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Authors: Nury Vittachi

El maestro de Feng Shui (17 page)

BOOK: El maestro de Feng Shui
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—Sabíamos que la verja estaba aquí, pero no su orientación. Esto significa que el nombre del complejo está equivocado. Pero So me ha dicho que el maestro de feng shui de esta urbanización fue Pang Si-Jek.

—Espere un poco. ¿Quién es So? —preguntó Joyce.

—El carpintero, su hermano vive en mi pueblo. Pero atienda. Yo conozco bastante bien a Pang Si-Jek y me consta que nunca se habría equivocado con un nombre.

—¿Qué le pasa al nombre?

—Si la entrada principal da al nordeste, el nombre de la urbanización debería ser Tigre. Tiger's Gate Court, si se trata de uno de los animales celestiales. Si no, cualquier nombre vale. Pero no puedes usar animales astrológicos y poner el nombre equivocado. Dragon's Gate Court es un nombre de sudeste. Que es donde está la verja de atrás.

—Habrá sido un descuido —dijo Au-yeung—. Seguro que no es tan grave.

—Pero Pang nunca comete esa clase de errores. Escuche, por favor. So me ha dicho que ayer llegaron nuevos jefes, un nuevo capataz, nuevos trabajadores. Para tener todo esto listo para la venta de hoy. So dice que algo pasa. El capataz habitual no ha venido al trabajo. Los obreros llaman a esto Ma On Shan terreno dos siete seis uno, pero ellos pensaban que se llamaría Blossom Garden. Hasta ayer, cuando el nuevo capataz ordenó que cambiaran el nombre por Dragon's Gate Court. Esos rótulos son todos nuevos.

—Vaya, suena un poco raro. —Au-yeung tenía ahora un tic en el pómulo izquierdo.

—Como que algo raro está pasando, ¿no? —dijo Joyce.

—Tengo más noticias —prosiguió Wong—. La gente que usted decía que eran de la Tríada, esos hombres que llegaron hace rato, los que discutían. Los he visto encerrados en un... ¿cómo se dice? ¿Habitación portátil? ¿Casilla?...

—Caseta de obra —aclaró Joyce.

—Eso. En el lado oeste. Me hice pasar por obrero y hablé con ellos por la ventana. No creo que sean matones mafiosos, algunos incluso son demasiado viejos. Me parece que son los verdaderos propietarios. Y les han quitado los teléfonos móviles.

—¿Los verdaderos propietarios? No entiendo. ¿Qué está pasando aquí? Esto es muy extraño. —El de Hong Kong sacó su móvil, aunque sólo parecía una reacción nerviosa, pues ¿a quién iba a llamar? Cuando ya lo estaba guardando, volvió a sacarlo—.
Mutyeh si?
¿Qué pasa? Me tiene usted muy confuso, Wong.

Joyce estaba tratando de comprender.

—¿Quiere decir que los hombres que se presentaron aquí anoche tomaron el solar y le cambiaron el nombre y ahora tratan de vender los pisos? —dijo—. Pero no se puede vender un edificio que no es tuyo. Esos intrusos debieron de ver el anuncio.

—Normalmente los anuncios no llevan direcciones. Además, las... ¿cómo lo ha dicho antes...? ¿Licencias de artista? Esas ilustraciones son todas iguales.

—¿Se puede saber de qué está hablando? —preguntó Au-yeung, azorado.

—Yo creo que sólo quieren el dinero del depósito —dijo Wong—. ¿Cuántas personas cree que hay aquí? Se trata de mucho dinero en efectivo.

Au-yeung fue a responder pero sólo le salió un graznido, como si tuviera la garganta atascada. Carraspeó varias veces.


Ngoh mm ji.
No lo sé —dijo al fin—. Hay unos quinientos compradores potenciales, más o menos.

—¿De cuánto es el depósito que piden?

—De un millón y medio de dólares de Hong Kong. Quinientos por uno y medio son... unos setecientos cincuenta millones de dólares de Hong Kong.

—¡Uau! —exclamó Joyce—. Eso es mucho dinero incluso en dinero de verdad.

—Casi cien millones de dólares americanos —dijo el geomántico.

—No está nada mal, para una sola noche de trabajo.

—Está más que bien —dijo Au-yeung, su respiración apresurada como la de un asmático. Comprobó la esposa que sujetaba el maletín a la muñeca y luego se lo llevó al pecho. Estaba sudando—. Tenemos que escapar.

Para entonces, la cola había vuelto a avanzar y se encontraban a unos metros de la puerta de la oficina principal. Vieron un hombre sentado a un escritorio rodeado de guardias y hombres de traje oscuro y gafas de sol.

—Gorilas —murmuró Joyce—. Como en las películas.

El del escritorio atendió a un comprador. Cogió el cheque que éste le tendía y lo dirigió a la mesa siguiente, donde le enseñaron un plano y una lista de apartamentos, y le dieron unos papeles para firmar.

Sacando la cabeza por encima de las mujeres que tenían delante, Au-yeung no perdió de vista el recorrido que hacía el cheque del reciente comprador. Después de meterlo en un sobre, fue llevado a una tercera mesa, donde un hombre lo introdujo en una caja metálica de seguridad que contenía otros muchos cheques similares, además de varios fajos de dinero en efectivo.

Wong estaba hablando con el tipo bien vestido que tenían detrás.

—Ya veo lo que pasa —le dijo Au-yeung a Joyce—. Fíjese, están recogiendo todo el dinero y a continuación se largarán antes de que nadie advierta que están vendiendo propiedades ajenas todavía por terminar. Qué timo. Hay que irse de aquí.

—¿Nos dejarán marchar? ¿Cree que van armados? —susurró Joyce, fijándose en los muchos hombres que había en la oficina, todos con aspecto intimidatorio.

—Wong —dijo Au-yeung, agarrándolo del brazo—. ¿Qué hacemos?

—Irnos tranquilamente —respondió el geomántico, echando a andar—. Le he dicho al hombre de atrás que el apartamento que queríamos ya está vendido. Y que no queremos otro porque el feng shui no es bueno para usted.

El hombre de marras se alegró de ver a Wong, McQuinnie y Au-yeung abandonar la cola, y se adelantó rápidamente, aproximándose más de lo debido a las dos jóvenes de delante.

El joven peripuesto que había hablado con Joyce se les acercó tan pronto abandonaron la cola.


Wai. Mut-yeh si?


Ngoh-ge chaang maih-jo
—repuso Wong con expresión dolorida—.
Di-yi-di chaang fung shui mm-ho, ngoh lum. Mo baan faat.

—Mo ban fat —repitió Joyce, tratando de poner cara de pendenciera, como correspondía a una experimentada chica de gángster.

Con un gesto desdeñoso, el joven los dejó ir. Los tres subieron a un taxi para volver al centro.

—Uf. Menos mal que hemos logrado salir de allí. ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Joyce cuando el taxi llegaba a la carretera—. ¿No deberíamos avisar a la poli o algo?

—Ya están avisados —dijo Wong—. He llamado por un teléfono que había en las obras.

Al enfilar el camino de Shatin, se cruzaron con tres coches patrulla que torcieron por la vía de acceso a la urbanización, derrapando y rechinando neumáticos en la mejor tradición hollywoodiense.

—¿Cree que los pillarán? —dijo Joyce—. ¿No escaparán por la parte de atrás?

—Sí —dijo Wong—, supongo que lo intentarán. Cogerán el dinero y tratarán de huir por la calle que va hacia el sudeste, en la dirección del dragón. He dicho a la policía que la bloquearan. No creo que haya problema.

Au-yeung iba inmóvil, acunando el maletín en los brazos, pasmado ante el inesperado giro de los acontecimientos.

—Por poco te pierdo, pobrecito —le dijo al maletín, o más bien a sus ahorros.

—¿Significa que al final no va a comprar ningún piso y que podemos irnos de vacaciones? —preguntó Joyce.

Au-yeung, conmocionado, no respondió.

—Creo que sí —dijo Wong—. Me parece que no va a soltar esa cartera durante mucho tiempo.

—Oiga, ¿y no podríamos ir a la playa?

—Sí. Pero antes vayamos a desayunar algo al hotel.

—Creía que era demasiado caro para nosotros.

—Le he vendido nuestro puesto en la cola al tipo de atrás —dijo el geomántico—. Me ha dado tres mil dólares de Hong Kong. Creo que será suficiente.

El taxi aceleró una vez coronada la última colina, y fueron recibidos por hileras y más hileras de rutilantes rascacielos.

6
El fantasma de la máquina

Los sabios de tiempos antiguos cuentan esta historia. Había un pobre sacerdote taoísta que caminaba por senderos entre montañas. Vivía del aire, del agua de río y de lo que le daban.

Un día se encontró con el vendedor de peras de la aldea. El vendedor tenía más de cien peras en su carreta.

—Dame una, por favor —le dijo el sacerdote.

—No. Tienes que pagarla como los demás —respondió el vendedor de peras—. Vete.

Pero el sacerdote no se movió.

El vendedor se enfadó. La gente que estaba cerca de allí dijo:

—Dale una de las pequeñas. O una mala. Así se irá.

El vendedor dijo que no.

Se había formado una muchedumbre.

Llegó el jefe de la aldea, pidió una pera y la pagó. Se la dio al sacerdote. Éste se lo agradeció y dijo:

—Las personas como yo renunciamos a todo. Renunciamos a la vida, a la familia, al dinero, al hogar, a las posesiones. No podemos entender que haya alguien que no renuncie a nada.

La gente le preguntó:

—Es cierto que lo das todo, pero ¿qué obtienes a cambio?

El sacerdote dijo:

—Muchas cosas. Por ejemplo, hermosos perales con cientos de deliciosas peras.

La gente preguntó:

—¿Dónde están?

—Aquí —dijo el sacerdote.

Señaló la pera que sostenía y luego se la comió. Cogió las pepitas y las enterró en el suelo. Pidió un poco de agua y regó el suelo. Surgió un brote que se convirtió en árbol. En las ramas brotaron hojas, y luego peras.

—Tomad. Comed —dijo el sacerdote.

La gente comió las peras. El sacerdote dijo adiós y abandonó la aldea. El árbol se desvaneció. El vendedor de peras miró su carreta: todas sus peras habían desaparecido.

Recuerda pues, Brizna de Hierba: el que posee riquezas suele ser pobre de espíritu. Y el que es pobre en riquezas suele ser rico de espíritu.

Destellos de sabiduría oriental,

de C. F. Wong, parte 116

—Ah, mis rezos han sido escuchados: reunión de los místicos el viernes por la noche. Hace mucho, mucho tiempo que no celebramos una reunión un viernes por la noche. —Madame Xu expresó su regocijo ante sus acompañantes antes de sacar una toallita de su bolso para limpiar la mesa, aplicándola con esmero en la zona delante de ella y de la otra mujer allí presente. Sus esfuerzos no tuvieron un efecto visible en la superficie de la mesa, pero quienes la observaban supusieron que era un gesto simbólico.

—¿Por qué le gusta reunirse un viernes? —preguntó Joyce.

—Verá, querida, la noche del viernes es muy especial en el Sambar —dijo la vieja adivina con aire confidencial, frunciendo sus labios carmesíes para formar un dibujo de líneas que apuntaban a su boca—. Es la noche en que el viejo Uberoi sirve
string hoppers.
El único lugar de Singapur donde los puede encontrar, que yo sepa.

—Ah. —Joyce decidió no preguntar qué eran los
string hoppers,
por no pecar de turista.

Tras un día de viento y lluvia, el atardecer era relativamente fresco en la terraza de aquel restaurante de Serangoon Road. Una semana de tiempo bochornoso y húmedo había convertido a la población en babosas, pero la repentina aparición de nubes a media mañana había ofrecido cierto alivio. No había dejado de llover intermitentemente hasta las seis y media, hora en que un céfiro del nordeste había secado las sillas y mesas a tiempo para la reunión del comité asesor de la Unión de Místicos Industriales de Singapur.

Joyce había llegado temprano para aprovechar al máximo su primera visita a Little India. Se había detenido ante el Templo de las Mil Luces y luego había pasado una hora recorriendo las tiendas de Serangoon Road. Compró varias prendas del Punjab, un póster donde aparecían obesos actores de Madrás, unos casetes de música tamil y una bolsa entera de bisutería india de latón. Iba muy cargada al terminar las compras, y se alegró de poder dejar las bolsas bajo la mesa del Sambar Coffee House.

De pronto, Madame Xu se empeñó en frotar un círculo oscuro en la mesa, y la joven se preguntó si debía decirle que aquello era un nudo de la madera y que, por tanto, no podría borrarlo como no fuera con una sierra eléctrica.

Finalmente, la adivina renunció por sí misma. Volvió a hurgar en su bolso —uno grande, de piel color vino, con hebillas doradas— y extrajo otra toallita, ésta de franela con motivos florales y perfumada al pachuli. Se la aplicó delicadamente en la frente y el labio superior. El crepúsculo se iba suavizando y un aire caliente llegaba de la cocina del restaurante, cuya puerta estaba abierta. El olor a comino frito invadía la calle.

Alguien accionó un interruptor y un ventilador empezó a girar perezosamente en el techo, originando suaves oleadas de aire tibio. Joyce tuvo la sensación de que alguien le acariciaba la coronilla.


Ng, chat, saam, yee, lok, si, baat
—murmuró C. F. para sí, sentado al extremo de la mesa, mientras anotaba números en un diagrama que había traído consigo—.
Yat gau-gau-gau.

Madame Xu chasqueó la lengua, disgustada.

—¿Tiene tanto trabajo? ¿No puede tomarse un respiro ni siquiera un viernes por la noche, C. F., cuando hay
string hoppers
en el menú?

—Sí, Xu-tai, hoy tengo mucho trabajo. —Su mano parecía vibrar al dibujar diminutos caracteres chinos sobre el plano de una casa.

La adivina dijo a la ayudante del geomántico:

—Mientras esperamos al superintendente, ¿quiere que le lea la mano, querida?

—Puesss... Bueno, vale. Yo... —repuso Joyce, dejando caer las manos sobre el regazo. Miró la calle y de pronto sonrió—. No vamos a tener tiempo. Mire quién viene por ahí.

El superintendente Tan se aproximaba con sus lánguidos andares, las manos hundidas en los bolsillos, cual contrapunto a la proverbial rigidez y rectitud del funcionariado de la ciudad-estado.

—Hola, queridos amigos —dijo al llegar—, me alegro mucho de verlos. Gracias por venir, Madame Xu, C. F., y... señorita Mak... esto...

—Simplemente Jo —le recordó la joven.

—Jo, claro. Nos conocimos la otra vez.

—Para nosotros es un placer —dijo Madame Xu—. Más aún siendo viernes por la noche.

Wong dejó de escribir y recogió sus papeles, produciendo sobre la mesa un ruido como de gato afilándose las uñas.

—¿Y dónde está D. K.? —preguntó el joven oficial—. ¿No ha llegado aún? Vendrá más tarde, ¿no?

—Esta noche no vendrá. Me ha pedido que le transmita sus disculpas —dijo el geomántico—. Estaba muy liado.

—Siéntese, siéntese —dijo Madame Xu.

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