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Authors: Neil Strauss

Tags: #Ensayo, Biografía

El método (The game) (18 page)

BOOK: El método (The game)
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No puedes llevar la voz cantante si no sabes renunciar a ella.

—Es verdad —le di la razón—. Mi amigo no tiene ni idea. Aunque la verdad es que conmigo acertó.

—¿De verdad?

—Sí. Adivinó que tenía una hermana mayor. Así, sin más.

—¿Cómo lo adivinó?

—Dijo que necesito mucha atención.

—¿Y es verdad?

—Sí. Siempre les pido a mis novias que me escriban cartas de amor y me den masajes. Soy muy exigente.

Ella se rió. Su risa parecía la banda sonora de los pétalos que caían.

Clac, clac, clac, clac.

En el mundo actual nos rodeamos del mayor número posible de estímulos; ya no hay lugar para la concentración. ¿Qué sentido tiene dar un paseo por el parque concentrados en nuestros propios pensamientos cuando al mismo tiempo podemos escuchar música con nuestros auriculares, comernos un perrito caliente, subir la potencia de las suelas vibradoras de nuestras zapatillas y observar a la fauna humana que pasa a nuestro lado? Nuestras elecciones conforman el credo de un nuevo orden mundial: ¡estimulación! Los pensamientos y la creatividad han pasado a estar al servicio de un único
objetivo
: saturar nuestros sentidos. Pero yo pertenezco a la vieja guardia. Si una chica no está preparada para concentrar toda su atención en mí —conversación, tacto, unión temporal de nuestras almas… —, entonces prefiero que no me haga perder el tiempo. ¡Que vuelva a sus quinientos canales de sonido e imágenes!

—Lo siento, pero no puedo seguir hablando contigo.

—¿Por qué no? —preguntó ella.

—Me lo estoy pasando bien, pero, una de dos, o hablas conmigo o miras las obras de arte. No puedo permitir que hagas las dos cosas. Y, además, si sigo hablando contigo, voy a acabar con tortícolis. Ella sonrió y se acercó un poco más a mí.

Clac, clac, clac, clac.

—Me llamo Juggler.

—Yo me llamo Anastasia.

—Hola, Anastasia.

Anastasia tenía callos en la palma de la mano y llevaba las uñas muy cortas. Eran las manos de una abeja obrera. Tenía que estudiarla mejor. La acerqué a mí. Ella no se resistió.

Clac, clac, clac, clac.

Style apareció en escena. Primero su tenue perfume, después el sonido del roce de la tela de su ropa italiana. ¿Qué le pasaba? ¿Es que no se daba cuenta de que estaba disfrutando de un momento de intimidad con aquella chica? ¿Tan concentrado estaba en su
técnica
de seducción que no se daba cuenta de que la veinteañera y yo ya habíamos cambiado de fase? Con la aparición de Style, el momento que estaba compartiendo con la chica se evaporó. Un gruñido surgió de lo más profundo de mi garganta.

—¿Te conozco? —le pregunté.

—¿Conoce alguien de verdad a otra persona? —me contestó Style.

No pude evitar reírme. ¡Qué tío! Aunque lo odié por su inoportunidad, no pude dejar de adorarlo por su don con las palabras. Decidí no morderle; al menos por el momento.

Resultaba evidente que Style estaba deseando mostrar su valía, así que le presenté a la veinteañera. Entonces ocurrió algo muy extraño. Style dejó los ojos en blanco durante unos instantes y se convirtió en otra persona. Parecía estar canalizando a Harry Houdini; un Harry Houdini con mucha oratoria. Empezó a hacer trucos. Le pidió a la chica que le diera un puñetazo en el estómago. Dijo algo sobre dormir en una cama de clavos. No había duda de que ella estaba disfrutando. Hasta que, finalmente, la chica le dio su número de teléfono. A él pareció bastarle con eso, y los dos nos fuimos del museo, dejando a la chica donde yo la había encontrado.

Ser un MDLS es un motivo de orgullo. Ser un MDLS es un continuo desafío. Tengo amigos actores capaces de matar a quinientos enemigos sobre un escenario a los que la sola idea de acercarse a una chica en un bar los hace temblar. Y los comprendo. Una chica sentada junto a la barra es otra cosa. Da verdadero miedo. Es como un gorila con un traje ajustado y, si la dejas, te puede destrozar. Pero no hay que olvidar que ella desea lo mismo que tú. Ella también quiere follar. Es lo que queremos todos.

El de San Francisco era mi primer taller. Se habían apuntado seis personas. Quedamos en un restaurante, cerca de Union Street. Style me ayudó a comprobar sus credenciales.

Durante la cena practicamos distintas frases de entrada, como la de confundir a la chica con una estrella de cine. Al volver del cuarto de baño me acerqué a una pareja de apuestos cuarentones que estaban sentados a una mesa cercana a la nuestra.

—Perdonad si os interrumpo —le dije a la mujer—, pero quería decirte que me encantaste en la película del niño y el faro. Estuve tres días llorando. Me quedé hasta tarde viéndola con el gato de mi compañero de apartamento. Ellos asintieron amablemente con una sonrisa.

—Eh… Sí… Gracias, muchas gracias —dijo la mujer con un claro acento extranjero.

—Por cierto, ¿de dónde eres?

—De Checoslovaquia.

Le di un abrazo. Después estreché la mano del hombre.

—Bien venidos a América.

Los MDLS somos los auténticos diplomáticos de nuestra sociedad. Yo no he sido siempre un MDLS. Antes era un niño obsesionado por desmontar cosas. Siempre llevaba un destornillador encima. Necesitaba saber cómo funcionaban las cosas. Juguetes, bicicletas, cafeteras… Puedes desmontar cualquier cosa si sabes encontrar los tornillos. Al salir a cortar el césped, mi padre se encontraba el cortacésped desarmado. Mi hermana intentaba encender la tele, pero no pasaba nada; los tubos estaban debajo de mi cama. Lo cierto es que se me daba mucho mejor desmontar que montar objetos; como consecuencia de ello, mi familia vivió durante años en la Edad de Piedra.

Con el tiempo, mi atención se desplazó hacia las personas; quería comprenderme a mi mismo y a los demás. Me hice malabarista, actor callejero, comediante… Y aunque digan que ése es el vertedero del mundo del entretenimiento, también es un lugar magnífico para aprender sobre las relaciones humanas. Allí aprendí mucho sobre las mujeres. A los veintitrés años sólo me había acostado con una chica. A los veintiocho podía acostarme con todas las que quisiera. Mi forma de abordarlas era tan sutil como eficaz. Mi
técnica
no sólo era elegante, sino que carecía de errores.

Entonces encontré a la Comunidad. Aunque mis intereses abarcaban mucho más que la mera seducción, yo compartía la obsesión de la Comunidad por comprender cada entresijo de las relaciones entre hombres y mujeres.

Y, después, al conocer a Style, sentí una afinidad que nunca hubiera imaginado posible con otra persona. Style sabía escuchar. La mayoría de las personas no escuchan, porque tienen miedo de lo que pueden oír. Style carecía de ideas preconcebidas. Todo le parecía bien. Para él no había chicas engreídas a las que había que dar una lección de humildad, sino chicas traviesas con las que resultaba divertido jugar. Para él no había caminos llenos de
obstáculos
, sino territorios nuevos por explorar. Juntos, Style y yo éramos los Lewis y Clark de la seducción.

A las tres de la mañana, cuando acabó el taller, Style y yo fuimos a la habitación de hotel que tenían unos parientes suyos de fuera de la ciudad. Pasamos la mitad de la noche hablando en susurros para no despertarlos. Yo me burlé del gusto de Style para la ropa, y él se burló de mi sensibilidad rural. Compartimos anécdotas sobre nuestras experiencias en la Comunidad e hicimos balance de la noche: Style había conseguido un par de besos; yo un par de números de teléfono.

Se respiraba algo especial en el ambiente; ambos éramos conscientes de estar en el umbral de algo nuevo.

—Es alucinante, tío —me dijo Style—. Tengo curiosidad por ver adónde nos lleva todo esto.

Estaba tan lleno de optimismo y mostraba tanta fe en el arte de la seducción, en los beneficios de mejorarse a sí mismo, que, a sus ojos, la Comunidad era la solución a todos los problemas. Yo quería decirle que las respuestas que buscaba estaban en otro sitio, pero nunca llegué a hacerlo; nos lo estábamos pasando demasiado bien.

CAPÍTULO 3

Una tarde, al volver de San Francisco, me llamó Ross Jeffries.

—Voy a dar un taller este fin de semana —me dijo—. Si quieres, puedes venir gratis. Es en el hotel Marriott de Marina Beach, el sábado y el domingo.

—Allí estaré —respondí.

—Una cosa más: me prometiste que me llevarías a una de esas fiestas de Hollywood.

—Dalo por hecho.

—Por cierto, puedes desearme un feliz cumpleaños.

—¿Es tu cumpleaños?

—Sí. Tu gurú ha cumplido cuarenta y cuatro años. Y, aun así, este año me he acostado con chicas de hasta veintidós.

Entonces, yo todavía no sabía que no me estaba invitando a su seminario como alumno, sino como nuevo converso a su método.

Cuando llegué, el sábado por la tarde, me encontré en la típica sala de reuniones de hotel; esas salas con las paredes de color mostaza y una iluminación tan potente que parecen un hábitat más apropiado para las salamandras que para las personas. Había varias filas de hombres sentados detrás de largas mesas rectangulares. Algunos eran estudiantes de pelo engominado; otros, adultos de pelo engominado, y también había algunos dignatarios con el pelo engominado: altos ejecutivos de multinacionales, e incluso del Ministerio de Justicia. De pie, Jeffries se dirigía a todos ellos a través de un pequeño micrófono incorporado a sus auriculares.

Estaba hablando del valor hipnótico de usar citas en una conversación. Explicaba que cualquier idea resulta más fácil de paladear si procede de otra persona.

—El subconsciente piensa en términos de estructura y con tenido. Si introduces una
técnica
con las palabras «Un amigo me ha dicho…», anulas inmediatamente la parte crítica de la mente de la mujer. ¿Entendéis lo que quiero decir?

Recorrió la audiencia con la mirada, buscando a alguien que quisiera decir algo. Y fue entonces cuando me vio, sentado en la última fila, entre Grimble y Twotimer. Jeffries guardó silencio durante un instante, mientras me miraba fijamente.

—Hermanos, os presento a Style.

Yo sonreí con desgana.

—Style, que, tras ver lo que Mystery tenía que ofrecer, ha decidido convertirse en mi discípulo. ¿No es así, Style?

Todas las cabezas se volvieron hacia mí. Casi podía palpar el peso que había adquirido mi nombre al ser pronunciado por Ross Jeffries. Ya hacía tiempo que los partes sobre el taller de Mystery en Belgrado habían llegado a Internet, alabando mis habilidades en el campo del sargeo. La gente sentía curiosidad por saber cómo era el nuevo
ala
de Mystery.

Fijé la vista en el fino auricular negro que le rodeaba la cabeza, como una tela de araña.

—Algo así —respondí.

Pero eso no era suficiente para él.

—Dinos, Style —insistió—. ¿Quién es tu gurú?

Aunque estuviese en el territorio de Jeffries, yo seguía siendo dueño de mis pensamientos. Ya que el humor es la mejor arma contra la presión, intenté pensar en algún chiste que pudiera valerme como respuesta. Pero no se me ocurrió ninguno.

—Ya te contestaré esa pregunta en otro momento —le dije.

Mi respuesta no le agradó. Después de todo, aquello no era un simple seminario; lo que Jeffries dirigía era casi un culto religioso.

Al interrumpirse el seminario para el almuerzo, Jeffries se acercó a mí.

—Vamos a comer a un italiano —me dijo al tiempo que jugaba con su anillo, una réplica exacta del que le daba sus poderes al superhéroe Linterna Verde.

—Así que todavía eres un fan de Mystery —me dijo mientras comíamos—. Creía que te habrías pasado al lado bueno.

—No veo por qué vuestros métodos no pueden ser compatibles. Mystery alucinó cuando le conté lo que hiciste con la camarera en el California Pizza Kitchen. Creo que ahora estaría dispuesto a admitir que la Seducción Acelerada funciona. Jeffries tenía la cara morada.

—¡Basta! —exclamó. Era una palabra hipnótica, una orden de interrupción de
técnicas
—. No vuelvas a decirle nada de mí a Mystery. Seguro que intenta copiarme. Esta situación no me gusta. —Clavó el tenedor en un trozo de pollo—. Si insistes en conservar tu cercanía con Mystery, me vas a crear un problema. Si quieres seguir aprendiendo de mí, te prohíbo que compartas con él lo que aprendas conmigo.

—No te preocupes —intenté apaciguarlo—. No le he contado ningún detalle—. Sólo le dije que eras muy bueno.

—Está bien —dijo él—. Tú limítate a decirle que me bastó con hacerle un par de preguntas a una tía para ponerla tan cachonda que se mojó las bragas. ¡Deja que el muy arrogante se vuelva loco intentando descifrar mi
técnica
!

Una vena se marcó en su frente al tiempo que las aletas de su nariz se movían. Parecía un tipo acostumbrado a la humillación. No por la brutalidad de su padre, como Mystery; los padres de Jeffries eran dos judíos inteligentes y con un gran sentido del humor. Lo sabía porque, durante el seminario, se habían burlado jocosamente de varios de los comentarios de su hijo. No, las humillaciones que Jeffries había padecido habían sido de tipo social. Las constantes burlas y las altas expectativas que de él sin duda tenían sus padres destrozarían su autoestima. Y lo mismo debía de haberles ocurrido a sus hermanos, pues los dos habían dedicado su vida a Dios; en cuanto a Jeffries, él había optado por inventar su propia religión.

—Te estás acercando al santuario interior del poder, mi joven aprendiz —me advirtió Jeffries mientras se frotaba la barbilla sin afeitar con el dorso de la mano—. Y el precio que se paga por la traición es más oscuro de lo que pueda concebir tu mente mortal. Guarda silencio y cumple tus promesas, y yo seguiré abriéndote puertas.

Aun siendo excesivos, el enfado y la intransigencia de Jeffries resultaban comprensibles, pues él era el verdadero padre de la Comunidad. Sí, es verdad que siempre ha habido alguien dando consejos para ligar, como Eric Weber, cuyo libro Cómo ligar con chicas ayudó a poner en marcha la moda del ligue que culminó con la película de Molly Ringwald y Robert Downey Jr. sobre el arte de ligar. Pero, hasta que apareció Jeffries, nunca había habido una auténtica Comunidad; aunque, eso sí, el hecho de que fuese él quien la creara fue algo completamente fortuito: Jeffries inventó la Seducción Acelerada al tiempo que nacía Internet.

Jeffries había sido un joven lleno de rencor. Quería ser actor cómico y escribir guiones. Uno de ellos,
Me siguen llamando Bruce
, incluso llegó a producirse, aunque tuvo poco éxito. Así que Jeffries tuvo que conformarse con ir de trabajo en trabajo, solo y sin novia. Pero todo cambió un día, en la sección de libros de autoayuda de la librería, cuando su brazo, según sostiene él, se extendió con voluntad propia y cogió un libro. Era
De sapos a príncipes
, un clásico sobre la programación neurolingüística, de John Grinder y Richard Bandler. A partir de ese día, Jeffries devoró todos los libros que encontró sobre
PNL
.

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