El maestro de Feng Shui (14 page)

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Authors: Nury Vittachi

BOOK: El maestro de Feng Shui
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Wong se sentó al volante del Proton y Joyce a su lado, Sinha detrás.

La joven se quejaba del desayuno.

—He llamado a Melissa. Le digo: «Hey, Melissa, a ver si sabes qué he desayunado hoy.» Y ella: «¿Tartaletas de arándano?» Y yo: «Arroz con chile y pescado salado.» Y ella: «Uau. Qué raro.» A ver, no me importa un poco de picante de vez en cuando, pero ¿para desayunar? ¿Quién puede desayunar eso? Le he preguntado al chico si tenían tostadas pero no entendía el inglés.

—Lo que ha tomado se llama
nasi lemak
—dijo Wong—. Buen desayuno malayo. Delicioso.

Dubeya, después de haber incrustado a su primo en la trasera del jeep, se bajó y fue a abrir la doble verja del parque para que pasaran los coches.

El todoterreno trepó limpiamente por un trecho rocoso y enfiló la pista a unos tranquilos quince kilómetros por hora en dirección a un claro.

Al principio, el Proton empezó a dar brincos y sacudidas por la zona de piedras y de barro próxima a la verja, pero Wong consiguió seguir las roderas que dejaba el otro vehículo, y pronto avanzaron en tándem sin mayores dificultades. Detrás de ellos, las verjas se cerraron automáticamente.

Torciendo a la derecha, pasados unos árboles, encontraron una estrecha pista de cemento, y al poco aumentaban la velocidad a veinte kilómetros por hora.

—Es curioso que Tambi no sepa nombres de animales —dijo el geomántico.

—Sí, yo también me he fijado —dijo el astrólogo—. «Una especie de vaca rara que sólo se encuentra en esta parte del mundo.» Tendría que saber cómo se llama.

—Quizá los zoólogos eran los que murieron y él sólo pone la pasta —opinó Joyce—. Esta guía es fabulosa. —Estaba hojeando la Guía para Visitantes de Tambi's Trek, que los Legge habían elaborado antes de morir—. Hay cuatro o cinco cosas que no me importaría ver. Viene una especie de catálogo. —Siguió mirando el folleto—. Quiero ver los leones, claro. Y luego está el binturong, conocido también como oso-gato. Parece un oso, pero del tamaño de un gato. Luego tenemos que ver el colugo, un lemur volador, que tampoco sé lo que es; parece un cruce de ardilla y murciélago. Después quiero ver un pangolín: «Mamífero provisto de una coraza escamosa, cuando se siente amenazado se ovilla formando una pelota.» Oh, sí, y ésta debe de ser la vaca de la que hablaba Timba, se llama banteng.

Joyce paseó la mirada por los árboles cercanos en busca de animales interesantes, pero sólo se oían sonidos. Los zumbidos y los graznidos se habían acentuado, formando un denso muro acústico. A lo lejos se oyó una especie de grito lastimero.

—Es un pavo real —dijo Wong—. Está en celo.

De repente vieron frente a ellos un destello rojizo, un ave que se cernía sobre el coche y se elevaba hacia la bóveda arbórea. Al instante apareció una segunda ave, siguiendo a la primera a medio metro de distancia, pero Joyce se dio cuenta de que sólo eran las plumas de su larga y fina cola.

—Ave del paraíso —dijo Wong.

—Esto me gusta —dijo Joyce—. Ojalá tuviera una buena cámara con un zoom de ésos. Espero que podamos acercarnos más a los animales.

Se quedó callada cuando entraron en la selva tropical propiamente dicha. En algunos trechos de la pista, las copas de los árboles se unían a ambos lados, formando un túnel de follaje, y las sombras parpadeaban a lo largo del coche. La bóveda de ramas, festoneada de epifitas, daba la sensación de estar engalanada. Setas gigantes brotaban de unos troncos soportados por raíces grandes como arbotantes. El aire dentro del coche se humedeció y notaron un intenso olor a tierra y vegetación.

Al cabo de diez minutos, acostumbrados ya a la penumbra, empezaron a divisar animales entre el ramaje espeso: faisanes coliblancos, gibones de Borneo, pájaros carpintero ventriblancos, y otras curiosas criaturas trepadoras que ninguno de ellos supo nombrar. Una enorme variedad de grandes mariposas y aves de vivos colores parecía llenar el espacio entre los arbustos y la copa de los árboles.

—Escuchen... ¿Qué es eso? ¿Qué es ese sonido? ¿No oyen nada? —preguntó Sinha.

—¿Qué? ¿Quiere decir leones? ¿Dónde? Yo no veo nada —dijo Joyce.

—No, no. Es un ruido del coche. Ssss, como un globo que se desinfla.

—No oigo nada.

—¿Usted, C. F.?

—No, yo tampoco.

Oyeron cómo Sinha tragaba bruscamente aire en el asiento trasero.

—Wong —dijo—. Wong —repitió con un susurro más agudo.

El maestro de feng shui estaba pendiente de conducir, inclinado sobre el volante como si así pudiera ver mejor.

—Tengo un mal presentimiento —dijo para sí—. Tambi conduce demasiado rápido.

—Joyce —dijo Sinha, más fuerte y con tono perentorio.

—¿Se encuentra bien? —La joven volvió la cabeza. Se fijó en la cara desencajada de Sinha, en sus ojos muy abiertos. Apenas movía los labios.

—Creo que ya sé por qué Martha y Gerald Legge salieron del coche aquel día —dijo en voz queda—. No fue para acariciar los leones, sino porque no estaban solos en el coche. Joyce, no quiero que mueva ni un solo músculo. Mantenga la calma cuando oiga lo que voy a decir. Acabo de reparar en que hay una serpiente grande en el suelo, justo detrás de su asiento. Está enrollada. Ahora mismo tiene la cabeza vuelta hacia mí y me está mirando.

La joven se llevó las manos a la boca.

—Wong, ¿ha oído lo que he dicho? —preguntó el astrólogo.

Wong asintió con la cabeza. Le tenía pánico a las serpientes, y parecía haber dejado de respirar.

—Daré media vuelta y volveremos a la entrada. —El geomántico miró por la ventanilla. En el sendero sólo cabía un vehículo, tendría que meterse en la maleza para girar.

—No —dijo Sinah al punto—. No lo haga. Puede que se enfade si el coche se zarandea. Procure seguir adelante lo mejor posible.

—Pero hay que salir de esta selva. Si no, no podremos abandonar el coche. —Condujo despacio, estirando el cuello mientras trataba de encontrar un trecho llano donde dar la vuelta—. Hay leones hambrientos.

—¡Oooooh! —El gañido fue de Joyce—. ¿Qué está haciendo la serpiente? ¿No podemos sacarla? ¿Todavía está ahí detrás?

—Cuidado, un bache —avisó Wong.

Joyce levantó las piernas cuando el coche brincó ligeramente.

—No le ha gustado —dijo Sinah—. Se ha dado con la cabeza en el asiento. Está mirando hacia donde usted tenía los pies, Joyce. Wong, será mejor que pare lo más despacio posible.

—¡Oooooh! —gritó ella—. ¿No puede hacer algo? Pregúntele a Tambi. Él sabrá cómo librarse de este bicho.

—A menos que la haya metido él aquí —dijo Wong, frenando despacio hasta detenerse—. ¡Uyuyuy!

—Oigan —dijo Sinah—. Tenemos que salir del coche cuanto antes. Esta serpiente es muy peligrosa. Es una cobra real. Y parece que está de mal humor. Creo que tiene dispepsia.

Dubeya se había detenido también, un trecho más adelante. Empezó a hacer sonar el claxon, dos toques cada vez.

—¿Por qué hace eso? —preguntó Joyce, con las piernas todavía en vilo—. No es la hora de comer... ¿o sí?

—No veo que haya sacado carne fresca —dijo Wong, tragando saliva—. Me temo que... la carne somos nosotros.

Tres leones adultos aparecieron entre los arbustos y avanzaron hacia el Proton.

—Oh, ¿por qué vienen hacia aquí? —dijo Joyce.

Con sus músculos marcados bajo la piel tirante, los grandes felinos se acercaron despacio al coche. Eran grandes y pesados, el más corpulento medía unos dos metros de largo. Su cabeza parecía enorme. Uno de ellos llevaba la lengua —una cosa rosada de aspecto rugoso y larga como el brazo de un niño— colgando de la boca.

—Vienen hacia aquí, pero no sé por qué —dijo Wong con voz temblorosa.

Los leones se detuvieron a tres o cuatro metros del coche, mirando con curiosidad a sus ocupantes. Un macho se relamió y volvió la cabeza hacia un lado.

—Madre mía —gimió Joyce.

—Seguramente han rociado nuestro coche con sangre o alguna cosa —susurró Sinha—. O quizá han metido carne cruda en alguna parte.

—¡Por favor, que alguien haga algo! ¿No pueden librarse de esa serpiente? ¿Por qué no llaman a Tambi?

—Está ocupado —dijo Wong, mirando el todoterreno—. Nos está filmando en vídeo.

Se oyó algo que raspaba. La serpiente se movía bajo el asiento de Joyce.

Ella soltó un chillido agudo, como un televisor mal sintonizado.

—La serpiente parece buscar algo —dijo Sinha—. Creo que no le han dado la cena. No podemos quedarnos en el coche. Tenemos que salir de aquí. Está de muy mal humor, lo noto. Entiendo de serpientes.

—¿Y si conduzco muy despacio hasta que salgamos de la selva? —sugirió Wong.

Pero al mirar alrededor, comprendió que no sería posible. El coche de Tambi bloqueaba el camino delante de ellos. El terreno era irregular a ambos lados, y no había modo de dar la vuelta sin que la serpiente resbalara a uno y otro lado.

—Intentaré dar marcha atrás, con mucho cuidado —dijo el geomántico.

—No. Quédese donde está —dijo Sinha—. A ver si se calma. Ahora mismo se está moviendo hacia delante, muy despacio.

Se hizo el silencio en el coche. Uno de los leones rugió apenas, casi como si carraspeara. Oyeron reptar a la cobra. Joyce, que respiraba entrecortadamente como un perro después de una carrera, miró suplicante a Wong. Susurró:

—No me gustan nada, pero que nada, las serpientes. Haga algo. ¡Por favor!

Wong se inclinó hacia su asiento.

—Joyce —le dijo—. Saque esa cosa de su aparatito de música y póngala en el equipo del coche.

—¿Qué? —Joyce metió la mano en su bolso y, tras varios intentos, consiguió sacar un cedé del discman. Luego trató de insertarlo en la ranura, pero el disco se le escapó y cayó al suelo—. ¡Oh, Dios!

—¡Cuidado! Por poco le da en la cabeza —le espetó Sinah.

—¿Tiene otro disco? ¿Uno fuerte, que haga mucho ruido? ¿Gritos, cosas así? —preguntó Wong.

—Sí, sí. Ahora se lo doy. —Sacó otro del bolso y abrió el estuche.

El geomántico alargó el brazo para coger el disco. Luego le dijo a Sinah:

—Esta música me pone nervioso. Creo que a los leones también los pondrá
mm-shu-fook.
Pero la serpiente, no sé. ¿Qué pasará?

—No se preocupe —dijo el astrólogo—. Las serpientes no tienen oído, prácticamente. No como nosotros. Pero perciben los ritmos. Incluso les gustan, creo. Se me ocurre algo. Ponga la música, Wong, lo más fuerte que pueda. Es probable que asuste a los leones, pero creo que tendrá un efecto distinto en la serpiente.

Wong introdujo el disco y bajó las ventanillas unos centímetros.

Joyce se inclinó al frente.

—Ponga la número tres. Apriete ese botón con la flecha y luego pulse el tres. Ésa es muy ruidosa.

—¿Así? —dijo Wong.

—Sí. Eso es el volumen... Déjeme a mí. —Se estiró como pudo, ya que sus piernas seguían en el aire, y giró el volumen al máximo.

Segundos después, el estruendo de una guitarra rockera sacudía el coche, seguido de un grito ultraterreno que duró unos cuatro segundos. A continuación, un explosivo redoble de batería, y finalmente los demás músicos se sumaban al pandemonio. El coche empezó a vibrar con el sonido de apisonadora de la sección rítmica, los gritos y las guitarras distorsionadas.

—¡Bien, bien! —gritó Wong al ver que los sorprendidos leones se alejaban del coche—. ¡A ellos tampoco les va! ¡Tienen buen gusto!

—¡Qué importa eso! ¿Qué está haciendo la serpiente? —aulló Joyce, abrazándose las piernas.

—¡Creo que le gusta! —gritó a su vez Sinah—. ¡Por desgracia se está moviendo hacia usted! ¡Creo que porque tiene un altavoz cerca!

—¡Uaaaaaa! —chilló Joyce al ver por primera vez la cabeza del reptil debajo de sus pies, y subiendo. Rápidamente pasó las piernas hacia el centro del coche, mientras la serpiente se levantaba despacio hacia el lado contrario, acercándose al altavoz que atronaba en la puerta.

—¡Siente el ritmo! —dijo Sinah, y al punto abrió su puerta y saltó del coche. A continuación arrancó la antena del techo y empezó a agitarla dibujando ochos, tratando de captar la atención de la serpiente—. ¡Wong, baje la ventanilla! ¡Y avíseme si vuelven los leones! —gritó.

—¡Tranquilo! —chilló Joyce—. Están muy lejos.

Wong bajó la ventanilla del lado del pasajero.

Finalmente, la antena hipnotizadora atrajo la atención del reptil. Sinah se alejó un poco de la ventanilla de Joyce, para que la serpiente lo siguiera. La cabeza de la cobra imitó el movimiento de la antena, y luego toda ella se fue deslizando por la ventanilla hacia fuera. Joyce dejó de respirar, entre alborozada y aterrorizada, mientras el largo cuerpo del ofidio se escurría.

Wong sentía tal pánico que apenas podía respirar. Tras un minuto eterno, más de media serpiente estaba ya fuera. Mientras tanto, la música seguía atronando el coche.

—¡Wong! —gritó Sinah—. Espere a que salga toda y luego cierre la ventanilla. Hace años que no veo a un encantador de serpientes y jamás habría dicho que me tocaría hacerlo. Vamos, preciosa. Así me gusta. Un poco más. Un poquito más. Sigue, así. Perfecto.

De repente, Joyce se puso rígida y señaló con el dedo. Los leones se acercaban otra vez.

—¡Sinah, los leones! ¡Suba enseguida al coche! —chilló Wong.

—¡Sólo un par de segundos más!

Movía la varilla metálica para atraer a la serpiente, que iba saliendo del coche centímetro a centímetro.

Los leones apretaron el paso. Wong comprendió que no podía esperar más. La serpiente tenía tres cuartas partes fuera del coche, así que pulsó el botón para cerrar la ventanilla. El cristal empezó a subir y la serpiente se revolvió, intentando volver rápidamente al interior del coche.

Joyce gritó al ver que la cobra reculaba a marchas forzadas, imaginando que le caería sobre el regazo. Pero la ventanilla continuó subiendo y atrapó a la serpiente a unos centímetros de su cabeza. El animal se debatió, pero la cabeza quedó definitivamente fuera del coche. Al sentirse estrangulada, la serpiente empezó a sacudirse con violencia y sus coletazos golpearon en los brazos a Joyce, que chilló de nuevo. Sinah montó rápidamente en el coche y cerró la puerta justo cuando los leones daban las últimas zancadas.

A continuación agarró a Joyce por las axilas y, de un fuerte tirón, consiguió hacerla pasar entre los dos asientos delanteros, lejos de los coletazos del reptil. La joven cayó despatarrada en la parte de atrás.

Los leones se quedaron mirando el coche y uno empezó a olfatear la cabeza de la serpiente, de la cual un líquido oscuro resbalaba por el cristal de la ventanilla.

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