Asunto: Problema superado
Autor: Style
Gracias por vuestra ayuda. Creo que he encontrado la solución a mi problema. Se me ocurrió hace una semana y la he puesto a prueba con éxito casi todas las noches desde entonces.
Se me ocurrió en el Standard. Estaba con una chica irlandesa que acababa de divorciarse; al parecer, se casó muy joven. Me dijo que ansiaba vivir aventuras. Cuando empecé a recibir IDI, pensé en las cosas que me habíais dicho en el foro de Internet. Pensé que, si me lanzaba sin más, lo más probable era que se asustara y que me rechazase. Así que decidí ir poco a poco y mantener una conversación inteligente al tiempo que utilizaba
técnicas
de apoyo, como la de las marionetas de Mystery, para distraer su atención sobre mis verdaderas intenciones. ¡Y funcionó! Y ha vuelto a funcionar cada vez que he vuelto a intentarlo. Problema resuelto.
A continuación os describo mi
técnica
, por si queréis utilizarla. Yo la llamo la
técnica
del cambio de fase:
Me señalé el lateral del cuello. Después le dije «Muérdeme el cuello», como si de verdad quisiera que lo hiciera. Al negarse ella a hacerlo, le di la espalda, a modo de castigo. Esperé unos segundos antes de volverme de nuevo hacia ella. «Quiero que me muerdas exactamente aquí». Y, esa vez, lo hizo. Pura
técnica
del gato y e| cordel.
Tomamos una copa más y fuimos a mi casa. Tras un breve tour por la casa, en un movimiento tipo Maddash, hice que se sentara en mis rodillas mientras le enseñaba un vídeo en el ordenador. La acaricié y la besé en la nuca, hasta que ella se volvió y empezó a besarme en la boca. Entonces me dijo que quería tumbarse en el suelo. Yo me tumbé a su lado y no podéis imaginar lo que pasó. ¡Se desmayó!
Le quité los zapatos, la tapé con una manta, le puse una almohada debajo de la cabeza y me fui solo a la cama.
Así que, al final, me quedé con las ganas. Pero ahora sé lo que tengo que hacer. He superado mi problema. Estoy listo para dar el siguiente paso.
Style
Un hombre solo tiene una forma de escapar de su viejo yo: ver un yo diferente reflejado en los ojos de una mujer.
Clare Boothe Luce
Elige una escuela.
Está la de Ross Jeffries y su Seducción Acelerada, donde se usan
técnicas
de lenguaje subliminal para excitar a las chicas.
Y el Método Mystery, en el que se manipulan las dinámicas sociales para seducir a las mujeres más atractivas.
Y la de David DeAngelo y su Dobla tus Citas, donde se aboga por dominar a las mujeres mediante una combinación de humor y arrogancia a la que llaman chulo gracioso.
Y la del Método de Gunwitch, donde todo lo que tienen que hacer los alumnos es proyectar una sexualidad animal e ir aumentando el contacto físico hasta que la mujer los detenga. Su lema es «sigue hasta que ella te diga no».
Y la de David X, David Shade
[1]
, Rick H., Major Mark
[2]
y Juggler —el último gurú en aparecer en escena—, que surgió un día de la nada en Internet y que sostenía que, para seducir a una mujer, le bastaba con leerle la lista de la compra. Además, están los maestros de los círculos cerrados, como Steve P. y Rasputín, que tan sólo comparten sus
técnicas
con aquellos a los que estiman dignos de ellas.
Sí, hay muchos mentores entre los que elegir; cada uno con sus propios métodos y su propio grupo de adeptos, cada uno convencido de que
su
manera es la manera. Y esos gigantes luchan continuamente entre sí; amenazándose, insultándose, desacreditándose los unos a los otros.
Pero yo me alimentaba de todos ellos. Nunca he sido un fanático de nada. Siempre he preferido combinar el saber de distintas fuentes para encontrar aquello que mejor se adapta a mi caso, aquello que más me conviene. El problema es que beber de la fuente del conocimiento tiene un precio. Y ese precio es la fe. Cada maestro quiere saber que él es el mejor y que sus discípulos son los más leales. Se trata de un problema que atañe a toda la humanidad, no sólo a la Comunidad: el poder se mantiene fomentando la lealtad del pueblo, pues, al hacerlo, se garantiza su sumisión.
Pero, aunque había disfrutado haciendo de
ala
de Mystery en Belgrado, yo no deseaba tener mis propios discípulos. Lo que quería era tener más maestros. Todavía tenía mucho que aprender. Lo supe el día que Extramask me llevó a una fiesta en el hotel Argyle de Sunset Boulevard.
Yo iba vestido de manera informal, con una americana negra y una perilla perfectamente recortada. Extramask, sin embargo, tenía un aspecto cada vez más extravagante. Ese día llevaba el pelo rapado a ambos lados de la cabeza con una cresta de diez centímetros de alto en el centro.
A los pocos minutos de entrar, me fijé en dos gemelas que se exhibían, sentadas en el sofá, como dos estatuas de alabastro. Aunque sus impecables peinados y sus clásicos vestidos a juego provocaban continuas miradas de admiración, nadie se acercaba a hablar con ellas.
—¿Quiénes son? —le pregunte a Extramask, que estaba hablando con una mujer pequeña con cara de pan que parecía muy interesada en él.
—Son las gemelas de porcelana —me dijo—. Tienen un espectáculo gótico-burlesco. Pero, olvídalo, les gustan los músicos. Dicen que se lo hacen juntas con músicos famosos. Yo me he masturbado más de una vez pensando en ellas.
—Preséntamelas.
—No las conozco.
—Eso da igual. Preséntamelas de todas maneras.
Extramark se acercó a las gemelas.
—Os presento a Style —les dijo.
Yo les estreché la mano. Su tacto resultaba sorprendentemente caluroso, teniendo en cuenta que tenían el aspecto de dos zombis.
—Mi amigo y yo estábamos hablando de hechizos —les dije—. ¿Vosotras creéis en los hechizos?
Era la entrada perfecta, pues bastaba con mirarlas para saber que creían en la magia; por alguna extraña razón, la mayoría de las chicas que se desnudan o explotan su sexualidad para ganar dinero creen en los hechizos. Después les pedí que pensaran un número y lo adiviné.
—Haznos otro truco —dijeron las dos gemelas al mismo tiempo.
—No soy un mono de feria —les contesté yo—. Sólo soy un hombre y necesito unos minutos para recargar las pilas.
La frase era de Mystery. Las dos se rieron al unísono.
—¿Por qué no me enseñáis algo vosotras?
Ambas dijeron que no tenían nada que enseñarme.
—Entonces, me voy a hablar con una amiga —repuse— si cambiáis de idea, tenéis cinco minutos para pensar en algo.
Me alejé de ellas y entablé una conversación con una jovencita punk con cara de querubín que se llamaba Sandy. Las gemelas tardaron diez minutos en acercarse.
—Tenemos algo que enseñarte —me dijeron con orgullo.
De hecho, me sorprendió que hubieran pensado en algo; aunque lo que me enseñaron fuese el lenguaje de signos para sordos. Mi primer IDI.
Nos sentamos juntos y hablamos de cosas sin importancia; el tipo de cosas que los MDLS llaman despectivamente relleno. Eran de Portland y tenían previsto volver al día siguiente. Resultaba fácil distinguirlas por sus rostros, pues una tenía marcas de viruela y la otra pequeñas cicatrices de antiguos
piercings
. Me hablaron de su espectáculo de
striptease
, en el que bailaban juntas, simulando hacer el amor.
Al oírlas hablar me di cuenta de que no eran más que dos chicas normales e inseguras. Por eso habían estado tan calladas. La mayoría de los hombres asumen erróneamente que cualquier mujer atractiva que no hable con él ni advierta de manera explícita su presencia es una creída. Pero lo cierto es que, en la mayoría de los casos, ella es igual de vergonzosa o de insegura que esas otras chicas, menos atractivas, a las que él ignora. Lo que hacía distintas a las gemelas de porcelana era que ocultaban su timidez interior mediante la ostentación. Pero realmente no eran más que dos chicas dulces que buscaban un amigo. Y acababan de encontrarlo. Mientras intercambiábamos teléfonos, noté cómo se abría la ventana de la atracción. Pero no sabía si intentarlo con una gemela o con las dos. No se me ocurría cómo separarlas, pero tampoco sabía cómo seducirlas a las dos al mismo tiempo. Así que me despedí de ellas y fui a buscar a Sandy.
Mientras hablábamos, sentados, Sandy cada vez se pegaba más a mí: parecía realmente interesada. Así que opté por la
técnica
del cambio de fase y la llevé al cuarto de baño para meterle mano. La verdad es que no me atraía mucho; lo que me gustaba era el hecho de poder besar a una chica con tanta facilidad. Acababa de obtener ese poder y ya estaba abusando de él.
Diez minutos después, cuando salimos del baño, las gemelas ya se habían ido. Una vez más, había metido la pata al optar por el camino fácil en vez de arriesgarme.
Al llegar a mi apartamento de Santa Mónica, le conté a Mystery, que estaba durmiendo en mi sofá, lo que había pasado con las gemelas. Afortunadamente, al día siguiente me mandaron un mensaje. Habían cancelado su vuelo y estaban aburridas en un Holiday Inn cercano al aeropuerto. Era la oportunidad de redimirme.
—¿Qué hago? —le pregunté a Mystery.
—Ve a verlas. Llámalas y diles: «Ahora voy para allá». No les des la opción de decir que no.
—Vale, pero ¿qué hago después, cuando llegue a la habitación? ¿Cómo hago que empiece la acción?
—Haz lo que siempre hago yo. En cuanto entres, ve al cuarto de baño y empieza a llenar la bañera. Cuando esté llena, quítate la ropa, métete dentro y llama a las chicas para que te froten la espalda. A partir de ahí, las cosas saldrán solas.
—¡Guau! Para eso hay ser muy lanzado.
—Confía en mí —dijo él.
Así que, esa tarde, llamé a las gemelas y les dije que iba para allá.
—Estamos tiradas viendo la tele —me advirtieron.
—No importa. Aprovecharé para darme una ducha; hace un mes que no lo hago.
—¿Lo dices en serio?
—No.
Por ahora, todo marchaba según lo previsto.
Conduje hasta el hotel ensayando cada movimiento en mi cabeza. Cuando entré en la habitación estaban tumbadas en camas separadas, viendo «Los Simpson».
—Necesito darme un baño —les dije—. El agua caliente no funciona en casa.
No es mentir; es flirtear.
Charlamos de cosas sin importancia mientras se llenaba la bañera. Cuando estuvo lista, entré en el cuarto de baño y, sin cerrar la puerta, me desnudé y me metí en la bañera.
No quería usar el jabón, pues eso ensuciaría el agua. Así que me quedé quieto, sentado en la bañera, intentando reunir el valor necesario para llamar a las gemelas. Me sentía tan vulnerable allí sentado, desnudo, delgado, pálido… Mystery tenía razón al decir que tenía que ir al gimnasio.
Pasó un minuto. Pasaron cinco. Pasaron diez minutos. Podía oír «Los Simpson» en la televisión. A esas alturas, lo más probable era que las gemelas pensaran que me había ahogado.
Tenía que hacer algo. Me odiaría a mí mismo si no lo intentaba. Pasaron otros cinco minutos antes de que consiguiera tartamudear:
—¿Podéis ayudarme a lavarme la espalda?
Una de las gemelas dijo algo. Luego las oí susurrando algo entre sí. Yo permanecí inmóvil y aterrado, en la bañera. ¡Qué manera de hacer el ridículo! Sólo se me ocurría una cosa peor que estar allí: que las gemelas decidieran entrar y me vieran desnudo en la bañera con el pito flotando en el agua como un lirio. Pensé en mi momento favorito del
Ulises
, cuando Leopold Bloom, sexualmente frustrado, se imagina su masculinidad flácida en el agua de la bañera. Y entonces pensé: «¿Cómo es posible que me sienta tan estúpido delante de esas chicas cuando soy lo suficientemente inteligente como para leer a James Joyce?».
Finalmente, una de las gemelas entró en el cuarto de baño. Yo hubiera preferido que entraran las dos, pero quien mendiga no puede exigir. Dándole la espalda, le acerqué la pastilla de jabón; lo cierto es que me daba vergüenza mirarla a los ojos.
La gemela me frotó la espalda dibujando pequeños círculos. No había nada erótico en sus movimientos; al contrario, resultaban mecánicos. Yo sabía que no estaba excitada y esperaba que, al menos, no se sintiera asqueada. Al acabar de enjabonarme, mojó una pequeña toalla en el agua de la bañera y me aclaró el jabón. Me había lavado la espalda.
¿Y ahora qué?
Se suponía que el sexo llegaría solo, pero ella se quedó allí, quieta, sin decir nada. Mystery no me había contado lo que tenía que decir después de que me lavaran la espalda. Se había limitado a decirme que me dejara llevar. No me había dicho cómo ir de un «frótame la espalda» a un «frótame la entrepierna». Y yo no tenía ni idea de qué hacer. La última mujer que me había enjabonado la espalda había sido mi madre, y eso había ocurrido cuando todavía era lo suficientemente pequeño como para que lo hiciera en el lavabo.
Pero ahora estaba allí y tenía que hacer algo.
—Gracias —le dije.