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Authors: Nury Vittachi

El maestro de Feng Shui (24 page)

BOOK: El maestro de Feng Shui
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Un criado indonesio abrió la puerta de la casa enjalbegada y los condujo a presencia de la señora, que se encontraba en el jardín trasero.

—¡Oh, ya está aquí! Adelante, adelante —dijo madame Fu, haciéndoles señas—. Esto trae mala suerte, estoy segura, necesito saber qué opina usted.

Wong caminó con cuidado entre la hierba crecida. En una visita anterior se había hecho daño en el pie y no quería correr riesgos. Se detuvieron al llegar al cercado del fondo. Madame Fu señaló un punto entre la hierba.

—Ahí. ¿Qué opina?

A sus pies había un cuerpo. Un cadáver. Llevaba puesto un impermeable con una mancha oscura. Las moscas que lo rondaban hacían pensar que llevaba allí, tostándose al sol, al menos medio día. Era un hombre de pelo negro. Sus ojos estaban abiertos pero inertes.

Joyce soltó un grito y se llevó el puño a la boca.

Wong inspiró hondo:

—¡Por todos los dioses! Creo que tiene razón, madame Fu. Esto trae mala suerte. Es preciso solucionarlo lo antes posible y sin el menor error.

—Lo sabía —dijo la mujer. Se volvió hacia el criado—. ¿No había dicho yo que traía mala suerte?

Wong tenía que hacer la pregunta más obvia.


Terok-lah.
Esto... ¿puedo preguntar si...? ¿Lo ha hecho usted?

—Por supuesto que no. En mi propio jardín no me dedico a matar gente —respondió ella, como si cometiera matanzas indiscriminadas en otros lugares.

El geomántico llamó a la policía, que se hizo cargo de todo. Al fin y al cabo, se dijo Wong, probablemente se trataba de un asesinato mafioso. Además, tenía la importante tarea de reorganizar la buena suerte de Madame Fu. Los iconos correctos en la puerta de atrás, mirando hacia el lugar donde había sido hallado el cadáver, un espejo ba gua de ocho caras en la pared, encima de las puertaventanas: no era tarea difícil desviar el mal. La gente no se daba cuenta de que un incidente aislado, incluso algo de tanta envergadura como la presencia de un cadáver en su propia casa, es menos difícil de contrarrestar que un permanente flujo de fuerzas negativas, como por ejemplo la ubicación de una casa en línea recta con el emplazamiento de una sepultura.

Al inspector de homicidios, Gilbert Kwa, le costó tratar con madame Fu. Hablaba irracionalmente, de manera confusa y se contradecía a menudo. Wong fue requerido constantemente para interpretar las palabras de la mujer.

Kwa empezó a utilizarlo como intermediario con la anfitriona, papel que el geomántico no rechazó, puesto que en casos como éste su curiosidad era mayor que su reserva.

Más tarde, el inspector le pidió que fuera a la comisaría. Una vez allí, le preguntó sobre los objetos abandonados en el jardín de la mujer. Wong le explicó que parecía tratarse de una consecuencia de la disposición del terreno.

—Aquello parece un vertedero, de modo que la gente tira allí sus desperdicios.

—Un cadáver no es un desperdicio.

—Cierto. Confiado ya decía que tratar un cuerpo muerto era una cuestión peliaguda. Si le das trato de cosa muerta, la gente dice que no tienes corazón. Si lo tratas como si aún estuviera vivo, la gente dice que no tienes cerebro. Confucio, en el Li Chi...

—Otro día hablamos de Confucio, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿Algún sospechoso?

—Pues sí, ya lo tenemos —dijo Kwa.

—Caramba. ¿Tan pronto? Estupendo.

El policía le contó la historia. El muerto era Carlton Semek, un hombre de negocios indonesio que se había mudado a Singapur hacía cuatro años. Sus socios lo habían dejado con vida en un taxi en la esquina de Tanglin Road, tras una reunión la víspera de que fuera hallado cadáver.

Sus colegas, una mujer de Singapur —Emma Esther Sin— y un norteamericano —Jeffrey Alabama Coles—, dijeron que estaba bien cuando lo vieron por última vez. Había tomado unas cuantas copas, tampoco demasiadas, lo suficiente para estar un poco achispado. Lo dejaron en el taxi y se despidieron. Ambos recordaban que el taxista era un hombre de aspecto indio y edad indeterminada. «Tenía pelo negro y bigote», había dicho Emma Sin.

—Eso reducía la lista a unas decenas de millares —dijo Kwa.

Por suerte, sus hombres habían visionado videos de tráfico y seguridad e identificado una serie de vehículos que estaban en la zona de Katong y Meyer Road a la hora en que se produjeron los hechos, entre ellos tres taxis.

Habían localizado a los taxistas, uno de los cuales parecía encajar con la descripción. La señorita Sin y el señor Coles, por separado, escogieron la misma fotografía. En el registro del sospechoso constaba que había recogido a un cliente en la esquina de Tanglin y Orchard Road casi a la misma hora en que los colegas de la víctima afirmaban haberlo dejado en un taxi. Tras ser interrogado por otro inspector, el taxista confesó rápidamente haber arrojado el cadáver por encima de la tapia de la señora Fu.

Parecía un caso claro.

—Un hombre sube con vida a un taxi —dijo Wong—. Y lo abandona muerto. El taxista lo mató, ¿no? Todo resuelto.

—Sí... —dijo el inspector, y Wong notó que vacilaba—. No del todo. Necesito hacer cuadrar los detalles. La bolsa que llevaba el hombre estaba vacía. Llevaba dinero, pero también otras cosas, material científico. ¿Qué hizo Motani (así se llama el taxista) con eso? ¿Cómo es que no aparece el arma homicida? Registramos el piso de Motani a fondo. No encontramos nada. Aún queda mucho para que pueda dar el caso por cerrado.

—¿Por qué tanta prisa?

—Me gusta resolver estas cosas cuando el caso aún está caliente. —Kwa dejó caer bruscamente los hombros a una postura más cómoda—. Además, este fin de semana tenía previsto ir a Genting Highlands, a jugar al golf. Necesito solucionarlo cuanto antes.

—Entiendo.

—Mi colega el superintendente Tan me ha dicho que le deje hablar con el detenido. Yo estoy dispuesto. ¿Qué opina usted, C. F.?

Wong supo que esto era lo más cerca a que llegaría Gilbert Kwa de implorar ayuda, de modo que accedió a entrevistarse con el taxista, Nanda Motani, de veintisiete años, que llevaba en el oficio alrededor de un año.

—Yo no fui, le juro que yo no lo hice —dijo Motani con un patético deje de súplica en su voz ronca, antes incluso de que Wong hubiera tomado asiento.

El maestro de feng shui cambió la orientación de la silla antes de aposentarse cuidadosamente en ella.

—Señor Motani, yo no he dicho que hiciera usted nada. Me llamo C. F. Wong. Soy asesor. Quiero que me cuente toda la verdad. Dígame exactamente lo que sucedió desde el momento en que vio al señor Semek hasta que lo dejó. Vaya despacio.

—Yo no lo maté —insistió el taxista—. Ya estaba muerto cuando me volví para mirar.

—Cuéntemelo todo, por favor —insistió a su vez Wong, con tono tranquilizador pero firme.

El hombre se rascó las mejillas sin afeitar, suspiró y dijo:

—Lo he repetido no sé cuántas veces. Llegué a Orchard Road a eso de las diez y media, quizá un poco antes o después. Vi a aquellos tres en la esquina. Salían de un bar. Se notaba que habían bebido. El que iba en medio se apoyaba en la mujer, que reía a carcajadas. El otro hombre, el extranjero alto, sujetaba al que estaba en medio. Me hicieron señas y me detuve. Técnicamente no está permitido parar allí, lo sé, y si quiere arrestarme y acusarme, me declararé culpable. Culpable de eso, sí, pero no me acuse de haber hecho... lo otro.

—Siga, por favor. Paró el taxi. ¿Y luego?

—El extranjero metió las bolsas dentro y ayudó a subir a su amigo, el borracho, mientras la mujer esperaba fuera. Luego me dio la dirección.

—¿Quién se la dio?

—El tipo alto, el americano. «Katong, East Coast Road, cerca de Red House», dijo.

—¿Red House? Ah, ¿quiere decir la antigua panadería de Katong?

—Sí, eso mismo. El borracho iba medio caído en el asiento, y el americano estiró el brazo y le dio unas palmaditas o algo. «Adiós, amigo.» Le dijo algo así. Hice el giro metiéndome en un camino particular (y si quiere arrestarme por eso, adelante, no se prive) y luego enfilé Orchard Road.

—Hacia el este.

—Sí, hacia el este, ya sabe, luego seguí por Stamford Road, Raffles Avenue y crucé el puente. Después me equivoqué de calle. No conozco bien esa zona. Paré y le pregunté a otro taxista. Me indicó el camino y llegué a Katong muy rápido, apenas unos minutos más tarde.

—¿El pasajero dijo algo?

—No; estaba demasiado borracho. Repitió la dirección. Creo que le comenté algo, para charlar un poco, ya sabe, soy un tipo muy afable, un tipo simpático. Le dije que Katonge era un sitio bonito para vivir, pero él no respondió.

—¿No dijo nada en absoluto?

—Cantó un poco.

—¿Qué cantó?

—Yo no sé de música. No tengo tiempo para eso. Sólo me sé las canciones de las películas tamiles. Creo que era una canción pop occidental, qué sé yo, algo de América. No lo sé.

—¿Y qué pasó después?

—Nada. Nada en absoluto. Simplemente lo llevé hasta East Coast Road; estaba oscuro. Torcí a la izquierda por esa calle y oí un ruido atrás. Miré por el retrovisor y no lo vi. Paré el coche y vi que estaba doblado, medio cuerpo en el asiento y el otro medio en el suelo. Seguí conduciendo.

—¿Por qué? ¿No le pareció que se encontraba mal?

—Mire usted, señor policía...

—Yo no soy policía.

—Mire usted, buen hombre, cuando eres taxista y trabajas de noche, muchas veces tienes que llevar a gente que se duerme, o que está borracha o inconsciente. No es nada extraño. Uno los lleva a la dirección que sea y luego los despierta. Esto pasa muchas veces, pregunte a cualquier taxista de Singapur.

—De acuerdo. ¿Y llegó a su casa?

—Correcto. Entonces intenté despertarlo. Le decía cosas, pero no había manera. Estiré el brazo y lo sacudí. No se despertó. Estaba como fofo, desmadejado. Salí del coche y fui a sacarlo con la intención de dejarlo a la puerta de su casa. Lo he hecho otras veces. Pero entonces vi la mancha que tenía en el abrigo. Creí que habría vomitado, pero no, era una mancha negra.

—¿De sangre?

—Sí, creo que sí, pero en la penumbra parecía negra. Cuando vi que estaba mal, o quizá muerto, casi me puse a gritar. No sabía qué hacer. Sólo quería sacarlo del coche, pero ¿qué podía hacer? Me pareció que había mil ventanas a mi alrededor, todas mirándome. Pensé en llamar a la policía, pero nadie más que yo estaba con aquel hombre, de modo que pensé que la policía creería que yo... que yo lo había matado. Y no es así. Yo no fui, yo no fui. Le juro que ya estaba muerto cuando vi la mancha del abrigo.

—¿Qué hizo entonces?

—Cerré la puerta de su lado, me puse al volante y salí pitando.

—¿Adónde?

—No sé. Simplemente me fui de allí. Al final llegué a la zona de Meyer Road, sabe. Me metí por una callejuela tras doblar la esquina, y arrojé el cadáver por encima de una tapia. Y sus bolsas también. Un maletín y una bolsa pesada.

—¿La abrió?

—No, no toqué nada. Sólo por fuera.

—¿Y después?

—Volví a casa y limpié el coche a fondo, una y otra vez. Terminé de limpiarlo a las seis de la mañana y luego me fui a dormir, pero sólo pude hacerlo un par de horas. Tenía miedo de volver al trabajo, así que me quedé en casa mirando a la pared. Estuve horas así, hasta que llegó la policía. Me trajeron aquí y no he salido desde entonces. Eso es todo lo que sé. Créame, por favor. Por favor se lo pido, se lo ruego.

—Le creo —dijo Wong—. Pero debo hacerle unas preguntas más. ¿Las ventanillas de su taxi estaban bajadas?

—No; subidas. Tengo aire acondicionado. No quiero malgastar. Así se conserva el frío, sabe.

—¿Oyó al señor Semek bajar la ventanilla? ¿Oyó algún ruido, como que bajaba una ventanilla o trataba de abrir la puerta?

—Creo que no. Ojalá pudiera decir otra cosa, porque eso querría decir que alguien subió y lo mató, que imagino que es lo que ocurrió. Mire, señor policía, yo soy un buen hindú y no digo mentiras, o sea que no, no oí nada de eso, es la verdad. Por favor, se lo ruego...

—Está bien. Hemos terminado —dijo Wong.

El geomántico fue a la cantina de la comisaría y pidió un té verde. Se puso a examinar los informes del caso. Joyce llegó con los libros de cartas astrológicas. Wong la puso al corriente de todo, para ver si ella hacía las preguntas correctas.

—Qué raro —dijo la joven—. ¿Quién mató al tipo, si el taxista no fue? ¿Qué ocurrió durante el trayecto? La clave es: ¿qué consecuencias tuvo la muerte de Semek? ¿Alguna herencia o algo así?

Wong asintió. Pregunta correcta. Él mismo se la había formulado a Kwa. Semek tenía una ex esposa en Indonesia y varios hijos estudiando en la universidad, los cuales heredarían su dinero... Pero no tenía parientes en Singapur ni en Malasia. La herencia no era grande y, que la policía supiera, no había ningún seguro de vida. En cuanto a asuntos profesionales, Semek, Sin y Coles acababan de firmar un contrato para desarrollar un producto técnico. Algo relativo a análisis de minerales para un proyecto de minería en Kalimantan. Semek era científico, la parte técnica del negocio, mientras que Coles y Sin se ocupaban de la parte comercial, puesto que eran, respectivamente, especialistas en financiación y mercadotecnia. Los socios, a quienes no pareció afectar el asesinato, habían acordado suspender el negocio hasta después de los funerales, cuando todos volverían a reunirse de nuevo.

—Oiga, ¿y había algo interesante en el cuerpo del muerto?

—Lo interesante es lo que no había. Cuando subió al taxi llevaba dos bultos. Un pequeño maletín y una mochila grande. En ella había muestras de mineral, piezas de maquinaria, moneda extranjera.

—¿Y todo ha desaparecido?

—No todo. La mochila y el maletín estaban allí, en el jardín de madame Fu. Pero la mochila estaba llena de ladrillos. Como traídos de una obra.

—Ah, el cambiazo.

—¿Cambiazo?

—Muy típico de las películas americanas de cine negro, de las de antes. Tenías una bolsa con cosas valiosas y otra que parecía idéntica, pero nada de valor dentro. Para dar el cambiazo. En algunas pelis todavía se ve. Bueno, dejémoslo. Así pues, ¿quién se lo llevó? El taxista, ¿verdad?

—Puede. O quizá se detuvo en alguna parte... Quizá hay algo que no nos cuenta.

—¿Y el maletín?

—Cosas de ejecutivo. Aquí tiene una lista.

Joyce la examinó. El maletín de Semek contenía un montón de papeles, básicamente documentos técnicos relativos a análisis de suelo y rocas, medio donut en una bolsa de papel, una novela de Michael Crichton, un
Penthouse
y un paquete de cacahuetes de un vuelo de SilkAir.

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