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Authors: Neil Strauss

Tags: #Ensayo, Biografía

El método (The game) (22 page)

BOOK: El método (The game)
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Así que me dejé llevar por aquel tornado. No llamaba a mis amigos. No llamaba a mi familia. Rechazaba todos los encargos periodísticos que me ofrecían.

Vivía en una realidad alternativa.

—Le he dicho a Rasputín que me gustaría que te convirtieras en uno de nuestros adiestradores —me dijo Steve P. una noche.

Pero yo no podía aceptar esa oferta. El mundo de la seducción era un palacio con muchas puertas, y si entraba por una de ellas, por tentadores que fuesen los tesoros que aguardaran dentro, estaría cerrando las demás.

CAPÍTULO 9

Un domingo por la tarde, al volver a Los Ángeles, encontré un mensaje de Cliff, de Cliff’s List, en el contestador. Estaba en California y quería presentarme a su nuevo ala, un motero reconvertido en obrero de la construcción que se llamaba a sí mismo David X.

Cliff formaba parte de la Comunidad desde sus inicios. Ya hacía algunos años que había cumplido los cuarenta, y era tan agradable como intranquilo.

Aunque era apuesto, desde el punto de vista convencional, también era el vivo ejemplo de una persona sosa. Parecía salido de una serie de televisión de los años cincuenta. En casa tenía más de mil libros sobre el arte de ligar. Ejemplares del Pick-Up Times
[1]
, una revista de escasa vida de los años 70; una primera edición del clásico de Eric Weber
Cómo ligar con chicas
, y rarezas misóginas con títulos como
La seducción comienza cuando la mujer dice que no
.

David X era uno de los seis MDLS que Cliff había descubierto y promocionado desde 1999. Cada MDLS tenía su especialidad, y la de David X era manejar un harén o, lo que es lo mismo, hacer malabarismos para mantener relaciones con varias mujeres al mismo tiempo sin mentirle a ninguna de ellas.

Yo, desde luego, no me esperaba lo que vi al entrar al restaurante chino con Cliff. David X posiblemente era el MDLS más feo que había visto en mi vida. Comparado con él, Ross Jeffries parecía un modelo de ropa interior de Calvin Klein. David X era inmenso, estaba prácticamente calvo, hablaba como alguien que acaba de fumarse cien mil paquetes de cigarrillos y tenía tantas verrugas en la cara que parecía un sapo.

La reunión con David X fue como tantas otras que había tenido antes; aunque las reglas siempre fuesen distintas. Las de él eran dos:

  1. ¿A quién le importa lo que pueda pensar ella?
  2. Tú eres la persona más importante de la relación.

Su lema era no mentirle nunca a una mujer. Además, alardeaba de saber aprovechar lo que decían las mujeres para conseguir acostarse con ellas. Por ejemplo, al conocer a una chica en un bar conseguía que ella le dijera que era espontánea y que no tenía reglas; luego, si ella vacilaba a la hora de irse con él, David X le decía: «Creía que eras espontánea. Creía que siempre hacías lo que te apetecía».

—Las únicas mentiras que me oirás decir son «no me correré en tu boca» y «sólo te la frotaré un poco por el culo» —dijo, repantigado en su asiento, como una rodaja de queso a punto de derretirse.

Desde luego, no era una imagen nada gratificante.

A lo largo de la cena no dejó de decirme, una y otra vez, que su filosofía era contraria a todo lo que yo había aprendido con Mystery. David X era un perfecto ejemplo de la teoría del bocazas de Cliff; un macho alfa innato.

—Hay tíos como yo y tíos como tú o como Mystery —alardeó—. Mientras vosotros todavía estáis haciendo truquitos de magia en el bar, yo ya voy por el segundo plato.

A pesar del bocazas de David X, la cena resultó interesante, pues aprendí pequeños trucos que usaría cientos de veces en el futuro. Además, esa noche me di cuenta de algo importante: no necesitaba más gurús.

Ya tenía toda la información que necesitaba para convertirme en el mejor MDLS del mundo.

Dominaba cientos de frases de entrada, cientos de comentarios de chulo gracioso, cientos de formas de demostración de valía, cientos de poderosas
técnicas
sexuales… Me habían hipnotizado hasta hacerme llegar al Valhalla. No, ya no necesitaba aprender nada más. A no ser que fuese por diversión, claro. Lo que debía hacer ahora era practicar en el campo del sargeo, calibrar cada movimiento, perfeccionar cada
técnica
… Estaba listo para el taller de Miami.

Al volver a casa me hice a mí mismo una promesa: si alguna vez volvía a conocer a otro gurú, no sería como un alumno, sino como un igual.

Paso 5: Aisla al
objetivo

Por amenazado que puedas sentirte por la salud y la exuberancia de otra persona, no es justo destrozarla.

Jenny Holzer,
Benches

CAPÍTULO 1

Durante nuestros viajes, impartiendo talleres, Mystery y yo fuimos conociendo a la mayoría de los miembros de la Comunidad. Así, al cabo de un tiempo, ésta dejó de estar compuesta por una serie de nombres anónimos en la pantalla de un ordenador. De repente, Maddash, un seudónimo de siete letras, pasó a convertirse en un divertido hombre de negocios de Chicago; Stripped
[1]
, en un editor de libros de intriga de Amsterdam con aspecto de modelo masculino, y Nightlight9 en un adorable empollón que trabajaba en Microsoft.

Con el tiempo, las preguntas y los consejos a través de los teclados fueron quedando a un lado, y Mystery y yo pasamos a convertirnos en unas superestrellas. En Miami, Los Angeles, Nueva York, Toronto, Montreal, San Francisco y Chicago. Con cada taller nos hacíamos mejores, más fuertes, más atrevidos. Ofrecíamos a la Comunidad lo que sus miembros querían, mientras que los demás gurús se aferraban a la seguridad de las salas de conferencias. Nosotros éramos los únicos que aceptábamos el desafío de demostrar nuestra valía en una ciudad tras otra, una noche tras otra, con una mujer tras otra.

Cada vez que abandonábamos una ciudad, surgía en ella una pequeña guarida que reunía a alumnos ansiosos por poner en práctica sus nuevas habilidades. Y, a través del boca a boca, el número de miembros de cada guarida no tardaba en doblarse, en triplicarse, en cuadriplicarse. Y cada uno de ellos adoraba a Mystery y a Style, pues nosotros vivíamos la vida que ellos ansiaban vivir; o al menos eso es lo que creían.

Cada taller generaba nuevos mensajes en Internet alabando mi juego. Cada
parte de sargeo
que yo colgaba en Internet provocaba una avalancha de correos electrónicos de alumnos deseosos de convertirse en mis compañeros de sargeo. De hecho, casi tenía más números de teléfono de miembros de la Comunidad que de chicas.

Cuando sonaba el teléfono en mi casa, casi siempre era alguien que quería pedirle algún consejo a Style y que, tras una breve presentación, preguntaba si debía ocultar su número al llamar a una chica o si seguía teniendo alguna posibilidad con el
objetivo
si, en un
set
de tres, el
obstáculo
se interesaba por él y le daba su número de teléfono.

La Comunidad había devorado mi antigua vida. Pero ése era un precio que merecía la pena pagar por convertirme en el tipo de hombre al que yo siempre había envidiado, el tipo de hombre al que, al entrar en un bar, te encontrabas dándose el lote en una esquina con una chica a la que acababa de conocer. Sí, ése era el precio que debía pagar por convertirme en Dustin.

Antes de encontrar la Comunidad, la única vez que me había enrollado con una chica a la que acababa de conocer había sido recién llegado a Los Angeles. Pero, tras besarnos, cuando yo le conté que acababa de llegar a la ciudad, ella se apartó de mí y me dijo: «Creía que eras un productor o algo así». Lo que quería decir es que, de no ser así, una chica como ella nunca se hubiera enrollado con alguien como yo. Tardé meses en superar aquel golpe. Mi falta de seguridad en mí mismo me impedía aceptar lo que, viéndolo ahora, no era más que un simple
nega
.

Ahora, cada vez que entraba en un bar o en una discoteca, sentía una maravillosa sensación de poder mientras miraba a mi alrededor preguntándome cuál de aquellas mujeres tendría la fortuna de tener mi lengua en su garganta dentro de unos minutos. Pues, a pesar de todos los libros de autoayuda que había leído, yo seguía buscando la aprobación de los demás. Todos nosotros lo hacíamos; precisamente por eso estábamos en la Comunidad. No estábamos en el juego por nuestra entrepierna, sino para sentirnos aceptados.

Mientras tanto, Mystery había experimentado su propia metamorfosis. Durante nuestros viajes había ido dándole una forma más radical a su teoría del pavoneo. Ya no le bastaba con llevar un objeto o una prenda estridente para llamar la atención del sexo opuesto. Ahora, todos esos objetos y prendas eran descomunales, y Mystery parecía la atracción de una feria itinerante. Llevaba botas con plataformas de quince centímetros y un sombrero de vaquero de un impactante rojo chillón con una banda de piel de leopardo, que, combinados, le hacían medir más de dos metros. Y a esto había que añadir los ajustados pantalones de PVC negro, la camiseta de malla, las gafas futuristas, una mochila de plástico con pinchos, la sombra de ojos blanca y hasta siete relojes entre las dos muñecas. No había cabeza que no se volviera al verlo pasar.

Mystery ya no necesitaba frases de entrada ni estrategias de aproximación. Ahora eran las mujeres las que se acercaban a él. Había chicas que, incluso, lo seguían por la calle durante manzanas. Algunas le tocaban el culo y una mujer de cierta edad incluso había llegado a morderle la entrepierna. Y, cuando él se interesaba por alguna mujer en particular, todo lo que tenía que hacer era mostrarle un par de trucos de magia, que, por otra parte, justificaban lo extravagante de su aspecto.

Además, su nueva imagen le servía para espantar al tipo de chicas que no le interesaban mientras conseguía atraer a las que sí le interesaban.

—Me visto para las chicas más despampanantes de las discotecas, para las tías más macizas y más calientes, esas chicas que antes no estaban a mi alcance —me dijo una noche cuando lo acusé de parecer un payaso—. Al comportarme así, las mujeres vienen a mí como si yo fuese una estrella del rock.

Mystery siempre me animaba a vestir tan extravagantemente como él y, aunque, por lo general, yo no seguía sus sugerencias, en una ocasión compré un chaleco de piel de color violeta en una tienda de ropa interior femenina de Montreal. Pero lo cierto es que no me gustaba ser el centro de todas las miradas. Y, además, las cosas ya me iban suficientemente bien.

Mi reputación se había disparado a raíz del taller de Miami, donde, en treinta minutos, había puesto en práctica todo lo que había aprendido durante las seis semanas anteriores. El mío había sido un ejemplo perfecto de cómo llevar a cabo una seducción; no como una lucha, sino como una danza.

Aquella noche pasaría a la historia de la Comunidad. Aquella noche me gradué, dejando de ser un
TTF
y convirtiéndome oficialmente en un MDLS.

CAPÍTULO 2

Fue el sargeo perfecto.

Todo el mundo se fijó en ellas cuando entraron en la zona VIP de la discoteca Cro de Miami. Las dos eran rubias platino, con pechos de silicona y perfectos bronceados. Vestían exactamente igual, con diminutas camisetas blancas de tirantes y ajustadísimos pantalones del mismo color; dos mujeres vestidas para convertir a los hombres en bestias. Eran lo que la mayoría de los MDLS llamarían un perfecto 10. ¿Cómo no iban a fijarse los hombres en ellas? Estábamos en South Beach, una ciudad que rebosa testosterona. Los silbidos y las exclamaciones de admiración las seguían allí adonde fueran. Ellas, por su parte, parecían disfrutar casi tanto con toda esa atención como disfrutaban ignorando a los hombres que se la proporcionaban.

Yo sabía lo que debía hacer: exactamente lo que todos los demás no estaban haciendo. Un MDLS siempre tiene que ser la excepción a la regla. Tenía que reprimir todos mis instintos y no prestarles la menor atención.

Estaba con Mystery y dos de nuestros alumnos: Outbreak
[1]
y Matador of Love
[2]
. El resto de los alumnos estaban en la planta baja de la discoteca, sargeando alrededor de la pista de baile.

Outbreak fue el primero en aproximarse a ellas para darles la enhorabuena por su vestuario. Las gemelas de platino se deshicieron de él como si fuera un mosquito. Después, Matador of Love las abordó con la
frase de entrada
de Maury Povich, pero chocó contra la misma impenetrable pared.

Me tocaba a mí. Iba a necesitar toda la confianza y la autoestima que me habían proporcionado Steve P. y Rasputín durante nuestras sesiones de hipnosis. Bastaría con que dejase entrever un destello de debilidad para que las gemelas de platino me devorasen vivo.

—La alta no es un diez —me susurró Mystery al oído—; es un once. Vamos a tener que trabajar duro con los
negas
.

Las chicas se acercaron a la barra y se pusieron a hablar con un travestí que iba vestido con un tutú negro. Me acerqué al
set
sin mirar a las chicas y saludé al travestí como si lo conociera. Le pregunté si trabajaba en la discoteca. Él me dijo que no. La verdad es que daba igual lo que dijera; lo importante en ese momento era posicionarme.

Y, ahora que estaba cerca de las chicas, había llegado el momento de los
negas
.

—Fíjate, esa chica de ahí está copiando tu estilo —dije volviéndome hacia la chica 10, la menos alta de las dos, al tiempo que señalaba a otra rubia platino vestida de blanco.

—Sólo tiene mi mismo color de pelo —dijo la 10 con indiferencia.

—No —insistí—. Fíjate en la ropa. Va vestida igual que tú.

Las dos chicas se volvieron hacia mí. Había llegado el momento de la verdad.

Si no se me ocurría algo muy bueno, perdería rápidamente su interés y, a sus ojos, pasaría a convertirme en otro mosquito más. Así que seguí con los
negas
.

—Ahora que me fijo —les dije—. Parecéis dos pequeños copos de nieve.

La cosa marchaba.

—Perdonadme si os lo pregunto, pero ¿lleváis peluca?

La chica 10 hizo una mueca de enojo, aunque recuperó inmediatamente la compostura.

—Claro que no —replicó—. Mira, tócalo.

Yo tiré suavemente de un mechón.

—¡Se ha movido! ¡Es una peluca!

—Es de verdad, tonto. Tira más fuerte.

Y lo hice. Le tiré tan fuerte del pelo que la cabeza se le balanceó hacia atrás.

—Sí, supongo que sí —le dije—. Parece de verdad. Pero tu amiga sí que lleva peluca, ¿verdad?

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