El maestro de Feng Shui (28 page)

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Authors: Nury Vittachi

BOOK: El maestro de Feng Shui
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Wong había previsto que los monjes no cenarían, de modo que se había dedicado a hacer acopio de cosas para picar, y no había protestado al tener que irse a la cama sin comida ni bebida. También se había agenciado un paquete de una golosina británica que descubrió estando en Hong Kong: galletas Hob-nob recubiertas de chocolate.

Estuvo un rato despierto, tumbado en la más completa oscuridad, incapaz de dormir. Al principio no fue consciente de que su mente no se relajaba como de costumbre antes de conciliar el sueño. Fue al cabo de una hora agitándose en la dura cama cuando se dio cuenta de que no conseguía dormir.

¿Qué lo mantenía despierto? La habitación estaba a oscuras, pues no había luz artificial en ninguna parte del
vihara,
y pocas farolas en las carreteras cercanas. Además, apenas se oía el menor ruido. Le pareció que frente a su ventanuco algún grillo zumbaba en un árbol, y por dos veces oyó ulular a un búho. Unas horas antes había oído ruiditos en su cuarto, como si alguien rascara, y supuso que serían las ratas de las que se había quejado el hermano Wasuran. Pero ahora, incluso las ratas parecían haberse ido a dormir. Mientras se concentraba en el casi absoluto silencio, tuvo más o menos conciencia del sonido de una música grabada, pero parecía venir de muy lejos, sin duda del exterior y probablemente del pueblo cercano. Abrió más los ojos y reparó en un ligero fulgor de luna que se colaba por la persiana, reflejándose en los cantos del escaso mobiliario de la habitación. Notó el estómago vacío, y pensó en levantarse para comer una galleta. Pero no iba a ser fácil encontrar el paquete. Se preguntó de manera distraída si había cerrado la cremallera de su bolsa y si las cosas de picar estarían a salvo de las ratas. Con esta idea en la cabeza, Wong cayó en un sueño inquieto.

Despertó de pronto al oír un ruido fuerte en el techo. Otra rata. ¡Pero ésta parecía enorme! Hubo un momento de silencio, y luego otro ruido, como si rascaran. Oyó crujir las tablas de madera. Levantó la vista y vio horrorizado cómo los tablones se combaban bajo el peso del animal, o de los animales, en el techo. De repente, una tabla se movió lateralmente y una cara en sombras apareció en la negrura.

Wong se encogió de miedo.

—¡Sorpresa! —dijo la voz de Joyce. Momentos después, la joven asomaba la cara a la penumbra—. No se quede ahí parado. Busque algo para que pueda bajar. ¡Esa silla! No, la mesa. ¿Puede mover esa mesa?

—¿Qué está haciendo ahí? —le espetó Wong.

—Ayúdeme a bajar y se lo diré.

Wong puso el quinqué encima de la silla y, con un gruñido, levantó la mesa de forma que sus patas no arañaran el suelo. La colocó con el máximo sigilo debajo de la abertura.

—Ya está.
Okay?
—dijo en un susurro nervioso.

—Sí, perfecto. ¡Ay! Perdón, me he clavado una astilla. Oiga, muévala un poco a la derecha. Así.

Con sorprendente agilidad, Joyce se descolgó por el pequeño agujero hasta tocar la mesa, que se volcó, tirándola a ella al suelo.

—¡Mierda! —exclamó Joyce—. Me he dado en el culo. Ay. Jolín.

—¿Le duele?

Joyce dio un respingo, se frotó el trasero y se levantó despacio.

—No, no, estoy bien, sólo que mi orgullo y eso...

Wong miró nerviosamente hacia la pequeña ventana. Sería una catástrofe si alguno de los hermanos pensaba que había dejado entrar a escondidas a la joven. Su feminidad perturbaría el ambiente. Quizá tendrían que salir todos huyendo. Peor aún, ella estaba en su cuarto y era de noche. Supondrían que la había hecho entrar por motivos indecentes. Si esto llegaba a oídos de East Trade, quizá no le pagarían la prima anual. Por suerte la cortina estaba echada y todo parecía estar tan en calma como antes.

Entonces oyeron que alguien llamaba a la puerta. Wong se quedó sin respiración.

—¿S... sí? —dijo, procurando parecer despreocupado.

—¿Se encuentra bien? —Era la voz áspera del hermano Wasuran—. He oído un ruido, ¿se ha caído usted?

Wong hizo gestos frenéticos a Joyce para que se escondiera debajo de la cama, pero ella saltó sobre la silla. El geomántico se quedó de piedra. ¿Qué pretendía hacer? ¿Pensaba subir otra vez al techo? Entonces se dio cuenta de que estaba poniendo la tabla otra vez en su sitio. Una vez hecho esto, se bajó de la silla, la apartó y se metió bajo la cama.

—No pasa nada. Todo va bien. Sólo se ha roto la mesa. No se preocupe.

—Oh, deje que se la arregle. Voy a entrar.

La puerta no tenía cerradura, de modo que Wong no podía hacer nada. Tras comprobar que su ayudante no estuviera visible, fue a abrir la puerta y el hermano Wasuran entró en el cuarto.

—Oh, la mesa se ha roto, cuánto lo siento —dijo.

—No, soy yo el que lo siente —dijo Wong—. Mis brazos son fuertes, quizá he apretado demasiado.

El hermano Wasuran miró con perplejidad las esqueléticas extremidades del geomántico y dijo:

—No importa. Le traeré una mesa nueva. Lo siento mucho.

Wong contuvo el aliento hasta que el orondo monje estuvo fuera de la habitación. Pasaron cinco minutos de reloj hasta que el hombre regresó con otra mesa. En ese tiempo, Joyce aprovechó para sacar la cabeza y respirar un poco, desapareciendo de nuevo cuando oyeron que el hermano Wasuran se acercaba por el pasillo. Luego, el monje se quedó a charlar unos tres o cuatro minutos antes de dar las buenas noches. Una vez con la puerta cerrada, Wong disfrutó de treinta segundos de paz perfecta, hasta que oyó que Joyce salía de su escondite.

—¡Uf! La de polvo que hay ahí debajo. Tenía miedo de estornudar. Se habría descubierto el pastel. Una quinceañera debajo de la cama. Y en una monjería. ¡Qué gracia!

—No lo encuentro gracioso —susurró Wong, muy serio—. Haga el favor de bajar la voz. ¿Qué hace aquí? Tiene que marcharse, no puede estar aquí. No se permiten mujeres. Es la norma.

—Oiga, jefe, tranqui. Debería darme las gracias. Acabo de resolver el misterio. ¿No quiere saber cómo he entrado?

Había sólo una silla, de modo que Joyce hizo sentar a su jefe y se quedó de pie a un lado, señalando sus descubrimientos sobre el mapa de Wong.

—Mire. ¿Ve esta parte de aquí? Me he pasado horas buscando una abertura en la pared. En la parte delantera es de yeso, pero en este lado y detrás es una simple valla. He probado todas las tablas, todas las estacas, todos los ladrillos, y no había manera de pasar. Pero luego me he dado cuenta de que algunos ladrillos estaban como hundidos en el muro, ¿sabe lo que quiero decir? El sitio justo para meter la punta del pie. Total, he empezado a trepar. Había más huequecitos en los ladrillos superiores, hechos ex profeso para que alguien pueda escalar.

—Es muy peligroso. ¿La ha visto alguien?

—Qué va. He tenido mucho cuidado. Bin me hacía de vigilante. Resulta que es un chaval muy guay. Bueno, como le iba diciendo, esto era en la parte de atrás, donde apenas hay tráfico ni nada. Se estaba haciendo de noche. A una altura de tres metros los ladrillos se convierten en una cerca de madera. La he empujado un poco y se ha abierto sin más. Era una entrada secreta. Qué emocionante. Y la he encontrado yo solita.

—Por favor, no levante la voz.

—Sí, sí, perdone, ya la bajo. Bueno, escuche. Esto le gustará. La cerca da a la parte de arriba de esa cosa que hay en el patio. ¿Qué es, una especie de garaje?

Wong miró la zona sombreada del mapa.

—Es un altar. Dentro hay un pequeño Buda de oro.

—Ah, bueno. Total, he estado un ratito subida al tejado. El edificio está aislado de los demás, de modo que no sabía qué hacer. Era divertido, ¿no?, estar dentro del templo sin que nadie lo supiera, o sea que allí estaba yo, boca abajo, mirándolos a todos. Algunos de los más jóvenes están buenísimos. A lo mejor podría usted presentarme a uno alto que... No, vale,
okay.
Lo he visto a usted entrar en su cuarto. Ha sido muy divertido.

—Podía habernos metido en un lío a los dos. No debería haberlo hecho.

—Vamos, no se me cabree. Le digo que es un gran descubrimiento. ¿No lo entiende? He averiguado cómo entra y sale la gente, y cómo meten cosas de contrabando. Algunas ramas de ese árbol grande llegan al tejado del garaje, altar, o lo que sea, donde yo estaba. Al caer la noche he trepado al árbol... no veas, eso sí que ha sido difícil. Hacía como siglos que no me subía a un árbol. Bueno, en fin, he ido reptando por una rama gruesa y... ¿pero por qué pone esa cara de susto?

—No es un árbol cualquiera. Es el bo, crecido del árbol sagrado donde Buda tuvo su... su...

—Iluminación.

—Sí, iluminación. No debe trepar a él.

—Vale. Ya veo que no valora mis dotes de mujer gata. ¿Por qué no escucha y se queda calladito? Al árbol no le he hecho nada. Soy amante de la naturaleza. Peso cincuenta y cuatro kilos... Bien, las ramas llegaban al tejado de esa cosa que le digo. El tejado hace pendiente, pero puedes meterte en una especie de desván y luego dejarte resbalar. Como he visto que usted estaba en la primera habitación, no me ha sido difícil arrastrarme por el hueco y llegar hasta aquí. La última parte del trayecto sí que daba miedo (rollo Indiana Jones, sabe) porque estaba todo medio oscuro y tal. Pero, al mismo tiempo, todo el rato tenía la sensación de que estaba bien organizado. Quiero decir, alguien había tomado esa ruta muchas veces, de modo que sabía que no me iba a quedar atascada, que habría un camino delante de mí. Sólo me preocupaba que alguien pudiera oírme. Ah, y por el camino he perdido el pendiente, ya sabe, el holograma de Buda. Diez libras me costó. A ver si puedo encontrarlo mañana.

—Yo la he oído. Pensaba que era una rata.

—¡Ees! ¿Hay ratas aquí?

—Sí, hay muchas ratas en el edificio. Me lo dijo el hermano Wasuran.

—Jope, menos mal que no lo sabía cuando estaba ahí arriba.

Se hizo el silencio. No fue difícil detectar un sonido de movimiento, como si toda una familia de ratas huyera en estampida por el techo hacia la habitación contigua.

—Más vale que se marche.

—¿No piensa darme las gracias por el descubrimiento?, ¿por haber resuelto el misterio?

—Gracias. Se lo contaremos mañana a Master Tran. Ahora váyase.

Otra rata correteó sobre sus cabezas. La joven se estremeció.

—Oiga, yo no me subo ahí arriba si está lleno de ratas. Además, está oscurísimo. Han apagado todas las luces y eso. Me quedo.

—¿Y dónde va a dormir?

—Soy una joven e inocente doncella. Necesito descansar. Yo voy a dormir en esa cama. Creo que la pregunta es, ¿dónde va a dormir usted?

La noche transcurrió en un estado de gran inquietud. Al principio, Wong no podía dormir de lo furioso que estaba. Al cabo de un par de horas, se quedó adormilado y empezó a agitarse sobre una manta en el suelo. Recordó sus años de adolescencia, cuando dormía sobre el suelo de tablas de la tienda de especias que su tío tenía en Guangzhou. A medida que avanzaba la noche, las caderas empezaron a dolerle de lo lindo. Joyce, relativamente cómoda en la cama, había tomado varias cervezas con Bin y roncaba plácidamente. Las ratas se pasaron la noche correteando como locas de una punta a otra del bloque dormitorio, como si hubieran organizado unas carreras. Al fin Wong consiguió dormirse, no sin que su sueño se viera invadido de extrañas imágenes de su vida.

Revivió el día en que, profundamente dormido en la tienda de especias, se había dado la vuelta bajo el saco de arroz, y éste, al volcarse, lo había golpeado con la fuerza de una roca y lo había sepultado después bajo una avalancha de duros granos blancos.

En el sueño, él era un muchacho y corría en busca de su tío. Pero, al abrir la puerta, en vez de una escena nocturna en Guangzhou, se encontraba a plena luz del día. Estaba en Singapur, en lo alto del OUB Centre, y había trepado a un saliente del tejado, sesenta y cuatro plantas más arriba del suelo.

Ahora era ya adulto y estaba haciendo una lectura feng shui. El señor Pun, director de East Trade Industries, le estaba gritando desde una ventana de un edificio vecino: «Dese prisa, C. F., tiene que estar listo antes de que abramos al público, dentro de cinco minutos.»

—Es que no encuentro mi
lo pan
—contestaba Wong, en precario equilibrio sobre el antepecho mientras buscaba frenéticamente en su maletín—. Esto está lleno de ratas.

Luego se colaba en el edificio por otra ventana y de pronto estaba en Hong Kong, en una oficina donde había una ristra de monedas colgantes, justo en la maléfica posición mortal de las cinco maldiciones amarillas.

La habitación tenía cuatro puertas, pero ¿cuál era? Probaba la primera, estaba cerrada con llave. La segunda abría a un ensordecedor concierto de rock, y la solista que se desgañitaba en el escenario era Joyce McQuinnie.

Cerraba la puerta y abría la tercera. Al otro lado había una gran estatua de plata de un dragón con un papel rojo en la boca, de donde goteaba un líquido rojo a un
tien-yuer
benefactor hecho de cerámica rosada. ¿Qué significado tenía?

Empezaba a buscar nuevamente su
lo pan.
¿Cómo iba a saber qué significaba sin conocer la orientación? ¿Estaba en el este, en la dirección de la flor del ciruelo?

Entonces veía a Winnie Lim detrás de él, haciéndose la manicura, y ella se echaba a reír. «Madame Fu al teléfono. Quiere que vaya ahora mismo», decía. En ese momento entraba el señor Pun mirándose impaciente el reloj. Se ponía a hablar con Winnie. El geomántico no podía oír de qué estaban hablando. «No. No. Puedo hacerlo», les decía.

Y ellos hablaban cada vez más y más alto.

Se despertó, parpadeando en la pálida luz del alba, preguntándose dónde estaba. No reconocía la habitación. No sabía por qué estaba en el suelo ni por qué había una cama al lado. ¿Se habría caído durmiendo? ¿Por qué había una docena de rostros en la puerta? ¿Era parte del sueño?

Pero, al ver los hábitos grises, volvió en sí. Su cabeza cayó hacia atrás, sobre la prenda arrollada que había utilizado como almohadón. Oh, no. Estaba en el templo budista. Debían de ser las cinco de la mañana. Hora de levantarse. Pero ¿por qué lo miraban los monjes con aquellas caras de espanto? De repente, se acordó de la joven y se incorporó tímidamente. Allí estaba Joyce, dormida como un tronco, con el vestido arrugado enseñando indecentemente sus rodillas.

—No, no —les dijo Wong—. Puedo explicárselo. En serio.

Master Tran regresó al
vihara
a las siete, y para entonces Wong y McQuinnie habían escapado a casa de Porntip para ducharse y desayunar.

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