Read El maestro de Feng Shui Online
Authors: Nury Vittachi
—No, verán, primero he de preguntar una cosa. Oficialmente, conforme a las normas, no se admiten visitantes en estas reuniones, ¿verdad? Pero usted, C. F., trajo a su ayudante la última vez, y también hoy. Quiero preguntar si yo también puedo traer a alguien esta noche. ¿Sí? No les importa, ¿verdad?
—Bueno, depende —dijo Madame Xu, y se arregló maquinalmente su
cheong-saam,
esa prenda de terciopelo negro veteado de púrpura, azul y rosa, ante la posible presencia de un invitado. Como siempre, la adivina vestía impecablemente—. Si se trata de alguien tan encantador como la señorita Jo, yo no veo inconveniente.
—Es un banquero. Bueno, de la banca privada. Tiene relación con el caso que voy a presentar esta noche, saben.
—¿Han atracado un banco? —preguntó Wong.
—En realidad no... Bueno, no estoy seguro de cómo calificarlo. Los banqueros lo llaman histeria colectiva. Nunca habíamos tenido un caso de histeria colectiva, ¿verdad? Puedo ir a buscarlo ahora. ¿Qué me dicen?
—¿Un caballero de la banca privada? Por mí, adelante —insistió Madame Xu, y los demás asintieron.
Tan se dio la vuelta e hizo señas a un hombre de treinta y pocos años que los miraba con aire incómodo desde lejos. Alto, de piel pálida y pelo rubio, se acercó a paso vivo, deteniéndose súbitamente detrás del policía.
—Haré las presentaciones. Éste es Joseph Sturmer, de la United World Banking Corporation. Madame Xu, la señorita Joyce, el señor C. F. Wong. Bien, siéntese, por favor.
El larguirucho banquero, cuyo aspecto desentonaba con su traje oscuro y su corbata conservadora, se dejó caer con abatimiento en una silla, bajó las manos al regazo y miró alrededor con gesto compungido. Era pecoso como un niño. Joyce lo observó con interés: bonito pelo lacio y nariz griega correcta, pero labios desagradablemente finos y ausencia de mentón. De todos modos, se dijo, era demasiado viejo.
Madame Xu explicó que ya había arreglado el menú con el viejo Uberoi, de manera que los caballeros podían empezar con su historia cuando quisieran.
—Podemos comer y escuchar al mismo tiempo —añadió.
—Entonces vayamos al grano —dijo Tan—. Se trata, como decía usted antes, del atraco a un banco. O tal vez no. ¿Usted qué diría, señor Sturmer?
—Bien, es un misterio. Por eso estamos aquí, ¿no es así? Los del banco no pueden resolverlo.
Joyce advirtió su acento extranjero.
—Hola. Llámeme Jo. ¿Es usted de allá abajo?
—¿Quiere decir australiano? No. De Nueva Zelanda.
La esposa de Uberoi, una voluminosa mujer llamada Nina Chug (Uberoi era delgado como un tallarín), sirvió las bebidas:
lassi
salado para Madame Xu, Wong y Tan, y dulce para los dos
mat sellah.
Se da por supuesto que los occidentales lo prefieren dulce.
Tan rompió el silencio subsiguiente.
—Bien, empecemos. Alguien ha robado el banco de una manera harto curiosa.
—Bueno, es lo que pensamos —precisó Sturmer.
—¿Por qué no nos lo cuenta usted, señor Sturmer? —pidió el geomántico.
—De acuerdo —dijo el neozelandés—. Antes que nada, he de recordarles que es un asunto confidencial. No debe salir de estas cuatro... —Se fijó en que el restaurante sólo tenía tres paredes—. En fin, que es confidencial. Soy el subdirector de la división de banca privada del United World Bank. Esta mañana recibí una llamada de un cliente al que no le habían tramitado un ingreso de dinero. Solemos recibir quejas de esta índole. Nueve de cada diez se trata de una demora perfectamente normal.
—Si no entiende algo, C. F. —dijo Joyce, visto el acento cerrado de Sturmer—, yo se lo traduzco. Mi hermana salió con un
kiwi
una vez.
Sturmer prosiguió, no sin cautela:
—Le di la excusa de costumbre: «Lo siento, señor Somchai. Para los cheques son siete días laborables, depende del banco del que proceda el dinero, y hasta veintiocho días si está librado en moneda extranjera.» Y es la verdad, pero Somchai no se dio por satisfecho. «Era en efectivo», dijo. «He ingresado dinero en metálico. Debería haber sido registrado inmediatamente. No tiene que comprobar nada, es dinero en efectivo y nada más.» No le faltaba razón. Tuve que enfocarlo de otra manera. «Seguramente se trata de un despiste involuntario», le dije. «Estoy seguro de que si espera a que su banco le pase el estado de cuentas, comprobará que el dinero está allí.» Verán, algunos clientes ingresan dinero y ese mismo día les adeudan una factura o cheque por una suma similar, pero ellos esperan que el saldo de su cuenta se incremente, cuando en realidad todo está correcto. O quizá la esposa saca un reintegro y luego se olvida de decírselo al marido. Son cosas que pasan, absolutamente normales. Bien, al final le dije que podíamos enviarle un estado de cuentas interno.
Joyce reparó en que C. F. Wong escuchaba y observaba con gran concentración, esforzándose por entender. Por alguna razón, el banquero se dirigía a Joyce y toda la historia se la relató a ella. Al principio la joven no se daba cuenta, pero luego se sintió complacida, asintiendo con la cabeza a medida que el otro hablaba. Se preguntó si los demás lo tomarían a mal, dado que ella no pertenecía al grupo de místicos.
—Pero el tipo se puso impertinente. «Señor Sturmer», dijo, «no me tome por un imbécil. No estoy casado y sé exactamente lo que entra y lo que sale de mi cuenta bancaria. Hago balance de mi talonario cada vez que lo utilizo. Y me consta que hace dos días ingresé cinco mil dólares de Singapur y que ahora no están».
Sturmer parecía más relajado. Miró brevemente a Wong y Madame Xu antes de posar de nuevo sus ojos en Joyce. Empezó a gesticular con las manos para expresarse con más soltura.
—De modo que procuré no tomármelo a la tremenda, le dije que ya sabía que se le daban bien los números y que me ocuparía personalmente del asunto. ¿Dónde depositó el dinero? ¿En la oficina principal? ¿La cuarta máquina empezando por la derecha? Bien. Gracias por llamar. Agregué que le telefonearía al cabo de dos horas, que es el procedimiento normal para clientes particulares. ¿Está todo claro, por ahora?
Hizo una pausa y Joyce y Madame Xu asintieron con la cabeza. Wong continuó mirándolo fijamente.
—Bien, en el noventa por ciento de estos casos, es el cliente el que ha cometido algún error de cálculo, así que suelo hacer caso omiso y dejar que se resuelvan solos. Se sorprenderían de saber cuántos multimillonarios hay incapaces de contar hasta diez o de hacer una simple suma. Pero luego mi colega Sarah Remangan, que ocupa la mesa contigua a la mía, me dijo: «Yo he recibido una llamada similar de uno de mis clientes. Ingresó un dinero el martes pasado. Tiene recibo y todo. Pero jura que el dinero no está en su cuenta. Incluso pidió un estado de cuentas que lo ratifica.»
Sturmer hizo una pausa cuando un camarero lo empujó suavemente con el codo mientras disponía los platos en la mesa. Una bandeja con cinco
masala dosas
llegó un momento después.
—Continúe —dijo Madame Xu, empezando a repartir las crepes de patata al curry, sirviendo primero a Sturmer—. Entonces se dio cuenta de que algo pasaba, ¿verdad?
—No, no en ese momento —dijo Sturmer—. Verán, todo el sistema está informatizado. No puede fallar. Siempre resulta que la gente gasta demasiado y no sabe en qué se le ha ido el dinero. Es propio de la naturaleza humana. Pero luego sonó el teléfono de Sarah y era otro cliente con el mismo problema. Lo supe por lo que Sarah le decía. Probablemente fue entonces cuando comprendí que había motivos de preocupación. Tres quejas similares, una detrás de otra. Algo iba mal.
—¿Un virus informático, quizá? —aventuró Joyce.
—Imposible. Los ordenadores del banco están programados para hacer sólo dos cosas: o lo hacen bien, o se cuelgan. No hay término medio. No se equivocan con las operaciones. Si funcionan, es que funcionan bien. Todos los sistemas informáticos de los bancos están basados en este principio, al menos que yo sepa. En fin, telefoneé a varias personas. Llamé a mi supervisor, claro está, y me dijo que informara inmediatamente al departamento de informática y al de seguridad. Esto ocurría sobre las diez de esta mañana. —Se mesó el pelo—. En las dos horas siguientes no dejamos de recibir quejas de clientes. Un equipo de seguridad de alto nivel inició una investigación. A eso del mediodía nos dieron sus primeras impresiones. Todos los cheques pasados por el ordenador del banco eran correctos. No había ningún indicio de que algo funcionara mal.
El banquero hizo una pausa, visiblemente perplejo, y luego continuó:
—Era muy raro. Como una alucinación colectiva. Según nuestros archivos, ninguno de esos depósitos en efectivo había sido ingresado en el banco, y todos los ordenadores funcionaban a la perfección. Un misterio absoluto.
—¿Pudo tratarse, como usted dice, de una alucinación colectiva? —preguntó Madame Xu—. ¿Tal vez... deliberada?
—Es la respuesta que le gustaría al banco —dijo Sturmer—. Pero, entre nosotros, no lo creo. Esos clientes no se conocen entre sí, y son demasiados como para haber organizado un timo. Algunos son clientes de toda la vida. Uno de los afectados es la sobrina de uno de los directores.
Hizo una nueva pausa mientras la señora Chung servía platos de
idli y uttapum.
Madame Xu le recordó los
hoppers.
—¿Y no tienen, no sé, cámaras de seguridad y tal? —preguntó Joyce.
—Sí. Ésa fue la siguiente área de investigación. Averiguamos que todos los afectados habían ingresado dinero en metálico, en cajeros automáticos del vestíbulo de la oficina central, que está abierto las veinticuatro horas. Tenemos allí cámaras de seguridad que toman fotografías cada cinco segundos. Las cintas de vídeo han confirmado que los clientes afectados utilizaron los cajeros, tal como ellos afirman.
—Háblenos de ese vestíbulo, por favor —dijo Wong.
—Se trata de un recinto grande y cuadrado, situado en el lado norte del edificio. El equipo de investigación verificó los cajeros. Hay tres máquinas en cada lado, empotradas en las paredes este y oeste, y otras seis autónomas al fondo, más otras dos en la pared de la puerta principal. Todas las máquinas funcionaban perfectamente. Eran máquinas debidamente conectadas al banco con sus cables y demás. No parecía que nadie hubiera tocado nada. En los vídeos se veía a los técnicos de la entidad entrando en el edificio varias veces durante esas dos semanas. En cuatro casos fue para hacer ajustes en los cajeros empotrados. En otros dos, los operarios vinieron a instalar cajeros autónomos, y una sola vez para retirar una máquina defectuosa. Luego el equipo de limpieza, que va dos veces al día. Todo parecía estar en orden.
La señora Chug les llevó una bandeja de
aloo gobi.
Madame Xu se la cogió de las manos y empezó a repartir entre los comensales, empezando por el banquero, luego los dos hombres, y por último Joyce.
—Bueno, eso es todo lo que sabemos —dijo Sturmer, la frente arrugada—. La gente ingresó el dinero, o se figuró que lo hacía, y el dinero se esfumó. Estoy hablando de cientos de miles de dólares de Singapur, quizá un millón o más. No lo sabemos. Y no sabemos cuándo se acabarán las quejas.
—¿Contaron ustedes los cajeros? —dijo Joyce—. Perdón, ¿ha sido una pregunta tonta?
—Estaban todos los que tenían que estar. Y todos funcionaban perfectamente.
—Ahora deje de hablar y coma —le dijo Madame Xu. Parecía dispuesta a hacerle de madre al banquero—. Ha llegado el momento de comer y pensar. Tenga. —Cogió un plato de pakora y se lo acercó con gesto perentorio.
—Gracias, pero no tengo mucho apetito...
—Coma. Le revitalizará el cerebro y lo ayudará a resolver el problema. Es preciso que coma.
Sturmer se sirvió una ración minúscula y los otros empezaron también a servirse, a sí mismos y a los demás.
Joyce sintió pena por el neozelandés, al que se veía tan abatido como si acabara de extraviar un billete de lotería ganador.
—Pruebe un poco de esto —le dijo, poniéndole en el plato una generosa ración de lima encurtida—. Le dará un subidón. Debe de estar en estado de shock.
—Sí. Sobre todo desde que el director general me ha encargado resolver el problema. Lo peor es que no tenemos ni idea de hasta qué punto es grave. Nos preocupa que mucha gente no sepa que ha sido víctima de ello hasta que reciba el extracto de su cuenta a final de mes.
—Pistas —dijo Madame Xu—. Tendrá usted alguna pista, ¿no, superintendente Tan?
El policía, que estaba convirtiendo su plato en una cordillera del Himalaya, dejó su cuchara y se puso el maletín en el regazo.
—Quizá —dijo—. En las declaraciones que recogimos esta tarde, hay algunos puntos interesantes. Aquí las traigo. Es demasiado largo para dárselo a leer a cada uno de ustedes, pero he anotado las principales discrepancias. Veamos.
Sacó unas hojas con membrete de la policía, escritas con su caligrafía de telaraña, y empezó a descifrar los garabatos:
—Dos clientes dicen haber ido al banco el lunes por la larde, pero las cámaras demuestran que lo hicieron en otro momento, uno de ellos el lunes a mediodía y el otro el martes por la tarde. Ambos tienen más de cincuenta años, de modo que podría tratarse de un despiste, ya saben lo que pasa con la gente mayor. Sin ánimo de ofender, ¿eh, Madame Xu, señor Wong? —Volvió a consultar los papeles—. Bien, la mayoría asegura que utilizó una de las máquinas autónomas del lado derecho; dos creen recordar que usaron un cajero de la izquierda, y tres no recuerdan con claridad cuál utilizaron. Varios dijeron haber utilizado «el cajero de depósitos», aunque no existe tal cosa pues todas las máquinas, salvo el lector de saldo, ofrecen servicio de reintegro e ingreso.
El superintendente bizqueó un poco y luego giró el papel para leer algo escrito de lado.
—Déjenme ver... Ah, sí. Un hombre asegura que sacó una suma excesiva, que cambió de parecer y que luego hizo cola para volver a ingresar la mayor parte. Está convencido de que lo hizo, pero en su estado de cuenta sólo consta el reintegro, no el ingreso. No recordaba qué cajero o cajeros utilizó, pero dice que normalmente lo hace en uno de los empotrados.
—No nos ha dado suficiente información sobre ese vestíbulo —dijo Wong, masticando un bocado de
masala dosa.
—Sabía que me lo pediría, C. F. Tenga, le he traído un plano de planta. Le encantan los planos, ¿eh? El vestíbulo, que no cierra nunca, es ligeramente más estrecho al fondo que en la entrada. Las puertas están al este del edificio pero abren hacia el sur, ya que son de doble hoja y de poco recorrido. Dos implicados a los que hemos llevado allí esta tarde han señalado este cajero de aquí como el que utilizaron para hacer sus depósitos.