta y al cabo de un rato alguien tararea. El señor Semek era un gran fan del karaoke, así que a usted tampoco le parece extraño.

—¿Y la bolsa? ¿La bolsa con muestras y dinero?

—En esa bolsa nunca hubo ni muestras ni dinero. Siempre estuvo llena de ladrillos. Para sostener al muerto. Para que no se ladease en el asiento del taxi.

—¿Cree usted que lo asesinaron sus socios? Pero ¿por qué? ¿Qué beneficio sacaban de su muerte? Él era el único que no tenía dinero.

—Ellos dos aportaban dinero, eran socios capitalistas. Semek era quien ponía las ideas. Ellos no buscaban su dinero; dinero ya tienen. Lo que querían era su idea. Quizá no querían pagarle.

Kwa se volvió hacia su ayudante y le dijo:

—Avise al fiscal y dígale que hable con el juez; que pida un aplazamiento. Todavía no estamos listos.

Joyce McQuinnie, que a todo esto había estado hablando por teléfono con Winnie Lim en otra parte del edificio, llegó en ese momento al pasillo.

—Hola. Dice Winnie que esta mañana ha vuelto a llamar madame Fu.

—¿Más basura en el jardín?

—No. Su prima fue a tomar café a primera hora y se quedó un buen rato. La vieja chiflada dice que su prima se ha marchado dejando malas vibraciones. Quiere que vaya usted a hacerle otra limpieza de la casa.

Wong asintió con la cabeza.

—Será mejor que vaya a ver. Por si acaso. Podemos ir en taxi otra vez. Los taxis de Singapur son bastante seguros.

9
Un recinto imperfecto

Hace quinientos años el oeste de Pekín experimentó una gran espiritualidad. Fue una época en que lo tangible dio paso a lo intangible. Muchas cosas mágicas acontecían.

Todos los días un cuenco volaba desde el templo sagrado hasta el palacio Imperial. Llevado por espíritus que eran invisibles. La emperatriz Li ponía una limosna en el cuenco, que volvía volando al templo.

Una mañana, el cuenco entró muy temprano en su alcoba. La emperatriz estaba en camisón. Medio dormida, se tapó e hizo una broma: «¿Qué buscas a estas horas? ¿Quinientas muchachas para tus quinientos monjes?»

El cuenco regresó volando. Al día siguiente no volvió.

La emperatriz comprendió que no debía haber dicho aquello. Escribió una carta al superior del templo, cuyo nombre era Tao Fu, y le contó lo que había pasado.

Tao Fu dijo: «Sólo puedes hacer una cosa. Envía quinientas muchachas para los quinientos monjes. De este modo no habrás insultado a los espíritus. No habrá ninguna falsedad.»

De modo que la emperatriz envió a buscar quinientas muchachas. Al cabo de mucho tiempo reunieron suficientes y las enviaron al pueblo de Shih Fu, a las cercanías del templo. Quinientos hombres y quinientas mujeres no podían estar tan cerca unos de otros sin pecado. Sucumbieron a la tentación y yacieron.

Tao Fu no sabía qué hacer. El castigo por ese pecado era la muerte. Decidió que no había otra salida. Cogió a los quinientos monjes y las quinientas muchachas y los rodeó con un círculo de fuego, donde debían morir abrasados.

Pero los Inmortales estaban viéndolo todo y elevaron a las quinientas parejas hasta el más alto de los cielos, donde se convirtieron en santos y santas. Tao Fu cogió la cama de la emperatriz Li e hizo de ella un altar.

Brizna de Hierba, de este incidente se coligió una gran verdad: el hombre santo que renuncia al amor para toda su vida complace al cielo, pero el hombre santo que renuncia a toda su vida por amor también complace al cielo.

Destellos de sabiduría occidental,

de C. F. Wong, parte 287

C. F. Wong guardó su diario y consultó la correspondencia, que ese día se limitaba a una carta. Como de costumbre, el buzón de C. F. Wong & Associates en la planta baja del edificio estaba rebosante de correo. Y, como de costumbre, en su mayor parte eran sobres de ventanilla (metidos en un cajón en espera de la sesión de cuentas semanal), tarjetas con los datos de servicios de taxi (a la papelera), y correo basura (ritualmente quemado en un intento de consumar una minúscula venganza kármica contra los remitentes).

El geomántico examinó el exterior del único ejemplo de verdadera correspondencia y soltó un suspiro. Sin duda significaba problemas. El sobre llevaba el blasón de Master Dinh Tran, del
vihara
budista de St. Sanctus, un hombre cuyo título extrañamente transcultural daba fe de la compleja historia de su templo, construido en Vietnam del Sur donde antes había una iglesia católica.

—Está bien, hay que hacer de tripas corazón —dijo en voz alta antes de abrir el sobre. Las arrugas de sus ojos se hicieron visiblemente más profundas a medida que leía la carta—. ¡Aghhhh! —exclamó—.
Terok-lah!

Master Tran, amigo del difunto padre de Wong, solicitaba su inmediata presencia a fin de resolver un problema complicado. Tenía que ser enseguida. El templo estaba dispuesto a pagar a East Trade Industries los honorarios equivalentes a un día completo de asesoría. Nada se mencionaba de pasajes de avión ni de alojamiento; probablemente tendría que alojarse en un cuarto espartano dentro del recinto del templo. La oferta de remuneración era puramente retórica, ya que East Trade rechazaría galantemente aceptar ningún dinero en un caso como ése. Master Tran sabía muy bien que en el consejo de administración había muchos elementos supersticiosos. En conjunto, la cosa se reduciría a pasar unos días fuera sin obtener el menor provecho.

Wong le lanzó la carta a su ayudante Joyce McQuinnie, que estaba observándolo con curiosidad.

—Me alargo otra vez —dijo él.

—Querrá decir «me largo» —lo corrigió Joyce y miró el sello de la carta—. ¡Vietnam! Voy con usted. Si papá me deja.

—Bien —dijo Wong, distraído, su mente viajando ya.

No era tan mala idea. Vietnam tenía algo de ultraterreno que siempre le levantaba el ánimo, aunque Ciudad Ho Chi Minh podía ser bastante deprimente. Y luego estaba ese primo suyo en Cholon, al que podía visitar. ¿Y si se tomaba un par de días libres para meditar? Hacía ya ocho o nueve años que no pasaba unos días en un templo. Recordó lo bien que se había sentido después de una semana de meditación en Chiang Mai. Un momento, ¿o es que estaba pensando en las vacaciones gratis que supuso hacer el estudio feng shui de aquel hotel de cinco estrellas en Nusa Dua?

* * *

Master Tran no tenía teléfono ni fax, de modo que Winnie Lim tuvo que contactar con el agente del templo, un tailandés que se dedicaba a la importación-exportación y que respondía al disonante nombre de Porntip, para que informara al hombre santo de que Wong llegaría el martes de la semana siguiente para pasar allí un día y una noche, y que iría acompañado de un ayudante.

—No sabía que los templos necesitaran los servicios de expertos en feng shui —comentó Joyce.

—¿Y por qué no? También son edificios.

—Sí, pero de otra índole muy... no sé, otra clase de... No quiero decir de superstición, ya me entiende.

—Diferente abracadabra, ¿no? —dijo Wong, recordando la palabra que ella había empleado en su primer y memorable día en la oficina. Sonaba bien. Tendría que buscarla en el diccionario...

—Digo yo, ¿por qué no rezan a Dios y tal, y dejan que él les resuelva los problemas?

—Son monjes budistas. No creen en Dios.

—Bueno, pues Alá o Buda, o la Calabaza Mágica o lo que sea que veneren.

Wong asintió con la cabeza. No sabía cómo explicárselo a ella en inglés, pero ésta era precisamente la razón de que le disgustara hacer estudios feng shui en templos, iglesias u otros lugares sagrados. En esos lugares había tantas influencias invisibles que el trabajo resultaba infinitamente más complicado. Un altar venerado por millares de almas durante décadas o siglos tenía sin duda una gran cantidad de
chi
acumulado, pese a estar en el sitio menos apropiado según las enseñanzas del feng shui.

Otra dificultad era que los hombres santos de cualquier credo solían considerarse muy adelantados en las artes del espíritu, aunque muchos fueran sumamente frívolos. Resultaba que, por regla general, se limitaban a alabar hipócritamente los consejos de maestros de lo que ellos consideraban artes inferiores, como la geomancia. Era verdad que Master Tran siempre había mostrado un saludable respeto hacia el feng shui, pero Wong temía la presencia de elementos hostiles o escépticos entre el personal del templo.

Había otra cosa. Dios, o Alá, o Buda, o... (¿cómo lo había dicho Joyce? ¿Calabaza Mágica? Tendría que buscar eso también) podían estar efectivamente allí. Una vez había hecho el estudio de una iglesia antigua y había encontrado una presencia tremendamente poderosa que lo había dejado exhausto y desorientado. Recordó las palabras de Confucio, citadas por Han Yu, el sabio de la dinastía Tang: «Rinde todos los respetos a los seres espirituales pero mantenlos a distancia.»

—Los templos son difíciles. Y grandes, además. Y sólo tenemos un día. Será un encargo complicado. —Apoyó la yema de los dedos en sus sienes y cerró los ojos.

—Tranquilo —dijo Joyce—. Yo le ayudaré. Una amiga mía se compró una cosa chulísima para guardar cedés en Ciudad Ho Chi Minh (una especie de cesta de colores fluorescentes) y quiero ver si consigo una igual. Sería divertido alojarse en una monjería. Todo serán tíos, ¿no? Cien tíos ataviados con sábanas y yo. Fabuloso.

—¿Ha dicho monjería? —preguntó Wong.

—Sí, monjería. Lugar donde viven monjes, o incluso monjas. No confundir con «monasterio», que es el término que designa el sitio de un zoológico donde tienen a las monas.

Wong lo anotó. Había que ver lo extraños que eran ciertos idiomas.

Salir del aeropuerto de Ciudad Ho Chi Minh fue como entrar en el mayor horno del mundo. Soplaba un poco de brisa, pero, más que refrescar la piel, el viento parecía escupirle calor.

—No me hará falta secador de pelo —dijo Joyce, y vio con asombro cómo a una niña pequeña se le derretía un helado en las manos en cuestión de segundos. La joven se quitó la cazadora tejana, con cuidado de no rozar su pendiente nuevo, comprado en Sri Lanka, del que colgaba una diminuta holografía de un Buda sentado.

Como es habitual a la salida de la mayoría de los aeropuertos de Asia, la increíble masa de gente agolpada en las inmediaciones hacía imposible distinguir un grupo de otro. ¿Cómo iban a encontrar a la persona que buscaban? Pero segundos después un hombre menudo y moreno que parecía un pájaro, con una camisa floreada, se acercó a Wong y le estrechó la mano con firmeza.

—C. F., hola, hola, bienvenido a Vietnam. Hacía mucho tiempo que no lo veía. ¿Siete u ocho años?

El geomántico saludó con una inclinación de cabeza y le presentó a Joyce. El regocijo de Porntip se desvaneció como una pompa de jabón.

—Oh, vaya, no, no, no —dijo, retirando rápidamente la mano que había adelantado hacia la joven—. Lo siento pero... —Volvió a mirar a Wong—. Es una mujer —protestó.

—Sí —confirmó Wong—. Una mujer.

—No es un hombre. Es una mujer.

Joyce, molesta, se agarró la parte delantera de la falda como ofreciéndose a levantarla.

—¿Quiere echar un vistazo para asegurarse? —dijo.

—No hace falta —respondió Porntip.

—No es necesario —dijo Wong.

En el coche, camino del templo, Wong y Porntip hablaron acerca del problema. Wong había olvidado —o no había caído en la cuenta— lo estricto que era el templo con respecto a las mujeres. El tailandés le explicó que casi nunca se les permitía la entrada, y que ninguna mujer tenía autorización para pernoctar allí.

—¿Ninguna mujer? ¿Nunca? —preguntó Wong.

—Una o dos veces al año hay un día de puertas abiertas, y entonces pueden ir mujeres, pero sólo si hacen una cuantiosa donación o llevan regalos.

—¿Cuándo es eso?

—En mayo. Por el cumpleaños del Señor Buda. Vesak. También el día del Dharma. Y el día del Sangha.

—Bueno —dijo Joyce—. Esperaré fuera hasta mayo.

—Imposible —dijo Wong—. Sólo estaremos aquí una noche.

Joyce lamentó, una vez más, la absoluta carencia de ironía que padecían los asiáticos.

El conductor del destartalado Nissan era un sobrino de Porntip, un muchacho de unos dieciséis años que no paraba de fumar y que respondía al nombre de Bin. Había dejado su ventanilla bajada y la temperatura del aire que entraba en el coche variaba entre fresca y abrasadora, según la velocidad del vehículo. Tras unos cuarenta y cinco minutos, llegaron a las afueras de la ciudad propiamente dicha y aminoraron la marcha. Porntip subió la ventanilla y encendió un ruidoso e ineficaz aire acondicionado.

El hombrecillo no había dirigido una sola palabra a Joyce y se negaba a mirarla, pese a que cuando se volvía desde el asiento del pasajero para hablar con Wong, su mirada se cruzaba inevitablemente con la de ella.

—¿Por qué no pueden ir mujeres? —preguntó Wong.

—Hace tiempo descubrieron que un monje era un transexual —explicó Porntip—. Y lo echaron, bueno, la echaron, vaya. Creo que ésa fue la última vez que hubo una mujer en el templo. —Bajó la voz hasta un susurro—. Era una de esas criaturas... ya sabe, del tercer sexo.

—Ajá. En Singapur también hay. Los llamamos
homo sapiens.
Suelen ir a los clubes nocturnos, pero en Singapur casi todos son hombres que se hacen mujeres.

—Sí, pero a veces también hay mujeres que se hacen hombres. Muy pervertidas. —Porntip soltó la proverbial risa tailandesa que implica vergüenza, más que humor—. Mujeres con mujeres —añadió, horripilado—. He leído cosas. Mujeres pervertidas. Con el pelo corto.

—En Singapur se las llama libanesas —dijo el geomántico.

—Lesbianas —terció Joyce.

—Lesbianesas, sí. ¿Y cuándo ocurrió eso? Lo del monje transexual...

—No sé. Hará cinco o seis años.

Joyce, que aún estaba de morros, comentó que en el templo no debían de estar al corriente de los actualmente reconocidos derechos de los transexuales, travestidos o lo que fuere.

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