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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (10 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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—¿Tienes muchos amigos? —preguntó, ladeando un poco la cabeza hacia el niño.

—Sí, claro —respondió Shmuel—. Bueno, más o menos.

Bruno frunció el entrecejo. Le habría gustado que Shmuel hubiera contestado que no, porque así habrían tenido otra cosa en común.

—¿Amigos íntimos? —preguntó.

—Bueno, muy íntimos no. Pero en este lado de la alambrada hay muchos niños de nuestra edad. Aunque nos peleamos mucho. Por eso he venido aquí. Para estar solo.

—No hay derecho —dijo Bruno—. No entiendo por qué yo tengo que estar aquí, en este lado de la alambrada, donde no hay nadie con quien hablar o jugar, mientras que tú tienes montones de amigos y seguramente pasas horas jugando con ellos todos los días. Tendré que hablar con Padre de eso.

—¿De dónde eres? —preguntó Shmuel entrecerrando los ojos y observándolo con curiosidad.

—De Berlín.

—¿Dónde está eso?

Bruno abrió la boca para contestar, pero no estaba muy seguro.

—Está en Alemania, por supuesto —dijo—. ¿Tú no eres alemán?

—No, yo soy polaco.

Bruno arrugó la nariz.

—Entonces ¿cómo es que hablas alemán? —preguntó.

—Porque tú te has dirigido a mí en alemán. Por eso te he contestado en alemán. Pero la lengua de Polonia es el polaco. ¿Sabes hablar polaco?

—No —contestó Bruno, soltando una risita nerviosa—. No conozco a nadie que sepa hablar dos idiomas. Y menos alguien de nuestra edad.

—Mi madre es maestra en mi escuela y me enseñó alemán —explicó Shmuel—. Ella también habla francés. E italiano. E inglés. Es muy inteligente. Yo todavía no sé hablar francés ni italiano, pero ella dice que algún día me enseñará inglés porque quizá me convenga saberlo.

—Polonia —dijo Bruno, pensativo, sopesando aquella palabra con la lengua—. No es tan bonito como Alemania, ¿verdad?

Shmuel arrugó la frente.

—¿Por qué no? —preguntó.

—Bueno, porque Alemania es el mejor país del mundo —respondió Bruno, recordando lo que había oído decir a Padre y al Abuelo en muchas ocasiones—. Nosotros somos superiores.

Shmuel lo miró fijamente sin decir nada, y Bruno sintió el impulso de cambiar de tema, pues incluso al pronunciar aquellas palabras le pareció que no sonaban del todo bien, y no quería que Shmuel pensara que estaba siendo descortés.

—¿Y dónde está Polonia? —preguntó tras un momento de silencio.

—Pues en Europa —dijo Shmuel.

Bruno intentó recordar los países que herr Liszt había mencionado en la última clase de Geografía.

—¿Has oído hablar de Dinamarca? —preguntó.

—No —contestó Shmuel.

—Me parece que Polonia está en Dinamarca —dijo Bruno, cada vez más desconcertado, aunque intentaba aparentar que sabía de qué estaba hablando—. Porque Dinamarca está muy lejos —añadió.

Shmuel lo miró un momento y abrió la boca y la cerró dos veces, como meditando su réplica.

—Pero si esto es Polonia —dijo al final.

—¿Ah, sí?

—Sí. Así que Dinamarca está muy lejos de Polonia y de Alemania.

Bruno frunció el entrecejo. Había oído hablar de aquellos países, pero le costaba situarlos.

—Bueno, sí —dijo—. Pero todo es relativo, ¿no? Me refiero a la distancia. —Deseaba cambiar de tema porque empezaba a pensar que estaba muy equivocado, y se propuso prestar más atención en las clases de Geografía.

—Yo nunca he estado en Berlín —dijo Shmuel.

—Y a mí me parece que nunca había estado en Polonia hasta que vine aquí —replicó Bruno, lo cual era verdad—. Bueno, suponiendo que esto sea Polonia —añadió.

—Estoy seguro de que lo es —dijo Shmuel con voz queda—. Aunque no es una región muy bonita.

—No.

—La región de donde provengo es mucho más bonita.

—No puede ser tan bonita como Berlín —dijo Bruno—. En Berlín teníamos una gran casa con cinco pisos, contando el sótano y la buhardilla. Y había unas calles muy bonitas y tiendas y puestos de fruta y verdura y muchas cafeterías. Pero si alguna vez vas allí, no te recomiendo pasear por la ciudad un sábado por la tarde; las aceras están abarrotadas y te empujan sin miramientos. Era mucho más agradable antes de que cambiaran las cosas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Shmuel.

—Bueno, se estaba muy tranquilo —explicó Bruno, aunque no le gustaba hablar de cómo habían cambiado las cosas—. Y por la noche podía leer en la cama. Pero ahora a veces hay mucho ruido y da miedo, y cuando oscurece tenemos que apagar todas las luces.

—El sitio de donde vengo es mucho más bonito que Berlín —afirmó Shmuel, que nunca había estado en Berlín—. Allí la gente es muy simpática, tengo muchos parientes y la comida también es mucho mejor.

—Bueno, no tiene sentido discutir —dijo Bruno, que no quería pelearse con su nuevo amigo.

—Vale —dijo Shmuel.

—¿Te gusta jugar a los exploradores? —preguntó Bruno tras una pausa.

—Nunca he jugado a los exploradores —admitió Shmuel.

—Cuando sea mayor seré explorador —declaró Bruno y asintió con la cabeza—. De momento sólo puedo leer libros sobre exploradores, pero así, cuando sea explorador, no cometeré los mismos errores que cometieron ellos.

Shmuel arrugó la frente.

—¿Qué clase de errores? —preguntó.

—Huy, muchos. Cuando exploras, lo más importante es saber si lo que has encontrado vale la pena. Hay cosas que sencillamente están ahí, sin molestar a nadie, esperando a que las descubran. Por ejemplo, América. Y otras cosas seguramente es mejor dejarlas en paz. Por ejemplo, un ratón muerto en el fondo de un armario.

—Creo que yo pertenezco a la primera categoría —comentó Shmuel.

—Sí —dijo Bruno—. Creo que sí. ¿Puedo preguntarte una cosa? —añadió al cabo de un momento.

—Sí.

Bruno se lo pensó. Quería formular bien la pregunta.

—¿Por qué hay tanta gente al otro lado de la alambrada? —preguntó al fin—. ¿Y qué hacéis allí?

11. El Furias

Unos meses atrás, cuando Padre recibió el uniforme nuevo que significaba que todos debían llamarlo «comandante» y poco antes de que Bruno llegara a casa y encontrara a María haciendo las maletas, una noche Padre llegó a casa muy emocionado, lo cual era muy raro en él, y entró en el salón donde Madre, Bruno y Gretel estaban sentados leyendo sus libros.

—El jueves por la noche —anunció—. Si teníamos algún plan para el jueves por la noche, ya puedes cancelarlo.

—Tú puedes cambiar tus planes si quieres —dijo Madre—, pero yo he quedado para ir al teatro con…

—El Furias quiere hablar de un asunto conmigo —dijo Padre, que era el único autorizado para interrumpir a Madre—. Acabo de recibir una llamada esta tarde. Sólo le va bien el jueves por la noche y vendrá a cenar.

Madre abrió mucho los ojos y sus labios formaron una O. Bruno se quedó mirándola y se preguntó si aquélla era la cara que ponía él cuando algo lo sorprendía.

—No lo dirás en serio —dijo Madre, palideciendo ligeramente—. ¿Va a venir aquí? ¿A nuestra casa?

Padre asintió con la cabeza.

—A las siete en punto —confirmó—. Así que será mejor que preparemos una cena especial.

—¡Cielos! —exclamó Madre mirando de un lado a otro y empezando a pensar en todo lo que había que hacer.

—¿Quién es el Furias? —preguntó Bruno.

—Lo pronuncias mal —dijo Padre, y lo pronunció correctamente.

—El Furias —volvió a decir Bruno, intentando pronunciar bien, aunque sin conseguirlo.

—No —dijo Padre—. El… ¡Bueno, es igual!

—Pero ¿quién es? —insistió Bruno.

Padre lo miró atónito y dijo:

—Sabes muy bien quién es el Furias.

—No —dijo Bruno.

—Dirige el país, idiota —terció Gretel con altanería, como suelen hacer las hermanas. (Eran cosas como aquélla las que la convertían en una tonta de remate)—. ¿Es que no lees el periódico?

—No llames idiota a tu hermano, por favor —intervino Madre.

—¿Puedo llamarlo estúpido?

—¡Gretel!

La niña se sentó, disgustada, pero de todas formas le sacó la lengua a Bruno.

—¿Va a venir solo? —preguntó Madre.

—He olvidado preguntárselo —dijo Padre—. Pero supongo que vendrá con ella.

—¡Cielos! —repitió Madre, levantándose y calculando mentalmente todo lo que tenía que organizar antes del jueves, para el que sólo faltaban dos días. Habría que limpiar la casa a fondo (incluidos los cristales), teñir y barnizar la mesa del comedor, encargar la comida, lavar y planchar los uniformes de la criada y el mayordomo, y dar brillo a la vajilla y la cristalería hasta que destellaran.

De un modo u otro, pese a que la lista parecía crecer y crecer, Madre consiguió terminarlo todo a tiempo, aunque no paraba de decir que la velada habría tenido el éxito asegurado si ciertas personas hubieran ayudado un poco más a prepararlo todo.

Una hora antes de la llegada del Furias, hicieron bajar a Gretel y Bruno, y los niños recibieron una insólita invitación para entrar en el despacho de Padre. Gretel llevaba un vestido blanco y calcetines largos, y le habían hecho tirabuzones. Bruno llevaba pantalones cortos marrón oscuro, camisa blanca y corbata marrón. Estrenaba zapatos para la ocasión, y estaba muy orgulloso de ellos, aunque le iban pequeños, le dolían los pies y le costaba andar. De cualquier modo, todos aquellos preparativos y toda aquella ropa elegante parecían un poco exagerados, porque ni Bruno ni Gretel estaban invitados a la cena; ellos habían cenado una hora antes.

—A ver, niños —dijo Padre sentándose detrás de su escritorio y mirando alternativamente a sus hijos, de pie e inmóviles frente a él—. Ya sabéis que esta velada es muy especial, ¿verdad?

Los niños asintieron.

—Y que es muy importante para mi carrera que esta noche todo salga bien.

Volvieron a asentir.

—Por tanto, hay una serie de reglas básicas que estableceremos de antemano.

Padre era muy partidario de las reglas básicas. Siempre que había una ocasión especial o importante en la casa, establecía algunas nuevas.

—Regla número uno —dijo—. Cuando llegue el Furias, os pondréis de pie en el recibidor, en silencio, y os prepararéis para saludarlo. No diréis nada hasta que él se dirija a vosotros, y entonces contestaréis con voz clara, articulando bien las palabras. ¿Entendido?

—Sí, Padre —masculló Bruno.

—Así es precisamente como no quiero que habléis. Vocaliza bien y habla como un adulto. Espero que ninguno de los dos se comporte como un niño pequeño. Si el Furias no os hace caso, vosotros no digáis nada; mirad al frente y demostradle el respeto y la cortesía que merece un dirigente de su talla.

—Por supuesto, Padre —dijo Gretel con voz muy clara.

—Y mientras Madre y yo estemos cenando con el Furias, vosotros dos debéis permanecer en vuestras habitaciones sin hacer ruido. No quiero a nadie correteando por la casa ni deslizándose por la barandilla. —Y le lanzó una elocuente mirada a Bruno—. No quiero interrupciones. ¿Me habéis entendido? No quiero que ninguno de los dos nos cause molestia alguna.

Bruno y Gretel asintieron con la cabeza y Padre se levantó para indicar que la reunión había terminado.

—Quedan establecidas las reglas básicas —sentenció.

Tres cuartos de hora más tarde sonó el timbre y se produjo un gran revuelo. Bruno y Gretel ocuparon sus puestos junto a la escalera, y Madre se colocó detrás de ellos, retorciéndose las manos con nerviosismo. Padre les echó una rápida ojeada y asintió, satisfecho con lo que veía, y entonces abrió la puerta.

Había dos personas en el umbral: un hombre bajito y una mujer más alta que él.

Padre los saludó y los invitó a entrar. María, con la cabeza aún más agachada de lo habitual, recogió sus abrigos, y entonces se hicieron las presentaciones. Los invitados hablaron primero con Madre, lo cual dio a Bruno la oportunidad de observarlos y decidir por sí mismo si merecían todo aquel jaleo.

El Furias era mucho más bajo que Padre, y Bruno dedujo que no debía de ser tan fuerte como él. Tenía el cabello negro, muy corto, y un bigote diminuto (tan diminuto que Bruno se preguntó para qué lo llevaba, o si sería que se había dejado un trozo al afeitarse). La dama que estaba a su lado, en cambio, era la mujer más hermosa que jamás había visto. Tenía el cabello rubio y los labios muy rojos, y mientras el Furias hablaba con Madre, se volvió para mirar a Bruno y sonrió. El niño se ruborizó.

—Y éstos son mis hijos —dijo Padre, mientras Gretel y Bruno daban un paso adelante—. Gretel y Bruno.

—¿Y quién es quién? —preguntó el Furias, y todos rieron excepto Bruno, pues en su opinión era perfectamente obvio quién era quién y no entendía qué gracia podía tener aquel comentario. El Furias les estrechó la mano y Gretel hizo la reverencia que tanto había ensayado. Bruno se alegró mucho cuando su hermana perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse.

—Qué niños tan adorables —dijo la hermosa rubia—. ¿Y cuántos años tienen, si no es indiscreción?

—Yo tengo doce, pero él sólo tiene nueve —dijo Gretel mirando con desdén a su hermano—. Y también sé hablar francés —agregó, lo cual no era cierto, aunque había aprendido unas pocas frases en la escuela.

—¿Francés? ¿Y para qué quieres hablarlo? —preguntó el Furias, y aquella vez nadie rió; todos pasaron el peso del cuerpo de una pierna a otra, turbados, mientras Gretel lo miraba fijamente, sin saber si tenía que contestar o no.

El asunto se resolvió rápidamente, porque el Furias, que era el invitado más grosero que Bruno había visto jamás, se dio la vuelta y se dirigió derecho hacia el comedor y, sin más, se sentó a la cabecera de la mesa, ¡en la silla de Padre! Un poco aturullados, Padre y Madre lo siguieron y Madre dio instrucciones a Lars para que empezara a calentar la sopa.

—Yo también sé hablar francés —dijo la hermosa rubia, inclinándose y sonriendo a los niños. Ella no parecía tener tanto miedo al Furias como Madre y Padre—. El francés es un idioma muy bonito y está muy bien que lo aprendas.

—¡Eva! —llamó el Furias desde la otra habitación, chasqueando los dedos como si la mujer fuera un perrito faldero. Ella puso los ojos en blanco, se irguió despacio y se dio la vuelta.

—Me gustan tus zapatos, Bruno, pero me parece que te aprietan un poco —añadió con una sonrisa—. Si es así, deberías decírselo a tu madre antes de que te lastimen los pies.

—Sí, me aprietan un poco —admitió Bruno.

—Normalmente no llevo tirabuzones —aclaró Gretel, celosa de su hermano por la atención que estaba recibiendo.

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