Ella (siguiéndome la corriente): Sí, claro, pero tenía tantas ganas de verte.
Todos en la mesa nos reímos, incluida ella. Y todo vuelve a empezar. Más tarde:
Zan: ¿Sabes qué, Stephanie? Eres un desastre como novia. De hecho, ya ni siquiera recuerdo la última vez que nos acostamos. Ya no puedo más. Lo nuestro tiene que acabar. (Señalando a otra camarera.) A partir de ahora, aquélla va a ser mi novia.
Ella (risas).
Zan (jugando con mi teléfono móvil): Acabas de ser rebajada del puesto de llamada número 1 al puesto número 10.
Ella (riendo). No, por favor. Haré cualquier cosa para compensarte.
Y todavía más tarde:
Zan (le indico que se acerque y señalo hacia mi rodilla): Ven, Stephanie, déjame que te cuente un cuento. (Sonrisa y guiño.)
Hace años que uso esa frase. Es un filón.
Algunos estaréis pensando: «Vale. ¿Y ahora qué? ¿Cómo pasas a palabras más serias y románticas?».
Realmente es muy sencillo. Basta con encontrar el momento apropiado para hablar con ella a solas. Sólo hay que acordarse de mirarla con pasión.
Zan (abandonando el tono de chulo gracioso): Stephanie, ¿te gustaría que te llamara algún día?
Ella: Sabes que tengo novio.
Zan: Eso no es lo que te he preguntado. ¿Quieres que te llame?
Ella: Resulta tentador, pero no puedo salir contigo.
Zan: Escápate conmigo, Stephanie. Te llevaré hasta la cima del Parnaso. Nunca habrás vivido nada igual…
De hecho, todo lo que acabáis de leer sucedió durante el jueves y el viernes pasado con una camarera que se llama Stephanie. Es la chica más espectacular que he visto en mucho tiempo. Todavía no hay nada definitivo, pero ella no alberga la menor duda sobre mis intenciones. Para ella, mis amigos son unos chicos simpáticos, pero sabe que, conmigo, cualquier interacción estará llena de pasión. Y sabe que ahora depende de ella aceptar o rechazar mi oferta.
Es posible que la rechace, pero eso no importa. No me olvidará. Y podéis estar seguros de que las otras camareras saben todo lo que le he dicho. Y eso es positivo, pues le he dicho prácticamente las mismas cosas a todas ellas. Y seguiré haciéndolo.
El resultado de todo ello es que, cuando entras, eres el dueño del local. Llamas a una camarera, te señalas la mejilla y dices: «¿Dónde esta mi azúcar, cariño?». Ninguna camarera se siente intimidada, pues las tratas a todas por igual. En este restaurante en concreto, cuatro camareras ya han pasado la noche en mi casa; a tres, menos atractivas, les gustaría hace rlo; y todavía estoy trabajando en las otras tres (incluida Stephanie). Y os aseguro que todas lo saben todo. Pero, como ya os he dicho, eso es bueno.
Zan
El seminario alcanzó su punto álgido con la aparición de Steve P. y Rasputín. Desde que me había incorporado a la Comunidad, había oído decir muchas cosas sobre ellos. Se decía que eran los verdaderos maestros; líderes de mujeres, no de hombres.
Lo primero que hicieron al subir al estrado fue hipnotizar a todos los asistentes. Hablaban los dos al mismo tiempo, contando historias diferentes; una iba dirigida a ocupar la mente consciente y la otra buscaba adentrarse en el subconsciente. Cuando nos despertaron, no teníamos ni idea de lo que podían haber instalado en nuestras cabezas. Todo lo que sabíamos era que nos encontrábamos frente a dos de los oradores con más seguridad en sí mismos que habíamos visto nunca; desde luego, a aquellos dos hombres les sobraba el entusiasmo y el carisma de los que carecía DeAngelo.
Ataviado con un chaleco de cuero y un sombrero al estilo de Indiana Jones, Steve P. parecía una mezcla entre un ángel del infierno y el chamán de una tribu india. Rasputín, que era portero de noche de un club de
striptease
y tenía unas patillas como chuletas de cordero, recordaba a Lobezno, de la Patrulla X, tras una dosis extra de esteroides. Ambos se habían conocido en una librería, al intentar coger el mismo libro de
PNL
. Ahora, trabajando en equipo, estaban entre los hipnotizadores más poderosos del mundo. Su consejo para seducir a las mujeres consistía sencillamente en convertirse en un experto en cómo conseguir que ellas se sintieran bien.
Siguiendo sus propios consejos, Steve P. había encontrado la manera de hacer que las mujeres se sintieran tan bien que ahora pagaban por acostarse con él. Por una cifra que podía oscilar entre varios cientos y mil dólares, Steve P. enseñaba a las mujeres a conseguir un orgasmo con tan sólo una orden verbal; les enseñaba tres niveles distintos de garganta profunda que él mismo había concebido; y, lo más increíble de todo, decía poder aumentar hipnóticamente el pecho de una mujer hasta en dos tallas.
Por su parte, Rasputín hablaba de la eficacia de lo que él llamaba ingeniería sexual hipnótica. El sexo, sostenía, debía verse como un privilegio para la mujer, no como un favor al hombre.
—Si una mujer me la quiere chupar —dijo—, yo le digo: «Sólo tienes cinco segundos». —Rasputín tenía un tórax como el capó de un viejo Volkswagen—. Al acabar le digo: «¿Verdad que ha estado bien? La próxima vez te dejaré cinco segundos más».
—¿Y no te asusta que ella se dé cuenta de que estás intentando manipularla? —Preguntó un ejecutivo sentado en la primera fila que parecía una réplica en miniatura de Clark Kent.
—El miedo no existe —contestó Rasputín—. Las emociones no son más que energía que queda atrapada en nuestro cuerpo como consecuencia de un pensamiento.
Mini-Clark Kent se quedó mirándolo con expresión estúpida.
—¿Sabes cómo puedes deshacerte de ese tipo de emociones? —Rasputín miró a su interlocutor como un karateka que está a punto de partir algo en dos—. No te duches ni te afeites en un mes, hasta que huelas como una alcantarilla. Después, paséate durante dos semanas con un vestido, una máscara de portero de hockey sobre hielo y un consolador atado a la máscara. Eso es lo que hice yo, y te aseguro que ya nunca me asustará la posibilidad de ser humillado públicamente.
—Tienes que vivir a gusto con tu propia realidad —intervino Steve P.—. Una vez, una chica me dijo que estaba un poco rellenito y yo le dije: «Pues si eso es lo que piensas, te vas a quedar sin acariciar mi tripa de Buda y sin montar sobre mi tallo de jade». —Permaneció unos instantes en silencio—. Pero se lo dije con suavidad —añadió.
Al acabar el seminario, DeAngelo me presentó a los dos. Mi cabeza llegaba a la altura del pecho de Rasputín.
—Me gustaría aprender más sobre lo que hacéis —dije.
—Estás nervioso —me dijo Rasputín.
—Bueno, la verdad es que intimidáis un poco.
—Déjame que te libere de tu ansiedad —se ofreció Steve—. Dime tu número de teléfono al revés.
—Cinco… Cuatro… Nueve… Seis… —empecé a decir—. Mientras lo hacía, Steve chasqueó los dedos.
—Está bien. —Steve puso su mano abierta sobre mi ombligo—. Ahora respira hondo y expulsa el aire con fuerza —me ordenó.
Yo lo obedecí y Steve fue levantando los dedos al tiempo que imitaba el sonido del vapor cuando sale a presión a través de un pequeño agujero.
—¡Vete! —ordenó—. Ahora observa cómo ese sentimiento se aleja como un anillo de humo en un día de viento. Ya no existe; ha desaparecido. Ahora visita tu cuerpo e intenta encontrar el sitio que ocupaba. Notarás que ahora hay una vibración distinta. Abre los ojos. Intenta recuperar el sentimiento. ¿Ves? No puedes hacerlo.
Yo no sabía si había funcionado o no. Lo único que sabía es que estaba temblando.
Steve dio un paso atrás y me observó con atención, como si estuviera leyendo un diario.
—Un tipo que se llamaba Phoenix me ofreció una vez dos mil dólares por poder seguirme durante tres días —dijo—. Yo le dije que no, porque lo que quería ese tipo era convertir a las mujeres en sus esclavas. A ti, en cambio, parece que las mujeres te importan. Pareces más interesado en aprender cosas nuevas que en meter tu bate de carne en un agujero.
De repente, oímos un extraño ruido a nuestras espaldas. Dos hermanas y su madre habían cometido el error de atravesar el vestíbulo de un hotel lleno de maestros de la seducción, y los buitres habían descendido sobre sus presas. Orion, el superempollón, le estaba leyendo la palma de la mano a una de las chicas mientras Rick H. le decía a la madre que era el agente de Orion y Grimble acechaba sin piedad a la otra chica. A su alrededor, una multitud de candidatos a MDLS se amontonaban para ver trabajar a los maestros.
—Escucha —se apresuró a decir Steve P.—. Ésta es mi tarjeta. Llámame si quieres ver lo que hacemos en el círculo interior.
—Lo haré.
—Pero recuerda que estamos hablando de
técnicas
secretas —me advirtió—.
No puedes compartir con nadie ninguna de las
técnicas
que te enseñemos. Son
técnicas
muy poderosas que, en las manos equivocadas, podrían hacerle mucho daño a una chica.
—Entiendo —contesté yo.
Steve P. plegó un trozo de papel blanco con la mano hasta darle la forma de una rosa, se acercó a la chica con la que estaba sargeando Grimble y le dijo que oliera la flor. Treinta segundos después, ella cayó desmayada en sus brazos.
¡Desde luego que quería ver lo que hacían en el círculo interior!
Y así empezó la etapa más extraña de mi educación.
Todos los fines de semana conducía durante dos horas hasta el pequeño apartamento de Steve P., donde éste criaba a sus dos hijos con la misma mezcla de ternura y obscenidad con la que trataba a sus alumnos; su hijo mayor, de trece años, ya era mejor hipnotizador de lo que yo llegaría a serlo nunca.
Por la tarde, Steve y yo íbamos a casa de Rasputín. Me decían que me sentara en una silla y me preguntaban qué quería aprender ese fin de semana. Entonces, yo sacaba la lista que había escrito con todo aquello que me interesaba: creer que le resultaba atractivo a las mujeres; vivir mi propia realidad; dejar de preocuparme por lo que pensaran de mi los demás; transmitir firmeza; tener confianza en mí mismo; algo de misterio en mi vida; expresarme y moverme con confianza; superar mi miedo al rechazo sexual, y, por supuesto, sentirme importante. Memorizar
técnicas
era fácil; todo lo contrario que llegar a interiorizarlas. Pero Steve P. y Rasputín tenían las herramientas adecuadas para lograr que yo lo hiciera.
—Vamos a contener tu desbocado deseo —me explicó Steve P.—, de tal forma que no te alegre que cualquier guarra te la chupe. Al contrario, sólo te conformarás con la mejor, y para ella será un privilegio poder beber el néctar de su amo.
En cada sesión me hipnotizaban, y Rasputín me susurraba complejas historias metafóricas al oído mientras Steve P. le daba órdenes a mi subconsciente por el otro.
Dejaban enlaces abiertos (metáforas o historias inacabadas) para cerrarlos a la semana siguiente. Me hacían oír música diseñada para provocar reacciones psicológicas concretas. Me sumergían en trances tan profundos que las horas pasaban en lo que se tarda en pestañear.
Después volvíamos a casa de Steve y yo leía sus libros sobre
PNL
mientras él le gritaba a sus hijos.
Según mi teoría, los jóvenes con una facilidad innata para el ligue, como Dustin, pierden la virginidad a una edad temprana y, consecuentemente, nunca sufren esa sensación de urgencia, curiosidad o intimidación durante los años críticos de la pubertad. Por el contrario, aquellos que aprendemos más lentamente —como yo y como la mayoría de los miembros de la Comunidad— no tuvimos la suerte de tener novia, ni siquiera una cita aislada, durante los años del instituto. Así que nos pasamos años sintiéndonos intimidados y alienados por las mujeres, que son quienes tienen en su poder la clave para liberarnos del estigma que arruina nuestras vidas: nuestra virginidad.
Steve P. encaja perfectamente en esa teoría. Se había iniciado en el sexo en primaria, cuando una niña unos años mayor que él le había ofrecido chupársela, a lo que él había respondido tirándole una piedra. Pero, al final, ella había conseguido convencerlo y esa experiencia había sido el principio de una obsesión por el sexo oral que le duraba hasta ahora. A los diecisiete años, un primo lo había contratado para que trabajara en la cocina de un internado de chicas. En este caso fue él quien practicó el sexo oral con una chica. Lo ocurrido no tardó en saberse, y Steve se convirtió en la mascota sexual del colegio. Pero, además de darles placer, Steve también las hacía sentirse culpables. Y la necesidad de las chicas de confesar sus pecados acabó por hacer que lo despidieran.
Más tarde dedicó una época de su vida a viajar con una pandilla de moteros, a lo que abandonó tras disparar accidentalmente a un hombre en los testículos. Ahora dedicaba su vida a una mezcla de sexualidad y espiritualidad ideada por él mismo. Y, por crudo que pudiera ser su lenguaje, en el fondo Steve era un chico de buen corazón. Y yo me fiaba de él.
Por la noche, cuando sus hijos ya se habían acostado, Steve me enseñaba la magia que había aprendido de chamanes cuyos nombres había jurado no pronunciar nunca. El primer fin de semana que me quedé en su casa me enseñó a buscar el alma de una mujer mirando fijamente su ojo derecho con mi ojo derecho mientras respirábamos al unísono.
—Una vez que hayáis compartido esa experiencia, el lazo que os unirá será mucho mas fuerte —me advirtió; a menudo, Steve dedicaba más tiempo a las advertencias y a las palabras de precaución que a las lecciones en sí—. Al mirar en su alma te conviertes en su
anamchara
, que en gaélico significa «amigo del alma».
El segundo fin de semana aprendí cómo debía comportarme en un trío; trucos como darle una mandarina seca a una mujer para que la chupe eróticamente mientras otra mujer la chupa a ella. El tercer fin de semana me enseño a mover la energía de su abdomen con las manos. Y el cuarto fin de semana me enseñó a retener la energía orgásmica, de tal manera que una mujer consigue sumar un orgasmo retenido a otro y a otro, hasta que, en palabras de Steve P., «acaba temblando como un perro al cagar un hueso de melocotón». Finalmente, compartió conmigo lo que él consideraba su principal habilidad: la manera de conducir a cualquier mujer, a través de las palabras y el tacto, a un orgasmo tan poderoso que la deja «más mojada que las cataratas del Niágara».
Había accedido al círculo interior, y los poderes que me ofrecía Steve P. me convertirían en un superhombre.