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Authors: John Boyne

Tags: #Drama

El niño con el pijama de rayas (9 page)

BOOK: El niño con el pijama de rayas
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—No mucho —admitió—. Pero sí sé algo de la Edad Media. Me gustan las historias de caballeros, aventuras y exploraciones.

Herr Liszt resopló entre dientes y meneó la cabeza sin disimular su enojo.

—Entonces, eso es lo que me corresponde cambiar —dijo con un tono siniestro—. Tendré que quitarte de la cabeza tus libros de cuentos y enseñarte más cosas sobre tus orígenes. Sobre las grandes injusticias que has padecido.

Bruno asintió satisfecho, pues dedujo que por fin le darían una explicación de por qué se habían visto obligados a marchar todos de su cómoda casa y mudarse a aquel lugar tan espantoso, ya que ésa debía de ser la mayor injusticia padecida en su corta vida.

Unos días más tarde, Bruno, a solas en su habitación, empezó a pensar en todo aquello que le gustaba hacer en su antigua casa y que no podía repetir en Auschwitz. La mayoría de las cosas no había podido hacerlas porque ya no tenía amigos con quienes divertirse y Gretel nunca jugaba con él. Pero había una cosa que sí podía realizar solo y que siempre hacía en Berlín: jugar a los exploradores.

«Cuando era pequeño —se dijo— me gustaba explorar. Y entonces vivía en Berlín, donde lo conocía todo y podía encontrar cualquier cosa que quisiera con los ojos vendados. Aquí está todo por explorar. Quizá haya llegado el momento de empezar».

Y a continuación, antes de poder cambiar de opinión, saltó de la cama, revolvió en su armario en busca de un abrigo y un par de botas viejas —el atuendo propio de los exploradores—, y se preparó para salir de la casa.

No tenía sentido explorar dentro. Al fin y al cabo, aquella casa no era como la de Berlín, que tenía cientos de rincones, recovecos y extraños cuartitos, por no mencionar los cinco pisos —contando el sótano y la buhardilla en lo alto del edificio, con aquella ventana por la que sólo podía mirar si se ponía de puntillas—. No, aquella casa era malísima para explorar. Si quería jugar a los exploradores, tendría que salir fuera.

Bruno llevaba meses mirando por la ventana de su dormitorio y contemplando el jardín, el banco con la placa, la alta alambrada, los postes de madera y las demás cosas que le había descrito a la Abuela en su última carta. Y pese a que observaba a menudo a aquellas personas, a los diferentes tipos de personas con sus pijamas de rayas, nunca se le había ocurrido preguntarse qué significaba todo aquello.

Era una especie de ciudad aparte, cuyos habitantes vivían y trabajaban juntos, separada de la casa donde habitaba él por una alambrada. ¿De verdad eran tan diferentes? Todas las personas de aquel campo llevaban la misma ropa, aquellos pijamas y gorras de rayas; y todas las personas que se paseaban por su casa (excepto Madre, Gretel y él) llevaban uniformes de diversa calidad y con diversos adornos, gorras, cascos, llamativos brazaletes rojos y negros, e iban armadas y siempre parecían tremendamente serias, como si todo fuera muy importante y nadie debiera pensar lo contrario.

¿Dónde estaba exactamente la diferencia?, se preguntó Bruno. ¿Y quién decidía quiénes llevaban el pijama de rayas y quiénes llevaban el uniforme?

A veces los dos grupos se mezclaban, como era lógico. Bruno había visto muchas veces a personas uniformadas al otro lado de la alambrada, y observándolas se dio cuenta de que eran quienes mandaban. Los del pijama se ponían en posición de firmes cuando se les acercaban los soldados, y a veces se caían al suelo y ni siquiera se levantaban y tenían que llevárselos.

«Es curioso que nunca me haya preguntado qué hace esa gente ahí —pensó el niño—. Y es curioso que con todas las veces que los soldados van allí —había visto incluso a Padre pasar al otro lado en muchas ocasiones—, nunca hayan invitado a nadie del otro lado a venir a esta casa».

A veces, aunque no muy a menudo, algunos soldados se quedaban a cenar; cuando lo hacían, se les servían muchas bebidas espumosas y tan pronto Gretel y Bruno habían terminado el postre los mandaban a dormir. Entonces se oía mucho ruido abajo y también cantaban, aunque muy mal, por cierto. Resultaba evidente que a Padre y Madre les gustaba la compañía de aquellos soldados; Bruno se daba cuenta. Pero nunca habían invitado a cenar a ninguno con pijama de rayas.

Salió de la casa, fue a la parte de atrás y miró hacia la ventana de su dormitorio, que desde allí abajo ya no parecía tan alta. «Seguramente podría saltar desde la ventana y no me haría mucho daño», caviló, aunque no se le ocurría ningún motivo para hacer semejante idiotez. Quizá saltara si la casa se incendiase y él hubiera quedado atrapado dentro, pero aun así le parecía arriesgado.

Miró hacia la derecha, hasta donde alcanzaba la vista, y vio que la alta alambrada se prolongaba hacia el infinito bajo el sol, y se alegró de que así fuera, porque aquello significaba que él no sabía qué había más allá y podía ponerse a andar para averiguarlo, pues al fin y al cabo en eso consistía explorar. (Herr Liszt sólo le había hablado de una cosa interesante en las clases de Historia: de hombres como Cristóbal Colón y Américo Vespucio; hombres con vidas tan llenas de aventuras y tan interesantes que no hacían sino confirmarle que él quería ser como ellos cuando fuera mayor.)

Sin embargo, antes de echar a andar en aquella dirección, había una última cosa que investigar: el banco. Bruno llevaba meses contemplándolo, escudriñando la placa desde lejos y llamándolo «el banco de la placa», pero sin saber qué ponía en la placa. Miró a izquierda y derecha para comprobar que no venía nadie y luego se acercó corriendo al banco. Sólo era una pequeña placa de bronce y Bruno la leyó en silencio.

«Obsequiado con motivo de la inauguración… —vaciló un instante— del Campo de Auschwitz —continuó, titubeando un poco como solía ocurrirle—. Junio de 1940».

Estiró un brazo y la tocó; el bronce estaba muy frío, así que apartó rápidamente los dedos. Respiró hondo e inició su excursión. En lo único que Bruno intentaba no pensar era que tanto Madre como Padre le habían advertido en innumerables ocasiones que estaba prohibido pasear en aquella dirección, que estaba prohibido acercarse a la alambrada del campo, y sobre todo que en Auschwitz estaba prohibido explorar.

Sin Excepciones.

10. El punto que se convirtió en una manchita que se convirtió en un borrón que se convirtió en una figura que se convirtió en un niño

El paseo a lo largo de la alambrada duró mucho más de lo que Bruno había imaginado; ésta parecía prolongarse varios kilómetros. Siguió caminando, y cada vez que miraba hacia atrás la casa en que vivía se veía más pequeña, hasta que dejó de verse por completo. En todo aquel rato nunca vio a nadie cerca de la alambrada; tampoco encontró ninguna puerta por donde entrar, y empezó a pensar que su exploración iba a ser un fracaso. De hecho, aunque la valla continuaba hasta donde alcanzaba la vista, las cabañas, los edificios y las columnas de humo estaban desapareciendo en la distancia, a su espalda, y el alambre lo separaba de una extensión de terreno vacío.

Cuando llevaba casi una hora andando y empezó a tener hambre, pensó que quizá ya había explorado suficiente por aquel día y que debería volver. Sin embargo, en ese preciso instante apareció a lo lejos un puntito, y Bruno entrecerró los ojos para distinguir qué era. Recordó un libro que había leído, en el que un hombre se perdía en el desierto y, como llevaba varios días sin comer ni beber nada, imaginaba que veía fabulosos restaurantes y enormes fuentes, pero cuando intentaba comer o beber en ellos éstos desaparecían y sólo encontraba puñados de arena. Se preguntó si sería aquello lo que le estaba pasando a él.

Pero mientras lo pensaba, sus piernas, que no paraban de moverse, lo iban acercando más y más a aquel punto, que entretanto se había convertido en una manchita y empezaba a dar muestras de convertirse en un borrón. Y poco después el borrón se convirtió en una figura. Y entonces, a medida que Bruno se acercaba más, vio que aquella cosa no era ni un punto ni una manchita ni un borrón ni una figura, sino una persona.

Y que aquella persona era un niño.

Bruno había leído suficientes libros de aventuras para saber que uno nunca podía estar seguro de qué iba a encontrar. La mayoría de las veces los exploradores tropezaban con algo interesante que sencillamente estaba allí, sin molestar a nadie, esperando a que lo descubrieran (por ejemplo, América). Otras veces descubrían algo que seguramente era mejor dejar en paz (como un ratón muerto en el fondo de un armario).

El niño pertenecía a la primera categoría. Estaba allí sentado, sin molestar a nadie, esperando a que lo descubrieran.

Bruno aminoró el paso cuando vio al niño que antes era una figura que antes era un borrón que antes era una manchita que antes era un punto. Aunque los separaba una alambrada, él sabía que debía tener mucho cuidado con los desconocidos y que siempre era mejor abordarlos con cautela. Así que siguió andando; poco después se encontraban uno frente al otro.

—Hola —dijo Bruno.

—Hola —contestó el niño.

Era más bajo que Bruno y estaba sentado en el suelo con expresión de tristeza y desamparo. Llevaba el mismo pijama de rayas que vestían todos al otro lado de la alambrada, así como la gorra de tela. No calzaba zapatos ni calcetines y tenía los pies muy sucios. En el brazo llevaba un brazalete con una estrella.

Cuando Bruno empezó a acercarse al niño, éste estaba sentado con las piernas cruzadas y la cabeza gacha. Sin embargo, al cabo de un momento levantó la cabeza y pudo verle la cara. Tenía un rostro muy extraño. Su piel era casi gris, de una palidez que no se parecía a ninguna que Bruno hubiera visto hasta entonces. Tenía ojos muy grandes, de color caramelo y un blanco muy blanco. Cuando el niño lo miró, lo único que vio Bruno fueron unos ojos enormes y tristes que le devolvían la mirada.

Bruno estaba seguro de que jamás había visto a un niño más flaco ni más triste en su vida, pero decidió que lo mejor era hablar con él.

—Estoy explorando —dijo.

—¿Ah, sí? —replicó el niño.

—Sí. Desde hace casi dos horas.

Aquello no era estrictamente cierto. Bruno sólo llevaba una hora explorando, pero no le pareció muy grave exagerar un poco. No era lo mismo que mentir, y le hizo sentir más aventurero de lo que en realidad era.

—¿Has encontrado algo? —preguntó el niño.

—No gran cosa.

—¿Nada de nada?

—Bueno, te he encontrado a ti —dijo Bruno tras una pausa.

Miró fijamente al niño y estuvo a punto de preguntarle por qué estaba tan triste, pero temió parecer descortés. Sabía que a veces las personas que están tristes no quieren que les pregunten qué les pasa; a veces lo cuentan ellos mismos y a veces no paran de hablar de ello durante meses, pero en esa ocasión Bruno creyó oportuno esperar. Durante su exploración había descubierto una cosa, y ahora que por fin estaba hablando con alguien del otro lado de la alambrada se dijo que no podía estropear la oportunidad de informarse.

Así pues, se sentó en el suelo, en su lado de la alambrada, cruzando las piernas igual que el otro niño, y lamentó no haber llevado un poco de chocolate o quizá una pasta que podrían haber compartido.

—Vivo en la casa que hay a este lado de la alambrada —dijo.

—¿Ah, sí? Una vez vi la casa desde lejos, pero a ti no.

—Mi habitación está en el primer piso. Desde allí veo por encima de la alambrada. Por cierto, me llamo Bruno.

—Yo me llamo Shmuel —dijo el niño.

Bruno arrugó la nariz; no estaba seguro de haber oído bien.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Shmuel —repitió el niño como si fuera lo más normal del mundo—. ¿Y tú cómo dices que te llamas?

—Bruno.

—Nunca había oído ese nombre —declaró Shmuel.

—Ni yo el tuyo —reconoció Bruno—. Shmuel. —Reflexionó un poco—. Shmuel —repitió—. Me gusta cómo suena. Shmuel. Suena como el viento.

—Bruno —dijo Shmuel asintiendo con la cabeza—. Sí, me parece que a mí también me gusta tu nombre. Suena como si alguien se frotara los brazos para entrar en calor.

—No conozco a nadie que se llame Shmuel.

—Pues en este lado de la alambrada hay montones de Shmuels. Cientos, seguramente. A mí me gustaría tener mi propio nombre.

—Pues yo no conozco a nadie que se llame Bruno. Aparte de mí, claro. Creo que soy el único.

—Entonces tienes suerte —dijo Shmuel.

—Sí, supongo que sí. ¿Cuántos años tienes?

Shmuel pensó un momento, se miró los dedos y los agitó como si hiciera cálculos.

—Nueve —dijo—. Nací el quince de abril de mil novecientos treinta y cuatro.

Bruno lo miró con asombro.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—He dicho que nací el quince de abril de mil novecientos treinta y cuatro.

Bruno abrió mucho los ojos y sus labios formaron una O.

—No puede ser —dijo.

—¿Por qué?

—No —dijo Bruno sacudiendo la cabeza—. No quiero decir que no te crea. Pero es asombroso. Porque yo también nací el quince de abril de mil novecientos treinta y cuatro. Nacimos el mismo día.

Shmuel reflexionó un momento.

—Entonces también tienes nueve años —razonó.

—Sí. ¿Verdad que es raro? —dijo Bruno.

—Muy raro. Porque en este lado de la alambrada hay montones de Shmuels, pero creo que ninguno que haya nacido el mismo día que yo.

—Somos como hermanos gemelos —dijo Bruno.

—Sí, un poco.

De pronto Bruno se puso muy contento. Le vinieron a la mente Karl, Daniel y Martin, sus tres mejores amigos para toda la vida, recordó cómo se divertían juntos en Berlín y se dio cuenta de lo solo que se había sentido en Auschwitz.

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