El maestro de Feng Shui (15 page)

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Authors: Nury Vittachi

BOOK: El maestro de Feng Shui
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—Bueno, bueno —suspiró Wong tras bajar la música—. Todos a salvo.

—Vamos, muchacha —dijo el viejo astrólogo, y la estrechó para tranquilizarla.

—Perdón —gimió ella. El cuerpo de la serpiente continuaba culebreando atrapado en la ventanilla, hasta que se estremeció y dejó de moverse.

—No tiene por qué pedir perdón —dijo Sinah—. Ha sido muy valiente. Me parece que Wong está más petrificado que usted.


Jun hai
—dijo sin resuello el geomántico, mientras hacía girar el coche, apartando a los leones del camino como había hecho el día anterior con las ovejas. El vehículo brincó sobre las roderas y luego quedó enfilado hacia la entrada—. Nos vamos —boqueó—. Creo que es mejor no esperar a que nos paguen. Tendremos que contentarnos con el anticipo.

—Estoy de acuerdo —dijo el indio.

El Proton arrancó hacia la verja, seguido a cierta distancia por el vehículo de Tambi.

—Hemos escapado por los pelos —dijo Sinha, abrazando aún a la temblorosa Joyce—. Y, digo yo, ¿por qué había querido Tambi hacer eso? No lo entiendo. Malo para nosotros, pero también para él. Tres nuevas muertes en el parque serían la peor propaganda, ¿no?

—A él no le interesa ganar dinero con el parque de animales —dijo Wong―. Sólo lo finge, creo, para quedarse con la parte del león, y nunca mejor dicho. Los leones se comen a sus socios y a sus asesores. Así resuelve dos problemas en uno: se libra de ellos y tiene una buena excusa para no continuar con el parque. Cuantas más muertes, mejor. Lo que quiere es excavar el terreno y convertir todo esto en una mina. Hay mucho mineral en el subsuelo.

—Qué canalla.

Joyce sorbió por la nariz y fue serenándose poco a poco.

—Usted que quería ver animales salvajes de cerca... —dijo Sinah.

—Sí —asintió la joven, secándose los ojos e intentando sonreír.

Después de un rato en silencio, el astrólogo, que había dejado de abrazar paternalmente a la joven, volvió la vista atrás.

—El coche de Tambi se ha detenido. ¿Por qué será?

—No estoy seguro —dijo Wong—. Quizá porque esta mañana lo he dejado sin gasolina.

—¿Qué...?

—Con un trozo de manguera que encontré en el garaje. Sólo hay que dar un par de chupadas y luego sale sola.

—Así que ha hecho sifón y les ha vaciado el depósito. Ya me ha parecido esta mañana que el aliento le olía como a alcohol. Muy interesante. ¿Y cómo saldrán de ahí Tambi y su primo?

—Ni idea. Podrían intentarlo a pie. Aunque quizá no sea muy buena idea: los leones todavía no han comido.

El geomántico aminoró la marcha al ver zigzaguear sobre la pista una mariposa rosa. Luego aceleró de nuevo. Miró hacia atrás y le dijo a su joven ayudante:

—¿Sabe una cosa, Joyce? Su música empieza a gustarme un poco.

Wong subió el volumen y el coche volvió a vibrar con aquel rock duro mientras se dirigían hacia las verjas.

5
Propiedades misteriosas

El Lieh-tzu fue escrito en el siglo III a. C. En este libro, Yang Chu dice: «Hay cuatro cosas que no permiten tener paz a la gente.

»La primera es la vida larga; la segunda, la reputación; la tercera, el rango; y la cuarta, la riqueza.

»Los que tienen estas cuatro cosas temen a los fantasmas, temen a los hombres, temen el poder y temen el castigo.»

Brizna de Hierba, las cosas que quieres son las cosas que no quieres.

Escucha la viejísima historia del hombre que sabía lo que quería.

Caminaba un día a la orilla del río cuando vio a un Inmortal.

El hombre sintió mucha curiosidad. Miró a la persona venida del Cielo.

—Supongo que quieres algo especial de mí —dijo el Inmortal.

—Sí —respondió el hombre.

El Inmortal tocó una piedra con el dedo. Se convirtió en oro.

—Puedes cogerla —dijo.

El hombre no se movió.

—¿Quieres algo más? —preguntó el Inmortal.

—Sí —dijo el hombre.

El Inmortal tocó otras tres piedras que había cerca. Se convirtieron en oro.

—Puedes cogerlas —dijo.

Pero el hombre siguió sin moverse.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó el Inmortal—. ¿Qué cosa hay más valiosa que el oro?

El hombre respondió:

—Quiero algo muy corriente.

El Inmortal dijo:

—¿Qué quieres?

El hombre dijo:

—Tu dedo.

Destellos de sabiduría oriental,

de C. F. Wong, parte 112

—Tiene que contestarme una pregunta, Wong-saang —dijo Biltong Au-yeung, acodado en la barandilla del transbordador y alzando la voz para salvar el ruido del viento y las máquinas—. ¿Por qué a todo el mundo le gusta el
Star Ferry
? ¿Por qué me gusta tanto a mí? Es un barco viejo, desastrado, lento, pequeño, anticuado, y los edificios de la terminal son feos y están atiborrados de gente. Sin embargo, tiene algo... algo casi milagrosamente reconfortante. Incluso en esta ciudad donde todo el mundo va siempre con prisas, prisas, prisas (peor aún que Singapur, ¿no?), la gente hace un esfuerzo especial por realizar un trayecto en el
Star Ferry.
¿Por qué lo hacemos?

—Sí. Es como mágico, ¿no? —dijo Joyce.

Atardecía en Hong Kong. El barco verde y blanco, en forma de cochinilla, cabeceaba suavemente en su perezoso discurrir por una de las aguas más transitadas del mundo. Sólo estaban a medio camino de Victoria Harbour, pero ya se habían cruzado con una docena de embarcaciones, algunas de las cuales los habían pasado casi rozando.

Tan fascinante era el panorama, que Joyce al final bajó la cámara y simplemente se apoyó en la barandilla de hierro forjado, para contemplarlo todo y dejarse salpicar de vez en cuando. La variedad de embarcaciones era impresionante. Había enormes transatlánticos como rascacielos blancos tumbados de lado; cargueros con sus cubiertas llenas de contenedores multicolores, piezas de jardín de infancia para gigantes; gabarras con grúas que descargaban material de barcos fondeados lejos del puerto central; pequeños remolcadores que arrastraban grandes navíos con lo que parecían cordeles ridículamente finos; viejos juncos chinos con sus cascos extrañamente curvados hacia arriba en cada extremo (Joyce se fijó en que llevaban motor; ninguno tenía aquella romántica vela en forma de murciélago que veías en las revistas ilustradas de Hong Kong); aerodinámicas embarcaciones que surcaban la superficie con un sonido de aviones a reacción; diminutas barcas de remos, en una de las cuales alguien con un sombrero tradicional en forma de cono estaba inclinado sobre la borda, pescando con línea y anzuelo pero sin caña; y también embarcaciones grises de policía, insectos acuáticos con antenas que sobresalían del puente y hombres de uniforme apostados en sus proas.

—No es magia —dijo C. F. Wong—, sino buen feng shui.

—Adelante, ilústrenos, C. F., por favor —dijo Joyce.

—El puerto y el
Star Ferry
son el centro feng shui de Hong Kong. No es el centro del mapa, el centro geográfico, pero sí es el verdadero centro. La isla de Hong Kong, en esta parte, es diez veces más pequeña que la península de Kowloon. Pero la isla de Hong Kong tiene una gran energía chi. Eso compensa el
chi
de Kowloon, que también es muy fuerte. Fíjense en la montaña. La montaña, las estrellas, el agua: todo se combina para que la energía fluya hacia la parte norte de la isla.

Joyce se inclinó sobre la barandilla de la cubierta inferior y vio, detrás de ellos, el Peak, que se erguía como una enorme muralla verde tras los edificios del centro de la isla de Hong Kong.

—Los cinco elementos
chi
están presentes aquí, en este barco —prosiguió el geomántico—. Agua; bajo nuestros pies y alrededor. Madera; el barco mismo está hecho principalmente de madera, bancos de madera y suelos de madera. Metal; la estructura, las máquinas, la chimenea, las barandillas. Fuego; lo hay en el centro del barco y es lo que lo mueve, la mayor parte del día está en línea directa con el sol. Tierra; a ambos lados de nosotros, en el puerto y más allá, hay enormes extensiones de tierra, no sólo llana sino también grandes montañas. Tanta cantidad de energía elemental puede ser mala, pero aquí hay equilibrio. No un equilibrio perfecto, pero sí bastante bueno. Correcto. Por eso muchas personas se sienten vigorizadas a bordo del
Star Ferry.

Las luces de neón del horizonte urbano de Hong Kong empezaban a parpadear alrededor. Los morados, rojos y amarillos de los neones se reflejaban en franjas alargadas y brillantes en la superficie del agua. Hacia el oeste, las últimas luces del sol poniente se captaban como una miríada de pequeños fuegos anaranjados en la cresta de las olas.

Joyce se sintió dichosa de ser salpicada por el agua que el viento arrastraba. Ya no pensaba que el mundo del feng shui fuera algo impenetrable. Empezaba a darse cuenta de hasta qué punto su propio mundo podía ser realmente grande.

Wong —ya por el
chi
del lugar o porque estaba contento como alguien de vacaciones— estaba de un humor particularmente locuaz. Había comprado un libro de vistas aéreas de la ciudad y estaba señalando factores feng shui a gran escala vistos desde las alturas.

—La isla de Hong Kong es un buen ejemplo de yin y yang, las dos formas básicas de la energía elemental. La parte norte de Hong Kong es muy yang. Ruidosa, bulliciosa, activa, alocada, todo el mundo corriendo a la vez. Luego está esa montaña en el medio. Y la parte sur, que es muy yin. Tranquila, con muchos árboles, apacible, más casas y menos oficinas. Las casas son bajas, hay playas en vez de muelles, todo es muy distinto. Para quien tiene nociones de yin y yang, es algo muy evidente, pero para un maestro de feng shui es aún más interesante la influencia que ejerce el este y el oeste sobre la isla...

—¿Ha dicho playas? Qué bien. ¿Cuándo iremos? No me vendrían mal un par de días en la playa. Serían las vacaciones perfectas. —Joyce se preguntó cómo serían los chicos de Hong Kong. ¿Cómo se llamaba aquel actor de cine? Fat no sé qué...

—Esto no son vacaciones. Tenemos trabajo. No lo olvide —dijo Wong.

—Trabajo, poco —replicó Joyce—. Sólo vamos a comprar una casa. Y Bill ya sabe cuál es. No nos llevará mucho tiempo, creo yo. ¿Es grande? ¿Tiene jardín?

Biltong Au-yeung, un ejecutivo con gafas de treinta años largos, depositó su acicalado pero un tanto obeso cuerpo en un banco de madera, delante de Wong.

—Déjenme que les hable un poco de esto. Comprar propiedades aquí es diferente de otros países.

Explicó que casi todas las viviendas eran pisos pequeños de edificios altos. Si querías uno recién construido, tenías que mirar en los anuncios de la prensa local para ver qué urbanizaciones se estaban construyendo.

Sacó de su bolsa un periódico doblado y les mostró una página entera de anuncios del día anterior, donde se informaba de un complejo residencial de la zona rural que iba a ser vendido en breve. Se veía una urbanización de edificios altos, con espeso follaje en cada balcón, rodeada de tiendas y jardines. No había otras urbanizaciones cerca. Colinas onduladas rodeaban un lado, y un mar azul y sereno salpicado de blancos barcos de vela se extendía por el otro hasta el horizonte. Era una especie de paraíso de los rascacielos.

—¿Y la dirección? —preguntó Joyce—. Aquí no pone ninguna. ¿Está cerca de ese sitio que había mencionado C. F.?

—Está en el límite de Ma On Shan —respondió Au-yeung—. En Hong Kong no suelen preocuparse por las direcciones. Basta con mencionar la zona y el edificio en cuestión.

—Dragon's Gate Court. Suena bien —dijo la joven—. ¿Y ahora qué? Vayamos a verlo. ¿Tiene la llave? ¿Dónde encontraremos al agente inmobiliario?

—Aquí funciona de otra manera. Hay que ponerse en la cola y dar el nombre. Si la urbanización es muy popular, hacen una especie de sorteo computerizado y luego publican en la prensa los nombres de unos doscientos agraciados.

—¿Puedes ganar el piso por sorteo? ¿Sin tener que pagar?

—No, no. Lo que se gana es el derecho a comprarlo. El precio es el que es. Ahora mismo, el mercado está un poco a la baja, y estos pisos son bastante caros, incluso para lo normal en Hong Kong, de modo que probablemente no hará falta un sorteo. Bastará con presentarse allí mañana por la mañana. Si vienen a mi oficina a las seis y media, creo que será suficiente. ¿Recuerdan cómo llegar hasta allí?

—¿A las seis y media? ¿De la mañana? —Joyce, perpleja, se sintió repentinamente cansada y se sentó.

—Sí. Habrá cola, eso seguro, y el primer autobús a la urbanización sale a las siete menos cuarto. Traigan los pasaportes.

—¿Tan lejos está? ¿Como si fuera otro país?

—No, pero es una medida de seguridad. En Hong Kong, la venta de pisos es algo muy serio. Todo el mundo tiene que aportar la debida identificación.

—Vaya. Las seis y media. Si sólo faltan doce horas y pico... —dijo Joyce, mirando su reloj Swatch—. Y yo tengo al menos diez horas de compras. ¿Podemos ir a tomar el té a la península? —preguntó a Wong.

—Creo que no podemos permitírnoslo.

—Oh, vamos. Póngalo como dietas. ¿Y las compras? ¿Dónde está ese sitio, Chim o como se llame, del que me había hablado, donde tienen bolsos de Prada y las tiendas no cierran hasta las cuatro de la mañana?

—Se llama Tsim Sha Tsui. Estamos atracando ahí.

Wong le susurró a Au-yeung:

—Disculpe a mi ayudante. Hay un dicho en putonghua: ella es un poco
p'ei ch'ien huo,
¿me entiende? El hombre de Hong Kong sonrió:
—Mingbaak.
Mercancía despilfarradora de dinero. Con una pequeña sacudida, el
Star Ferry
se arrimó al espigón del lado de Kowloon.

A las ocho y cinco de la mañana siguiente, Wong, McQuinnie y Au-yeung formaban parte de una larga cola soñolienta de potenciales compradores que serpenteaba frente a un solar en construcción en Ma On Shan, un barrio semiurbano a media hora en coche del centro de Hong Kong. Los contratistas habían proporcionado transporte gratuito desde los principales centros urbanos hasta la sala de exposiciones donde iba a efectuarse la venta. Au-yeung les había explicado que eso era así en parte por motivos de comodidad, puesto que sólo había una carretera de acceso a la urbanización. Pero añadió que también podía deberse a que elementos mafiosos de la Tríada china, esa sociedad secreta, trataban a menudo de infiltrarse en ese tipo de ventas. Por eso, cada interesado debía aportar documentos de identificación antes de subir al autobús.

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