El maestro de Feng Shui (25 page)

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Authors: Nury Vittachi

BOOK: El maestro de Feng Shui
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En sus bolsillos, la policía había encontrado un teléfono móvil finlandés, un recibo de lavandería, un recibo de un cajero automático de Orchard Road, un dictáfono y dos casetes.

—¿Pusieron las cintas?

—Sí —dijo Wong—. En una hay grabaciones de cartas comerciales. En la otra se le oye cantar.

—¿Cantar?

—Le gustaba cantar, por lo visto. Una cinta, según Kwa, empieza con parte de una carta y luego canta
New York, New York.
Era cantante de karaoke, ¿entiende?

—¡Uf! Sí, claro, menuda bazofia. Es donde la gente asesina las canciones en público.

—¿No le gusta? Pues al muerto le encantaba el karaoke. La señorita Sin dijo que iba con frecuencia a clubes de karaoke.

—¿Mensajes en el móvil?

—Ninguno.

La joven cogió la lista de pertenencias personales y de pronto emitió un silbido de admiración. Wong la miró. ¿Habría descubierto algo importante?

—¡Uau! ¿Y qué pasará con todas sus cosas? —preguntó Joyce—. ¿Se las queda la poli? Ese encendedor Dunhill es chulísimo; yo no fumo, pero bueno. Y un walkman nuevo no me vendría mal, y esa grabadora... Supergraves, altavoz incorporado, rebobinado automático. Hombre, si van a tirarlo todo...

—No. Se lo darán a la familia.

—Ya, claro. Supongo que es lo correcto. Bueno, y ahora ¿qué? ¿Sacamos el champán y le hacemos el feng shui al taxi?

—No se dice champán. Es
lo pan.
Además, con los taxis no funciona. Un coche siempre cambia de orientación, sur, oeste, norte, este. No tiene una dirección propia.

—El mío sí. Papá me compró hace dos meses un Mini del ochenta y nueve para que aprendiera, pero perdí las llaves y estuvo tirado en una calle durante semanas. Para que luego digan que con un coche vas a todas partes. Yo sí iba, pero a pie.

—En este caso no necesitamos
lo pan.
Solamente cartas
lo shu,
pilares del destino. Para empezar, el señor Semek.

Abrió con satisfacción sus polvorientos tomos y empezó a leer páginas llenas de caracteres chinos. El pilar-día del señor Semek era de fuego, y había nacido a finales de primavera, estación de madera, explicó el geomántico. Sacaría, pues, fuerzas del fuego y la madera. Del mismo modo que en un fuego real, si añades madera las llamas se hacen más grandes. Pero si le añades agua, el fuego se extingue. Si introduces objetos metálicos o tierra, será difícil que el fuego prenda.

La noche de su muerte era un día de metal, dijo Wong. Cada elemento está asociado con una parte del cuerpo. Semek recibió un disparo en el pecho. El metal se asocia con el sistema respiratorio. En su caso, las pautas astrológicas se hicieron realidad de la manera más literal. Una bala de metal se introdujo en su sistema respiratorio.

Motani también es una persona fuego. Sin embargo, en sus cuatro pilares sólo había un elemento madera, por tres elementos metal. Por tanto, no era una persona fuego demasiado fuerte...

Gilbert Kwa llegó en ese momento.

—¿Ha encontrado algo?

—Sí. Está clarísimo, ¿verdad, jefe? —dijo Joyce con una sonrisa.

—¿Sí? —El policía tomó asiento delante de ella, que dijo:

—El taxista es inocente. Alguien disparó al tipo a través de la ventanilla del coche. Con un arma de largo alcance y con silenciador, como hacen los francotiradores. Igual que en esa peli,
El día del Chacal,
¿se acuerda? Muy años setenta, pero era bastante buena.

—Pero el taxista dice que la ventanilla estaba subida.

—Bah —dijo Joyce—. Declaró que se detuvo a preguntar cuando se perdió por aquellas calles. ¿Cómo pregunta un taxista? Pues bajando la ventanilla y gritando, ¿no? En ese momento la bala pasó silbando junto al taxista y mató al pobre tipo de atrás sin que nadie se diese cuenta. ¿Qué le parece?

—Me parece que ve usted demasiadas películas —repuso Kwa con una sonrisa—. Para empezar, no le dispararon. Fue una cuchillada, pese a que no encontramos ningún cuchillo. Primero pensamos que había sido una bala, sí, pero el médico dice que no hay duda: fue un arma blanca, quizá un cuchillo de cocina o de pelar fruta, corto pero afilado. Estamos registrando otra vez la casa de Motani. Lo malo es que pudo arrojar el arma desde el taxi en cualquier punto del trayecto.

—Oh. ¿Cambia eso su teoría? —preguntó Joyce a Wong.

—No. Metal en sistema respiratorio. Bala, cuchillo, es lo mismo.

La joven se apoyó en el respaldo y se mordisqueó la uña de un dedo índice.

—Oiga, tengo otra idea. A ver qué le parece. Hay alguien escondido en el maletero. Apuñala al tipo atravesando el respaldo del asiento, le extrae el cuchillo y luego, cuando el coche para, salta y se larga corriendo. Las puertas del taxi no han llegado a abrirse. ¿Eh? ¿Qué me dice?

Kwa sonrió de nuevo.

—Sigue viendo demasiadas películas —dijo—. La idea está bien, pero a la víctima la apuñalaron por delante. Justo en el corazón. No por detrás.

—Bueno, al menos tengo teorías interesantes, que ya es más de lo que aportan ustedes —dijo ella.

—La respuesta no está en esas ideas extrañas, sino en alguna parte de estos papeles. —Wong los recogió, abrió el libro de cartas y los metió dentro—. Me voy a la oficina. Necesito calma y silencio para dibujar cuatro pilares de fortuna, uno para cada persona. Debo hacer correctamente la investigación. —Se levantó.

Joyce permaneció sentada.

—Es la primera vez que estoy en una comisaría de Singapur. ¿Me la enseña, jefe?

—Desde luego —dijo Kwa.

—¿Y puede enseñarme dónde encierran a la gente y les dan palizas y tal?

—Sí, por supuesto. Acompáñeme.

Por la tarde, Joyce estaba en un Starbucks de Orchard Road con una Coca-Cola y un
muffin
de arándanos, mirando las tiendas del otro lado de la calle. El tráfico era fluido, aunque de vez en cuando se estancaba un poco. Un taxi se detuvo para recoger a un cliente y la furgoneta que iba detrás tuvo que frenar en seco. Hubo intercambio de insultos y ambos vehículos siguieron adelante. A lo lejos se oía algo parecido a una campana de iglesia, un sonido inesperado y muy europeo, pensó Joyce.

Cerca había un Toys'R'Us, y una librería grande al doblar la esquina. En las boutiques de ambas aceras vio la misma ropa de marca que en South Molton Street. Una pareja joven que pasaba por allí se sentó a la mesa de al lado; ambos llevaban Levi's 501: los reconoció por las etiquetas.

Sin pensarlo conscientemente, estaba rumiando sobre el hecho de que esa escena le recordaba a Pitt Street, o quizá una calle principal de South Yarra, en Australia. Sin embargo, nadie se habría equivocado al respecto. ¿Qué era lo que marcaba la diferencia?

Los árboles, pensó, tan orientales. Los árboles de Australia eran muy diferentes de los de Singapur. Y la gente, claro. Aquí eran más bajos. Los occidentales eran altos y angulosos, y tampoco había tantos. En Sidney, cuando en una acera veías a diez personas a la vez, ya te parecía llena. Aquí siempre había unas setenta, de día como de noche.

Y el aire, por supuesto. Aunque estaba nublado y soplaba viento y el sol había desaparecido, el aire aún era caliente, húmedo, estancado. Cuando en Sidney hacía un clima así, lo llamaban ola de calor. Las mujeres tomarían el sol en
topless
en playa Bondi, y algún que otro reportero trataría de freír un huevo en la acera. Aquí, en cambio, la gente se había puesto jersey.

¿Qué otras diferencias había? De repente comprendió que estaba centrándose en estas comparaciones mundanas porque su cerebro no quería reconocer lo que de verdad la preocupaba: estaba intentando eliminar algo que la había conmocionado. Pero ¿qué era?

Mientras comía distraídamente el muffin notó que empezaba a relajarse, y poco a poco fue revisando mentalmente los últimos acontecimientos. Había pasado la tarde hablando infructuosamente con la familia de Motani. Su madre hablaba un poco de inglés, pero estaba destrozada por la detención de su hijo mayor. Luego estaban los cuatro hermanos y dos hermanas que aún vivían en casa, en aquel pequeño apartamento de una urbanización insulsa que se llamaba... ¿cómo, mecachis? Se le había olvidado. Las chicas apenas habían abierto la boca, y Joyce había tenido que hablar con los dos hermanos menores del taxista. Uno de ellos era guapísimo pero taciturno, y hablaba con monosílabos. El otro, de nariz prominente y bigote, se mostró animado y complaciente.

Joyce se sentía como una impostora. No había estudiado para policía ni sabía demasiado de feng shui. ¿Qué estaba haciendo allí? Las instrucciones de Wong sólo habían sido que hablara con la familia e intentara sonsacarles algo que pudiera ayudar a resolver el caso. Ella no tenía ni idea de qué preguntar. ¿Debería haber tomado notas? ¿Debería haber grabado la entrevista? Al menos eso le habría dado cierto aire de profesional. Claro que también podían haber pensado que era una periodista en busca de una exclusiva.

¿Se había dicho algo que mereciese la pena comunicar a Wong? En todo el rato que estuvo en la casa, sólo hubo un tema de conversación: la machacona insistencia en la inocencia de Motani. ¿Cómo podían los dioses haberlo puesto en semejante aprieto?

Cuando Joyce explicó que no era policía sino alguien que quería ayudarlos, la familia supuso que era una especie de asistente social, y empezaron a hacerle preguntas sobre qué clase de ayuda podrían conseguir si Motani, que era quien más dinero aportaba a la familia, era condenado a años de cárcel... aunque él no había cometido ningún delito, claro.

Joyce se había sorprendido de su propia habilidad para responder a las preguntas, o para rechazar aquellas que la desconcertaban. ¿Dónde aprendí a decir tantas tonterías?, se preguntó. Tal vez era cosa innata. Después de todo, su padre era un consumado experto. Bueno, lo principal era que no había puesto en peligro el buen nombre de C. F. Wong & Associates. Consideraba que había actuado de manera harto profesional, excepto, tal vez, cuando pidió prestado un cedé pirata de un concierto de Pearl Jam que el hermano pequeño de Motani tenía en la mesa donde estaba haciendo sus deberes.

Entonces ¿por qué se sentía tan inquieta? Seguramente porque se había identificado con la madre, que no había dejado de entrar y salir de la habitación toda la tarde, hecha un mar de lágrimas. O quizá era algo más: ¿no habría asumido la responsabilidad, siquiera moral, de conseguir que Motani saliera bien librado? Quizá por eso tenía la sensación de llevar una carga muy pesada.

O tal vez era que el cúmulo de acontecimientos de los últimos días la mantenía al borde del ataque de nervios. Encontrar un cadáver en el jardín no era moco de pavo, y era ya el segundo del verano, de momento. No hay muchas jóvenes de diecisiete años que se dediquen a encontrar cadáveres por ahí. Quizá es, se dijo, que me estoy haciendo mayor.

Había ido a tomar algo para aplazar la principal tarea de la tarde, que era informar a Wong de sus descubrimientos. Pero no había descubierto nada. ¿Cómo se lo iba a decir? Decidió llamarlo por el móvil.

—¿C. F.? Soy yo, Jo.

—¿Ha encontrado el piso?

—Sí, gracias. El taxi me ha dejado enfrente.

—¿Ha averiguado algo?

—Pues... bueno, son familia numerosa. El padre de Motani murió y ahora es él quien aporta el dinero. Tiene hermanos por un tubo. Como es lógico, están todos hechos polvo. Y...

—¿Y?

—Bueno, no, creo que eso es todo. Quiero decir que no he averiguado nada que pueda resolver el misterio. No sabía muy bien qué preguntar ni qué buscar. Sólo he charlado un rato con ellos.

—Está bien, no se preocupe.

—Pero sí hay una cosa, creo...

—¿Qué cosa?

—Tenemos que sacar a Motani de ésta. Él no lo hizo.

—¿Por qué piensa eso?

—Por nada. Me lo parece y ya está.

—Comprendo. A mí también. Váyase a casa. Camine, camine despacio.

Joyce sonrió. Emma le había explicado ese equivalente chino de «cuídese».

—Sí. Camine, camine despacio usted también. Buenas noches.

Al día siguiente, cerca ya del mediodía, Wong encontró a Gilbert Kwa en el pasillo de los juzgados. El policía estaba de muy mal humor.

—Pero ¿por qué diantres los juicios no pueden estar programados puntualmente, como una visita al dentista? ¿Por qué siempre tengo que perder horas y horas esperando?

—Debo hacerle una pregunta importante —dijo el geomántico—. Puede que después tengamos la respuesta.

—Pues dese prisa. Esta mañana juzgan a Motani. De un momento a otro nos llamarán de la sala número tres. O dentro de una hora, cómo saberlo.

Un empleado apareció en el umbral y leyó en alto una hoja de papel:

—Caso doce barra setecientos sesenta y ocho f. Motani, N.

—Ya era hora. Lo siento, nos toca. Hablaré con usted más tarde.

—No. Espere, señor Kwa. Sólo una pregunta: ¿llovía, el martes por la noche? Me acosté temprano y no lo sé. Pero es muy importante.

—No, si recuerdo bien. Creo que llovió por la tarde, pero por la noche no. Lo siento, Wong, he de dejarle. —El policía se dirigió a la puerta número tres.

—Espere. Tengo algo importante.

—Sólo treinta segundos, ni uno más, C. F. Hoy está el juez Simeon Malik. Hace esperar a todo el mundo pero no soporta que lo hagan esperar a él.

El geomántico inspiró hondo y comenzó su explicación:

—El caso es que Motani es una persona de fuego débil que necesita madera para tener fuerza. La noche del asesinato sus pilares eran malos. Había un choque entre metal y madera. Y también entre madera y tierra. Pero el pilar-hora de la muerte muestra un fuerte apoyo de madera al fuego de Motani. Si había presencia de agua, si a esa hora llovía, entonces era muy malo para Motani. Pero no hubo lluvia, sólo madera. Eso significa que lo que sucedió a esa hora no destruyó la vida de Motani, sólo una parte del ciclo. No lo encerrarán. Lo pondrán en libertad.

—Se acabó el tiempo —dijo el policía—. Gracias y adiós. —Fue hacia la puerta.

—Ah, y otra cosa. Semek ya estaba muerto antes de subir al taxi.

—¿Qué? —Kwa se quedó pasmado—. ¿A qué se refiere? Pruebas, por favor.

—A Semek lo apuñalaron en la calle. Sus amigos llevaron el cuerpo hasta el taxi. No estaba ebrio, sino muerto. El americano alto lo metió en el coche y lo colocó recto en el asiento.

—Pero él... Semek habló con el taxista. Le dio la dirección.

—El americano, al colocar a Semek, puso en marcha una grabadora dentro del bolsillo del cadáver. Se oyó una voz que decía las señas de Semek. Luego una pausa. Y más tarde una voz que tarareaba una canción titulada
New York.

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